Al empezar el siglo IV, la religión druídica de la Galia había perdido aquella vitalidad pujante con que la habían encontrado los ejércitos de César. De la mezcla de la mitología romana con la céltica se había formado una religión popular, adulterada aún más con fuertes importaciones de cultos exóticos venidos del Oriente. El cristianismo avanzaba con grandes dificultades, y la misma herejía se esforzaba por corromper en la misma fuente la evangelización del país. Para poner orden en este caos religioso, Dios suscitó un hombre que debía realizar la triple misión de establecer la vida monástica en las Galias, evangelizar los campos y defender en todas partes la pureza de la fe.
Llamábase Martín. Había nacido en la región occidental del Danubio, Panonia, de padre pagano, que ostentaba en el ejército el grado de tribuno militar. Recibió en Pavía una esmerada educación, y allí conoció la religión cristiana. A los diez años se agrega al número de los catecúmenos, y algún tiempo después, manifiesta la intención de huir a un desierto. Siente el anhelo de practicar el evangelio integral. Para librarle de las influencias cristianas, su padre le hace soldado contra su voluntad y le incorpora al arma de caballería, y nos dice su historiador, Sulpicio Severo, que supo conciliar sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, haciendo una vida de monje y de soldado, casta y sobria, amable y valerosa. Como hijo de oficial, tenía derecho a una ordenanza, del cual quiso hacer un amigo: comía con él, le servía en la mesa y hasta le limpiaba el calzado. Caritativo con todos, pasando por Amiéns, parte con su espada, en pleno invierno, la clámide, para dar la mitad a un mendigo; y la noche siguiente ve en sueños al Salvador vestido con aquel fragmento de su manto y oye de Él estas palabras: «Martín, todavía catecúmeno, me ha dado este vestido.» Poco después, por la Pascua del año 339, recibe el bautismo.
Ha partir de este tiempo, no piensa ya sino en dejar el mando de sus dos cohortes y entregarse exclusivamente al servicio de Dios. Pensaba que un cristiano no puede derramar la sangre de sus semejantes ni siquiera en la guerra. Llamado por el emperador Constante en 341 con motivo de una invasión de los francos para recibir de su mano una gratificación, la rehúsa, diciendo:
—Hasta ahora he llevado las armas por ti; permíteme que en adelante las lleve por Dios.
—Eres un cobarde—le dijo el emperador, irritado—; dejas la milicia porque tienes miedo al combate de mañana.
—Para que veas que no es ése mi pensamiento—respondió Martín—, mañana me colocaré en la primera línea de combate, y sin armas, en el nombre del Señor, protegido por la señal de la cruz, no por la coraza ni el casco, romperé sin temor por medio del enemigo.
No pudo cumplir su palabra, porque a las pocas horas los francos pedían la paz.
Después de este suceso, encontramos a Martín en Poitiers, al lado de San Hilario, que le forma en la disciplina religiosa; y de Poitiers vuelve a Panonia para trabajar en la conversión de sus padres. Su celo por la ortodoxia le acarrea el odio de los herejes. Le persiguen, le maltratan, y le dejan medio muerto. En los Alpes estuvo a punto de morir a manos de los ladrones; en Milán, el obispo arriano Maxencio le expulsa de la ciudad después de haberle azotado; despojado y malherido por los hombres, se retira a un islote salvaje, la «Insula Gallinaria», una roca que se halla en la costa de Genova, donde no ponen el pie más que las aves marinas, expuesta a los ardores del sol, sin nombre, sin habitantes y desprovista de todo socorro humano. Allí medita y hace penitencia, hasta que en el verano de 360 averigua que su maestro Hilario, desterrado largo tiempo en Oriente, acaba de volver a Poitiers. El apóstol de las Galias había estudiado bastante a los hombres, había orado, sufrido y meditado bastante para creer llegada la hora de realizar sus destinos.
