El misterio de la soledad, donde se busca y se contempla a Dios, es siempre una fuente rica de toda clase de bellezas. Si no tuviéramos para probarlo la historia de tantas grandes abadías benedictinas, nos bastaría la de San Galo. Un diácono, que era buen cazador, y que por eso conocía muy bien la tierra, vino un día al varón de Dios, Galo, que estaba evangelizando el país del Rin, y le dijo:
—Padre, yo conozco un desierto muy a propósito para levantar en él un monasterio; pero está poblado de lobos, osos y jabalíes.
—Si Dios está con nosotros—replicó el santo—, ¿a quién vamos a temer?
Y se fue inmediatamente hacia aquel lugar solitario. Era un valle suizo, rodeado de altas montanas. Poco después se alzaba allí la abadía de San Galo, que en el siglo IX era la más floreciente del Imperio carolingio. Con el arte de servir y amar a Dios, se cultivaban en ella todas las artes de la tierra. Sus escritores, sus miniadores, sus pintores, sus calígrafos, sus arquitectos y decoradores, nos han dejado obras que serán siempre la admiración de los espíritus delicados. Sus santos nos hacen pensar que la belleza de la tierra, lejos de estar reñida con la del Cielo, es como una centella que se ha desprendido de allá arriba.
Santo, sabio y artista fue Notkero, para quien el mundo era una armonía resultante de los números acordes establecidos por el primer Artista. Su nombre honra la abadía de San Galo, e ilumina algunas. bellas páginas de las crónicas medievales, juntamente con los de Radberto y Tutilón, compañeros suyos en el coro, en el refectorio y en el escritorio de la abadía. Los tres se habían consagrado una amistad tan conmovedora, que, según sus contemporáneos, no tenían más que una sola arma. No obstante, en el cuerpo tenían cualidades muy diferentes. Tutilón, fuerte y membrudo, un verdadero atleta, un gigante; Radberto, buen maestro de escuela, duro de mirada, como quien está acostumbrado a contener travesuras y domar rebeldías; Notkero, alto, delgado, tímido como una gacela, con ojos dulces como los de un niño y puros como los de una virgen. Radberto decía de él que estaba lleno del Espíritu Santo, y que se parecía más a un ángel que a un hombre.
Había nacido en el seno de una noble familia sajona, algo emparentada con Carlomagno. Tenía una sensibilidad delicada, de verdadero poeta. Cualquier movimiento brusco le asustaba, y algunos hermanos maliciosos se divertían a costa suya aprovechando esta debilidad. Se le daba el nombre de Bábulo, con que le conoce la Historia, porque era un poco tartamudo; lo cual no le impedía cantar admirablemente.
Siempre que podían, los tres amigos se juntaban en la biblioteca y en el escritorio para trabajar, para estudiar, para discutir acerca de las cuestiones difíciles de la Sagrada Escritura o resolver algún problema oscuro de dialéctica o de filosofía. A las tres de la mañana, terminados los maitines, cuando los demás monjes volvían al dormitorio, ellos terminaban de rezar el salterio de David y luego se iban a trabajar. Pero había alguien que se privaba del sueño por espiarles: era fray Sindulfo, el refitolero. Sindulfo estaba convencido de que Notkero y sus amigos tenían relaciones con el demonio. No podía comprender que conociesen aquellos libros negros, como él decía. Saber lo que decían aquellos puntos y líneas y rasgos redondos y alargados, era para él algo así como entender el lenguaje de las estrellas. Sindulfo no sabía ni griego ni latín, y de tudesco, únicamente lo que había aprendido de su madre. ¡Dios mío! ¡Cuánto le había costado meter por los oídos unos cuantos versos de la Salmodia! Sin embargo, queríale mucho el abad Salomón, que le llamaba famidicus meus, porque le llevaba fidelísimamenle todos los cuentos del convento. No hay hombre que no sirva para algo.
La envidia inspiró al buen refitolero perversas jugadas. Con Tutilón y Radberto no se atrevía; pero a Notkero no le dejaba en paz, porque era muy dulce y paciente. Cuando en el refectorio le ponía la hémina de vino que San Benito permitía tomar a los monjes, se la echaba despectivamente, o bien le quitaba una parte. Una vez que Notkero estaba contento, porque acababa de copiar un libro de epístolas griegas, Sindulfo entró a hurtadillas en el escritorio y cortó las hojas del códice. Constantemente vigilaba a los tres amigos, para pescar algo que contar al abad. Pero, en cierta ocasión, le pasó una cosa muy divertida.
Una mañana, antes de amanecer, Notkero, Tutilón y Radberto estaban en la biblioteca aguardando que sonase la campana llamándoles a laudes. Uno copiaba, otro miniaba una inicial, y el tercero leía en voz alta. En esto, Sindulfo cogió una escalera y se puso a observar en la ventana. Advirtiólo Tutilón, que tenía vista de lince y oído de perdiz, y dirigiéndose a sus amigos, les dijo en latín, para que el refitolero no se percatase:
—Miradlo, ahí lo tenéis con la oreja pegada al cristal. Ahora nos las va a pagar todas juntas.
—Vamos, hombre, no le hagas daño—suplicó Notkero.
—Tú eres siempre igual—replicó el gigante—; a veces, la caridad se confunde con la necedad. Pero esta vez no le hago caso. Hay que escarmentarle. Tú, que por poca cosa te asustas, vete a la iglesia a rezar por nosotros. Tú, mi querido Radberto, trae la vara con que se corrige a los hermanos. Nuestra causa es la causa de la virtud y de Dios.
Los dos monjes obedecieron. Tutilón, en tanto, abrió la ventana rapidísimamente, echó mano del espía, y con sus puños hercúleos lo sujetó por la cabeza. Radberto acudió por detrás y empezó a zarandearle con suma habilidad, como zarandeaba a los muchachos cuando le jugaban alguna trastada. Atraídos por los golpes de la fusta y por los gritos del infeliz Sindulfo, se reunió allí un buen número de monjes.
—¿Qué pasa?—preguntaban, extrañados, con la candela en la mano.
—Nada—respondió Tutilón—; que el demonio ha venido a asomarse a esta ventana y le hemos cogido de las narices.
Algunos arrimaron las luces para ver cómo podría tener la cara el diablo, y, mejor informados, decían a Tutilón:
—¡Pero si es el hermano refitolero!
—¿Es cierto?—replicaba Tutilón—. ¿Con que es fray Sindulfo? ¡Ay de mí, si le hemos cribado de azotes al íntimo del abad!
Y diciendo estas palabras, soltó al curioso, el cual huyó cabizbajo, y nunca se atrevió a recordar aquella aventura.
No siempre podían estudiar y meditar juntos los tres amigos. Durante el día, Radberto dominaba como un rey en sus escuelas, porque fue maestro de la juventud. Tutilón, que era orador y artista, salía con frecuencia del monasterio para predicar y enseñar, y levantar y decorar claustros y basílicas. Separado de ellos, Notkero se pasaba los días rezando, leyendo, meditando y escribiendo. Radberto y Tutilón escribieron bellos epigramas y delicadas composiciones musicales, que aún se conservan; el primero hizo, además, la historia de San Galo; pero lo que aún queda de Notkero tiene un mérito mayor. Su tratado de la música es de los primeros libros escritos en alemán; son también notables su Martirologio y su libro acerca de los comentarios de la Sagrada Escritura. Pero su gloria más alta son las Secuencias. Él es el inventor de este género musical, en el que puso toda la inspiración de su alma de poeta. A pesar de su buena voluntad, Notkero no llegaba a cantar los júbilos o largas vocalizaciones como su amigo Tutilón, porque tenía menos memoria que él. Por una casualidad, dio con un medio mnemotécnico que le sirvió para despertar su inspiración.
«Viendo, en mi juventud, que se iban olvidando poco a poco las antiguas melodías, empecé a meditar el medio de conservarlas. En esto, un monje de Jumieges vino a nuestro monasterio con un antifonario en el cual había algunos versos modulados a manera de secuencias, aunque muy feos y desagradables al oído. Con todo, me valieron para ensayar un nuevo género musical, y me puse a trabajar a mi modo. Enseñé mi trabajo a mi maestro Isón, el cual quedó muy contento, y empezó a estimarme mucho, a pesar de mi ignorancia. Sin embargo, me hizo cambiar algunas cosas que no le habían gustado, diciéndome que a cada silaba debía corresponder una sola nota.»
