Sale repentinamente de la oscuridad para iluminar su siglo. Antes de 440 sabemos de un acólito León que lleva una epístola de la Iglesia de Roma a la de Cartago (418); de un diácono León, «ornamento de la Iglesia Romana y del divino ministerio», a quien Juan Casiano dedica sus libros sobre la Encarnación de Cristo (430); y de un clérigo León, tan influyente en la corte pontificia, que San Cirilo de Alejandría le escribe para interesarle en su favor contra Nestorio (431). En el verano de 440, este clérigo, este diácono, recorre los caminos de Francia, va del campamento a la ciudad y de la ciudad al campamento, y negocia en nombre de la Roma imperial con los prefectos y generales del Imperio. Se le considera ya como un hábil diplomático. En medio de estas negociaciones, le llega la noticia de Su encumbramiento. Ha sido elegido Papa.
Un mes más tarde hablaba así al pueblo romano, reunido en la basílica de Letrán: «El afecto de vuestra caridad no estaba satisfecho hasta tener presente al que la necesidad de una larga peregrinación retenía lejos de aquí. Yo doy gracias a nuestro Dios, y se las daré siempre, por los beneficios que le debo. Y al mismo tiempo agradezco como se merece el sufragio de vuestro favor, pues habéis hecho de mí un juicio tan favorable, sin que en mí hubiese título alguno para merecerlo. Yo os conjuro, por las misericordias del Señor, que ayudéis con vuestras oraciones al que habéis llamado con vuestros deseos, a fin de que el espíritu de la gracia permanezca sobre mí y no tengáis que arrepentiros de vuestra elección. Que nos conceda a todos la paz el que ha puesto en vuestros corazones el celo de la unanimidad.»
Desde el primer momento se revela la grave elocuencia del hombre de fe, del obispo, del gobernante. En este mismo tono hablará León cada año en el aniversario de su entronización, en su natale, poniendo siempre en sus palabras el sentimiento de una humildad noble, junto con la conciencia de su eminente dignidad. «Al traernos este día—exclamaba una vez—el aniversario de aquel en que Dios quiso que comenzase mi oficio episcopal, encuentro un gran motivo de alegrarme por la gloria de Dios, que a fin de que yo más le ame, me ha perdonado mucho, y a fin de hacer su gracia más admirable, ha colmado de sus dones a un hombre en quien no ha podido encontrar mérito alguno.» No obstante, el orador se alegra de esa solemnidad anual, «porque en la humildad de la persona de León debe honrarse al Apóstol en quien se perpetúa la solicitud de todos los pastores y de las ovejas a ellos confiadas, y cuya dignidad no disminuye aun cuando su heredero sea indigno». Porque Pedro sigue gobernando la nave, su dignidad no se puede eclipsar, su solicitud vigila, su potestad vive, su autoridad domina, su mano guía siempre el timón de la Iglesia, como primado de todos los obispos y príncipe de todos los cristianos.
Conocedor como nadie de las circunstancias por que atravesaba el mundo. San León ha visto, con toda claridad los nuevos destinos que la Providencia preparaba a la Roma cristiana. «Ella—decía a los romanos—extenderá el derecho del imperio divino a pueblos lejanos donde no alcanzó la dominación terrena.» Vencida, completará la obra que sus triunfos habían dejado incompleta. De la violencia pasará a la persuasión; de la opresión, a la justicia; de la imposición, a la enseñanza del derecho y de la caridad; y, reina en la paz como en la guerra, dominará el mundo entero. León es uno de los hombres que más trabajaron para consolidar este poderío benéfico de la nueva Roma. Sus veinte años dé gobierno son una gloriosa cadena de triunfos contra la barbarie, la tiranía, la soberbia y el error. Las fuerzas más terribles se estrellan ante la majestad de su presencia, ante el poder de su palabra y ante la clarividencia de su espíritu. Todo su reinado es la obra maestra de un jefe, de un político y de un profundo conocedor de almas. Cuando él sube a la cátedra de San Pedro, el Imperio agoniza. Los generales intrigan, los ejércitos se rebelan, los emperadores se suceden como sombras y los pueblos gimen bajo el azote de la invasión.