Su primera idea es introducir en la Galla la vida monástica, y va a realizarla, ilustrado y sostenido por los consejos de Hilario. Al efecto, construye una cabaña a cinco millas de Poitiers, en un lugar llamado Ligugé; no tardan en reunírsele otros cristianos deseosos de formarse en la vida penitente; levantan otras celdillas semejantes a la suya, o bien se establecen en las cuevas de las cercanías. En el centro de la ciudad monástica hay un oratorio, donde se reúnen todos para los ejercicios comunes. Ninguno de los ochenta hermanos tenía casa propia: no podían comprar, ni vender, ni se ocupaban en arte alguno, salvo en copiar libros, ejercicio reservado, sobre todo, para los jóvenes. Vestían hábitos de pelo de camello, comían al caer el sol, y nunca bebían vino. El monasterio era, en primer lugar, un refugio abierto a todos los que querían huir del mundo. Pero, además, era una escuela. En él se recibían los candidatos al bautismo para prepararlos a las pruebas del catecumenado. Pero tal vez el principal objetivo del fundador fue crear un semillero de apóstoles, destinados a evangelizar la comarca. Personalmente, satisfacía y armonizaba con aquella obra el doble anhelo de su vida: soledad y apostolado.
De allí sale para hacer sus audaces expediciones contra el paganismo. Lánzase por los pueblos y campos donde aún no se conoce el nombre de Cristo, vence con sus milagros y desenmascara a los adivinos, que predecían el porvenir por el vuelo de las aves y el examen de las vísceras ofrecidas en el sacrificio; confunde a los bardos, que cantaban con el arpa himnos en honor de los dioses; disputa con los druidas, que presidían las ceremonias del culto en medio de los bosques seculares que producen la verbena y el muérdago sagrados; se aprovecha de los dogmas fundamentales del druidismo, la inmortalidad del alma y la recompensa futura de los guerreros valerosos, para levantar los espíritus a un más puro ideal religioso; arremete con los santuarios antiguos, para convertirlos en iglesias y monasterios. Su paso queda señalado con curaciones maravillosas y también con actos heroicos de fe y de valor y de las más extrañas aventuras. Aquí se venera como a mártir a un bandido famoso; Martín evoca su sombra y la obliga a contar sus crímenes delante de la multitud; allí se empeña en derribar un pino sagrado contra la voluntad de sus adoradores; los paganos ceden al fin, pero con la condición de que él se ponga debajo; consiente, y va a ser aplastado por el tronco, cuando a una orden suya, el árbol cambia de dirección; en otra parte, después de incendiar un templo, los aldeanos se arrojan sobre él; uno de ellos tiene ya levantada la espada, pero ante la majestad del obispo, se amedrenta y cae en tierra; o bien se encontraba con un carro lleno de soldados, cuyas mulas se espantaban a su vista, lo cual irritaba de tal modo a aquellos hombres, que le molían a golpes, dejándolo medio muerto.
Su vida es la misma cuando, en 371, le hacen violentamente obispo de Tours. Hay quienes se arrepienten al verle entrar en la ciudad, pálido, demacrado, con la barba desaliñada, rapada la cabeza, y en hábito de pieles, sin aspecto ninguno artificial; pero el pueblo, que ve algo extraordinario en aquellas apariencias mezquinas, le rodea, le aplaude y le introduce triunfalmente en la iglesia. Ahora el centro de su apostolado es su nueva abadía de Marmoutier, cerca de Tours, donde tiene una celda de madera, rodeada de un diminuto jardín. Allí vuelve después de sus correrías por la Turena, el Anjou, París, Sens, Autún, Chartres y Vienne. Organiza las iglesias de la Galia, poniendo en ellas a hombres de su confianza; y algunos de sus discípulos, como Patricio y Paulino de Nola, llevan a lejanos países los frutos de su enseñanza y de sus ejemplos. A impulsos de esta actividad apostólica, nacen en Francia las parroquias rurales. Se alzan en el cruce de las vías romanas, en los antiguos focos de la idolatría, junto a los castros o en las granjas de los grandes propietarios. Con esta institución creó Martín uno de los elementos que más contribuyeron a la formación de la sociedad agrícola del pueblo.
