Su vida tiene poco que contar. Como la existencia de los grandes maestros del pensamiento humano, la suya se desarrolla, sobre todo, en su interior. Nace en el castillo de Bollstadt, asiento de su familia, cerca de la ciudad bávara de Lavingen.
En su juventud caza palomas salvajes a orillas del Danubio, seguido de halcones y perros domesticados. Es noble y rico, pero además quiere ser sabio. Busca la ciencia con pasión, cuando he aquí que, oyendo predicar en Padua a Jordán de Sajonia, general de los Hermanos Predicadores, se amplían los horizontes de sus anhelos.
Ahora quiere ser santo. Cuando Jordán baja del pulpito, el joven alemán cae a sus pies, pidiéndole el hábito blanco de Santo Domingo. Tenía entonces treinta años. Después, toda su vida se resume en estas tres palabras: rezar, estudiar y enseñar.
Enseña en las principales casas de su Orden, especialmente en Colonia y en París, y «dondequiera que sienta su cátedra—dice un contemporáneo suyo—, parece monopolizar a todos los amantes de la verdad». En 1260, una orden del Pontífice le separa de sus libros para hacerle obispo de Ratisbona. Fue un pequeño paréntesis, en que el profesor descubre sus talentos de administrador y de reformador. Dos años más tarde dejaba la mitra y volvía a coger los libros.
Ya nadie que haya meditado un poco sobre las mareas del pensamiento humano podrá decir que aquel siglo XIII no fue un siglo grande. Pues bien: esa grandeza se la debe en gran parte a este profesor de filosofía. Fue un forjador de grandes maestros, entre los cuales descuella el más ilustre de todos: Santo Tomás de Aquino. Pero también él fue un maestro eximio. En las escuelas de la Edad Media se decía de él este adagio: Mundo luxisti, quia totum scibile scisti. Lo cual quiere decir: «Iluminaste al mundo, porque supiste todo lo que se puede saber.» De sus conocimientos asombrosos son aún testigos los veinte infolios de sus obras. En ellos descubrimos al sabio, al filósofo, al teólogo y al místico, al Doctor Universal, como le llamó su tiempo.
Santo Tomás, su discípulo, recogió de él, sobre todo, la tradición filosóficoteológica; y acaso por eso durante mucho tiempo apenas se apreció el aspecto científico de sus conocimientos enciclopédicos. Los sabios de nuestro tiempo han observado con admiración la seguridad con que Alberto establece el principio de la autonomía de la ciencia. «Toda conclusión lógica—son sus palabras—que se encuentre en contradicción con el testimonio de los sentidos, es rechazada. Un principio que no se armoniza con los datos experimentales no es, en realidad, un principio, sino un error de principio.» No contento con establecer las leyes de la investigación, Alberto se esfuerza por recoger todos los frutos de la experiencia antigua, atesorados en Aristóteles, Avicena y Nicolás de Damasco, madurándolos y aumentándolos con su propia experiencia. Como es natural, acepta muchas ilusiones científicas de sus contemporáneos, pero destruye otras valiente y decididamente.
Cultiva la observación directa, amplía las consideraciones aristotélicas sobre la esfericidad de la tierra, explica la Vía Láctea como una multitud de estrellas, habla de los antípodas, y determina las horas del día y el ritmo de las estaciones para cada sección del globo; explica la formación de las montañas por la erosión; nos ofrece en uno de sus libros el germen de la descripción de la tierra; tiene sus laboratorios, hace interesantes experiencias químicas, formula teorías audaces, es un hábil destilador, conoce el uso del agua fuerte y del arsénico, y separa en el crisol los metales preciosos de las materias impuras.