Dos hombres amenazan a Roma con gesto aterrador: desde áfrica, el cojo Genserico, hombre que nunca se cansa de tender su lazo y de saquear; desde la orilla del Danubio, el chato, pálido y monstruoso Atila, el astuto diplomático que desde su ciudad de madera celebra con alegría salvaje las dolorosas convulsiones del Imperio moribundo. Rechazado en los campos cataláunicos, Atila pasa los Alpes y se arroja sobre Italia. Quiere vengar en Roma su fracaso. El terror se apodera de todos los corazones ante aquellos guerreros innumerables de frentes aplastadas, de ojos hundidos, de color amarillento, sedientos de botín. Los generales se esconden y el emperador huye. Todos vuelven su vista hacia el Pontífice, en quien ven la única fuerza capaz de conjurar la ruina universal. Lleno de piedad, León sale al encuentro del conquistador, acampado a las puertas de Mantua. ¿Qué sucedió aquel día? ¿Apareció acaso al lado del Pontífice una figura misteriosa dispuesta a desenvainar la espada llameante? ¿Fue más bien un capricho de aquel hombre, capaz de sacrificar miles de vidas por el gusto de decir un chiste o pronunciar una palabra memorable que fuese adorno de la Historia? Sólo sabemos que los ojillos del bárbaro se alegraron al ver que el Sumo Pontífice de los cristianos entraba en su tienda suplicante. Y sabemos también que la elocuencia del embajador fue tan insinuante, tan persuasiva, tan victoriosa, que el rey de los hunos dio la orden de retroceder. Y mientras León entraba en Roma, aclamado por la multitud, que le debía la vida, él se moría, tal vez de pena, porque, vencido por un obispo inerme, había renunciado a la más gloriosa de sus hazañas.
Esto era en 452. Poco después escribía: «Quiera Dios que estos males sirvan para la enmienda de los que sobreviven, y que, cesando las desgracias, cesen también las ofensas. Será una gran misericordia de Dios que aparte los azotes y convierta los corazones.» Pero el Imperio estaba podrido: ni las ofensas cesaban, ni se detenían los castigos. Valentiniano asesinaba a Aecio, Máximo asesinaba a Valentiniano, el ejército descuartizaba a Máximo, Eudoxia llamaba a Genserico para vengar una afrenta, y Genserico se presentaba en las bocas del Tíber con una escuadra formidable. Ni en sus homilías ni en sus cartas habla nunca León de estos hechos, ni recoge estos nombres: todos le parecen igualmente despreciables. Pero ahora se trata de salvar nuevamente a su pueblo, y no le importa inclinarse delante de aquel audaz aventurero, enemigo terrible de su raza. Pero este hombre, dotado de un talento indiscutible, era incapaz de comprender la verdadera grandeza. Inaccesible a toda inspiración generosa, no conoció jamás las preocupaciones de un civilizador ni las santas angustias de un padre de pueblos. Sin embargo, la embajada no fue completamente inútil: no se destruiría ningún edificio, no habría incendios, no se derramaría sangre, y quedaría en salvo cuanto se recogiese en las tres grandes basílicas. Una vez más, Roma se había salvado de la destrucción; pero, aun así, el castigo era espantoso. Moros y vándalos se derramaron por sus calles como fieras.
Nadie murió, pero todos quedaron en la miseria. Fue un saqueo de quince días; centenares de carros salían diariamente; los navíos transportaban por el Tíber los vasos de las iglesias, las tejas de bronce de los antiguos templos, los tapices y estatuas de los palacios, las alhajas de las matronas. León rezaba ante las reliquias de San Pedro, abrumado por el pesar, y consolaba al pueblo predicándole el arrepentimiento. Recordando estos sucesos y la facilidad con que el corazón humano olvida las mayores tragedias, decía algunos años después: «Mi corazón está lleno de tristeza e invadido por un gran temor. Porque están en gran peligro los hombres cuando son ingratos con Dios, cuando echan en olvido sus mercedes y ni se arrepienten después del castigo, ni se alegran del perdón. Tengo vergüenza de decirlo, y, sin embargo, no puedo callarlo: hay más entusiasmo por los demonios que por los apóstoles, y atraen más público los espectáculos insensatos que los bienaventurados mártires. Y, sin embargo, ¿quién ha salvado esta ciudad? ¿Quién la ha sacado del cautiverio? ¿Quién la ha librado de la matanza? ¿Son acaso los juegos del circo, o la protección de los santos? Son las oraciones de los santos las que han mitigado la sentencia de la justicia divina, y gracias a ellas, nosotros, que hemos merecido la cólera, podemos esperar el perdón.»