No desplegó menos celo en defender la pureza de la fe que en propagarla. Ponía en guardia a los fieles contra los lazos del arrianismo, y, para defender la fe, no temía presentarse en el palacio del emperador Valentiniano, sospechoso de herejía; pero desconfiaba también del poder civil cuando, con pretexto de defender a la Iglesia, se mostraba como rival celoso de ella, más que como leal auxiliar. Esto es lo que le hizo intervenir en el proceso famoso de Prisciliano. El emperador Máximo gozaba con las visitas del obispo de Tours, y la emperatriz, sobre todo, se sentía tan enajenada en su presencia, que pasaba largas horas oyéndole hablar de la vida futura, de la gloria de los fieles y de la eternidad de los santos, regando los pies del santo con sus lágrimas y enjugándolos con sus cabellos. Hasta rogó a su marido que le permitiese servirle la comida, y ella le preparó toda con sus manos, cubrió la silla con un tapiz, acercó la mesa, presentó el agua para las manos y trajo los manjares que había preparado. Martín aprovechaba aquella confianza para permitirse sus santas libertades. Comía una vez en palacio con los más ilustres personajes, sentado en un pequeño taburete junto al emperador. Enfrente, entre el prefecto y un conde, estaba el sacerdote que le acompañaba. Según costumbre, en la mitad del convite el escanciador presentó la copa a Máximo, el cual mandó llevarla a Martín, por el gusto de recibirla luego de su mano; pero el obispo, después de beber, pasó la copa al sacerdote. Este rasgo fue muy admirado por todos, y en especial por el prefecto Evodio, el más justo de los hombres.
Sin embargo, en aquella corte de Tréveris tuvo Martín uno de los mayores pesares de su vida. Fue con motivo de la causa priscilianista. Varios obispos españoles brujuleaban en ella pidiendo la muerte del heresiarca y sus cómplices. Martín lo supo, y con el fin de hacer prevalecer en el fallo la discreción presentóse en el palacio. Obtuvo del emperador la promesa de que no se derramaría sangre; pero pronto vio que había sido engañado. Después de la ejecución, se negó, en señal de protesta, a comunicar con aquellos obispos sanguinarios. Vióse, sin embargo, obligado a juntarse con ellos para asistir a la ordenación de un santo obispo, y también para conseguir que no se mandase a España una comisión militar encargada de hacer una justicia sumaria. Fue una condescendencia que lloró todo el resto de su vida. Salió precipitadamente de la ciudad, agobiado por la pena. Caminando por un bosque, se sentó a reflexionar sobre su conducta, acusando y defendiendo a la vez en su espíritu aquella debilidad. Sólo la aparición de un ángel pudo traerle un poco de consuelo. Solía decir que desde entonces había perdido algo de su poder contra los demonios.
Ni siquiera los demonios estaban excluidos de su compasión, a pesar de perseguirle de mil maneras. Presentábansele en las formas más variadas: unas veces, parecidos a Júpiter; otras, a Venus o Minerva, y, con más frecuencia, a Mercurio. A cada uno le llamaba por su nombre. Júpiter tenía figura de idiota grosero, pero Mercurio le causaba más repugnancia. Una vez el demonio tomó figura de rey coronado, y haciéndose pasar por Cristo, disputaba con Martín de teología, defendiendo una tesis rigorista con respecto a la salvación. «Tú eres el demonio—exclamó Martín—; pero para que veas cuan equivocado estás, yo te aseguro que a ti mismo, por miserable que seas, si te arrepintieses de tus crímenes, te alcanzaría misericordia.» Aquella bondad natural de su corazón habíase ido aumentando con los años. Al fin de su vida ya no se contentaba con dar la mitad de la capa. Aguardaba, un día, el momento de salir a decir misa, vestido de una túnica y un manto, cuando llegó hasta él un pobre casi desnudo. Envióle a su arcediano para que le diese con qué cubrirse, pero el arcediano no hizo caso. Entonces, el pobre volvió a su presencia, y él, quitándose la túnica, se la dio. Vino luego el arcediano a avisarle que el pueblo aguardaba. «Antes hay que vestir al pobre», dijo el obispo. Obligado por esta orden, el clérigo compró por cinco sueldos una túnica corta, burda y peluda, y con ella salió Martín a decir misa.
