domingo, 18 de diciembre de 2011

Homilía


El templo de Dios.

El rey David, piadoso, fervoroso, de fe inquebrantable en Yahvé, siente escrúpulos de conciencia, porque mientras él vive en casa de cedro , el arca de Dios está en una tienda y decide construir un templo. No lo hará él, sino su hijo Salomón, porque Dios tenía otros planes.
Siempre ha estado en el ánimo de los poderosos consumar obras que pasaran a la posteridad y realzaran el dinamismo de una fe triunfante. Así se erigieron iglesias, monasterios y catedrales maravillosas a lo largo de la Edad Media, que son hoy la admiración del mundo.
Las ciudades rivalizaban entre sí en bellas construcciones.
Los papas del Renacimiento y los mecenas de la época, que disponían de abundantes medios económicos, engrandecieron la ciudad de Roma con cuatro grandes basílicas, entre ellas la de San Pedro. Hasta en los pueblos más pequeños construyeron altas torres, coronadas por campanarios, que recortaban el cielo, destacaban en el horizonte y hablaban a los hombres de la grandeza de Dios, en cuyo honor habían sido levantadas.

Hace unos años se abrió al culto la catedral de los Angeles, un enorme recinto, aglutinador de la mejor tecnología moderna. Una inversión multimillonaria de la iglesia americana que cuenta con numerosos admiradores y detractores.
¿Es esto realmente lo que el Señor nos pide a los que creemos en El?
Jesús, en el diálogo con la samaritana, da a entender que la presencia de Dios no está centrada en las construcciones de los hombres,”porque los verdaderos adoradores son los que adoran en espíritu y en verdad”.

Piedras vivas.

San Pedro dirá que las personas somos piedras vivas, que formamos parte de la construcción del templo espiritual (I Pt 2,5), donde según San Pablo, mora el Espíritu de Dios.
El P. Leonardo Boff, preocupado por la atención a los pobres y por la buena administración de los recursos de la Tierra, repartidos de forma tan desigual, escribía hace pocos años: “No se santifica el nombre de Dios levantando templos, elaborando discursos místicos, garantizando su presencia oficial en la sociedad mediante los símbolos religiosos. Todo eso santifica su nombre santísimo en la medida en que tales expresiones descubren un corazón donde se asienta la justicia y se busca la perfección. Justo en esta realidades habita Dios; ellas son el verdadero templo en que no hay ídolos... Dios sufre violación siempre que se viola su imagen y semejanza, que es el ser humano; y en cambio recibe glorificación cuando se restituye la dignidad humana al expropiado o violentado”.

No podemos juzgar a los que erigieron templos o los siguen edificando, probablemente con la buena intención de dar culto a Dios. Pero está claro que no se debe esclavizar su presencia entre hermosas piedras, olvidando autenticas y urgentes necesidades.
Así lo entendieron los primeros cristianos, que no construyeron templos, sino que se reunían en sus casas. Y, cuando creció el número de los fieles, tampoco levantaron templos sino salas de reunión.
Hoy sigue latente esta misma preocupación.
¡Cuánta parafernalia en torno al nacimiento de Jesús, utilizando su nombre para mayor gloria de la sociedad de consumo!,
¡Cuánto monumento a la desfachatez humana, entre bancos, santuarios económicos, torres de cristal que absorben el horizonte de las grandes ciudades y nos impiden ver las montañas y el cielo, mientras a su sombra crece la miseria y el hambre!

¿Qué diría Jesús si viniera por unas horas a nuestra casa?

¿Para qué ufanarnos tanto en inundar de regalos nuestra sala de estar y nuestros armarios donde no falta nada: cadena musical, último móvil del marcado, ropa de marca, caros perfumes, sofisticados aparatos informáticos?
Todo esto no merece la pena, si nos falta el pensamiento para entrar en el clima que requiere la Navidad, si nuestra Biblia permanece cerrada, si abandonamos la oración. Todo por fuera,; nada por dentro. Nos falta tiempo para Dios; nos sobra tiempo para dietas de adelgazar y clases de aeróbic para mantener hermoso y elástico el cuerpo.
¿Qué tendría que decirnos Jesús si por unas horas viniera a nuestras casas?

María.

¿Qué nos puede decir María en este último domingo de Adviento, en vísperas de la Navidad?
Ella nos enseña sencillamente el modo de esperar a Dios en sus continuas venidas de cada día, en pobreza e impotencia, en el emigrante y el perseguido, el desnudo, el enfermo, el encarcelado... con quienes compartió la marginación y el dolor.
Es la madre que confía, a pesar de todo, en la providencia de un Dios que nunca abandona a sus hijos más necesitados.

Y éste no es sólo el grito humano; es Dios quien nos lo grita.
Si nos consideramos discípulos de Jesús, sigamos el ejemplo de María y respondamos con las obras que nos sugiere el corazón.

Es María el santuario de Dios donde Jesús se encierra en místico abrazo.
Ningún templo del mundo puede compararse con el calor de una madre, ni con la vida de esos pobres a quienes defendió antes de que su Hijo los llamara dichosos y sacramento de Dios.

Mirémonos en sus ojos, porque probablemente vivamos la Navidad de otra manera.

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