Adviento.
Un año más, en medio del otoño, celebramos el Adviento.
Una vez, Jesús anuncia su venida y llama a nuestras puertas.
El eje central del la liturgia de este Domingo pivota en torno a la vigilancia. “Mirad, vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento” (Mc. 13, 34).
El relato evangélico de hoy está tomado del discurso escatológico de Jesús. El Señor utiliza un estilo habitual en otros libros del Antiguo testamento, con imágenes, llenas de fuerza, que se refieren al “día del Señor”, muy frecuentes en el profeta Amós.
Los exegetas afirman que todas estas imágenes no describen hechos históricos, sino que pretenden dar un sentido simbólico.
La idea motriz es que no sabemos cuándo vendrá el Señor, “si al atardecer, a la medianoche, al canto del gallo o al amanecer” (Mc. 13, 35-36).
“El señor viene, viene siempre” (R. Tagore), pero no nos apercibimos de su presencia, porque nuestros ojos están cerrados y nuestra mente abotargada.
El discurso de Jesús nos habla de nuestra muerte, pero nos interroga, sobre todo en nuestra vida normal, acerca de cómo empleamos el tiempo y qué sentido damos al devenir cotidiano.
Cabe preguntarnos: ¿Qué nos quiere decir Dios a través de los acontecimientos de nuestros entornos personales, sociales y globales?
Isaías.
Isaías desarrolla su acción profética en momentos claves para la Historia de Israel.
Los babilonios destruyen Jerusalén el año 587 a.C. y dejan el templo convertido en ruinas. Muchos pueblos son arrasados y exterminada gran parte de la población. Los campos se quedan desiertos y surge en el alma del pueblo una sensación de frustración y lamento por los días vividos, que el profeta refleja en estos términos: “¿Por qué nos extravías de nuestros caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?”.
( Is. 63, 17).
Pero Isaías es un profeta de esperanza, que conoce las necesidades del pueblo, y enseguida añade: “Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre de siempre es “nuestro Redentor... Vuélvete por amor a tus siervos... Jamás oído oyó no ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciese tanto por el que espera en él”. (Is. 64, 3)
La actual teología feminista refleja con razón que Dios no es sólo padre; es también madre tierna que se desvive por sus hijos.
La experiencia que tuvieron los israelitas se asemeja a la que sufrimos nosotros con la pérdida del sentido de Dios y la caída del estado del bienestar, que ha dejado en el paro a millones de personas y a muchas familias sin hogar.
¿ Nos vamos a dejar abatir por la desesperanza y claudicar ante la adversidad?
En aquellos tiempos, Jerusalén fue reconstruida, el pueblo regresó a sus hogares y llegaron días de desarrollo y prosperidad, no exentos de tensiones religiosas y sociales.
Por eso, Isaías se pregunta: “Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti” ( Is. 64, 6).
Es el eterno devenir de la historia humana, que obliga a exclamar a un sabio: “No me des, Señor, pobreza, para que, en mi angustia, te maldiga, ni me des riqueza para que me olvide ti; dame tan sólo lo que necesito para vivir”.
Corren para nosotros tiempos difíciles por la crisis económica, que se superarán con el tiempo. Pero el desarme moral y las agresiones a los sentimientos y prácticas religiosas han dejado profundas secuelas entre muchos cristianos inmaduros en su fe o desconcertados por el vaivén de las ideas.
Es más fácil cauterizar las conciencias y adormecer las iniciativas con diversiones, comodidades, sexo a la carta, alcohol, drogas... que educar personas responsables de sus actos y con bases firmes para consolidar valores de cara al futuro.
La esperanza
La esperanza, a pesar de todo, nunca defrauda, porque en cada ser humano Dios ha puesto una semilla de regeneración para que dé frutos en su momento, no necesariamente inmediatos, como desearíamos todos.
Nos falta quizás humildad para reconocer nuestros vacíos interiores, valentía para combatir los desmanes de mandamases sin escrúpulos y fe para que, lo aparentemente imposible, sea posible.
La época que nos toca vivir no es mejor ni peor que las anteriores; es sencillamente distinta. Y hemos de afrontar las realidades del presente con los medios, muchos sofisticados, que la ciencia pone a nuestra disposición para evangelizar de nuevo y cambiar las estructuras y adaptar el lenguaje y las formas para que el mensaje sea creíble.
Sin olvidar que la fuente suprema es Dios que nos ha creado: “Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero; somos todos obra de tu mano” (Is. 64, 7)
Nunca, como ahora, ha acudido tanta gente al psiquiatra para remediar sus desequilibrios, nerviosismo y soledades. Vivimos muy acelerados, sin darnos tiempo para reflexionar serenamente. Además las relaciones humanas se deterioran con las prisas y las necesidades fundamentales de amar y ser amados quedan a medio cubrir.
Todo esto nos lleva a la sombra de la depresión, a la angustia del envejecimiento y al temor de quedarnos solos.
Al final, afluye la añoranza de Dios y la búsqueda de una felicidad duradera, aliñada con la esperanza de un futuro mejor.
La primera vela de la Corona de Adviento simboliza la alegría de quien mantiene encendido el fuego de su fe y se mantiene activo, en vela, para acompañar a la larga comitiva del esposo- Cristo- al banquete eterno.
El Adviento nos invita a levantar la mirada, a soñar con la liberación de las diversas ataduras materiales que condicionan nuestra libertad y a dar la bienvenida a las novedades que nos depara el porvenir, siempre en efervescencia.
“Pero al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas” (Is.2, 2).
¡Feliz Adviento!
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