Oyese un golpe en la puerta. El portero aparece, y una voz gangosa le dice en el egipcio paralizado de los fellah:
—¿El santo abad Pacomio?
—No se le puede ver ahora—responde el monje—; pero voy a decir que os reciban con toda caridad y que os den un habitación en la hospedería.
—No vengo como huésped—replica el desconocido—; vengo a pedir al abad Pacomio que me admita en su congregación.
Cerróse la puerta, desapareció el portero, y el postulante pasó la noche a la intemperie. El diálogo se repitió los días siguientes, con el mismo fracaso. Al quinto día, se dijo al extranjero que con sus años no podría llevar la austera disciplina de la casa; no obstante, insistió y persevero. Sólo después de una semana pudo ver a Pacomio, el fundador ilustre de aquel monasterio de Tabenna, el más famoso de cuantos se levantaban en las soledades de la Tebaida superior. Ningún postulante podía entrar en aquella casa sin haberse sometido a esta prueba rigurosa. Así lo exigía la Regla. Hallóse el abad frente a un hombrecillo de pequeña estatura, feo, raquítico y contrahecho. Vestía la indumentaria propia de los campesinos del Nilo: una blusa, un gorro y un calzón; en la parte más alta de la cabeza tenía unos cuantos cabellos blancos y largos; sobre el labio, un bigote ralo, macilento y desordenado; en el mentón nunca le había crecido la barba. Era una figura extraña, dice el historiador de los antiguos solitarios. Mal impresionado con aquella presencia, el abad renovó su negativa.
—Eres ya viejo—dijo al tenaz solicitante—y de una complexión tan frágil, que no podrás soportar los trabajos que yo impongo a mis monjes.
A lo cual contestó el hombrecillo:
—Padre, siete días he estado a esta puerta sin comer ni beber, expuesto al frío y al calor; esto ya es una prueba de resistencia. Yo te conjuro que me recibas, y si no ayuno, si no hago cuanto hacen los demás, échame como a un perro.
Conmovido por aquella perseverancia, Pacomio habló a su comunidad, y los mil cuatrocientos monjes de Tabenna admitieron al desconocido.
—Entra, hermano—le dijo el portero.
—Que Dios te bendiga—contestó él, agradecido.
—¿Cómo te llamas?
—Déjame callar y hacer penitencia. El nombre no tiene importancia.
El buen viejo recibió una túnica de lino, una escudilla de barro para comer y unas tablas para dormir. Generoso y entusiasta, no había penitencia que no imitase y practicase con ardor. Era en los primeros días de la cuaresma. Observaba que los religiosos no comían hasta ponerse el sol, que algunos sólo se desayunaban cada dos días, y que no faltaba quienes hacían sólo una o dos comidas en toda la semana. Enfervorizado por estos ejemplos, él se colocó un día en un rincón de la casa, después de haber reunido una gran cantidad de hojas de palmera, y allí permaneció en pie, hora tras hora, inmóvil, silencioso, patético. Trabajaba sin cesar haciendo cestas y cordeles. Tocaban a comer o a dormir y él continuaba en pie, sin sentarse, sin apoyarse contra el muro, sin comer más que unas hojas de berza cruda los domingos.
Y pasaban los días y ya se acercaba el fin de la cuaresma, cuando los monjes de Tabenna se llegaron a su abad medio amotinados, y le dijeron:
—¿De dónde nos has traído este hombre extraño, cuya conducta es nuestra condenación? ¿Es un espíritu o una sombra? Le estás echando del monasterio, o nos marchamos todos.
Desconcertado por estas palabras, el gran Pacomio empezó a fijar su atención en aquel nuevo súbdito, cuya presencia había pasado casi inadvertida para él, agobiado como estaba por el gobierno de muchos monasterios y muchos miles de monjes. Acercóse al desconocido y le preguntó:
—¿No quieres venir a descansar con nosotros? ¿No quieres compartir nuestros alimentos?
El hombre pequeño seguía silencioso, tejiendo ramos de palmera. Intentó el abad sondear el misterio de su vida, mas nada en concreto pudo descubrir. Vio de un modo impreciso que se trataba de un religioso envejecido en las prácticas del ascetismo. Vio que aquella alma era clara como un cristal de roca. Vio que en el fondo de ella brillaba una luz de celestial sabiduría. Pero ¿quién podría ser? El respeto por aquella virtud extraordinaria y la libertad con que recibía a sus novicios le impedían entrar en minuciosas averiguaciones. Pensó en Juan, aquel anacoreta que llenaba el desierto con sus extravagancias, llamado «el loco» por cuantos le conocían, aunque tal vez era un vaso de sabiduría. El recuerdo de Juan iba clavado en la mente de Pacomio como un aguijón que le desazonaba en todo momento. Un día Juan había llegado a la puerta del monasterio y, encarándose con el abad, le había dicho, levantando su túnica para dejar descubierto su cuerpo velludo y flaco:
—Yo veo en ti el demonio del orgullo.
