Hay hombres que con sólo nombrarlos nos traen a la mente una idea que revela toda su alma y condensa toda su vida. Todo lo demás es en ellos accesorio, o al menos así nos parece, y o lo confundimos con lo que forma el rasgo principal de su carácter, o nos olvidamos fácilmente de ello. Cuando decimos San Benito, pensamos en el legislador, y en sus manos ponemos el libro de su Regla; cuando nombramos a Gregorio VII, sin querer nos viene a los labios una palabra en que se resumen todos sus esfuerzos: Reforma. No nos pasa lo mismo con San Gregorio Magno, San Bernardo, San Anselmo. Son almas multiformes, verdaderos Proteos en su actividad, a quienes encontramos en todas partes y siempre sobre las cumbres.
San Leandro pertenece a los primeros, como su hermano Isidoro a los segundos. Diríase que el alma, la vida, toda la acción de Leandro no tienen más que una razón de ser; guiar a los hombres hacia la luz de la fe. La palabra que le cuadra es: Ortodoxia. A ella encaminó todos los pasos de su existencia. Al principio andaba tal vez inconscientemente; pero había otro que le guiaba y sabía el fin. Como a Moisés, Dios había escogido a Leandro para una gran misión: lo que pone a estos dos hombres en un mismo plano es que los dos son conductores de dos pueblos escogidos. Cada cual libraría al suyo del reino del mal, el uno sacándolo de las tinieblas de Egipto, el otro librándolo de las tinieblas de la herejía.
En la frente de San Leandro vemos claramente el signo de la vocación divina; y en su destino admiramos y adoramos los designios de la Providencia. Dios lo dispone, lo prepara, lo lleva a cumplir su gran misión; pero las sendas que escoge nos desconciertan. Leandro pertenecía a una gran familia. Su padre era uno de los grandes magnates del reino visigodo; rico, poderoso, influyente, duque o gobernador de la provincia levantina, que tenía su capital en Cartagena. Cualquiera hubiera pensado que Dios iba a utilizar el poder del padre para realizar la misión del hijo. Un duque de Cartagena podía aspirar al trono de Toledo, y, una vez en el trono, establecer la unidad religiosa. Pero un día los bizantinos entran en España, se apoderan de todo Levante, desde Murcia hasta Málaga, y establecen en Cartagena el centro de su poderío ibérico (554). La familia de Leandro se destierra a Sevilla, y en Sevilla abraza su madre la fe católica. «Muchas veces—dice el hijo—le preguntaba yo si quería que volviésemos a nuestra patria, y ella, sabiendo que había salido de allí por voluntad de Dios, decía, y lo juraba, que no la volvería a ver, y añadía llorando: El destierro me hizo conocer a Dios, moriré desterrada; donde llegué al conocimiento de Dios, allí estará mi sepulcro.»
Entre tanto, Leandro se hace monje. Vive pobre y desconocido. Diríase que va alejándose de su fin en este mundo. Ya no tiene las armas, ni el dinero, ni el prestigio de la nobleza, ni el poder. Pero hay en el mundo algo más fuerte que todas esas cosas: es la palabra, sin la cual no existiría ni el relámpago de la espada, ni el trueno del cañón. Ella arma a los reyes, cambia las riquezas de unas manos a otras, y derrueca los poderes. Leandro tenía esa fuerza irresistible, y en el monasterio la empleaba para el combate, trabajaba, estudiaba, meditaba, abrasaba su corazón en la contemplación de la verdad, con aquel fuego que luego iba a derramar su voz. El monasterio era en aquel tiempo la fragua de los hombres: Leandro, Gregorio, Isidoro, Eugenio, Ildefonso, Braulio..., todos los grandes prelados de entonces se criaron en el monasterio. Sin embargo, el monje sigue recordando a su ciudad, pero con el dolor altivo de quien la ve hollada por la planta del extranjero. «Feliz de ti—dice escribiendo a su hermana Santa Florentina—, porque ignoras lo que tendrías que lamentar. Pero yo, que soy testigo de vista, puedo decirte que de tal manera ha perdido nuestra patria su primera hermosura, que no hay ya en ella ni un hombre libre, quedando, contra lo que solía, completamente estéril, y esto no sin justo juicio de Dios, pues la tierra a quien han sido arrebatados los ciudadanos para cederlos el enemigo, al perder el honor, perdió también la fecundidad.»
Un día, el silencio de la celda donde Leandro leía, vióse repentinamente turbado. Los sevillanos entraron, se apoderaron de él, y, llevándolo a la basílica de San Vicente, lo sentaron en la cátedra episcopal. Esto era alrededor del año 578. Poco después llega a Sevilla Hermenegildo, que debía gobernar la Bética, en nombre de su padre Leovigildo, con el título de rey. Hermenegildo era arriano; pero tenía un alma buena, una mujer también buena, que era católica, y en los brazos de esa mujer una criatura que le sonreía y que había sido bautizada en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Además, la casualidad, o, mejor dicho la Providencia, había puesto al príncipe al lado de San Leandro. La vida del hombre y la Historia entera están llenas de estos sucesos, al parecer enteramente accidentales. San Leandro se encontró con San Hermenegildo inopinadamente. Llegaron a Sevilla con otros fines muy distintos, pero Dios había sacado al uno de Cartagena y al otro de Toledo principalmente para que se encontrasen. ¡Encuentros misteriosos y cotidianos, de los cuales depende muchas veces la salvación de un alma, de muchas almas, de un pueblo entero, y hasta el cambio del eje del mundo!
Así era en esta ocasión. El obispo hablaba a su pueblo, y como hablaba bien, el príncipe iba a escucharlo, como fue antaño Agustín a escuchar a Ambrosio. Luego, el obispo empezó a entrar en el palacio del príncipe, y el príncipe empezó a ir a la celda del obispo, y un día el príncipe acabó por confesar que la fe de Leandro era la suya, y el obispo Leandro le admitió en la Iglesia, le puso por nombre Juan y lo asoció a su misión de defensor de la verdad.
No tardó en desenvainar la espada. Su padre era un arriano convencido; su madrastra, una mala hembra que, a las tinieblas del error, juntaba un corazón de hiena. Muchas veces el pavimento del palacio se había enrojecido con la sangre de Ingunda, la mujer del príncipe, maltratada por aquella víbora. Hermenegildo se declaró en Sevilla campeón de la ortodoxia. Su padre fue con un ejército contra él. El reino hético fue asolado; Sevilla, saqueada; Hermenegildo, preso, y Leandro, desterrado. Parecía destruido el plan de Dios por el genio del hombre; pero las vías divinas están llenas de sorpresas.
A nosotros nos parece natural que cuando Dios escoge a un hombre como brazo de su sabiduría, Él, que es todopoderoso, debería allanarle los caminos y conducirle rectamente hacia el fin. Por eso no acertamos a comprender los rodeos que con frecuencia tienen que dar los santos en la realización de su obra. Hay titubeos, dificultades, desalientos, que una vez y otra obligan a empezar. Y, sin embargo, así son las cosas. Suelen decir los santos que el fruto y la bondad de una empresa pueden medirse por las contradicciones que levanta.
Leandro salió de España con la aureola del perseguido, y mientras su neófito daba la vida por guardar la fe, él aguardaba en el estudio y la oración la hora de la Providencia. Fueron sólo dos años de espera. Leovigildo, que llevaba el alma envenenada por la muerte de su hijo, comprendió su error entre las tristezas de la vejez. Leandro fue llamado a Toledo, y aquel rey, grande hasta en sus extravíos, renunció en su presencia a la herejía. La palabra del monje había vencido a la espada del guerrero. La palabra predicada por Leandro, el Verbo divino, igual y consustancial al Padre desde toda la eternidad, triunfaba sobre la palabra impuesta por los ejercicios, un verbo creado en el tiempo, que no tiene la sustancia divina, y por una extraña aberración es llamado Dios. El arrianismo tenía que caer en esa contradicción, y, por tanto, tenía que morir.