Con esta deliciosa sencillez nos cuenta Notkero uno de los hechos más notables en la historia de la música gregoriana. Al caer en sus manos aquel manuscrito de Jumieges, había recibido el impulso que casi siempre necesitan los iniciadores de nuevos movimientos. Al fin, encontraba su verdadero camino. Otros siguieron cultivando el género; porque fue una verdadera revelación cuando los niños que Radberto formaba en sus escuelas cantaron por primera vez aquellas composiciones; pero ninguno acertará a dar a la melodía y a la letra la delicadeza de expresión, la ingenuidad y la espontaneidad encantadora del maestro de San Galo. La emoción que se siente escuchando la secuencia de Todos los Santos es semejante a la que sobrecoge nuestro ánimo ante los ángeles y las vírgenes de Fray Angélico. El músico y el pintor han sabido sorprender igualmente lo que hay de puro, dulce y celestial en la santidad.
Al hablar de Notkero, Ekkeardo, cronista sangalense, salta de la fría rigidez de la crónica al entusiasmo de la poesía, y nos dice: «Ante esas obras de un arte celestial., la oración brota espontáneamente, el corazón se ensancha, la fe se ilumina, el amor se levanta. Cuando notaba Eliseo que huía de él el espíritu de profecía, mandaba llamar a sus músicos, y la inspiración de los videntes volvía sobre él. La armonía nos calma con su dulzura y nos proporciona las más íntimas alegrías. Cuanto más hondo es el amor, más hiere el canto, removiendo el alma y disponiéndola a una sensación misteriosa, que la cambia, la transporta, la embelesa. Así sucede con los cantos de Notkero.»
Notkero tenía la sensibilidad exquisita y la originalidad de inspiración que hacen a los grandes artistas. La cosa más sencilla ponía en vibración su alma. Viendo un día a unos obreros que trabajaban en un andamio con peligro de caer en el abismo, pensó en la muerte, y recogió su impresión en aquel canto famoso Media vita que cantaban los cruzados caminando al combate, y que fue largo tiempo popular en las riberas del Rin. La liturgia le pone todavía en nuestra boca cargado de armonías, de anhelos y de reminiscencias seculares. Otra vez, pasando por el dormitorio, advirtió Notkero el martilleo regular de una rueda de molino y el canto monótono del agua que la hacía girar. Súbitamente quedó suspendido, y al punto empezó a componer aquella secuencia: Sancti Spiritus adsit nobis gratia, donde se remonta a lo más sublime, cantando el poder de la gracia sobre los corazones de los hombres.
Todas sus composiciones están llenas de unción, de piedad, de entusiasmo religioso. Además de artista, Notkero era un santo. Inocencio III reprendía al abad de San Galo porque no celebraba en su monasterio con solemnidades litúrgicas la memoria de un hombre semejante. Él sin embargo, jamás llegó a creer que era una u otra cosa. Cuando se hablaba de su ciencia, mostraba el Salterio y decía: « ¡Pero si ni siquiera sé este librito! »
Mientras los demás hermanos rezaban las Horas, Notkero, ya viejo, permanecía inmóvil en un rincón de la basílica. El abad le había dejado para ello libertad plena, «porque donde está el Espíritu—dice su biógrafo—, allí está la libertad, y el hombre espiritual juzga todas las cosas y de nadie es juzgado». En aquel lugar apartado entregábase a los arrebatos de la contemplación. El demonio le interrumpía de mil maneras, y una vez, habiéndose aparecido en forma de perro, el monje rompió en sus costillas el báculo de San Columbano; desde el coro se oían voces, aullidos y golpes, y Tutilón solía decir a su amigo: «Pero, alma mía, ¿qué ruido es ese que armas con tus diablos?»
«¡Oh santa capilla—exclama el viejo cronista—, ennoblecida con las lágrimas, los gemidos y los arrebatos de aquel corazón enamorado de Dios!» La capilla ha desaparecido ya, y con ella, la iglesia y la abadía, aquella abadía que, arquitectónicamente, fue el tipo de las abadías occidentales; pero nos quedan las deliciosas melodías notkerianas, testigos perennes del genio y la santidad de su autor.
