Vamos a caminar hacia Dios. Vamos a remontarnos hasta el corazón de Dios. No hay miedo a perdernos en el peregrinar. Hubo alguien que tuvo el privilegio de abrevar la sed de lo divino, que inconscientemente late en todos los humanos corazones, precisamente en el corazón mismo de Dios, reclinando su cabeza sobre el pecho -fuerte, ardiente de incontenible latir, estremecido de las más intensas emociones en la noche de la total entrega- del Verbo encarnado, de Cristo señor nuestro. El secreto de Dios es un secreto maravilloso, dulcísimo; incomprensible por lo intenso de su maravilla y lo delicado de su dulzura. Nos lo reveló San Juan: Dios es amor.
Y, como Dios es amor, he aquí que, desde la eternidad, determinó darse. Y el fruto de esta donación fue la existencia de los espíritus, ángeles y almas capaces de reflejar, como imágenes y semejanzas, las divinas perfecciones, la celeste hermosura, cantando así la gloria divina: capaces de pagar amor con amor, rindiendo a la divinidad el homenaje de reconocerse criaturas, pero libremente, voluntariamente, con una entrega perfecta; capaces de darse. Se volcó más: quiso hacerles participantes, en la gloria del cielo, del misterio inefable de su vida trinitaria. Pero no bastó a la potencia infinita de entrega que es el corazón de Dios y quiso que una criatura se uniese a El en la comunión más perfecta imaginable, en comunión de naturaleza, con unidad de persona. El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Quiso Dios saber de los humanos latidos, de los humanos dolores, de los humanos goces; quiso Dios atraernos con lazos de carne y sangre (Os. 11,4 ) hasta el punto de llegar a derramar la suya en una cruz por salvarnos de nuestros pecados. Y así Cristo quedó constituido en perfecto amador y glorificador del Padre. Pero aún no fue a Dios suficiente. Quiso darse a una criatura de la manera más estrecha posible, aun sin llegar a comunicarle personalmente su divinidad, y entonces...
Era la plenitud de los tiempos. En una pobre casita palestinense una humilde mujer tenía un niño en brazos. De pronto sonrió el niño. El coro de invisibles ángeles que rodeaba la escena se ciñó apretadamente alrededor de la mujer para no perder de vista la sonrisa. Sonrió el niño y sus labios entreabiertos pronunciaron por vez primera una palabra: "¡Madre!" Se postraron los ángeles al oír la palabra, silentes, alfombrando el pobre suelo con sus alas de celeste raso. El Verbo hecho carne acababa de llamar a su Madre. María era Madre de Dios.
No, claro está que la Virgen no dió al Verbo la naturaleza divina. Esta la recibe el Verbo desde la eternidad, misteriosamente, del Padre, primera persona de la Trinidad santísima. La Virgen es Madre de Dios por haber dado a luz un hijo que es Dios. Así como nuestras madres son verdaderamente madres nuestras por el solo hecho de darnos el cuerpo, ya que el alma la recibimos directamente de Dios, así la Virgen no comunicó a Cristo la divinidad, pero al concebir una naturaleza que había sido asumida personalmente por la divinidad, al ser Madre de alguien que era Dios, ella quedaba constituida propiamente Madre de Dios.
Cristo es Dios; María es Madre de Cristo, luego María es Madre de Dios. El razonamiento, escueto, corre limpio del pensamiento al corazón del creyente y mueve sus labios a una perpetua alabanza hacia aquella que, sola y sin ejemplo, mereció llevar en su seno y llamar con verdad hijo suyo al Verbo del Padre.
Solamente quien niegue a Cristo su categoría de Hijo de Dios, como hizo Nestorio, podrá negar que la Virgen sea Madre de Dios.
Entre los humanos no puede imaginarse lazo más dulce, lazo más apretado, lazo más unitivo que el que resulta entre dos seres, uno de los cuales ha dado al otro su sangre, su vida, sus sentimientos, sus ideales; uno de los cuales se prolonga realmente, vitalmente, en el otro. Entre una madre y un hijo. Ningún amor tan fuerte, desinteresado, entrañable, como el de una madre a un hijo. Por eso quiso Dios tener Madre en la tierra. María vino al mundo para ser Madre de Dios, para amar a Dios, para estar unida a Dios de la manera más estrecha imaginable en pura criatura.
De aquí que la dignidad de la Virgen sea sobre todo lo creado. Es casi infinita. Su Hijo le comunica la suya propia de la forma y en la medida que es posible recibirla a humana y limitada criatura. Si no le puede comunicar su dignidad divina, haciéndola su Madre le concede participar de ella en el mayor grado posible, de forma que no pueda concebirse otra mayor, que solamente el entendimiento divino sea capaz de abarcarla en toda su extensión y profundidad. Ella, la Madre, sobre todas las criaturas: sobre los ángeles y los serafines, sobre los bienaventurados todos, sobre toda la creación.