La palabra del apóstol salía empapada en la sangre del mártir. Era una semilla divinamente fecundada, que, cayendo con el corazón del hijo de Leovigildo, Recaredo, y de todos sus vasallos, produjo por toda España una floración de fe, una epifanía de vida católica, que estalló delirante en el tercer concilio de Toledo. Era el 4 de mayo del año 589; una de las fechas más gloriosas de la Historia de España. Los reyes, los obispos, los grandes y el pueblo se reunieron para dar gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se había dignado conceder a su Iglesia la paz y la unión, haciendo de todos un solo rebaño y un solo pastor, por medio del apostólico Recaredo, que maravillosamente glorificó a Dios en la tierra. San Leandro, alegre a tan rica mies, habló en aquella ocasión como hubiera hablado San Crisóstomo. Fue el inspirado cantor de la unidad, el profeta del nuevo orden de cosas, el primer pregonero de una idea imperial, que llevaba dentro de sí un germen de vitalidad profunda.
«Nuevos pueblos—decía—han nacido de repente para la Iglesia. ¡Regocíjate, santa Iglesia de Dios! Sabiendo cuan dulce es la caridad y cuan agradable la unidad, tú no predicas sino la alianza de las naciones, no suspiras sino por la unidad de los pueblos. El orgullo ha dividido las razas con la diversidad de las lenguas; es menester que la caridad los vuelva a unir. Procedentes de un mismo hombre, unidas por el mismo origen, el orden natural pide que todas las naciones vivan unidas por la fe y la caridad. Uno es el poseedor del Universo, y las cosas poseídas deben también congregarse en la unidad.»
Después, acordándose de aquel pueblo a quien él introducía en el templo de la fe, añadía: «Alégrate y regocíjate, Iglesia de Dios, que formas un solo cuerpo con Cristo; vístete de fortaleza, llénate de júbilo, porque han cesado tus lágrimas, has logrado tus deseos, has depuesto los vestidos de luto; entre gemidos y oraciones concebiste, y después de los hielos, las lluvias y las nieves, contemplas en dulce primavera los campos llenos de flores y pendientes de la vid los racimos. Los que antes nos atribulaban con su fiereza, ahora nos consuelan con su fervor. Gemíamos cuando nos oprimían; pero aquellos gemidos son hoy nuestra corona...»
Antes de terminar, el genial orador, hombre de la estirpe de los grandes maestros de la palabra, vuelve a su gran idea de la fraternidad universal, y pregunta con generoso optimismo: «¿Cómo dudar que todo el mundo habrá de convertirse a Cristo? La caridad juntará lo que separó la discordia de Babel. No habrá parte alguna del orbe adonde no llegue la luz de Cristo. ¡Un solo corazón, una sola alma! De un solo hombre procedió todo el linaje humano, para que pensase lo mismo y amase y siguiese la unidad.»
Una nueva España salía de aquella asamblea: la España convertida en pueblo de Dios, la triunfadora secular de los infieles, la descubridora de nuevos mundos, la sembradora de la unidad, la civilizadora incansable, la propagadora inmortal de la verdadera civilización de los pueblos. Diríase que, al regenerarla en Cristo, el santo apóstol puso en ella su fe entusiasta e intrépida y aquel amor a la unidad que tan bellamente le hizo hablar en el tercer concilio de Toledo.
El resto de su vida consagrólo San Leandro a confirmar su obra con el ardor de su palabra, con el prestigio de su vida y con sus libros ascéticos y teológicos, libros notables por la grandeza de los conceptos, por la profundidad en el sentir y por la suavidad del estilo. El que se intitula De la institución de las vírgenes es tan bello, tan original, tan natural y enjundioso en su contenido, tan férvido y puro en su lenguaje, que puede considerarse como uno de los frutos más sazonados de la literatura ascética.
