Si habéis estado en Roma, tal vez os hayan mostrado al pie del Capitolino, muy cerca de las aguas del Tíber, un pequeño convento de monjas, donde no quedan maravillas artísticas, pero sí bellos recuerdos históricos. A mediados del siglo IV alzábase allí una casa patricia, y en la casa vivían, entre brillo de mármoles y rumor de esclavos, una dama de ilustre alcurnia, entregada por completo a la educación de sus hijos: una joven, llamada Marcelina, que llevaba el velo de las vírgenes y se ejercitaba en obras de penitencia y de caridad; un mancebo, por nombre Sátiro, que ayudaba ya a su madre en las tareas de la administración, y un niño, en quien parecía concentrarse el cariño de toda la familia. El padre, «hombre grande delante de Jesucristo y a los ojos del cesar», había muerto ya. El niño se llamaba Ambrosio, y había nacido en Tréveris, siendo su padre prefecto del pretorio de las Galias. De él se contaba, como de Platón, que un día, cuando aún no sabía hablar, estando en el jardín del palacio, vino un enjambre de abejas a revolotear por su rostro y que varias de ellas se deslizaron sin picarle en el interior de su boca. El prefecto, que presenciaba el prodigio, exclamó: «Ese niño será algo grande.» Ya mayorcito, el niño seguía presagiando, sin querer, su carrera futura. Cuando el Pontífice visitaba su casa, veía el pequeño que todos en ella le besaban la mano; y deseando recibir aquella muestra de respeto, presentaba también su diestra, primero a la servidumbre y después a su hermana. Marcelina le rechazaba dulcemente, y entonces el niño decía: «¿No sabes que también yo voy a ser obispo?»
Sin embargo, más que un hombre ilustre en las letras, pensábase hacer de él un político. Estudiaba las bellas letras aprendía el griego, se ejercitaba en la poesía y empezaba a hacer sus primeras armas en el arte de la elocuencia. La lectura de Virgilio y Tito Livio dejará huella profunda en su estilo, y la de Séneca y Cicerón en su pensamiento. Ya adolescente, se entrega con afán al estudio del derecho romano, que dejará en su espíritu un molde indestructible. Sátiro tiene los mismos gustos que él, y con los gustos, el andar, los rasgos de la cara, el timbre de la voz. Los dos hermanos se parecen tanto, que con frecuencia se les confunde hasta en el seno mismo de la familia. «Además—cuenta Ambrosio—, nuestras almas estaban tan unidas, que parecíamos existir el uno en el otro. Cuando no le tenía junto a mí, me encontraba triste y desazonado. ¡Cuántas veces, estudiando solo en mi habitación, me ponía a hablar con él como si estuviese presente!» Los dos hermanos solían ir de cuando en cuanto al palacio del prefecto urbano. Avieno Símaco, jefe de la aristocracia pagana de Roma, cuyo hijo, Aurelio Símaco, se hizo amigo de Ambrosio, para ser más tarde su rival. Pero se hallaban más a su gusto en casa del prefecto del pretorio, Petronio Probo, donde debieron de cruzarse muchas veces con aquellas santas mujeres Melania, Paula, Eustoquia. Blesila, que eran la admiración de Roma, y con un grupo de jóvenes de talento y estirpe, entre los cuales descollaban el aquitano Poncio Meropio Paulino y el dálmata Jerónimo.
Uno tras otro, aquellos clarísimos empezaban a dispersarse lanzados a través del mundo romano en viajes de estudios, en comisiones políticas o en gobiernos de provincias, Ambrosio seguía en Roma como secretario del prefecto. Probo había distinguido en él un espíritu claro, un carácter firme y una elocuencia brillante, y no quería privarse de su consejo; pero teniendo necesidad de un hombre para el gobierno de las provincias de Insubria, Emilia y Liguria, propuso al emperador el nombramiento de su secretario. Era en 372. Ambrosio promediaba entonces la curva espléndida del equinoccio de su juventud. «Ve, hijo mío—le dijo el prefecto al tiempo de partir—, y pórtate, no como juez, sino como obispo.»
Ambrosio se dirigió a Milán, cabeza de la vasta región que debía gobernar con el título de consular, y capital, desde unos lustros antes, del Imperio de Occidente. El emperador era entonces Valentiniano, gran guerrero, católico convencido, pero hombre impetuoso y extremado en su rigor. «La severidad—decía—es el alma de la justicia, y la justicia es el alma del poder.» Milán respiró al conocer al hombre casto, sobrio, piadoso, afable, caritativo, que podía poner algo de suavidad en los consejos imperiales. Su justicia tenía más profundas raíces en el Evangelio. «La justicia—enseñaba—se debe primero a Dios, después a la patria, en tercer lugar a la familia, y finalmente a la humanidad. Defender a la patria contra los bárbaros en la guerra, defender a los débiles en la paz, proteger contra la violencia a los hermanos oprimidos, he aquí la obra de la justicia.» Tal era el programa que Ambrosio desarrollaba en su gobierno, con la admiración y la simpatía de todos, como se pudo ver a los dos años de su llegada. Acababa de morir el obispo de la ciudad, y las gentes andaban inquietas por la elección del sucesor. Eran frecuentes las disputas acaloradas y aun las riñas y los golpes. Un día, el clero deliberaba en la parte superior de la basílica, mientras los fieles abajo discutían aguardando la decisión con una animosidad que podía degenerar en un motín. Al saber la actitud del pueblo, el consular creyó deber suyo presentarse en medio de la multitud, y pronto su palabra elocuente y reposada logró tranquilizar los ánimos. Apenas había terminado de hablar, cuando se oyó una voz infantil que decía: «¡Ambrosio, obispo!» «¡Ambrosio, obispo! », gritó entusiasmada la muchedumbre, considerando la voz de la inocencia como una orden del Cielo, y el clero se unió a la aclamación general. El único que protestaba era Ambrosio, y podía alegar una buena razón en su defensa. El Concilio de Nicea había prohibido que ningún neófito fuese promovido al episcopado, y él, aunque católico de corazón, no estaba bautizado todavía. Como nadie quiso hacer caso de este argumento. Ambrosio se deslizó entre la multitud, encaminándose al pretorio, donde le aguardaba una causa criminal. Contra su costumbre, aquel día, afectando una odiosa dureza, mandó aplicar la tortura. Pero el pueblo comprendió: «Que su pecado caiga sobre nosotros—clamaba—; no es más que catecúmeno, el agua santa lo borrará todo. ¡Ambrosio, obispo!»
Entre tanto, la elección iba tomando un carácter legal. Consultóse al Papa y al emperador; y los dos aprobaron lo hecho; pero cuando los obispos fueron en busca del elegido para consagrarle, vieron que no estaba en la ciudad. Había buscado un refugio en el campo, y sólo gracias a la traición de un amigo pudieron dar con su paradero. Fue preciso rendirse a la vocación divina. Ambrosio recibió el bautismo, y pocos días después tomaba posesión de la sede de Milán. Desde el fondo del Asia le llegaba una voz de aliento, bien necesaria en medio de la angustia que le produjo la primera sorpresa: «No conozco tu rostro—le decía San Basilio—, pero la belleza de tu alma está delante de mis ojos. Del seno de una ciudad real, Dios ha escogido un hombre eminente por su sabiduría, por su nacimiento, por la hermosura de su vida y por la elocuencia de su palabra; le ha escogido y le ha puesto al frente del pueblo cristiano.»
La más bella figura episcopal del Oriente saludaba al tipo perfecto del obispo en la Iglesia occidental. Ambrosio comprendió la grandeza de su nueva dignidad. Su vida, ya sencilla y grave, se hizo ahora austera y penitente. Distribuyó a los pobres todo el dinero que tenía y les aseguró la propiedad de sus inmuebles. Marcelina y Sátiro acudieron a su lado para atender a los negocios domésticos. En cuanto a él, se traza un programa vasto y difícil, pero al cual permanecerá fiel toda su vida: bautizar, confesar, predicar, imponer penitencias públicas y privadas, lanzar anatemas y levantar excomuniones, visitar enfermos, asistir a los moribundos, rescatar cautivos, alimentar pobres, viudas, huérfanos; fundar hospitales y alberguerías, administrar los bienes del clero, pronunciarse, como juez de paz, en las causas particulares y en las diferencias de los pueblos, escribir contra los herejes y los paganos, publicar tratados de moral, de disciplina y de teología, dictar cartas para satisfacer las mil consultas que se les ofrecen de una y otra religión, mantener correspondencia con los obispos y las iglesias, los monjes y los príncipes; congregar y dirigir Concilios, intervenir en el consejo de los emperadores, asumir la responsabilidad de negociaciones y embajadas, condenar la alevosía de los traidores y contener la audacia de los tiranos. Al orador forense sucede el predicador del Evangelio; pero, bajo el palio episcopal y el cilicio del penitente, seguía viviendo el mismo espíritu fino y aristocrático. «Es preciso—decía—que en el sacerdote no se encuentre nada vulgar, nada común, nada plebeyo, nada que respire la manera de ser de la multitud sin educación.» No obstante, estaba siempre dispuesto a descender al pueblo para consolarle en sus miserias. Los pobres eran sus hijos. Les amaba, les adoraba como a los pies de Cristo, según su propia expresión. Con los niños era tierno como una madre; con los pecadores, infinitamente misericordioso. «Siempre que alguno venía a confesarle sus faltas para recibir la penitencia—cuenta su secretario—, Ambrosio derramaba tantas lágrimas, que el penitente se veía obligado a llorar con él, de suerte que cualquiera hubiera pensado que el culpable era el obispo.» Al principio de su episcopado solía prolongar las horas de estudio para imponerse en las cuestiones del dogma, y con ese fin buscaba la soledad del campo. «Hermano mío—escribía a uno de sus amigos—yo no estoy nunca solo, aunque parezca estarlo. Nunca estoy menos ocioso que cuando se imaginan que no hago nada.» Las Sagradas Escrituras eran el primer objeto de sus investigaciones. En ellas buscaba, sobre todo, el sentido alegórico y espiritual, caminando tras las huellas de los maestros alejandrinos. Se inspira en los escritos del judío Filón, filósofo místico de la sinagoga de Alejandría; Orígenes, Dídimo e Hipólito le dieron el tema de varios de sus tratados dogmáticos, pero su guía más seguro era Basilio de Cesárea. «Cuando leía—dice San Agustín—, sus ojos recorrían lentamente las páginas; su espíritu y su corazón estaban alerta para comprender; pero sus labios no se abrían, sino que guardaban silencio. Parecíame que en el poco tiempo que podía robar a sus negocios para alimentar su inteligencia, quería que nadie le apartase de su empeño.»