Jamás se olvidó de la santa sencillez. Su asiento en la iglesia era un banquillo de pino. La paja le parecía un lecho demasiado regalado. Sulpicio Severo, su biógrafo, que fue una vez a verle, nos dice: «Es inefable la humildad y la bondad con que me recibió. Cuando llegó la hora de admitirme a su mesa, él mismo me presentó el agua para lavarme las manos, y por la tarde, con las suyas, lavó mis pies. De tal manera me subyugó su autoridad, que no tuve valor de resistir. Nuestra conversación versó acerca de las seducciones y miserias del mundo, y cómo Paulino de Nola había sabido vencerlas. Jamás se le vio triste ni irritado; brillaba en su rostro una alegría celestial, y parecía levantado sobre la naturaleza. Tenía siempre el nombre de Cristo en los labios, y en el corazón la piedad, la paz y la misericordia.» Amaba las bellezas naturales, pero el mundo era para él un libro de teología, un conjunto de símbolos que le hablaban de Dios. Vio un día unos somormujos que perseguían a los peces sin saciar su voracidad. «Aquí tenéis —dijo a los que le acompañaban—una imagen de los demonios que acechan a los imprudentes, los sorprenden y los devoran.» Al ver una oveja recién esquilada, sacó esta enseñanza: «Ha cumplido el precepto evangélico; tenía dos túnicas y ha dado una de ellas. Es un ejemplo para nosotros.» Otra vez, pasando por una pradera, advirtió que una parte estaba hozada por los puercos, en otra los bueyes habían comido la hierba, y en otra, finalmente; podían verse aún intactas las flores con toda su frescura. «He aquí —observó, dirigiéndose a sus compañeros de viaje—la figura del libertinaje, del matrimonio y de la virginidad.»
Su muerte fue serena y confiada, como su vida. Las lágrimas de los suyos parecieron turbarla un momento. Al verlas, no pudo menos de exclamar, llorando él también:
«Señor, si aún puedo hacer algo en tu pueblo, no rehusó el trabajo; hágase tu voluntad.» Como yacía de espaldas contra la tierra, sus discípulos quisieron colocarle más cómodamente, pero él se negó, diciendo: «Dejadme, hijos, mirar al Cielo, para que los ojos vean el camino por donde el alma se va a dirigir hacia su Dios.» Y continuó, viendo al demonio a su lado: «¿Qué haces aquí, mala bestia? Nada tuyo encontrarás en mí; voy a ser recibido en el seno de Abraham.» Estas fueron las últimas palabras de aquel hombre extraordinario.
Llamábase Martín. Había nacido en la región occidental del Danubio, Panonia, de padre pagano, que ostentaba en el ejército el grado de tribuno militar. Recibió en Pavía una esmerada educación, y allí conoció la religión cristiana. A los diez años se agrega al número de los catecúmenos, y algún tiempo después, manifiesta la intención de huir a un desierto. Siente el anhelo de practicar el evangelio integral. Para librarle de las influencias cristianas, su padre le hace soldado contra su voluntad y le incorpora al arma de caballería, y nos dice su historiador, Sulpicio Severo, que supo conciliar sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, haciendo una vida de monje y de soldado, casta y sobria, amable y valerosa. Como hijo de oficial, tenía derecho a una ordenanza, del cual quiso hacer un amigo: comía con él, le servía en la mesa y hasta le limpiaba el calzado. Caritativo con todos, pasando por Amiéns, parte con su espada, en pleno invierno, la clámide, para dar la mitad a un mendigo; y la noche siguiente ve en sueños al Salvador vestido con aquel fragmento de su manto y oye de Él estas palabras: «Martín, todavía catecúmeno, me ha dado este vestido.» Poco después, por la Pascua del año 339, recibe el bautismo.
Ha partir de este tiempo, no piensa ya sino en dejar el mando de sus dos cohortes y entregarse exclusivamente al servicio de Dios. Pensaba que un cristiano no puede derramar la sangre de sus semejantes ni siquiera en la guerra. Llamado por el emperador Constante en 341 con motivo de una invasión de los francos para recibir de su mano una gratificación, la rehúsa, diciendo:
—Hasta ahora he llevado las armas por ti; permíteme que en adelante las lleve por Dios.
—Eres un cobarde—le dijo el emperador, irritado—; dejas la milicia porque tienes miedo al combate de mañana.