En la realización de su obra encuentra Leandro el apoyo de dos hombres superiores. Desde Toledo le ayuda Recaredo, modelo de reyes; desde Roma le anima San Gregorio Magno, ejemplar de Papas. Gregorio era su amigo. Los dos monjes se habían conocido en Constantinopla, se habían comprendido, y mutuamente se habían consagrado una amistad entrañable. El Papa escribía al obispo cartas de una deliciosa intimidad, en que aún sentimos palpitar su gran corazón: «Cuan grandes ansias tengo de verte—le decía—, puedes leerlo, puesto que me amas, en el libro de tu corazón. Pero como la distancia me impide realizar mi deseo, el amor me ha inspirado enviarte y dedicarte, para que te acuerdes de mí los «Comentarios» que he puesto sobre Job, y el Libro de la Regla Pastoral, que compuse al principio de mi pontificado.»
Otra vez le escribía San Gregorio: «Al recibir tu carta, he visto que realmente estaba escrita con la pluma de la caridad. Todos aquellos que la oyeron leer se han sentido atraídos hacia ti con los lazos del amor. Por ella he conocido cuan grande es el que abrasa tu alma, pues tanta fuerza tiene para encender a los demás. De mí puedo decirte que, aunque ausente en el cuerpo, ni un instante dejas de estar presente en mi memoria, pues llevo la imagen de tu rostro impresa en mi corazón.»
Alaba el gran Pontífice la eficacia de aquella palabra apostólica. Grande debía de ser, efectivamente, a juzgar por sus frutos maravillosos. Ella encendió en el amor de Cristo el corazón de la virgen Florentina; ella produjo la santidad heroica del obispo de Écija, San Fulgencio; ella formó al gran doctor de aquel siglo, San Isidoro; ella conquistó suavemente el alma del joven príncipe visigodo, y dominó la pertinacia rebelde de su padre y transformó la historia de todo un pueblo. Algo de aquella virtud penetrante y de aquel ardor comunicativo lo sentimos todavía en el libro que, con el título de Instrucción de las vírgenes y desprecio del mundo, dedicó Leandro a su hermana Florentina. Es lo que nosotros llamamos su Regla, joya excelsa de la ascesis cristiana, monumento precioso de discreción, de experiencia, de íntima elocuencia y de bondad cautivadora.
San Leandro pertenece a los primeros, como su hermano Isidoro a los segundos. Diríase que el alma, la vida, toda la acción de Leandro no tienen más que una razón de ser; guiar a los hombres hacia la luz de la fe. La palabra que le cuadra es: Ortodoxia. A ella encaminó todos los pasos de su existencia. Al principio andaba tal vez inconscientemente; pero había otro que le guiaba y sabía el fin. Como a Moisés, Dios había escogido a Leandro para una gran misión: lo que pone a estos dos hombres en un mismo plano es que los dos son conductores de dos pueblos escogidos. Cada cual libraría al suyo del reino del mal, el uno sacándolo de las tinieblas de Egipto, el otro librándolo de las tinieblas de la herejía.
En la frente de San Leandro vemos claramente el signo de la vocación divina; y en su destino admiramos y adoramos los designios de la Providencia. Dios lo dispone, lo prepara, lo lleva a cumplir su gran misión; pero las sendas que escoge nos desconciertan. Leandro pertenecía a una gran familia. Su padre era uno de los grandes magnates del reino visigodo; rico, poderoso, influyente, duque o gobernador de la provincia levantina, que tenía su capital en Cartagena. Cualquiera hubiera pensado que Dios iba a utilizar el poder del padre para realizar la misión del hijo. Un duque de Cartagena podía aspirar al trono de Toledo, y, una vez en el trono, establecer la unidad religiosa. Pero un día los bizantinos entran en España, se apoderan de todo Levante, desde Murcia hasta Málaga, y establecen en Cartagena el centro de su poderío ibérico (554). La familia de Leandro se destierra a Sevilla, y en Sevilla abraza su madre la fe católica. «Muchas veces—dice el hijo—le preguntaba yo si quería que volviésemos a nuestra patria, y ella, sabiendo que había salido de allí por voluntad de Dios, decía, y lo juraba, que no la volvería a ver, y añadía llorando: El destierro me hizo conocer a Dios, moriré desterrada; donde llegué al conocimiento de Dios, allí estará mi sepulcro.»