—Padre, yo conozco un desierto muy a propósito para levantar en él un monasterio; pero está poblado de lobos, osos y jabalíes.
—Si Dios está con nosotros—replicó el santo—, ¿a quién vamos a temer?
Y se fue inmediatamente hacia aquel lugar solitario. Era un valle suizo, rodeado de altas montanas. Poco después se alzaba allí la abadía de San Galo, que en el siglo IX era la más floreciente del Imperio carolingio. Con el arte de servir y amar a Dios, se cultivaban en ella todas las artes de la tierra. Sus escritores, sus miniadores, sus pintores, sus calígrafos, sus arquitectos y decoradores, nos han dejado obras que serán siempre la admiración de los espíritus delicados. Sus santos nos hacen pensar que la belleza de la tierra, lejos de estar reñida con la del Cielo, es como una centella que se ha desprendido de allá arriba.
Santo, sabio y artista fue Notkero, para quien el mundo era una armonía resultante de los números acordes establecidos por el primer Artista. Su nombre honra la abadía de San Galo, e ilumina algunas. bellas páginas de las crónicas medievales, juntamente con los de Radberto y Tutilón, compañeros suyos en el coro, en el refectorio y en el escritorio de la abadía. Los tres se habían consagrado una amistad tan conmovedora, que, según sus contemporáneos, no tenían más que una sola arma. No obstante, en el cuerpo tenían cualidades muy diferentes. Tutilón, fuerte y membrudo, un verdadero atleta, un gigante; Radberto, buen maestro de escuela, duro de mirada, como quien está acostumbrado a contener travesuras y domar rebeldías; Notkero, alto, delgado, tímido como una gacela, con ojos dulces como los de un niño y puros como los de una virgen. Radberto decía de él que estaba lleno del Espíritu Santo, y que se parecía más a un ángel que a un hombre.
Había nacido en el seno de una noble familia sajona, algo emparentada con Carlomagno. Tenía una sensibilidad delicada, de verdadero poeta. Cualquier movimiento brusco le asustaba, y algunos hermanos maliciosos se divertían a costa suya aprovechando esta debilidad. Se le daba el nombre de Bábulo, con que le conoce la Historia, porque era un poco tartamudo; lo cual no le impedía cantar admirablemente.
Siempre que podían, los tres amigos se juntaban en la biblioteca y en el escritorio para trabajar, para estudiar, para discutir acerca de las cuestiones difíciles de la Sagrada Escritura o resolver algún problema oscuro de dialéctica o de filosofía. A las tres de la mañana, terminados los maitines, cuando los demás monjes volvían al dormitorio, ellos terminaban de rezar el salterio de David y luego se iban a trabajar. Pero había alguien que se privaba del sueño por espiarles: era fray Sindulfo, el refitolero. Sindulfo estaba convencido de que Notkero y sus amigos tenían relaciones con el demonio. No podía comprender que conociesen aquellos libros negros, como él decía. Saber lo que decían aquellos puntos y líneas y rasgos redondos y alargados, era para él algo así como entender el lenguaje de las estrellas. Sindulfo no sabía ni griego ni latín, y de tudesco, únicamente lo que había aprendido de su madre. ¡Dios mío! ¡Cuánto le había costado meter por los oídos unos cuantos versos de la Salmodia! Sin embargo, queríale mucho el abad Salomón, que le llamaba famidicus meus, porque le llevaba fidelísimamenle todos los cuentos del convento. No hay hombre que no sirva para algo.
La envidia inspiró al buen refitolero perversas jugadas. Con Tutilón y Radberto no se atrevía; pero a Notkero no le dejaba en paz, porque era muy dulce y paciente. Cuando en el refectorio le ponía la hémina de vino que San Benito permitía tomar a los monjes, se la echaba despectivamente, o bien le quitaba una parte. Una vez que Notkero estaba contento, porque acababa de copiar un libro de epístolas griegas, Sindulfo entró a hurtadillas en el escritorio y cortó las hojas del códice. Constantemente vigilaba a los tres amigos, para pescar algo que contar al abad. Pero, en cierta ocasión, le pasó una cosa muy divertida.