—Para que veas que no es ése mi pensamiento—respondió Martín—, mañana me colocaré en la primera línea de combate, y sin armas, en el nombre del Señor, protegido por la señal de la cruz, no por la coraza ni el casco, romperé sin temor por medio del enemigo.
No pudo cumplir su palabra, porque a las pocas horas los francos pedían la paz.
Después de este suceso, encontramos a Martín en Poitiers, al lado de San Hilario, que le forma en la disciplina religiosa; y de Poitiers vuelve a Panonia para trabajar en la conversión de sus padres. Su celo por la ortodoxia le acarrea el odio de los herejes. Le persiguen, le maltratan, y le dejan medio muerto. En los Alpes estuvo a punto de morir a manos de los ladrones; en Milán, el obispo arriano Maxencio le expulsa de la ciudad después de haberle azotado; despojado y malherido por los hombres, se retira a un islote salvaje, la «Insula Gallinaria», una roca que se halla en la costa de Genova, donde no ponen el pie más que las aves marinas, expuesta a los ardores del sol, sin nombre, sin habitantes y desprovista de todo socorro humano. Allí medita y hace penitencia, hasta que en el verano de 360 averigua que su maestro Hilario, desterrado largo tiempo en Oriente, acaba de volver a Poitiers. El apóstol de las Galias había estudiado bastante a los hombres, había orado, sufrido y meditado bastante para creer llegada la hora de realizar sus destinos.
Su primera idea es introducir en la Galla la vida monástica, y va a realizarla, ilustrado y sostenido por los consejos de Hilario. Al efecto, construye una cabaña a cinco millas de Poitiers, en un lugar llamado Ligugé; no tardan en reunírsele otros cristianos deseosos de formarse en la vida penitente; levantan otras celdillas semejantes a la suya, o bien se establecen en las cuevas de las cercanías. En el centro de la ciudad monástica hay un oratorio, donde se reúnen todos para los ejercicios comunes. Ninguno de los ochenta hermanos tenía casa propia: no podían comprar, ni vender, ni se ocupaban en arte alguno, salvo en copiar libros, ejercicio reservado, sobre todo, para los jóvenes. Vestían hábitos de pelo de camello, comían al caer el sol, y nunca bebían vino. El monasterio era, en primer lugar, un refugio abierto a todos los que querían huir del mundo. Pero, además, era una escuela. En él se recibían los candidatos al bautismo para prepararlos a las pruebas del catecumenado. Pero tal vez el principal objetivo del fundador fue crear un semillero de apóstoles, destinados a evangelizar la comarca. Personalmente, satisfacía y armonizaba con aquella obra el doble anhelo de su vida: soledad y apostolado.
De allí sale para hacer sus audaces expediciones contra el paganismo. Lánzase por los pueblos y campos donde aún no se conoce el nombre de Cristo, vence con sus milagros y desenmascara a los adivinos, que predecían el porvenir por el vuelo de las aves y el examen de las vísceras ofrecidas en el sacrificio; confunde a los bardos, que cantaban con el arpa himnos en honor de los dioses; disputa con los druidas, que presidían las ceremonias del culto en medio de los bosques seculares que producen la verbena y el muérdago sagrados; se aprovecha de los dogmas fundamentales del druidismo, la inmortalidad del alma y la recompensa futura de los guerreros valerosos, para levantar los espíritus a un más puro ideal religioso; arremete con los santuarios antiguos, para convertirlos en iglesias y monasterios. Su paso queda señalado con curaciones maravillosas y también con actos heroicos de fe y de valor y de las más extrañas aventuras. Aquí se venera como a mártir a un bandido famoso; Martín evoca su sombra y la obliga a contar sus crímenes delante de la multitud; allí se empeña en derribar un pino sagrado contra la voluntad de sus adoradores; los paganos ceden al fin, pero con la condición de que él se ponga debajo; consiente, y va a ser aplastado por el tronco, cuando a una orden suya, el árbol cambia de dirección; en otra parte, después de incendiar un templo, los aldeanos se arrojan sobre él; uno de ellos tiene ya levantada la espada, pero ante la majestad del obispo, se amedrenta y cae en tierra; o bien se encontraba con un carro lleno de soldados, cuyas mulas se espantaban a su vista, lo cual irritaba de tal modo a aquellos hombres, que le molían a golpes, dejándolo medio muerto.