Entre tanto, Leandro se hace monje. Vive pobre y desconocido. Diríase que va alejándose de su fin en este mundo. Ya no tiene las armas, ni el dinero, ni el prestigio de la nobleza, ni el poder. Pero hay en el mundo algo más fuerte que todas esas cosas: es la palabra, sin la cual no existiría ni el relámpago de la espada, ni el trueno del cañón. Ella arma a los reyes, cambia las riquezas de unas manos a otras, y derrueca los poderes. Leandro tenía esa fuerza irresistible, y en el monasterio la empleaba para el combate, trabajaba, estudiaba, meditaba, abrasaba su corazón en la contemplación de la verdad, con aquel fuego que luego iba a derramar su voz. El monasterio era en aquel tiempo la fragua de los hombres: Leandro, Gregorio, Isidoro, Eugenio, Ildefonso, Braulio..., todos los grandes prelados de entonces se criaron en el monasterio. Sin embargo, el monje sigue recordando a su ciudad, pero con el dolor altivo de quien la ve hollada por la planta del extranjero. «Feliz de ti—dice escribiendo a su hermana Santa Florentina—, porque ignoras lo que tendrías que lamentar. Pero yo, que soy testigo de vista, puedo decirte que de tal manera ha perdido nuestra patria su primera hermosura, que no hay ya en ella ni un hombre libre, quedando, contra lo que solía, completamente estéril, y esto no sin justo juicio de Dios, pues la tierra a quien han sido arrebatados los ciudadanos para cederlos el enemigo, al perder el honor, perdió también la fecundidad.»
Un día, el silencio de la celda donde Leandro leía, vióse repentinamente turbado. Los sevillanos entraron, se apoderaron de él, y, llevándolo a la basílica de San Vicente, lo sentaron en la cátedra episcopal. Esto era alrededor del año 578. Poco después llega a Sevilla Hermenegildo, que debía gobernar la Bética, en nombre de su padre Leovigildo, con el título de rey. Hermenegildo era arriano; pero tenía un alma buena, una mujer también buena, que era católica, y en los brazos de esa mujer una criatura que le sonreía y que había sido bautizada en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Además, la casualidad, o, mejor dicho la Providencia, había puesto al príncipe al lado de San Leandro. La vida del hombre y la Historia entera están llenas de estos sucesos, al parecer enteramente accidentales. San Leandro se encontró con San Hermenegildo inopinadamente. Llegaron a Sevilla con otros fines muy distintos, pero Dios había sacado al uno de Cartagena y al otro de Toledo principalmente para que se encontrasen. ¡Encuentros misteriosos y cotidianos, de los cuales depende muchas veces la salvación de un alma, de muchas almas, de un pueblo entero, y hasta el cambio del eje del mundo!
Así era en esta ocasión. El obispo hablaba a su pueblo, y como hablaba bien, el príncipe iba a escucharlo, como fue antaño Agustín a escuchar a Ambrosio. Luego, el obispo empezó a entrar en el palacio del príncipe, y el príncipe empezó a ir a la celda del obispo, y un día el príncipe acabó por confesar que la fe de Leandro era la suya, y el obispo Leandro le admitió en la Iglesia, le puso por nombre Juan y lo asoció a su misión de defensor de la verdad.