El fruto de este trabajo empezó a verse en aquellos bellos tratados cuya aparición saludaba con entusiasmo la cristiandad: el de los «Sacramentos y los Misterios», el de «los Patriarcas», el del «Espíritu Santo», el de «las vírgenes y las viudas», los comentarios escriturísticos, los elogios de las grandes figuras bíblicas, el libro «de la penitencia», «el Hexamerón»... Ambrosio es siempre grave, ingenioso y tierno. Busca el sentido más alto de la Biblia con tanta exactitud como elocuencia y nobleza. Su estilo es natural, su lenguaje algo oscuro, a fuerza de ser sencillo; sus alegorías graciosas y originales, sus pensamientos vivos y elevados. Pero si Jerónimo es el polemista vigoroso, y en Agustín se juntan el teólogo sublime y el profundo metafísico, Ambrosio descuella, sobre todo, como moralista. Pocos han conocido mejor que él la conciencia humana, ni analizado más sutilmente sus misterios y necesidades, ni descrito con tanta energía los males del alma y sus remedios. A veces, la censura se viste de una ironía graciosa y realista, como cuando ridiculiza el lujo femenino de la Roma decadente, o el afeminamiento de los clarísimos descendientes de los Gracos, que desearían vivir entre los cimerios porque les da en la cara un rayo de sol que se cuela por la sombrilla. Pinta a la mujer, que, con artificio recargado, se empeñaba en parecer distinta de lo que era en realidad. Semejante a una estatua bajo un dosel, se la mira como un objeto curioso. Lleva las orejas horadadas, su cuello se dobla bajo el peso del metal; el oro y los brillantes relumbran en su pecho y las ajorcas retintinean en sus tobillos. «Dichosas vosotras —exclama San Ambrosio, dirigiéndose a las vírgenes—, pues ignoráis tales suplicios; el pudor es vuestra hermosura, una hermosura que no teme los estragos del tiempo, y que agrada a quien más importa: a Dios.»
Este tema de la virginidad era uno de los que Ambrosio trataba con más entusiasmo; hasta el punto de que las madres llegaban hasta encerrar a sus hijas para que no fuesen a escucharle, y en Milán empezaban a levantarse voces contra él. «Se me acusa—decía—de predicar la castidad; si éste es un crimen me honro con él, y confesarle en voz alta no es perjudicar a mi causa, sino servirla. Me llamáis el maestro de la virginidad, me echáis en cara los prosélitos que hago para ella. ¡Ojalá que tuvieseis muchas acusaciones como ésta que presentar contra mí!» Se ve aquí un reflejo del ascendiente que aquella palabra sacerdotal ejercía sobre los milaneses. Tenue era su voz; pero su discurso, vigoroso y claro, nutrido en los grandes escritores de la antigüedad, armonioso y figurado como el de un discípulo de Virgilio, preciso como el de un jurista consumado, cautivaba a la vez a los ilustrados y al pueblo. Una llama de entusiasmo, un dulce calor le anima; una santa poesía le colora con divinos reflejos; y en medio de aquella ternura, que ya en aquel tiempo se llamaba la suavidad de Ambrosio, hay arranques de grandeza y vehementes atrevimientos. Según la expresión de un joven oyente, retenido aún en los lazos de la herejía, pero que a su vez debía llegar a ser maestro de la elocuencia cristiana, aquella palabra, aceite derramado sobre las llagas del pecador, dominaba y suspendía.
El mismo testigo, Agustín de Hipona, nos describe también la caritativa abnegación de Ambrosio: «No veía medio de conversar con él, como lo hubiera deseado, porque un ejército de necesitados me impedía llegar a su presencia. Era el enfermero de sus dolencias.» La puerta de la casa episcopal quedaba siempre abierta, y el acceso estaba permitido a todo el mundo. Los pobres, los que dudaban en la fe, los pecadores, todos los que necesitaban un consuelo, desfilaban sin cesar delante de él. Entre los demás iba también el ilustre rétor de Hipona, Agustín. Alguna vez le encontró solo, pero no se atrevía a interrumpir su meditación: «Me sentaba, y después de haber pasado largo rato contemplándole en silencio—¿quién se hubiera atrevido a turbar una atención tan profunda?—, retirábame pensando que era cruel molestarle en el poco tiempo que se reservaba para reconcentrar su espíritu en medio del tumulto de los negocios.» Entre los que solicitaban su audiencia estaban también los litigantes. Ambrosio, hábil jurista, administrador experimentado, era requerido como juez y arbitro, no sólo en los asuntos de orden espiritual, sino también en los de orden temporal, tanto más cuanto que, siempre que el conflicto era entre el interés pecuniario de la Iglesia y el de un desheredado de la fortuna, no dudaba en sacrificar los derechos episcopales. «La Iglesia—decía—no pierde nunca cuando gana la caridad.» Después de la desastrosa batalla de Andrinópolis, no dudó en emplear los vasos de la Iglesia milanesa para rescatar a un gran número de romanos, prisioneros de los jefes godos. «¿Quién será tan duro de corazón—decía con este motivo—que no dé cuanto tiene por rescatar a un hombre condenado a morir o a una mujer expuesta a la deshonra? ¡Ah, más vale salvar las almas que conservar el oro! Si la Iglesia tiene oro, no es para conservarlo; es para derramarlo entre los desgraciados.»
Sin embargo, había quienes criticaban la conducta del prelado: eran los arríanos. Ambrosio los había combatido en sus escritos, en sus homilías y en su vida, y los combatía también con su bondad. «Cuando veáis—escribía el obispo de Imola—a uno de estos pobres que se levanta, excusadle, tendedle la mano. Rehusarle el perdón sería perder su alma.» Esta conducta disminuía el partido de los herejes, los cuales, protegidos por la viuda del emperador Valentiniano, exigieron que Ambrosio les entregase una de las basílicas. La lucha entre la emperatriz y el obispo es uno de los pasos más dramáticos de la vida de Ambrosio; y su grandeza aparece más grande si pensamos que el prelado acababa de salvar la vida y el trono al hijo de su perseguidora, con una diplomacia habilísima, en la corte del usurpador Máximo. «Mis bienes son de la patria—contesta Ambrosio a los emisarios de la emperatriz—, pero lo que es de Dios no tengo derecho a entregarlo.» Se le arman asechanzas, se le persigue, se le amenaza con el destierro, corre la voz de que se pagan sicarios para asesinarle; pero él no cede. El pueblo está con él, se apiña en torno suyo, le defiende. «No entregues nada, Ambrosio», le gritan en medio de las reuniones litúrgicas. Un día los soldados rodean la basílica. El obispo está dentro con su pueblo enardecido. El asedio se prolonga y los sitiados entretienen los días oyendo a su prelado, rezando salmos y cantando himnos tan hermosos, que los mismos legionarios entran en el templo y se juntan a la multitud. Aquellos himnos habían sido compuestos por Ambrosio. No había en ellos armonías clásicas, pero si juventud y entusiasmo. Eran ritmos de un carácter popular, gritos espontáneos del corazón cristiano, arranques bellísimos llenos de inspiración, que revelaban al verdadero poeta; joyas auténticas de una poesía nueva que la Iglesia recogió con entusiasmo y agregó para siempre a su liturgia.
La omnipotencia imperial tuvo que doblegarse ante la energía del obispo, y Ambrosio, admitido al consejo de los emperadores, va a realizar sus sueños de una política cristiana. El emperador Graciano le considera como un padre; Valentiniano II no hace nada sin su consejo. Ambrosio aparece como un hombre de Estado, y la huella de su influencia se descubre en la legislación que sale de la cancillería imperial entre los años 378 y 388. En este último año, Teodosio viene a Occidente y derrota al usurpador Máximo. El gran emperador y el gran obispo se encuentran en Milán. Habían nacido para entenderse, y un mismo programa político, basado en la unión estrecha entre la Iglesia y el Estado, acababa de unir sus almas; y esta inteligencia vino a robustecerse hasta con los mismos conflictos. Uno de ellos fue provocado por la matanza de Tesalónica. El gobernador de esta ciudad había metido en la cárcel a un auriga del circo, muy querido de la multitud; el pueblo, al saberlo, se había amotinado, cometiendo mil desmanes y asesinando al gobernador y a otros magistrados. Teodosio se dejó arrebatar por la ira. «Ya que toda la población es cómplice del crimen—dijo—, que toda ella sufra el castigo.» Después revocó su palabra, pero era ya demasiado tarde: siete mil cadáveres yacían en el circo de Tesalónica. Ambrosio comprendió que debía obrar enérgicamente con el emperador. Lo que se ha hecho—le escribía—no tiene cosa que se le parezca en la memoria de los hombres. El único remedio al mal es el testimonio del arrepentimiento.» Como si nada hubiera sucedido, el emperador se presentó a las puertas de la basílica; pero el obispo le cortó el paso, diciéndole con severidad: «Deteneos, emperador. ¿Cómo osaríais pisar este santuario? ¿Cómo podríais tocar con vuestras manos el cuerpo de Cristo? ¿Cómo podríais acercar a vuestros labios su sangre, cuando por una palabra proferida en un momento de ira habéis hecho perder la vida a tantos inocentes?» Al oír estas palabras, el emperador bajó la cabeza, y, llorando, se volvió a su palacio. Sólo ocho meses más tarde, el día de Navidad de 390, decidióse a presentarse en la iglesia, diciendo al obispo: «Vengo a solicitar el remedio que puede curar mi alma.» El obispo le pidió únicamente que allí mismo firmase un decreto por el que se disponía que ninguna pena de muerte pudiese ejecutarse hasta treinta días después de promulgada. «No hay duda—decía más tarde el emperador, acordándose de este suceso—. Ambrosio me hizo comprender por vez primera lo que es un obispo.» Con razón se ha dicho que esta victoria de la Iglesia es una de aquellas que se pueden llamar victorias de la humanidad. La última palabra no la habló la fuerza, sino el derecho; el obispo representaba no sólo al Evangelio, sino a la conciencia humana.
La armonía entre los dos grandes hombres no volvió a interrumpirse. Por desgracia, cinco años más tarde el emperador bajaba al sepulcro (395). Ambrosio le lloró en una oración fúnebre que es una obra maestra de la elocuencia antigua. Desde entonces la vida se le hace a él sumamente pesada. La muerte de su amigo había tronchado sus sueños políticos. Su vida es más retirada. Sigue enseñando a su pueblo, pero ya no aparece en el palacio. Ora, termina su libro «De los deberes» y escribe su bello tratado «Del beneficio de la muerte». Un día sus oyentes rompen en llanto al oírle decir en la tribuna: «¡Oh Padre mío! Abrid vuestros brazos para recibir a este pobre servidor que os ruega; concededme que vaya a juntarme a los que han hallado el descanso en el reino de Dios, con todos los invitados a las bodas eternas.» Todos presienten su fin. Una legación de la corte y del pueblo llega hasta él para rogarle que pida a Dios que no le saque de este mundo, y él contesta con estas humildes y nobles palabras, que San Agustín no se cansaba de admirar: «No he vivido de tal modo que tenga vergüenza de seguir viviendo; pero no tengo miedo a morir porque tenemos un Señor bueno.»
Esta es la última enseñanza de aquel hombre, que fue un compuesto maravilloso de suavidad y de energía, el más humilde y el más altivo de los cristianos. Fue inflexible con la tiranía omnipotente, con las legiones de la emperatriz, con el paganismo, con la herejía y con la hipocresía; pero fue condescendiente con los pobres, con los pecadores, con Agustín convertido, con Teodosio arrepentido. Gran ciudadano y obispo incomparable, amó a la patria como un antiguo romano, y a la Iglesia como un confesor de la fe; aquella Iglesia que le considera como uno de sus más grandes héroes, y de la cual él dijo aquellas palabras famosas: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia; y donde está la Iglesia, allí no reina la muerte, sino la vida eterna.»
Si los grandes hombres son aquellos que extienden las fronteras de la verdad y del amor, pocos como San Ambrosio tienen derecho a entrar en esa gloriosa aristocracia. Su vida y sus obras son un esfuerzo gigantesco para hacer triunfar el amor y la verdad entre los hombres, y en ese esfuerzo está el germen de la nueva sociedad, el código que regirá en el mundo cristiano que se avecina, la legislación, el programa de la generación futura. Ambrosio fue uno de los grandes Padres de la Iglesia: todo un mundo procede de él.
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