Su vida es la misma cuando, en 371, le hacen violentamente obispo de Tours. Hay quienes se arrepienten al verle entrar en la ciudad, pálido, demacrado, con la barba desaliñada, rapada la cabeza, y en hábito de pieles, sin aspecto ninguno artificial; pero el pueblo, que ve algo extraordinario en aquellas apariencias mezquinas, le rodea, le aplaude y le introduce triunfalmente en la iglesia. Ahora el centro de su apostolado es su nueva abadía de Marmoutier, cerca de Tours, donde tiene una celda de madera, rodeada de un diminuto jardín. Allí vuelve después de sus correrías por la Turena, el Anjou, París, Sens, Autún, Chartres y Vienne. Organiza las iglesias de la Galia, poniendo en ellas a hombres de su confianza; y algunos de sus discípulos, como Patricio y Paulino de Nola, llevan a lejanos países los frutos de su enseñanza y de sus ejemplos. A impulsos de esta actividad apostólica, nacen en Francia las parroquias rurales. Se alzan en el cruce de las vías romanas, en los antiguos focos de la idolatría, junto a los castros o en las granjas de los grandes propietarios. Con esta institución creó Martín uno de los elementos que más contribuyeron a la formación de la sociedad agrícola del pueblo.
No desplegó menos celo en defender la pureza de la fe que en propagarla. Ponía en guardia a los fieles contra los lazos del arrianismo, y, para defender la fe, no temía presentarse en el palacio del emperador Valentiniano, sospechoso de herejía; pero desconfiaba también del poder civil cuando, con pretexto de defender a la Iglesia, se mostraba como rival celoso de ella, más que como leal auxiliar. Esto es lo que le hizo intervenir en el proceso famoso de Prisciliano. El emperador Máximo gozaba con las visitas del obispo de Tours, y la emperatriz, sobre todo, se sentía tan enajenada en su presencia, que pasaba largas horas oyéndole hablar de la vida futura, de la gloria de los fieles y de la eternidad de los santos, regando los pies del santo con sus lágrimas y enjugándolos con sus cabellos. Hasta rogó a su marido que le permitiese servirle la comida, y ella le preparó toda con sus manos, cubrió la silla con un tapiz, acercó la mesa, presentó el agua para las manos y trajo los manjares que había preparado. Martín aprovechaba aquella confianza para permitirse sus santas libertades. Comía una vez en palacio con los más ilustres personajes, sentado en un pequeño taburete junto al emperador. Enfrente, entre el prefecto y un conde, estaba el sacerdote que le acompañaba. Según costumbre, en la mitad del convite el escanciador presentó la copa a Máximo, el cual mandó llevarla a Martín, por el gusto de recibirla luego de su mano; pero el obispo, después de beber, pasó la copa al sacerdote. Este rasgo fue muy admirado por todos, y en especial por el prefecto Evodio, el más justo de los hombres.
Sin embargo, en aquella corte de Tréveris tuvo Martín uno de los mayores pesares de su vida. Fue con motivo de la causa priscilianista. Varios obispos españoles brujuleaban en ella pidiendo la muerte del heresiarca y sus cómplices. Martín lo supo, y con el fin de hacer prevalecer en el fallo la discreción presentóse en el palacio. Obtuvo del emperador la promesa de que no se derramaría sangre; pero pronto vio que había sido engañado. Después de la ejecución, se negó, en señal de protesta, a comunicar con aquellos obispos sanguinarios. Vióse, sin embargo, obligado a juntarse con ellos para asistir a la ordenación de un santo obispo, y también para conseguir que no se mandase a España una comisión militar encargada de hacer una justicia sumaria. Fue una condescendencia que lloró todo el resto de su vida. Salió precipitadamente de la ciudad, agobiado por la pena. Caminando por un bosque, se sentó a reflexionar sobre su conducta, acusando y defendiendo a la vez en su espíritu aquella debilidad. Sólo la aparición de un ángel pudo traerle un poco de consuelo. Solía decir que desde entonces había perdido algo de su poder contra los demonios.