No tardó en desenvainar la espada. Su padre era un arriano convencido; su madrastra, una mala hembra que, a las tinieblas del error, juntaba un corazón de hiena. Muchas veces el pavimento del palacio se había enrojecido con la sangre de Ingunda, la mujer del príncipe, maltratada por aquella víbora. Hermenegildo se declaró en Sevilla campeón de la ortodoxia. Su padre fue con un ejército contra él. El reino hético fue asolado; Sevilla, saqueada; Hermenegildo, preso, y Leandro, desterrado. Parecía destruido el plan de Dios por el genio del hombre; pero las vías divinas están llenas de sorpresas.
A nosotros nos parece natural que cuando Dios escoge a un hombre como brazo de su sabiduría, Él, que es todopoderoso, debería allanarle los caminos y conducirle rectamente hacia el fin. Por eso no acertamos a comprender los rodeos que con frecuencia tienen que dar los santos en la realización de su obra. Hay titubeos, dificultades, desalientos, que una vez y otra obligan a empezar. Y, sin embargo, así son las cosas. Suelen decir los santos que el fruto y la bondad de una empresa pueden medirse por las contradicciones que levanta.
Leandro salió de España con la aureola del perseguido, y mientras su neófito daba la vida por guardar la fe, él aguardaba en el estudio y la oración la hora de la Providencia. Fueron sólo dos años de espera. Leovigildo, que llevaba el alma envenenada por la muerte de su hijo, comprendió su error entre las tristezas de la vejez. Leandro fue llamado a Toledo, y aquel rey, grande hasta en sus extravíos, renunció en su presencia a la herejía. La palabra del monje había vencido a la espada del guerrero. La palabra predicada por Leandro, el Verbo divino, igual y consustancial al Padre desde toda la eternidad, triunfaba sobre la palabra impuesta por los ejercicios, un verbo creado en el tiempo, que no tiene la sustancia divina, y por una extraña aberración es llamado Dios. El arrianismo tenía que caer en esa contradicción, y, por tanto, tenía que morir.
La palabra del apóstol salía empapada en la sangre del mártir. Era una semilla divinamente fecundada, que, cayendo con el corazón del hijo de Leovigildo, Recaredo, y de todos sus vasallos, produjo por toda España una floración de fe, una epifanía de vida católica, que estalló delirante en el tercer concilio de Toledo. Era el 4 de mayo del año 589; una de las fechas más gloriosas de la Historia de España. Los reyes, los obispos, los grandes y el pueblo se reunieron para dar gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se había dignado conceder a su Iglesia la paz y la unión, haciendo de todos un solo rebaño y un solo pastor, por medio del apostólico Recaredo, que maravillosamente glorificó a Dios en la tierra. San Leandro, alegre a tan rica mies, habló en aquella ocasión como hubiera hablado San Crisóstomo. Fue el inspirado cantor de la unidad, el profeta del nuevo orden de cosas, el primer pregonero de una idea imperial, que llevaba dentro de sí un germen de vitalidad profunda.
«Nuevos pueblos—decía—han nacido de repente para la Iglesia. ¡Regocíjate, santa Iglesia de Dios! Sabiendo cuan dulce es la caridad y cuan agradable la unidad, tú no predicas sino la alianza de las naciones, no suspiras sino por la unidad de los pueblos. El orgullo ha dividido las razas con la diversidad de las lenguas; es menester que la caridad los vuelva a unir. Procedentes de un mismo hombre, unidas por el mismo origen, el orden natural pide que todas las naciones vivan unidas por la fe y la caridad. Uno es el poseedor del Universo, y las cosas poseídas deben también congregarse en la unidad.»
Después, acordándose de aquel pueblo a quien él introducía en el templo de la fe, añadía: «Alégrate y regocíjate, Iglesia de Dios, que formas un solo cuerpo con Cristo; vístete de fortaleza, llénate de júbilo, porque han cesado tus lágrimas, has logrado tus deseos, has depuesto los vestidos de luto; entre gemidos y oraciones concebiste, y después de los hielos, las lluvias y las nieves, contemplas en dulce primavera los campos llenos de flores y pendientes de la vid los racimos. Los que antes nos atribulaban con su fiereza, ahora nos consuelan con su fervor. Gemíamos cuando nos oprimían; pero aquellos gemidos son hoy nuestra corona...»