Pero si es un cultivador apasionado de las ciencias naturales, en el dominio de las ideas se le puede considerar como el primero que ha separado con precisión el campo de la filosofía del de la teología. Es incomprensible cómo se ha llegado a hacer de Lutero y de Descartes los libertadores del pensamiento, y a Alberto Magno el jefe de los obscurantistas de la Edad Media. Es, precisamente, todo lo contrario. Si hay una filosofía moderna, es gracias a aquellos pensadores medievales, que con una obstinación prudente y reflexiva llegaron a constituir un dominio en que el pensamiento es independiente y a reconquistar para la razón los derechos a los cuales parecía haber renunciado. En este aspecto, Alberto Magno es infinitamente más moderno que Lutero y Calvino; moderno por su amor a la verdad, por las ardientes aspiraciones de toda su alma, por su intuición profunda de la interdependencia de todos los órdenes del conocimiento, por su doctrina de la armonía preestablecida entre los descubrimientos de la razón y la fe, entre la ciencia y la revelación, entre la voluntad y la gracia, entre la Iglesia y el Estado.
Pero no busca esta concordia por la vía del platonismo, como había hecho poco antes San Anselmo, siguiendo la tradición agustiniana, sino que, contra la corriente general de las escuelas de su tiempo, adivina que puede encontrarse más riqueza asimilable, más verdad adquirida, más equilibrio total en el sistema aristotélico, menos brillante tal vez, pero más prudente y más seguro. Su mérito principal consiste en haber visto antes que nadie el enorme valor que la filosofía de Aristóteles podía tener para el dogma cristiano. Al apoderarse de él para levantar sobre sus principios fundamentales una construcción teológica, originaba una verdadera revolución en las escuelas de su tiempo. Santo Tomás perfeccionará su idea, pero él es el iniciador; él reúne los materiales y planea la construcción, que levantará el genio sintético del discípulo. Sin la formidable y fecunda labor de Alberto Magno, apenas podemos concebir la Summa Theologíca.
Sin embargo, aun en su aspecto filosófico, la obra de San Alberto no es una simple resurrección histórica del Estagirita. Es el filósofo griego traducido en cristiano, corregido, enriquecido, iluminado por las claridades de la fe. Le estudia, le interpreta, le discute con una admirable libertad de espíritu. Su finalidad, según su propia expresión, es hacer inteligibles a los latinos todas las partes de la filosofía aristotélica, monopolizada hasta entonces por los griegos y por sus discípulos los judíos y los musulmanes; pero, al pasar a través de su inteligencia, esa filosofía viene con una vida nueva, con un calor de cristianismo, con un aire occidental y con una fuerza conquistadora que parecía haber perdido para siempre. Sus contemporáneos le agradecieron este trabajo, colocándole, aun en vida, entre los más ilustres doctores, buscando sus escritos con afán, leyéndolos y comentándolos.
Uno de ellos, Roger Bacon, que, por cierto, no le mira con simpatía y se irrita con los que le comparan a los ángeles, dice de él estas palabras: «Vale más que todo un ejército de sabios, porque ha trabajado mucho, ha visto infinitas cosas, ha revuelto muchos libros y ha sacado innumerables cosas del océano infinito de los hechos.»
Pero este iniciador de un nuevo sistema filosófico, este constructor eminente en el campo de la teología, este escolástico puro y seco, al parecer, es también un místico, para quien toda ciencia tiene una sola finalidad: el amor. El pensador, el metafísico, el observador de la naturaleza, se juntan en él al santo. Su santidad consiste, sobre todo, en la armonía, en el equilibrio perfecto de su alma, en aquella concordancia maravillosa de la naturaleza y de la gracia, que él introdujo en su teología moral y dogmática. Fue uno de los más santos entre los hombres, y también uno de los más humildes entre los santos. Sus contemporáneos nos le representan pequeño de talla, de apariencia mezquina, pero dotado de una voluntad enérgica. Poseía las cualidades de inteligencia y de corazón que arrastran a los hombres: rectitud de ideas, viveza de sentimiento, lealtad en el alma, sinceridad en las palabras. Sabemos, además, que era de genio alegre y vivo, de muy buen humor, y de frase pronta e impulsiva. Así llegamos a explicarnos aquel prestigio soberano que ejercía sobre la juventud universitaria. Su vida interior apenas nos es conocida, pero sus devociones tenían todas un marcado carácter universal y social: la Eucaristía, la Misa, la Madre de Dios y la Pasión de Cristo. Por la Pasión hemos sido salvos, por la Misa recibimos la santificación, por la Eucaristía alimentamos nuestra vida espiritual, y por María, finalmente, llegan a nosotros las gracias del Cielo. La piedad del gran doctor tenía el carácter de su ciencia: era católica, universal.