Se complació Dios en ella sobre todas las criaturas del universo.
Era su Madre.
Porque iba a llamarla Madre, los méritos de su pasión, previstos desde la eternidad, le alcanzaron que, a diferencia de los demás mortales, fuera concebida sin culpa, llena de gracia desde el primer instante de su ser.
Al hacerla su Madre puso en ella una radical e inexhaurible exigencia de santidad, de gracia. Hasta hay quienes piensan que el mismo hecho de ser Madre de Dios la hace formalmente santa, con una santidad peculiar, misteriosa puesto que la hace agradable a Dios, la une a Dios inefable y estrechísimamente, la santidad de la maternidad divina.
Por ser su Madre—la Madre del Rey del universo— ella sería la Reina y Señora de todo lo creado, ante cuyo nombre temblarían incluso las potestades del infierno.
Por ser su Madre—la Madre de un Dios redentor— ella sería corredentora y quedaría asociada a su Hijo en la obra de rescatar al género humano de la esclavitud del pecado, y sus méritos—recibidos del Hijo, dignificados por el ser del Hijo—tendrían potencia suficiente para alcanzarnos la gracia de la salvación.
Por ser su Madre--la Madre de un Dios que se hizo hombre para ser hermano mayor nuestro—ella quedaría constituida Madre nuestra y, con ello, toda la razón de nuestra esperanza; porque desde el momento en que podemos decir con verdad, como aquel santo, "la Madre de Dios es mi Madre", no tenemos nada que temer y todo lo podemos esperar. Quien nos dió a su Madre al pie de la cruz, ¿cómo podrá negarnos cualquier cosa que en nombre de nuestra Madre común le pidamos?
Dios ha querido unirse a nosotros inefablemente: ha querido tener una carne y una sangre como las nuestras; ha querido fundirlas con las nuestras en la comunión; ha querido, desvelando el más íntimo secreto de la divina ternura, llamar con nosotros Madre a la misma mujer, unirse a nosotros en su seno, darse a nosotros en sus brazos.
De la maternidad divina se derivan para María todos sus atributos, toda su gloria. De la maternidad divina de María se derivan para nosotros las fuentes del consuelo y de la esperanza. Al saberla tan alta, tan pura, de tanta santidad, reconocemos instintivamente nuestra indignidad y bajeza, lo hórrido de nuestra culpa. Por eso hemos aprendido desde niños a balbucir emocionadamente: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores. Ante la Madre de Dios nos sentimos pecadores, indignos, malos; pero, como hemos aprendido también que es Madre nuestra, nos enseñaron a decirle, con la conciencia de hallarnos encerrados en el valle obscuro de la culpa, desterrados en el lugar de las lágrimas: ¡Salve, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra!...
Al saber que nuestra Madre es Madre de Dios sentimos brotar en nuestros pechos irresistible añoranza de los eternos bienes, deseo firmísimo del mismo Dios, de nuestro hermano Dios. Conocemos que nuestra patria es el cielo y caminamos seguros hacia él, porque en manos de nuestra Madre están todos sus tesoros y ella está pronta a dispensárnoslos si nosotros nos reconocemos hijos suyos.
Era en el año 431. Nestorio, obispo de Constantinopla, propagando las doctrinas de Teodoro de Mopsuestia, había negado que Cristo fuese propiamente Hijo de Dios, enseñando que en él había dos personas, una humana y otra divina, y no una sola persona, la divina, como enseña la fe verdadera. En consecuencia sostenia que la Virgen era madre de Cristo, de la persona humana de Cristo, y así de ninguna manera se la podría llamar Madre de Dios, ya que Cristo no era Dios. Se habían sucedido las condenaciones de Roma: le había combatido el obispo de Alejandría San Cirilo; pero, ante la contumacia de Nestorio, los emperadores Teodosio y Valentiniano convocaron un concilio, presidido por los legados del papa Celestino, en la ciudad de Efeso. El concilio condenó como hereje a Nestorio y declaró dogma de fe que la Virgen María es Madre de Dios. Fue tanto el regocijo de los efesinos, que profesaban intensísima devoción a la Virgen, al enterarse de la decisión de los Padres del concilio, que, congregándose en inmensa muchedumbre, los saludaron con grandes aclamaciones de gozo y les acompañaron procesionalmente hasta sus casas con antorchas encendidas. Y el papa Pío Xl, queriendo conmemorar dignamente el XV centenario de este concilio e intensificar en los sacerdotes y en el corazón de todos los fieles la devoción hacia la Madre de Dios, instituyó una fiesta litúrgica, con oficio y misa propios, para el 12 de octubre.