Ni siquiera los demonios estaban excluidos de su compasión, a pesar de perseguirle de mil maneras. Presentábansele en las formas más variadas: unas veces, parecidos a Júpiter; otras, a Venus o Minerva, y, con más frecuencia, a Mercurio. A cada uno le llamaba por su nombre. Júpiter tenía figura de idiota grosero, pero Mercurio le causaba más repugnancia. Una vez el demonio tomó figura de rey coronado, y haciéndose pasar por Cristo, disputaba con Martín de teología, defendiendo una tesis rigorista con respecto a la salvación. «Tú eres el demonio—exclamó Martín—; pero para que veas cuan equivocado estás, yo te aseguro que a ti mismo, por miserable que seas, si te arrepintieses de tus crímenes, te alcanzaría misericordia.» Aquella bondad natural de su corazón habíase ido aumentando con los años. Al fin de su vida ya no se contentaba con dar la mitad de la capa. Aguardaba, un día, el momento de salir a decir misa, vestido de una túnica y un manto, cuando llegó hasta él un pobre casi desnudo. Envióle a su arcediano para que le diese con qué cubrirse, pero el arcediano no hizo caso. Entonces, el pobre volvió a su presencia, y él, quitándose la túnica, se la dio. Vino luego el arcediano a avisarle que el pueblo aguardaba. «Antes hay que vestir al pobre», dijo el obispo. Obligado por esta orden, el clérigo compró por cinco sueldos una túnica corta, burda y peluda, y con ella salió Martín a decir misa.
Jamás se olvidó de la santa sencillez. Su asiento en la iglesia era un banquillo de pino. La paja le parecía un lecho demasiado regalado. Sulpicio Severo, su biógrafo, que fue una vez a verle, nos dice: «Es inefable la humildad y la bondad con que me recibió. Cuando llegó la hora de admitirme a su mesa, él mismo me presentó el agua para lavarme las manos, y por la tarde, con las suyas, lavó mis pies. De tal manera me subyugó su autoridad, que no tuve valor de resistir. Nuestra conversación versó acerca de las seducciones y miserias del mundo, y cómo Paulino de Nola había sabido vencerlas. Jamás se le vio triste ni irritado; brillaba en su rostro una alegría celestial, y parecía levantado sobre la naturaleza. Tenía siempre el nombre de Cristo en los labios, y en el corazón la piedad, la paz y la misericordia.» Amaba las bellezas naturales, pero el mundo era para él un libro de teología, un conjunto de símbolos que le hablaban de Dios. Vio un día unos somormujos que perseguían a los peces sin saciar su voracidad. «Aquí tenéis —dijo a los que le acompañaban—una imagen de los demonios que acechan a los imprudentes, los sorprenden y los devoran.» Al ver una oveja recién esquilada, sacó esta enseñanza: «Ha cumplido el precepto evangélico; tenía dos túnicas y ha dado una de ellas. Es un ejemplo para nosotros.» Otra vez, pasando por una pradera, advirtió que una parte estaba hozada por los puercos, en otra los bueyes habían comido la hierba, y en otra, finalmente; podían verse aún intactas las flores con toda su frescura. «He aquí —observó, dirigiéndose a sus compañeros de viaje—la figura del libertinaje, del matrimonio y de la virginidad.»
Su muerte fue serena y confiada, como su vida. Las lágrimas de los suyos parecieron turbarla un momento. Al verlas, no pudo menos de exclamar, llorando él también:
«Señor, si aún puedo hacer algo en tu pueblo, no rehusó el trabajo; hágase tu voluntad.» Como yacía de espaldas contra la tierra, sus discípulos quisieron colocarle más cómodamente, pero él se negó, diciendo: «Dejadme, hijos, mirar al Cielo, para que los ojos vean el camino por donde el alma se va a dirigir hacia su Dios.» Y continuó, viendo al demonio a su lado: «¿Qué haces aquí, mala bestia? Nada tuyo encontrarás en mí; voy a ser recibido en el seno de Abraham.» Estas fueron las últimas palabras de aquel hombre extraordinario.
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