Si miramos a San Alberto Magno en su vida científica, echaremos de ver fácilmente el carácter social de su santidad. Sabía que el cristianismo necesita sacrificarse a sus hermanos para salvarse; y todo su esfuerzo le pone en ser útil a los demás haciendo fructificar aquellas disposiciones para el estudio que le había dado el Padre de familias. Fue la suya una ciencia provechosa para los demás, y, en sí misma, libre del orgullo y de la vanidad. El verdadero sabio se reconoce por su simplicidad, como verdadero hijo de aquella Sabiduría que, como dice la Escritura, «juega en el universo terrestre». Verdadero sabio, Alberto juega como un niño delante de Dios, adora a Dios en cuanto descubre y como sabe cuan vastas son las fronteras de la ciencia, está lejos de vanagloriarse del terreno que ha logrado conquistar. Ha abandonado el brillo de un noble nacimiento, ha abandonado los fáciles éxitos universitarios, y sabe también abandonarse a sí mismo, someter la razón a la fe, humillarse al espíritu de otro, desde que aparece a sus ojos la luz de la verdad, cuyo amor abrasaba su alma.
Era ya en su extrema vejez; tenía ochenta y cinco años. A su retiro de Colonia llega la noticia de que el obispo de París se agita para hacer condenar algunas proposiciones de Santo Tomás de Aquino, muerto hace tres años. Es el momento en que se le reconoce como el gigante de la ciencia de su tiempo. Los estudiantes de París se llenaron de admiración al ver que el viejo filósofo se acercaba a marchas forzadas para tomar parte en la contienda. No iba para defender sus ideas, sino para salvar el honor de su discípulo; y aquí es donde aparece la humildad del grande hombre. Su sola presencia le da el triunfo; vuelve después a las orillas del Rin, y allí se prepara a la muerte escribiendo el tratado sobre el Santísimo Sacramento.
En su juventud caza palomas salvajes a orillas del Danubio, seguido de halcones y perros domesticados. Es noble y rico, pero además quiere ser sabio. Busca la ciencia con pasión, cuando he aquí que, oyendo predicar en Padua a Jordán de Sajonia, general de los Hermanos Predicadores, se amplían los horizontes de sus anhelos.
Ahora quiere ser santo. Cuando Jordán baja del pulpito, el joven alemán cae a sus pies, pidiéndole el hábito blanco de Santo Domingo. Tenía entonces treinta años. Después, toda su vida se resume en estas tres palabras: rezar, estudiar y enseñar.
Enseña en las principales casas de su Orden, especialmente en Colonia y en París, y «dondequiera que sienta su cátedra—dice un contemporáneo suyo—, parece monopolizar a todos los amantes de la verdad». En 1260, una orden del Pontífice le separa de sus libros para hacerle obispo de Ratisbona. Fue un pequeño paréntesis, en que el profesor descubre sus talentos de administrador y de reformador. Dos años más tarde dejaba la mitra y volvía a coger los libros.
Ya nadie que haya meditado un poco sobre las mareas del pensamiento humano podrá decir que aquel siglo XIII no fue un siglo grande. Pues bien: esa grandeza se la debe en gran parte a este profesor de filosofía. Fue un forjador de grandes maestros, entre los cuales descuella el más ilustre de todos: Santo Tomás de Aquino. Pero también él fue un maestro eximio. En las escuelas de la Edad Media se decía de él este adagio: Mundo luxisti, quia totum scibile scisti. Lo cual quiere decir: «Iluminaste al mundo, porque supiste todo lo que se puede saber.» De sus conocimientos asombrosos son aún testigos los veinte infolios de sus obras. En ellos descubrimos al sabio, al filósofo, al teólogo y al místico, al Doctor Universal, como le llamó su tiempo.
