Era temeroso de Dios, religioso, lleno de piedad; en su andar, grave y modesto; paciente y amable en su conducta; insuperable en la sabiduría; agudo para razonar, y tan favorecido en las gracias de la elocuencia, que, cuando hablaba, dijérase que no era un hombre, sino que el mismo Dios hablaba por su boca.» Así dice de él uno de sus discípulos.
Sus maestros habían sido San Eladio, en Toledo, y San Isidoro, en Sevilla. Cautivado por la ciencia divina, despreció el palacio en que había nacido, y, huyendo de su padre, cuyo amor le perseguía con la espada desenvainada, encerróse en el monasterio de Agali, asilo de paz entre las alamedas del Tajo, templo de virtud y de saber, que había dado ya tres pastores a la capital del reino.
Ildefonso fue el cuarto. «Coronado leal», acertaba a llevar a su pueblo por las vías buenas. Enseñábale las muchas cosas santas que sabía; le ayudaba a rezar, escribiendo bellas oraciones para la liturgia mozárabe, y le animaba a cantar su fe en aquellas viejas melodías, misteriosas, perfumadas, que él mismo enriqueció.
Y como era tan bueno y tan generoso, quiso que toda España gozase de aquella gracia de hablar que Dios le había dado, y escribió cosas bellas, que todavía leemos con gozo, porque guardan un soplo suave de amor y un férvido aliento de fe. Escribió, sobre todo, su libro De la Virginidad de María, himno triunfal a la Virgen, en que, indignado en la vehemencia de su lealtad amorosa, clama así contra el calumniador de su Dama y su Reina: «¿Qué osas decir, caos de locura, de aquella morada de Dios, de aquella corte del Rey de las victorias, clarísima con el brillo del pudor, de aquel palacio del Emperador de las cosas celestiales y asiento gloriosísimo de Aquel a quien no pueden comprender la plenitud y diversidad de los lugares? ¿El tronco de la vida daría ramas de muerte? ¿El huerto cerrado en que brotó la flor de la peregrina virginidad había de producir abrojos y serpientes? ¿La fuente de la vida, sellada con el parto virginal, manaría el cieno de la impureza? Pido a Dios que el sepulcro de tu boca sea atormentado por el dolor, que en esa caverna quede tu lengua inmóvil, y que tus labios se cierren para que no salga el hedor insoportable de tus palabras.»
Así blandía su pluma el impetuoso paladín, porque había unos hombres perversos que osaban poner mengua en su Señora la Virgen María, negando su perpetua virginidad. El amor no mide las palabras; por eso el libro de Ildefonso está lleno de fuego, de ira, de indignación, de golpes furiosos y relumbrar de espadas. Tal era su amor a la Madre de Dios, que muchas veces permanecía postrado delante de Ella, con los ojos implorantes y las mejillas humedecidas en llanto, rezando una y otra vez, hasta perder la cuenta, las palabras de la salutación angélica: Dios te salve, María… Es el primer anillo de una gran tradición mariana que muchos siglos más tarde otro español se encargará de recoger; con tanta justicia como a Santo Domingo de Guzmán, se le puede llamar precursor de la devoción del Rosario.
Y como la Gloriosa, estrella de la mar, sabe a sus amigos galardón bueno dar, aparecióle un día con muy grand majestat, con un libro en la mano de muy grand claridat, el que él auíe fecho de la virginidat; plogolo a Ildefonso de toda voluntat.
Fízoli otra gracia, cual nunca fue oída, dioli una casulla sin aguia cosida, obra era angélica, non de ome texida, fablioli pocos vierbos, razón buna complida.
El cielo aprobaba sus libros, la tierra le miraba como un vaso de divino saber, y un obispo le escribía: «Doy gracias a Dios porque ha puesto en tu alma el aura vivificante de su santa inspiración, y te ha fortalecido con la unción de su gracia para desplegar con tanta sabiduría el lienzo sagrado de las Escrituras, y ha tocado con su fuego la entrada de tu boca, y ha iluminado con su luz tu corazón, y te ha enviado su espíritu, y ha hecho en ti su morada, a fin de saciar nuestra hambre por la fertilidad de tu palabra, y confirmarnos con su gracia purificadora y enriquecernos con el tesoro de su verdad.»