Una mañana, antes de amanecer, Notkero, Tutilón y Radberto estaban en la biblioteca aguardando que sonase la campana llamándoles a laudes. Uno copiaba, otro miniaba una inicial, y el tercero leía en voz alta. En esto, Sindulfo cogió una escalera y se puso a observar en la ventana. Advirtiólo Tutilón, que tenía vista de lince y oído de perdiz, y dirigiéndose a sus amigos, les dijo en latín, para que el refitolero no se percatase:
—Miradlo, ahí lo tenéis con la oreja pegada al cristal. Ahora nos las va a pagar todas juntas.
—Vamos, hombre, no le hagas daño—suplicó Notkero.
—Tú eres siempre igual—replicó el gigante—; a veces, la caridad se confunde con la necedad. Pero esta vez no le hago caso. Hay que escarmentarle. Tú, que por poca cosa te asustas, vete a la iglesia a rezar por nosotros. Tú, mi querido Radberto, trae la vara con que se corrige a los hermanos. Nuestra causa es la causa de la virtud y de Dios.
Los dos monjes obedecieron. Tutilón, en tanto, abrió la ventana rapidísimamente, echó mano del espía, y con sus puños hercúleos lo sujetó por la cabeza. Radberto acudió por detrás y empezó a zarandearle con suma habilidad, como zarandeaba a los muchachos cuando le jugaban alguna trastada. Atraídos por los golpes de la fusta y por los gritos del infeliz Sindulfo, se reunió allí un buen número de monjes.
—¿Qué pasa?—preguntaban, extrañados, con la candela en la mano.
—Nada—respondió Tutilón—; que el demonio ha venido a asomarse a esta ventana y le hemos cogido de las narices.
Algunos arrimaron las luces para ver cómo podría tener la cara el diablo, y, mejor informados, decían a Tutilón:
—¡Pero si es el hermano refitolero!
—¿Es cierto?—replicaba Tutilón—. ¿Con que es fray Sindulfo? ¡Ay de mí, si le hemos cribado de azotes al íntimo del abad!
Y diciendo estas palabras, soltó al curioso, el cual huyó cabizbajo, y nunca se atrevió a recordar aquella aventura.
No siempre podían estudiar y meditar juntos los tres amigos. Durante el día, Radberto dominaba como un rey en sus escuelas, porque fue maestro de la juventud. Tutilón, que era orador y artista, salía con frecuencia del monasterio para predicar y enseñar, y levantar y decorar claustros y basílicas. Separado de ellos, Notkero se pasaba los días rezando, leyendo, meditando y escribiendo. Radberto y Tutilón escribieron bellos epigramas y delicadas composiciones musicales, que aún se conservan; el primero hizo, además, la historia de San Galo; pero lo que aún queda de Notkero tiene un mérito mayor. Su tratado de la música es de los primeros libros escritos en alemán; son también notables su Martirologio y su libro acerca de los comentarios de la Sagrada Escritura. Pero su gloria más alta son las Secuencias. Él es el inventor de este género musical, en el que puso toda la inspiración de su alma de poeta. A pesar de su buena voluntad, Notkero no llegaba a cantar los júbilos o largas vocalizaciones como su amigo Tutilón, porque tenía menos memoria que él. Por una casualidad, dio con un medio mnemotécnico que le sirvió para despertar su inspiración.
«Viendo, en mi juventud, que se iban olvidando poco a poco las antiguas melodías, empecé a meditar el medio de conservarlas. En esto, un monje de Jumieges vino a nuestro monasterio con un antifonario en el cual había algunos versos modulados a manera de secuencias, aunque muy feos y desagradables al oído. Con todo, me valieron para ensayar un nuevo género musical, y me puse a trabajar a mi modo. Enseñé mi trabajo a mi maestro Isón, el cual quedó muy contento, y empezó a estimarme mucho, a pesar de mi ignorancia. Sin embargo, me hizo cambiar algunas cosas que no le habían gustado, diciéndome que a cada silaba debía corresponder una sola nota.»
Con esta deliciosa sencillez nos cuenta Notkero uno de los hechos más notables en la historia de la música gregoriana. Al caer en sus manos aquel manuscrito de Jumieges, había recibido el impulso que casi siempre necesitan los iniciadores de nuevos movimientos. Al fin, encontraba su verdadero camino. Otros siguieron cultivando el género; porque fue una verdadera revelación cuando los niños que Radberto formaba en sus escuelas cantaron por primera vez aquellas composiciones; pero ninguno acertará a dar a la melodía y a la letra la delicadeza de expresión, la ingenuidad y la espontaneidad encantadora del maestro de San Galo. La emoción que se siente escuchando la secuencia de Todos los Santos es semejante a la que sobrecoge nuestro ánimo ante los ángeles y las vírgenes de Fray Angélico. El músico y el pintor han sabido sorprender igualmente lo que hay de puro, dulce y celestial en la santidad.
Al hablar de Notkero, Ekkeardo, cronista sangalense, salta de la fría rigidez de la crónica al entusiasmo de la poesía, y nos dice: «Ante esas obras de un arte celestial., la oración brota espontáneamente, el corazón se ensancha, la fe se ilumina, el amor se levanta. Cuando notaba Eliseo que huía de él el espíritu de profecía, mandaba llamar a sus músicos, y la inspiración de los videntes volvía sobre él. La armonía nos calma con su dulzura y nos proporciona las más íntimas alegrías. Cuanto más hondo es el amor, más hiere el canto, removiendo el alma y disponiéndola a una sensación misteriosa, que la cambia, la transporta, la embelesa. Así sucede con los cantos de Notkero.»
Notkero tenía la sensibilidad exquisita y la originalidad de inspiración que hacen a los grandes artistas. La cosa más sencilla ponía en vibración su alma. Viendo un día a unos obreros que trabajaban en un andamio con peligro de caer en el abismo, pensó en la muerte, y recogió su impresión en aquel canto famoso Media vita que cantaban los cruzados caminando al combate, y que fue largo tiempo popular en las riberas del Rin. La liturgia le pone todavía en nuestra boca cargado de armonías, de anhelos y de reminiscencias seculares. Otra vez, pasando por el dormitorio, advirtió Notkero el martilleo regular de una rueda de molino y el canto monótono del agua que la hacía girar. Súbitamente quedó suspendido, y al punto empezó a componer aquella secuencia: Sancti Spiritus adsit nobis gratia, donde se remonta a lo más sublime, cantando el poder de la gracia sobre los corazones de los hombres.
Todas sus composiciones están llenas de unción, de piedad, de entusiasmo religioso. Además de artista, Notkero era un santo. Inocencio III reprendía al abad de San Galo porque no celebraba en su monasterio con solemnidades litúrgicas la memoria de un hombre semejante. Él sin embargo, jamás llegó a creer que era una u otra cosa. Cuando se hablaba de su ciencia, mostraba el Salterio y decía: « ¡Pero si ni siquiera sé este librito! »
Mientras los demás hermanos rezaban las Horas, Notkero, ya viejo, permanecía inmóvil en un rincón de la basílica. El abad le había dejado para ello libertad plena, «porque donde está el Espíritu—dice su biógrafo—, allí está la libertad, y el hombre espiritual juzga todas las cosas y de nadie es juzgado». En aquel lugar apartado entregábase a los arrebatos de la contemplación. El demonio le interrumpía de mil maneras, y una vez, habiéndose aparecido en forma de perro, el monje rompió en sus costillas el báculo de San Columbano; desde el coro se oían voces, aullidos y golpes, y Tutilón solía decir a su amigo: «Pero, alma mía, ¿qué ruido es ese que armas con tus diablos?»
«¡Oh santa capilla—exclama el viejo cronista—, ennoblecida con las lágrimas, los gemidos y los arrebatos de aquel corazón enamorado de Dios!» La capilla ha desaparecido ya, y con ella, la iglesia y la abadía, aquella abadía que, arquitectónicamente, fue el tipo de las abadías occidentales; pero nos quedan las deliciosas melodías notkerianas, testigos perennes del genio y la santidad de su autor.
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