Santo Tomás, su discípulo, recogió de él, sobre todo, la tradición filosóficoteológica; y acaso por eso durante mucho tiempo apenas se apreció el aspecto científico de sus conocimientos enciclopédicos. Los sabios de nuestro tiempo han observado con admiración la seguridad con que Alberto establece el principio de la autonomía de la ciencia. «Toda conclusión lógica—son sus palabras—que se encuentre en contradicción con el testimonio de los sentidos, es rechazada. Un principio que no se armoniza con los datos experimentales no es, en realidad, un principio, sino un error de principio.» No contento con establecer las leyes de la investigación, Alberto se esfuerza por recoger todos los frutos de la experiencia antigua, atesorados en Aristóteles, Avicena y Nicolás de Damasco, madurándolos y aumentándolos con su propia experiencia. Como es natural, acepta muchas ilusiones científicas de sus contemporáneos, pero destruye otras valiente y decididamente.
Cultiva la observación directa, amplía las consideraciones aristotélicas sobre la esfericidad de la tierra, explica la Vía Láctea como una multitud de estrellas, habla de los antípodas, y determina las horas del día y el ritmo de las estaciones para cada sección del globo; explica la formación de las montañas por la erosión; nos ofrece en uno de sus libros el germen de la descripción de la tierra; tiene sus laboratorios, hace interesantes experiencias químicas, formula teorías audaces, es un hábil destilador, conoce el uso del agua fuerte y del arsénico, y separa en el crisol los metales preciosos de las materias impuras.
Pero si es un cultivador apasionado de las ciencias naturales, en el dominio de las ideas se le puede considerar como el primero que ha separado con precisión el campo de la filosofía del de la teología. Es incomprensible cómo se ha llegado a hacer de Lutero y de Descartes los libertadores del pensamiento, y a Alberto Magno el jefe de los obscurantistas de la Edad Media. Es, precisamente, todo lo contrario. Si hay una filosofía moderna, es gracias a aquellos pensadores medievales, que con una obstinación prudente y reflexiva llegaron a constituir un dominio en que el pensamiento es independiente y a reconquistar para la razón los derechos a los cuales parecía haber renunciado. En este aspecto, Alberto Magno es infinitamente más moderno que Lutero y Calvino; moderno por su amor a la verdad, por las ardientes aspiraciones de toda su alma, por su intuición profunda de la interdependencia de todos los órdenes del conocimiento, por su doctrina de la armonía preestablecida entre los descubrimientos de la razón y la fe, entre la ciencia y la revelación, entre la voluntad y la gracia, entre la Iglesia y el Estado.
Pero no busca esta concordia por la vía del platonismo, como había hecho poco antes San Anselmo, siguiendo la tradición agustiniana, sino que, contra la corriente general de las escuelas de su tiempo, adivina que puede encontrarse más riqueza asimilable, más verdad adquirida, más equilibrio total en el sistema aristotélico, menos brillante tal vez, pero más prudente y más seguro. Su mérito principal consiste en haber visto antes que nadie el enorme valor que la filosofía de Aristóteles podía tener para el dogma cristiano. Al apoderarse de él para levantar sobre sus principios fundamentales una construcción teológica, originaba una verdadera revolución en las escuelas de su tiempo. Santo Tomás perfeccionará su idea, pero él es el iniciador; él reúne los materiales y planea la construcción, que levantará el genio sintético del discípulo. Sin la formidable y fecunda labor de Alberto Magno, apenas podemos concebir la Summa Theologíca.
Sin embargo, aun en su aspecto filosófico, la obra de San Alberto no es una simple resurrección histórica del Estagirita. Es el filósofo griego traducido en cristiano, corregido, enriquecido, iluminado por las claridades de la fe. Le estudia, le interpreta, le discute con una admirable libertad de espíritu. Su finalidad, según su propia expresión, es hacer inteligibles a los latinos todas las partes de la filosofía aristotélica, monopolizada hasta entonces por los griegos y por sus discípulos los judíos y los musulmanes; pero, al pasar a través de su inteligencia, esa filosofía viene con una vida nueva, con un calor de cristianismo, con un aire occidental y con una fuerza conquistadora que parecía haber perdido para siempre. Sus contemporáneos le agradecieron este trabajo, colocándole, aun en vida, entre los más ilustres doctores, buscando sus escritos con afán, leyéndolos y comentándolos.