Otras veces le animaban a que siguiese repartiendo al pueblo el pan de la doctrina, y él contestaba: «Me mandáis que os manifieste las cosas ocultas u olvidadas de la vestidura del Señor, donde no hay mancha ni arruga ninguna. Yo nada puedo hacer por mis fuerzas; pero os obedeceré con la ayuda del que levanta a los malheridos, el que liberta a los encarcelados, el que ilumina a los ciegos. Él me levante a mí en los brazos de su Cruz piadosa, ya que caí de los brazos de su divinidad; Él desate con su palabra de amor las ataduras de mis pecados; Él me ilumine con su misericordia preveniente, ahuyentando la noche de mi iniquidad, y entonces, prisionero de Jesús, pueda oír de sus labios: «Ya estás libre de tu enfermedad.» Y yo me levantaré y le daré gloria. Él me dejará andar en la libertad y dilatación del corazón, y correré tras el olor de sus ungüentos, y lo que de ellos aspirare, lo respiraré luego con el aliento de la palabra. ¡Ah! Que ilumine al ciego, que yo conozca su luz, y le alabaré en asamblea de su pueblo.
Mas ¿por qué me buscáis a mí y no la gloria de mi Cristo en mí? Yo no me recomiendo a mí mismo. En cuanto hablo, mi corazón anhela por mi Cristo. Escribiré, hablaré amorosamente de este amado mío, y, hablando, lo anunciaré; y, anunciándolo, haré que lo conozcan, y le daré gracias de que sea conocido, y después de esta alabanza mortal, me asociaré por siglos sempiternos a los coros de los ángeles.»
¡Página bellísima, digna de San Agustín, del Kempis o de San Juan de la Cruz! Es el lenguaje del místico, fuerte e impetuoso como un torrente desatado, torrente de llamas de amor. Es el lenguaje del místico, cuyos ojos extáticos se fijan apasionadamente en la lejanía, donde alborea la gloria del Amado. Así pintara Murillo al «Coronado leal», al gran arzobispo de Toledo...
Et cuando plogo a Cristo, al celestial Señor, finó Sant Ildefonso, precioso confesor; onrróle la Gloriosa, Madre del Criador, dióle grand onrra al cuerpo, al alma muy mayor.
Sus maestros habían sido San Eladio, en Toledo, y San Isidoro, en Sevilla. Cautivado por la ciencia divina, despreció el palacio en que había nacido, y, huyendo de su padre, cuyo amor le perseguía con la espada desenvainada, encerróse en el monasterio de Agali, asilo de paz entre las alamedas del Tajo, templo de virtud y de saber, que había dado ya tres pastores a la capital del reino.
Ildefonso fue el cuarto. «Coronado leal», acertaba a llevar a su pueblo por las vías buenas. Enseñábale las muchas cosas santas que sabía; le ayudaba a rezar, escribiendo bellas oraciones para la liturgia mozárabe, y le animaba a cantar su fe en aquellas viejas melodías, misteriosas, perfumadas, que él mismo enriqueció.
Y como era tan bueno y tan generoso, quiso que toda España gozase de aquella gracia de hablar que Dios le había dado, y escribió cosas bellas, que todavía leemos con gozo, porque guardan un soplo suave de amor y un férvido aliento de fe. Escribió, sobre todo, su libro De la Virginidad de María, himno triunfal a la Virgen, en que, indignado en la vehemencia de su lealtad amorosa, clama así contra el calumniador de su Dama y su Reina: «¿Qué osas decir, caos de locura, de aquella morada de Dios, de aquella corte del Rey de las victorias, clarísima con el brillo del pudor, de aquel palacio del Emperador de las cosas celestiales y asiento gloriosísimo de Aquel a quien no pueden comprender la plenitud y diversidad de los lugares? ¿El tronco de la vida daría ramas de muerte? ¿El huerto cerrado en que brotó la flor de la peregrina virginidad había de producir abrojos y serpientes? ¿La fuente de la vida, sellada con el parto virginal, manaría el cieno de la impureza? Pido a Dios que el sepulcro de tu boca sea atormentado por el dolor, que en esa caverna quede tu lengua inmóvil, y que tus labios se cierren para que no salga el hedor insoportable de tus palabras.»