Que en estos tiempos difíciles sea ella para nosotros faro de fe, columna de esperanza, recuerdo de que pertenecemos a lo alto y hemos nacido para mayores cosas, invitación a vivir como hijos de tal Madre y hermanos del Verbo que un día quiso hacerse carne en sus entrañas para morir por nuestro amor y abrirnos las puertas del cielo.
Y, como Dios es amor, he aquí que, desde la eternidad, determinó darse. Y el fruto de esta donación fue la existencia de los espíritus, ángeles y almas capaces de reflejar, como imágenes y semejanzas, las divinas perfecciones, la celeste hermosura, cantando así la gloria divina: capaces de pagar amor con amor, rindiendo a la divinidad el homenaje de reconocerse criaturas, pero libremente, voluntariamente, con una entrega perfecta; capaces de darse. Se volcó más: quiso hacerles participantes, en la gloria del cielo, del misterio inefable de su vida trinitaria. Pero no bastó a la potencia infinita de entrega que es el corazón de Dios y quiso que una criatura se uniese a El en la comunión más perfecta imaginable, en comunión de naturaleza, con unidad de persona. El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Quiso Dios saber de los humanos latidos, de los humanos dolores, de los humanos goces; quiso Dios atraernos con lazos de carne y sangre (Os. 11,4 ) hasta el punto de llegar a derramar la suya en una cruz por salvarnos de nuestros pecados. Y así Cristo quedó constituido en perfecto amador y glorificador del Padre. Pero aún no fue a Dios suficiente. Quiso darse a una criatura de la manera más estrecha posible, aun sin llegar a comunicarle personalmente su divinidad, y entonces...
Era la plenitud de los tiempos. En una pobre casita palestinense una humilde mujer tenía un niño en brazos. De pronto sonrió el niño. El coro de invisibles ángeles que rodeaba la escena se ciñó apretadamente alrededor de la mujer para no perder de vista la sonrisa. Sonrió el niño y sus labios entreabiertos pronunciaron por vez primera una palabra: "¡Madre!" Se postraron los ángeles al oír la palabra, silentes, alfombrando el pobre suelo con sus alas de celeste raso. El Verbo hecho carne acababa de llamar a su Madre. María era Madre de Dios.
No, claro está que la Virgen no dió al Verbo la naturaleza divina. Esta la recibe el Verbo desde la eternidad, misteriosamente, del Padre, primera persona de la Trinidad santísima. La Virgen es Madre de Dios por haber dado a luz un hijo que es Dios. Así como nuestras madres son verdaderamente madres nuestras por el solo hecho de darnos el cuerpo, ya que el alma la recibimos directamente de Dios, así la Virgen no comunicó a Cristo la divinidad, pero al concebir una naturaleza que había sido asumida personalmente por la divinidad, al ser Madre de alguien que era Dios, ella quedaba constituida propiamente Madre de Dios.
Cristo es Dios; María es Madre de Cristo, luego María es Madre de Dios. El razonamiento, escueto, corre limpio del pensamiento al corazón del creyente y mueve sus labios a una perpetua alabanza hacia aquella que, sola y sin ejemplo, mereció llevar en su seno y llamar con verdad hijo suyo al Verbo del Padre.
Solamente quien niegue a Cristo su categoría de Hijo de Dios, como hizo Nestorio, podrá negar que la Virgen sea Madre de Dios.
Entre los humanos no puede imaginarse lazo más dulce, lazo más apretado, lazo más unitivo que el que resulta entre dos seres, uno de los cuales ha dado al otro su sangre, su vida, sus sentimientos, sus ideales; uno de los cuales se prolonga realmente, vitalmente, en el otro. Entre una madre y un hijo. Ningún amor tan fuerte, desinteresado, entrañable, como el de una madre a un hijo. Por eso quiso Dios tener Madre en la tierra. María vino al mundo para ser Madre de Dios, para amar a Dios, para estar unida a Dios de la manera más estrecha imaginable en pura criatura.
De aquí que la dignidad de la Virgen sea sobre todo lo creado. Es casi infinita. Su Hijo le comunica la suya propia de la forma y en la medida que es posible recibirla a humana y limitada criatura. Si no le puede comunicar su dignidad divina, haciéndola su Madre le concede participar de ella en el mayor grado posible, de forma que no pueda concebirse otra mayor, que solamente el entendimiento divino sea capaz de abarcarla en toda su extensión y profundidad. Ella, la Madre, sobre todas las criaturas: sobre los ángeles y los serafines, sobre los bienaventurados todos, sobre toda la creación.
Se complació Dios en ella sobre todas las criaturas del universo.
Era su Madre.
Porque iba a llamarla Madre, los méritos de su pasión, previstos desde la eternidad, le alcanzaron que, a diferencia de los demás mortales, fuera concebida sin culpa, llena de gracia desde el primer instante de su ser.
Al hacerla su Madre puso en ella una radical e inexhaurible exigencia de santidad, de gracia. Hasta hay quienes piensan que el mismo hecho de ser Madre de Dios la hace formalmente santa, con una santidad peculiar, misteriosa puesto que la hace agradable a Dios, la une a Dios inefable y estrechísimamente, la santidad de la maternidad divina.
Por ser su Madre—la Madre del Rey del universo— ella sería la Reina y Señora de todo lo creado, ante cuyo nombre temblarían incluso las potestades del infierno.
Por ser su Madre—la Madre de un Dios redentor— ella sería corredentora y quedaría asociada a su Hijo en la obra de rescatar al género humano de la esclavitud del pecado, y sus méritos—recibidos del Hijo, dignificados por el ser del Hijo—tendrían potencia suficiente para alcanzarnos la gracia de la salvación.
Por ser su Madre--la Madre de un Dios que se hizo hombre para ser hermano mayor nuestro—ella quedaría constituida Madre nuestra y, con ello, toda la razón de nuestra esperanza; porque desde el momento en que podemos decir con verdad, como aquel santo, "la Madre de Dios es mi Madre", no tenemos nada que temer y todo lo podemos esperar. Quien nos dió a su Madre al pie de la cruz, ¿cómo podrá negarnos cualquier cosa que en nombre de nuestra Madre común le pidamos?
Dios ha querido unirse a nosotros inefablemente: ha querido tener una carne y una sangre como las nuestras; ha querido fundirlas con las nuestras en la comunión; ha querido, desvelando el más íntimo secreto de la divina ternura, llamar con nosotros Madre a la misma mujer, unirse a nosotros en su seno, darse a nosotros en sus brazos.
De la maternidad divina se derivan para María todos sus atributos, toda su gloria. De la maternidad divina de María se derivan para nosotros las fuentes del consuelo y de la esperanza. Al saberla tan alta, tan pura, de tanta santidad, reconocemos instintivamente nuestra indignidad y bajeza, lo hórrido de nuestra culpa. Por eso hemos aprendido desde niños a balbucir emocionadamente: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores. Ante la Madre de Dios nos sentimos pecadores, indignos, malos; pero, como hemos aprendido también que es Madre nuestra, nos enseñaron a decirle, con la conciencia de hallarnos encerrados en el valle obscuro de la culpa, desterrados en el lugar de las lágrimas: ¡Salve, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra!...
Al saber que nuestra Madre es Madre de Dios sentimos brotar en nuestros pechos irresistible añoranza de los eternos bienes, deseo firmísimo del mismo Dios, de nuestro hermano Dios. Conocemos que nuestra patria es el cielo y caminamos seguros hacia él, porque en manos de nuestra Madre están todos sus tesoros y ella está pronta a dispensárnoslos si nosotros nos reconocemos hijos suyos.
Era en el año 431. Nestorio, obispo de Constantinopla, propagando las doctrinas de Teodoro de Mopsuestia, había negado que Cristo fuese propiamente Hijo de Dios, enseñando que en él había dos personas, una humana y otra divina, y no una sola persona, la divina, como enseña la fe verdadera. En consecuencia sostenia que la Virgen era madre de Cristo, de la persona humana de Cristo, y así de ninguna manera se la podría llamar Madre de Dios, ya que Cristo no era Dios. Se habían sucedido las condenaciones de Roma: le había combatido el obispo de Alejandría San Cirilo; pero, ante la contumacia de Nestorio, los emperadores Teodosio y Valentiniano convocaron un concilio, presidido por los legados del papa Celestino, en la ciudad de Efeso. El concilio condenó como hereje a Nestorio y declaró dogma de fe que la Virgen María es Madre de Dios. Fue tanto el regocijo de los efesinos, que profesaban intensísima devoción a la Virgen, al enterarse de la decisión de los Padres del concilio, que, congregándose en inmensa muchedumbre, los saludaron con grandes aclamaciones de gozo y les acompañaron procesionalmente hasta sus casas con antorchas encendidas. Y el papa Pío Xl, queriendo conmemorar dignamente el XV centenario de este concilio e intensificar en los sacerdotes y en el corazón de todos los fieles la devoción hacia la Madre de Dios, instituyó una fiesta litúrgica, con oficio y misa propios, para el 12 de octubre.
Que en estos tiempos difíciles sea ella para nosotros faro de fe, columna de esperanza, recuerdo de que pertenecemos a lo alto y hemos nacido para mayores cosas, invitación a vivir como hijos de tal Madre y hermanos del Verbo que un día quiso hacerse carne en sus entrañas para morir por nuestro amor y abrirnos las puertas del cielo.
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