Pero no es sólo Roma la que sufre: toda la cristiandad arde en luchas, hierve en errores, tiembla en incertidumbres y se estremece en angustias. La mirada de León está en todas partes, y su caridad abarca todas las miserias: reprime a los maniqueos en Italia, establece el orden jerárquico en la Galia, alienta a las iglesias de áfrica, presa del arrianismo vándalo; interviene en la península de los Balcanes para cortar abusos y mantener la disciplina, y pone un dique en España a los excesos del priscilianismo, que volvía a extenderse a la sombra de las invasiones. Rebatiendo el principio priscilianista, decía bellamente en su carta a Santo Toribio de Astorga: «Imaginan la metempsicosis para explicar la diversidad de las condiciones humanas, sin pensar que la gracia de Dios nivela todas estas desigualdades, porque los que permanecen fieles a través de los trabajos de esta vida no pueden ser desgraciados; y por eso la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, no se preocupa de las desigualdades del mundo, pues ella no busca los bienes temporales.» Unas veces, el Pontífice ruega; otras, exhorta; otras, ordena. Sus decisiones son siempre claras y terminantes, y en materia de fe, sobre todo; su autoridad se impone con un imperio soberano.
En Oriente ha empezado a extenderse una nueva herejía, el monofisismo de Eutiques, la doctrina de una sola naturaleza en Cristo. Dióscoro, patriarca de Alejandría, favorece al heresiarca; la corte le apoya; su austeridad le gana la simpatía del vulgo. Todo se conjura en contra de la ortodoxia; el error se ha levantado insolente en el conciliábulo de Éfeso; los defensores de la fe han sido atropellados y suprimidos; y todo el episcopado bizantino repite, sin comprenderla, la palabra de San Juan: «Todo espíritu que divide a Jesucristo no es de Dios.» En este ambiente de adulación, de cobardía y de apasionamiento, aparece la carta de San León a Flaviano de Constantinopla (449), exposición serena y profunda de la cristología católica que, en el caos de las discusiones, será el guía más seguro para todos los espíritus sinceros. Y viene luego el concilio ecuménico de Calcedonia (451). Desde Roma, León lo mueve todo, deshace todas las intrigas, soslaya todas las dificultades y subyuga todos los espíritus. La verdad triunfa. Dióscoro y Eutiques marchan al destierro, y los quinientos obispos gritan poseídos de un entusiasmo muy oriental: «Pedro ha hablado por boca de León.» La grandeza del obispo de Roma, su previsión, su habilidad política, su discreción, siempre firme e inexpugnable en materia de fe, campearon de un modo magnífico en esta lucha, que disipó en poco tiempo uno de los errores más peligrosos y sutiles.
No obstante, aquí y allá quedaban aún restos del incendio. Con el espíritu tenso en dirección al Oriente, León tuvo que luchar todavía contra los grandes potentados eclesiásticos del Imperio bizantino, siempre ambiciosos; contra la violencia de los monjes fanáticos; contra las agitaciones cismáticas de Egipto y Palestina; contra las miras interesadas de los concilios, y contra las suspicacias de los soberanos. Toda esta actividad, llena de sabiduría, se refleja en la rica colección de sus cartas admirables, que son claro espejo de la historia de su tiempo. El espejo de su alma está más bien en sus sermones, donde brillan las preocupaciones del celo pastoral y las dotes de una elocuencia grave, serena, majestuosa. Inconmovible en la noble serenidad de su ser, León habla como escribe, como piensa, como siente, como obra, como verdadero romano. Los patricios degenerados que le acompañaron en su embajada al rey de los hunos debían recordar en su presencia a sus colegas de la república, aquellos hombres que de ninguna prueba se dejaban doblegar. Así era León.
A primera vista, su carácter se nos presenta como una cosa lejana, impersonal; pero poco a poco, a través de su correspondencia y de su predicación, vamos descubriendo al hombre de elevación y serenidad de miras y costumbres, al defensor rudo y austero de la disciplina eclesiástica, al campeón indomable de la fe, al espíritu capaz de abarcar con una mirada los puntos más distantes; amable en su soberana simplicidad, admirable por su energía, por su valor, por su perseverancia; grande en su vida, en su palabra y en su acción; inspirado siempre en la aceptación plena de la verdad evangélica; penetrado siempre del hondo sentimiento de la indefectible autoridad de Roma, como centro divinamente designado de toda la obra vital de la Iglesia. Con él vemos por vez primera el papado medieval en toda su concepción grandiosa y su intransigencia necesaria, y en él resplandece el doble elemento que garantiza la vida divina de la Iglesia: autoridad y unidad.