Así blandía su pluma el impetuoso paladín, porque había unos hombres perversos que osaban poner mengua en su Señora la Virgen María, negando su perpetua virginidad. El amor no mide las palabras; por eso el libro de Ildefonso está lleno de fuego, de ira, de indignación, de golpes furiosos y relumbrar de espadas. Tal era su amor a la Madre de Dios, que muchas veces permanecía postrado delante de Ella, con los ojos implorantes y las mejillas humedecidas en llanto, rezando una y otra vez, hasta perder la cuenta, las palabras de la salutación angélica: Dios te salve, María… Es el primer anillo de una gran tradición mariana que muchos siglos más tarde otro español se encargará de recoger; con tanta justicia como a Santo Domingo de Guzmán, se le puede llamar precursor de la devoción del Rosario.
Y como la Gloriosa, estrella de la mar, sabe a sus amigos galardón bueno dar, aparecióle un día con muy grand majestat, con un libro en la mano de muy grand claridat, el que él auíe fecho de la virginidat; plogolo a Ildefonso de toda voluntat.
Fízoli otra gracia, cual nunca fue oída, dioli una casulla sin aguia cosida, obra era angélica, non de ome texida, fablioli pocos vierbos, razón buna complida.
El cielo aprobaba sus libros, la tierra le miraba como un vaso de divino saber, y un obispo le escribía: «Doy gracias a Dios porque ha puesto en tu alma el aura vivificante de su santa inspiración, y te ha fortalecido con la unción de su gracia para desplegar con tanta sabiduría el lienzo sagrado de las Escrituras, y ha tocado con su fuego la entrada de tu boca, y ha iluminado con su luz tu corazón, y te ha enviado su espíritu, y ha hecho en ti su morada, a fin de saciar nuestra hambre por la fertilidad de tu palabra, y confirmarnos con su gracia purificadora y enriquecernos con el tesoro de su verdad.»
Otras veces le animaban a que siguiese repartiendo al pueblo el pan de la doctrina, y él contestaba: «Me mandáis que os manifieste las cosas ocultas u olvidadas de la vestidura del Señor, donde no hay mancha ni arruga ninguna. Yo nada puedo hacer por mis fuerzas; pero os obedeceré con la ayuda del que levanta a los malheridos, el que liberta a los encarcelados, el que ilumina a los ciegos. Él me levante a mí en los brazos de su Cruz piadosa, ya que caí de los brazos de su divinidad; Él desate con su palabra de amor las ataduras de mis pecados; Él me ilumine con su misericordia preveniente, ahuyentando la noche de mi iniquidad, y entonces, prisionero de Jesús, pueda oír de sus labios: «Ya estás libre de tu enfermedad.» Y yo me levantaré y le daré gloria. Él me dejará andar en la libertad y dilatación del corazón, y correré tras el olor de sus ungüentos, y lo que de ellos aspirare, lo respiraré luego con el aliento de la palabra. ¡Ah! Que ilumine al ciego, que yo conozca su luz, y le alabaré en asamblea de su pueblo.
Mas ¿por qué me buscáis a mí y no la gloria de mi Cristo en mí? Yo no me recomiendo a mí mismo. En cuanto hablo, mi corazón anhela por mi Cristo. Escribiré, hablaré amorosamente de este amado mío, y, hablando, lo anunciaré; y, anunciándolo, haré que lo conozcan, y le daré gracias de que sea conocido, y después de esta alabanza mortal, me asociaré por siglos sempiternos a los coros de los ángeles.»
¡Página bellísima, digna de San Agustín, del Kempis o de San Juan de la Cruz! Es el lenguaje del místico, fuerte e impetuoso como un torrente desatado, torrente de llamas de amor. Es el lenguaje del místico, cuyos ojos extáticos se fijan apasionadamente en la lejanía, donde alborea la gloria del Amado. Así pintara Murillo al «Coronado leal», al gran arzobispo de Toledo...
Et cuando plogo a Cristo, al celestial Señor, finó Sant Ildefonso, precioso confesor; onrróle la Gloriosa, Madre del Criador, dióle grand onrra al cuerpo, al alma muy mayor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario