domingo, 13 de noviembre de 2011
Homilía
Ser responsables.
Estamos en los últimos domingos del año litúrgico mirando al futuro desde la promesa de Dios sobre la historia. La Palabra de Dios nos presenta hoy un horizonte de esperanza. Pero, entretanto, nuestra vida no está paralizada. El evangelio nos impulsa a la responsabilidad, pues los dones que hemos recibido de Dios no pueden permanecer ociosos.
La vigilancia, que es una actitud creyente de la responsabilidad, nos impulsa a ser activos, dadores de vida y creadores de movimientos positivos que fortalezcan los valores del Reino.
Desde la visión de una esperanza que reza, trabaja y contribuye a la liberación del hombre, intentamos avanzar por el camino que nos lleva a vivir el plan de Dios.
La parábola de los talentos es de una profunda humanidad y una llamada en defensa de la dignidad de la persona humana.
La vida es un don de un Dios que jamás nos anula, sino que nos respeta y nos quiere, a pesar de nuestras equivocaciones mientras ejercemos nuestra libertad.
Sin embargo, a menudo nos preguntamos qué es lo que estamos haciendo con nuestra vida, con los talentos que El nos ha dado.
Todo va cambiando. Parece que hemos enterrado la época de las utopías, tanto políticas como religiosas, que hace años servían de motor a la sociedad y despertaban el fervor y la entrega generosa de los jóvenes e incluso de hombres y mujeres mayores.
Nos hemos adentrado actualmente en un pragmatismo frío y distante, vacío de esperanzas,
que nos desconcierta. Se pone en tela de juicio la autoridad, la tradición, la sabiduría de los ancianos y el sistema de valores en el que hemos crecido. Las normas de conducta, los buenos modales se van difuminando como una cortina de humo.
Todo esto provoca desorientación y desconcierto entre los mayores y dudas sobre la autenticidad de la moral tradicional y con ella el sentido del pecado.
“Todo vale mientras no te pillen”.
Es una “moral” acomodaticia, hecha a la medida de cada cual, teñida de egoísmo e insolidaridad. Ignoramos el nombre de nuestros vecinos, sus necesidades, sus inquietudes...
No podemos extrañarnos que mucha gente se encierre en sus cuarteles de invierno, resguardándose de los vaivenes de la modernidad y aferrándose a sus “seguridades” pasadas, echando mano de la “libreta de ahorros” para poder sobrevivir espiritualmente.
Esta actitud conservadora, sin riesgos y con la garantía de unas normas que aseguran el Reino de los cielos, encuentra eco en los grupos, devociones acarameladas y actitudes cristianas que tienen las características de una secta.
No ha pasado tanto tiempo desde los mitos revolucionarios, cuyos ideales sacrificaron a millones de seres humanos. Tampoco el progreso técnico ha sembrado credibilidad.
Es lógico, hasta cierto punto, que mucha gente no quiera arriesgarse por temor a ser utilizada y engañada. Por eso se prefiere la seguridad al riesgo y se exige coherencia entre el mensaje y la propia vida.
Pero este planteamiento pragmático termina siendo un arma de doble filo, porque la fe es incertidumbre, salto en el vacío ¿y cómo vivirla sin arriesgar?
De poco sirve ser fieles al pasado si ese pasado no guarda relación con los desafíos y los problemas del presente. Nuestra negativa a cambiar, a perder privilegios, nos lleva a esconder nuestros talentos y a apagar en nosotros esa llama que Dios encendió un día en nuestro corazón para que alumbráramos a los demás.
¿Qué hacemos con los talentos que Dios nos ha dado?
El empleado holgazán, que entierra el dinero recibido de su señor, es condenado, sin haber hecho nada malo, simplemente por no hacer nada, por dejar pasar la vida sin crecer en frutos de buenas obras. Además cree haber sido fiel por devolver lo prestado.
Es el mal que nos afecta a un buen número de cristianos que, sabiendo que Dios nos ha regalado la vida para que la utilicemos adecuadamente, nos conformamos con los cumplimientos mínimos y carencia casi absoluta de compromisos que condicionen nuestra comodidad y libertad.
¿ No estamos enterrando también los talentos que Dios nos ha regalado?
Recordemos las palabras de Jesús: “quien quiera guardar su vida, la perderá”.
Ante la difícil coyuntura económica que nos toca vivir, con millones de desempleados, es preciso arrimar el hombro, ser solidarios y buscar con ahínco soluciones a los problemas.
Es lo que hacen los dos empleados responsables que buscan merecer con su esfuerzo la confianza que en ellos ha depositado su señor. Por esta razón consumen todo el tiempo- que simboliza la vida- en incrementar el tesoro prestado.
Ambos son alabados y premiados con la suprema herencia: el Reino de los Cielos.
Las Bienaventuranzas, la Carta Magna de Jesús, insisten en este planteamiento de los dos empleados trabajadores y llama “dichosos” a los que saben desprenderse de sus bienes para ayudar a otros, a los misericordiosos, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por ser fieles a sus ideales, a los que saben mirar con ojos limpios el devenir de los acontecimientos...
En este penúltimo Domingo del tiempo ordinario, la liturgia nos guía hacia la escena del Juicio Final, que meditaremos el próximo Domingo.
¿Nos presentaremos a Dios, cuando nos llame para darle cuentas de nuestra vida, con las manos llenas o con las manos vacías?
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