Uno de ellos, Roger Bacon, que, por cierto, no le mira con simpatía y se irrita con los que le comparan a los ángeles, dice de él estas palabras: «Vale más que todo un ejército de sabios, porque ha trabajado mucho, ha visto infinitas cosas, ha revuelto muchos libros y ha sacado innumerables cosas del océano infinito de los hechos.»
Pero este iniciador de un nuevo sistema filosófico, este constructor eminente en el campo de la teología, este escolástico puro y seco, al parecer, es también un místico, para quien toda ciencia tiene una sola finalidad: el amor. El pensador, el metafísico, el observador de la naturaleza, se juntan en él al santo. Su santidad consiste, sobre todo, en la armonía, en el equilibrio perfecto de su alma, en aquella concordancia maravillosa de la naturaleza y de la gracia, que él introdujo en su teología moral y dogmática. Fue uno de los más santos entre los hombres, y también uno de los más humildes entre los santos. Sus contemporáneos nos le representan pequeño de talla, de apariencia mezquina, pero dotado de una voluntad enérgica. Poseía las cualidades de inteligencia y de corazón que arrastran a los hombres: rectitud de ideas, viveza de sentimiento, lealtad en el alma, sinceridad en las palabras. Sabemos, además, que era de genio alegre y vivo, de muy buen humor, y de frase pronta e impulsiva. Así llegamos a explicarnos aquel prestigio soberano que ejercía sobre la juventud universitaria. Su vida interior apenas nos es conocida, pero sus devociones tenían todas un marcado carácter universal y social: la Eucaristía, la Misa, la Madre de Dios y la Pasión de Cristo. Por la Pasión hemos sido salvos, por la Misa recibimos la santificación, por la Eucaristía alimentamos nuestra vida espiritual, y por María, finalmente, llegan a nosotros las gracias del Cielo. La piedad del gran doctor tenía el carácter de su ciencia: era católica, universal.
Si miramos a San Alberto Magno en su vida científica, echaremos de ver fácilmente el carácter social de su santidad. Sabía que el cristianismo necesita sacrificarse a sus hermanos para salvarse; y todo su esfuerzo le pone en ser útil a los demás haciendo fructificar aquellas disposiciones para el estudio que le había dado el Padre de familias. Fue la suya una ciencia provechosa para los demás, y, en sí misma, libre del orgullo y de la vanidad. El verdadero sabio se reconoce por su simplicidad, como verdadero hijo de aquella Sabiduría que, como dice la Escritura, «juega en el universo terrestre». Verdadero sabio, Alberto juega como un niño delante de Dios, adora a Dios en cuanto descubre y como sabe cuan vastas son las fronteras de la ciencia, está lejos de vanagloriarse del terreno que ha logrado conquistar. Ha abandonado el brillo de un noble nacimiento, ha abandonado los fáciles éxitos universitarios, y sabe también abandonarse a sí mismo, someter la razón a la fe, humillarse al espíritu de otro, desde que aparece a sus ojos la luz de la verdad, cuyo amor abrasaba su alma.
Era ya en su extrema vejez; tenía ochenta y cinco años. A su retiro de Colonia llega la noticia de que el obispo de París se agita para hacer condenar algunas proposiciones de Santo Tomás de Aquino, muerto hace tres años. Es el momento en que se le reconoce como el gigante de la ciencia de su tiempo. Los estudiantes de París se llenaron de admiración al ver que el viejo filósofo se acercaba a marchas forzadas para tomar parte en la contienda. No iba para defender sus ideas, sino para salvar el honor de su discípulo; y aquí es donde aparece la humildad del grande hombre. Su sola presencia le da el triunfo; vuelve después a las orillas del Rin, y allí se prepara a la muerte escribiendo el tratado sobre el Santísimo Sacramento.
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