Antes de terminar, el genial orador, hombre de la estirpe de los grandes maestros de la palabra, vuelve a su gran idea de la fraternidad universal, y pregunta con generoso optimismo: «¿Cómo dudar que todo el mundo habrá de convertirse a Cristo? La caridad juntará lo que separó la discordia de Babel. No habrá parte alguna del orbe adonde no llegue la luz de Cristo. ¡Un solo corazón, una sola alma! De un solo hombre procedió todo el linaje humano, para que pensase lo mismo y amase y siguiese la unidad.»
Una nueva España salía de aquella asamblea: la España convertida en pueblo de Dios, la triunfadora secular de los infieles, la descubridora de nuevos mundos, la sembradora de la unidad, la civilizadora incansable, la propagadora inmortal de la verdadera civilización de los pueblos. Diríase que, al regenerarla en Cristo, el santo apóstol puso en ella su fe entusiasta e intrépida y aquel amor a la unidad que tan bellamente le hizo hablar en el tercer concilio de Toledo.
El resto de su vida consagrólo San Leandro a confirmar su obra con el ardor de su palabra, con el prestigio de su vida y con sus libros ascéticos y teológicos, libros notables por la grandeza de los conceptos, por la profundidad en el sentir y por la suavidad del estilo. El que se intitula De la institución de las vírgenes es tan bello, tan original, tan natural y enjundioso en su contenido, tan férvido y puro en su lenguaje, que puede considerarse como uno de los frutos más sazonados de la literatura ascética.
En la realización de su obra encuentra Leandro el apoyo de dos hombres superiores. Desde Toledo le ayuda Recaredo, modelo de reyes; desde Roma le anima San Gregorio Magno, ejemplar de Papas. Gregorio era su amigo. Los dos monjes se habían conocido en Constantinopla, se habían comprendido, y mutuamente se habían consagrado una amistad entrañable. El Papa escribía al obispo cartas de una deliciosa intimidad, en que aún sentimos palpitar su gran corazón: «Cuan grandes ansias tengo de verte—le decía—, puedes leerlo, puesto que me amas, en el libro de tu corazón. Pero como la distancia me impide realizar mi deseo, el amor me ha inspirado enviarte y dedicarte, para que te acuerdes de mí los «Comentarios» que he puesto sobre Job, y el Libro de la Regla Pastoral, que compuse al principio de mi pontificado.»
Otra vez le escribía San Gregorio: «Al recibir tu carta, he visto que realmente estaba escrita con la pluma de la caridad. Todos aquellos que la oyeron leer se han sentido atraídos hacia ti con los lazos del amor. Por ella he conocido cuan grande es el que abrasa tu alma, pues tanta fuerza tiene para encender a los demás. De mí puedo decirte que, aunque ausente en el cuerpo, ni un instante dejas de estar presente en mi memoria, pues llevo la imagen de tu rostro impresa en mi corazón.»
Alaba el gran Pontífice la eficacia de aquella palabra apostólica. Grande debía de ser, efectivamente, a juzgar por sus frutos maravillosos. Ella encendió en el amor de Cristo el corazón de la virgen Florentina; ella produjo la santidad heroica del obispo de Écija, San Fulgencio; ella formó al gran doctor de aquel siglo, San Isidoro; ella conquistó suavemente el alma del joven príncipe visigodo, y dominó la pertinacia rebelde de su padre y transformó la historia de todo un pueblo. Algo de aquella virtud penetrante y de aquel ardor comunicativo lo sentimos todavía en el libro que, con el título de Instrucción de las vírgenes y desprecio del mundo, dedicó Leandro a su hermana Florentina. Es lo que nosotros llamamos su Regla, joya excelsa de la ascesis cristiana, monumento precioso de discreción, de experiencia, de íntima elocuencia y de bondad cautivadora.
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