Es preciso reconocer que este gran Pontífice fue un hombre de acción más que un hombre de letras. La amplitud de su cultura no iguala a la amplitud de sus ideas. No hay en sus escritos reminiscencias clásicas, y en cuanto a la literatura cristiana, apenas podemos descubrir que había leído a San Agustín. No disimula su desdén por la filosofía de este mundo, «ese artificioso disputar inventado por los hombres». Como en la diplomacia todo debe ser franqueza y claridad, del mismo modo en el discurso sólo hay que buscar la exposición de la verdad; sin rodeos, sin artificios. Por su parte, respeta demasiado esa verdad sagrada para improvisar sus sermones. Todos han sido escritos por él mismo, pues no se fía de los estenógrafos. Sabe que habla al pueblo, y por eso no le importa repetirse. No comenta la Sagrada Escritura; explica los misterios que a través del año le va ofreciendo la liturgia. Su tono es digno, solemne, penetrado siempre de un énfasis muy romano. Su frase obedece a un ritmo exquisito, que se ha llamado el cursus leonino. Hay en ella frecuentes antítesis y asonancias, y no se desdeña de imitar a San Agustín en los juegos de palabras. Todo hombre lleva el sello de su época, y León le llevaba al emplear estas elegancias de una retórica decadente. Se complace en ellas, pero sin cubrir jamás la lucidez maravillosa de su pensamiento. Su objeto exclusivo es exponer las verdades doctrinales o pastorales. Nunca sutiliza, ni se detiene en consideraciones filosóficas, ni pierde el tiempo en escrutar los misterios de la fe. Su confianza en la razón es muy escasa. «Huid—dice en una homilía—los argumentos de las doctrinas mundanas; evitad las conversaciones vipéreas de los herejes.» Su misma carta a Flaviano, tan celebrada por el Concilio de Calcedonia, es sólo una exposición concreta de la teología cristológica, pero sin la doctrina abundante de San Cirilo, sin la ciencia escolástica de Teodoreto. Así en las demás cuestiones: lo elemental, lo que debe saber todo el mundo, expuesto con fórmulas definitivas. San León es un sublime catequista, y además un maestro de la moral católica. Moralista lleno de precisión, de comprensión y de claridad. Propone la ley, pero sabe investigar el espíritu de la letra. Su guía es aquella máxima suya, que tan bien representa su genio y el de la Iglesia romana: Vetustatis norma servetur.
Un mes más tarde hablaba así al pueblo romano, reunido en la basílica de Letrán: «El afecto de vuestra caridad no estaba satisfecho hasta tener presente al que la necesidad de una larga peregrinación retenía lejos de aquí. Yo doy gracias a nuestro Dios, y se las daré siempre, por los beneficios que le debo. Y al mismo tiempo agradezco como se merece el sufragio de vuestro favor, pues habéis hecho de mí un juicio tan favorable, sin que en mí hubiese título alguno para merecerlo. Yo os conjuro, por las misericordias del Señor, que ayudéis con vuestras oraciones al que habéis llamado con vuestros deseos, a fin de que el espíritu de la gracia permanezca sobre mí y no tengáis que arrepentiros de vuestra elección. Que nos conceda a todos la paz el que ha puesto en vuestros corazones el celo de la unanimidad.»
Desde el primer momento se revela la grave elocuencia del hombre de fe, del obispo, del gobernante. En este mismo tono hablará León cada año en el aniversario de su entronización, en su natale, poniendo siempre en sus palabras el sentimiento de una humildad noble, junto con la conciencia de su eminente dignidad. «Al traernos este día—exclamaba una vez—el aniversario de aquel en que Dios quiso que comenzase mi oficio episcopal, encuentro un gran motivo de alegrarme por la gloria de Dios, que a fin de que yo más le ame, me ha perdonado mucho, y a fin de hacer su gracia más admirable, ha colmado de sus dones a un hombre en quien no ha podido encontrar mérito alguno.» No obstante, el orador se alegra de esa solemnidad anual, «porque en la humildad de la persona de León debe honrarse al Apóstol en quien se perpetúa la solicitud de todos los pastores y de las ovejas a ellos confiadas, y cuya dignidad no disminuye aun cuando su heredero sea indigno». Porque Pedro sigue gobernando la nave, su dignidad no se puede eclipsar, su solicitud vigila, su potestad vive, su autoridad domina, su mano guía siempre el timón de la Iglesia, como primado de todos los obispos y príncipe de todos los cristianos.
Conocedor como nadie de las circunstancias por que atravesaba el mundo. San León ha visto, con toda claridad los nuevos destinos que la Providencia preparaba a la Roma cristiana. «Ella—decía a los romanos—extenderá el derecho del imperio divino a pueblos lejanos donde no alcanzó la dominación terrena.» Vencida, completará la obra que sus triunfos habían dejado incompleta. De la violencia pasará a la persuasión; de la opresión, a la justicia; de la imposición, a la enseñanza del derecho y de la caridad; y, reina en la paz como en la guerra, dominará el mundo entero. León es uno de los hombres que más trabajaron para consolidar este poderío benéfico de la nueva Roma. Sus veinte años dé gobierno son una gloriosa cadena de triunfos contra la barbarie, la tiranía, la soberbia y el error. Las fuerzas más terribles se estrellan ante la majestad de su presencia, ante el poder de su palabra y ante la clarividencia de su espíritu. Todo su reinado es la obra maestra de un jefe, de un político y de un profundo conocedor de almas. Cuando él sube a la cátedra de San Pedro, el Imperio agoniza. Los generales intrigan, los ejércitos se rebelan, los emperadores se suceden como sombras y los pueblos gimen bajo el azote de la invasión.
Dos hombres amenazan a Roma con gesto aterrador: desde áfrica, el cojo Genserico, hombre que nunca se cansa de tender su lazo y de saquear; desde la orilla del Danubio, el chato, pálido y monstruoso Atila, el astuto diplomático que desde su ciudad de madera celebra con alegría salvaje las dolorosas convulsiones del Imperio moribundo. Rechazado en los campos cataláunicos, Atila pasa los Alpes y se arroja sobre Italia. Quiere vengar en Roma su fracaso. El terror se apodera de todos los corazones ante aquellos guerreros innumerables de frentes aplastadas, de ojos hundidos, de color amarillento, sedientos de botín. Los generales se esconden y el emperador huye. Todos vuelven su vista hacia el Pontífice, en quien ven la única fuerza capaz de conjurar la ruina universal. Lleno de piedad, León sale al encuentro del conquistador, acampado a las puertas de Mantua. ¿Qué sucedió aquel día? ¿Apareció acaso al lado del Pontífice una figura misteriosa dispuesta a desenvainar la espada llameante? ¿Fue más bien un capricho de aquel hombre, capaz de sacrificar miles de vidas por el gusto de decir un chiste o pronunciar una palabra memorable que fuese adorno de la Historia? Sólo sabemos que los ojillos del bárbaro se alegraron al ver que el Sumo Pontífice de los cristianos entraba en su tienda suplicante. Y sabemos también que la elocuencia del embajador fue tan insinuante, tan persuasiva, tan victoriosa, que el rey de los hunos dio la orden de retroceder. Y mientras León entraba en Roma, aclamado por la multitud, que le debía la vida, él se moría, tal vez de pena, porque, vencido por un obispo inerme, había renunciado a la más gloriosa de sus hazañas.
Esto era en 452. Poco después escribía: «Quiera Dios que estos males sirvan para la enmienda de los que sobreviven, y que, cesando las desgracias, cesen también las ofensas. Será una gran misericordia de Dios que aparte los azotes y convierta los corazones.» Pero el Imperio estaba podrido: ni las ofensas cesaban, ni se detenían los castigos. Valentiniano asesinaba a Aecio, Máximo asesinaba a Valentiniano, el ejército descuartizaba a Máximo, Eudoxia llamaba a Genserico para vengar una afrenta, y Genserico se presentaba en las bocas del Tíber con una escuadra formidable. Ni en sus homilías ni en sus cartas habla nunca León de estos hechos, ni recoge estos nombres: todos le parecen igualmente despreciables. Pero ahora se trata de salvar nuevamente a su pueblo, y no le importa inclinarse delante de aquel audaz aventurero, enemigo terrible de su raza. Pero este hombre, dotado de un talento indiscutible, era incapaz de comprender la verdadera grandeza. Inaccesible a toda inspiración generosa, no conoció jamás las preocupaciones de un civilizador ni las santas angustias de un padre de pueblos. Sin embargo, la embajada no fue completamente inútil: no se destruiría ningún edificio, no habría incendios, no se derramaría sangre, y quedaría en salvo cuanto se recogiese en las tres grandes basílicas. Una vez más, Roma se había salvado de la destrucción; pero, aun así, el castigo era espantoso. Moros y vándalos se derramaron por sus calles como fieras.
Nadie murió, pero todos quedaron en la miseria. Fue un saqueo de quince días; centenares de carros salían diariamente; los navíos transportaban por el Tíber los vasos de las iglesias, las tejas de bronce de los antiguos templos, los tapices y estatuas de los palacios, las alhajas de las matronas. León rezaba ante las reliquias de San Pedro, abrumado por el pesar, y consolaba al pueblo predicándole el arrepentimiento. Recordando estos sucesos y la facilidad con que el corazón humano olvida las mayores tragedias, decía algunos años después: «Mi corazón está lleno de tristeza e invadido por un gran temor. Porque están en gran peligro los hombres cuando son ingratos con Dios, cuando echan en olvido sus mercedes y ni se arrepienten después del castigo, ni se alegran del perdón. Tengo vergüenza de decirlo, y, sin embargo, no puedo callarlo: hay más entusiasmo por los demonios que por los apóstoles, y atraen más público los espectáculos insensatos que los bienaventurados mártires. Y, sin embargo, ¿quién ha salvado esta ciudad? ¿Quién la ha sacado del cautiverio? ¿Quién la ha librado de la matanza? ¿Son acaso los juegos del circo, o la protección de los santos? Son las oraciones de los santos las que han mitigado la sentencia de la justicia divina, y gracias a ellas, nosotros, que hemos merecido la cólera, podemos esperar el perdón.»
Pero no es sólo Roma la que sufre: toda la cristiandad arde en luchas, hierve en errores, tiembla en incertidumbres y se estremece en angustias. La mirada de León está en todas partes, y su caridad abarca todas las miserias: reprime a los maniqueos en Italia, establece el orden jerárquico en la Galia, alienta a las iglesias de áfrica, presa del arrianismo vándalo; interviene en la península de los Balcanes para cortar abusos y mantener la disciplina, y pone un dique en España a los excesos del priscilianismo, que volvía a extenderse a la sombra de las invasiones. Rebatiendo el principio priscilianista, decía bellamente en su carta a Santo Toribio de Astorga: «Imaginan la metempsicosis para explicar la diversidad de las condiciones humanas, sin pensar que la gracia de Dios nivela todas estas desigualdades, porque los que permanecen fieles a través de los trabajos de esta vida no pueden ser desgraciados; y por eso la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, no se preocupa de las desigualdades del mundo, pues ella no busca los bienes temporales.» Unas veces, el Pontífice ruega; otras, exhorta; otras, ordena. Sus decisiones son siempre claras y terminantes, y en materia de fe, sobre todo; su autoridad se impone con un imperio soberano.
En Oriente ha empezado a extenderse una nueva herejía, el monofisismo de Eutiques, la doctrina de una sola naturaleza en Cristo. Dióscoro, patriarca de Alejandría, favorece al heresiarca; la corte le apoya; su austeridad le gana la simpatía del vulgo. Todo se conjura en contra de la ortodoxia; el error se ha levantado insolente en el conciliábulo de Éfeso; los defensores de la fe han sido atropellados y suprimidos; y todo el episcopado bizantino repite, sin comprenderla, la palabra de San Juan: «Todo espíritu que divide a Jesucristo no es de Dios.» En este ambiente de adulación, de cobardía y de apasionamiento, aparece la carta de San León a Flaviano de Constantinopla (449), exposición serena y profunda de la cristología católica que, en el caos de las discusiones, será el guía más seguro para todos los espíritus sinceros. Y viene luego el concilio ecuménico de Calcedonia (451). Desde Roma, León lo mueve todo, deshace todas las intrigas, soslaya todas las dificultades y subyuga todos los espíritus. La verdad triunfa. Dióscoro y Eutiques marchan al destierro, y los quinientos obispos gritan poseídos de un entusiasmo muy oriental: «Pedro ha hablado por boca de León.» La grandeza del obispo de Roma, su previsión, su habilidad política, su discreción, siempre firme e inexpugnable en materia de fe, campearon de un modo magnífico en esta lucha, que disipó en poco tiempo uno de los errores más peligrosos y sutiles.
No obstante, aquí y allá quedaban aún restos del incendio. Con el espíritu tenso en dirección al Oriente, León tuvo que luchar todavía contra los grandes potentados eclesiásticos del Imperio bizantino, siempre ambiciosos; contra la violencia de los monjes fanáticos; contra las agitaciones cismáticas de Egipto y Palestina; contra las miras interesadas de los concilios, y contra las suspicacias de los soberanos. Toda esta actividad, llena de sabiduría, se refleja en la rica colección de sus cartas admirables, que son claro espejo de la historia de su tiempo. El espejo de su alma está más bien en sus sermones, donde brillan las preocupaciones del celo pastoral y las dotes de una elocuencia grave, serena, majestuosa. Inconmovible en la noble serenidad de su ser, León habla como escribe, como piensa, como siente, como obra, como verdadero romano. Los patricios degenerados que le acompañaron en su embajada al rey de los hunos debían recordar en su presencia a sus colegas de la república, aquellos hombres que de ninguna prueba se dejaban doblegar. Así era León.
A primera vista, su carácter se nos presenta como una cosa lejana, impersonal; pero poco a poco, a través de su correspondencia y de su predicación, vamos descubriendo al hombre de elevación y serenidad de miras y costumbres, al defensor rudo y austero de la disciplina eclesiástica, al campeón indomable de la fe, al espíritu capaz de abarcar con una mirada los puntos más distantes; amable en su soberana simplicidad, admirable por su energía, por su valor, por su perseverancia; grande en su vida, en su palabra y en su acción; inspirado siempre en la aceptación plena de la verdad evangélica; penetrado siempre del hondo sentimiento de la indefectible autoridad de Roma, como centro divinamente designado de toda la obra vital de la Iglesia. Con él vemos por vez primera el papado medieval en toda su concepción grandiosa y su intransigencia necesaria, y en él resplandece el doble elemento que garantiza la vida divina de la Iglesia: autoridad y unidad.
Es preciso reconocer que este gran Pontífice fue un hombre de acción más que un hombre de letras. La amplitud de su cultura no iguala a la amplitud de sus ideas. No hay en sus escritos reminiscencias clásicas, y en cuanto a la literatura cristiana, apenas podemos descubrir que había leído a San Agustín. No disimula su desdén por la filosofía de este mundo, «ese artificioso disputar inventado por los hombres». Como en la diplomacia todo debe ser franqueza y claridad, del mismo modo en el discurso sólo hay que buscar la exposición de la verdad; sin rodeos, sin artificios. Por su parte, respeta demasiado esa verdad sagrada para improvisar sus sermones. Todos han sido escritos por él mismo, pues no se fía de los estenógrafos. Sabe que habla al pueblo, y por eso no le importa repetirse. No comenta la Sagrada Escritura; explica los misterios que a través del año le va ofreciendo la liturgia. Su tono es digno, solemne, penetrado siempre de un énfasis muy romano. Su frase obedece a un ritmo exquisito, que se ha llamado el cursus leonino. Hay en ella frecuentes antítesis y asonancias, y no se desdeña de imitar a San Agustín en los juegos de palabras. Todo hombre lleva el sello de su época, y León le llevaba al emplear estas elegancias de una retórica decadente. Se complace en ellas, pero sin cubrir jamás la lucidez maravillosa de su pensamiento. Su objeto exclusivo es exponer las verdades doctrinales o pastorales. Nunca sutiliza, ni se detiene en consideraciones filosóficas, ni pierde el tiempo en escrutar los misterios de la fe. Su confianza en la razón es muy escasa. «Huid—dice en una homilía—los argumentos de las doctrinas mundanas; evitad las conversaciones vipéreas de los herejes.» Su misma carta a Flaviano, tan celebrada por el Concilio de Calcedonia, es sólo una exposición concreta de la teología cristológica, pero sin la doctrina abundante de San Cirilo, sin la ciencia escolástica de Teodoreto. Así en las demás cuestiones: lo elemental, lo que debe saber todo el mundo, expuesto con fórmulas definitivas. San León es un sublime catequista, y además un maestro de la moral católica. Moralista lleno de precisión, de comprensión y de claridad. Propone la ley, pero sabe investigar el espíritu de la letra. Su guía es aquella máxima suya, que tan bien representa su genio y el de la Iglesia romana: Vetustatis norma servetur.
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