Después, dando un empellón al portero, quiso entrar violentamente en el claustro.
—Si es para visitarnos—murmuró Pacomio—, entra; ésta es la casa de todos los hijos del Señor.
—No; es para formar parte de tu rebano de esclavos.
El portero cerró la puerta, y el abad le rechazó impaciente; pero aún no había amanecido el nuevo día, cuando corrió a arrodillarse delante de él, y le dijo:
—Perdóname, hermano, por el amor de Dios.
—Estoy borracho—murmuró el loco, entreabriendo los ojos—; estoy borracho, porque me he bebido el rocío de la noche en una copa de oro.
—Perdóname—repitió Pacomio.
Pero Juan, echado en la arena, y fingiendo dormir, le decía:
—Déjame en paz.
Y continuó roncando más recio que antes. Al cabo de dos horas largas, púsose en pie, como movido por un resorte, y entre risas sarcásticas, dijo al santo, que seguía arrodillado junio a él:
—Yo te bendigo; te bendigo en nombre de Dios y te nombro obispo... ¡No!... Eso no es bastante para tu soberbia... Te nombro papa.
Este excéntrico cultivador de falsos desvaríos se había convertido en una especie de conciencia viva del abad de Tabenna. Cada vez que tenía algo de que arrepentirse; la figura hirsuta del loco aparecía ante su vista, y la terrible carcajada sonaba en sus oídos. La idea de que el desconocido podía ser Juan le llenaba de zozobra. Además, era preciso descifrar el enigma de aquel hombre misterioso y silencioso que creaba en la comunidad una atmósfera de desasosiego. El abad empezó a rezar para que Dios le revelase el misterio, y después de varias horas de oración, oyó una voz que le llenó de espanto y al mismo tiempo de alegría. Inmediatamente se dirigió al extranjero, le tomó de la mano, le llevó a la capilla, y después de abrazarle delante del aliar, le dijo:
—Pero ¿eres tú, anciano venerable? ¿Eres tú Macario, el hombre de cuya fama están llenos los poblados y los desiertos? Muchos años hace que deseaba verte, y ahora te doy gracias, porque has enseñado a mis hijos a no ensoberbecerse de sus ejercicios de penitencia. Pero tu virtud nos avergüenza, y así, te ruego que vuelvas a tu desierto y reces allí por nosotros.
Aquel mismo día, a la hora de la conferencia vespertina, mientras el viejo anacoreta desparecía entre las sabanas de arena dorada, cuando las palomas llenaban de vuelos blancos el vasto espacio claustral, los más ancianos referían a los jóvenes la vida admirable del gran atleta del yermo.
Uno decía:
—Yo le conocí de joven, cuando, recorriendo las calles de Alejandría, su patria, pregonaba su mercancía de dátiles, manzanas y grageas. Un día desapareció, y luego se supo que se había ocultado en el desierto, donde el grande Antonio, adivinando en él algo extraordinario, le dijo: «Comprendo que el Espíritu reposa sobre ti. Tú serás el heredero de las gracias con que Dios se ha dignado favorecerme.»
—Tal es su virtud—añadía otro—, que no ha querido nunca tener una celda fija, para librarse de la admiración de las gentes. Va de Libia a Scete, y de aquí al desierto de las Celdas. Cuando todos le creen en una gruía de las montañas de Lips, se esconde en las montañas de Nitria, y cuando empiezan a reconocerle, desaparece inopinadamente y se refugia en el fondo de algún sepulcro antiguo. Atraviesa de un extremo a otro las soledades egipcias, sin preocuparse de guías ni de alimentos. En cierta ocasión quiso ver el monumento fúnebre de Jannes y Mambre, los famosos magos de Faraón, donde, según cuentan, habitan legiones de demonios. Guiado por el curso de los astros, caminó diez noches consecutivas, sembrando gran cantidad de hojas de palmera para marcar la ruta. En el monumento le sucedieron las más extrañas aventuras; y cuando se dispuso a regresar, vio que todos los ramos de palma habían sido arrancados por el espíritu malo. Lejos de enfadarse, le habló en alta voz, agradeciéndole aquella ocasión que le proporcionaba de ejercitar la paciencia. Y apoyado en su báculo, caminaba animosamente. El diablo, que iba delante, ocultábale los pozos y los manantiales, de suerte que durante muchos días ni una gota de agua pudo beber. Parecióle, de súbito, que cerca de él iba una joven que llevaba un cántaro de agua y le invitaba a tomar un vaso. Echó a correr tras ella; pero siempre la veía a la misma distancia. Así durante tres días; hasta que al fin se le presentó un rebaño de vacas salvajes. Pensó que se trataba de un nuevo espejismo, cuando una de las vacas se detuvo junto a él y pudo saciarse con leche, no sólo aquel día, sino también los días sucesivos.
—¡Hombre admirable!—exclamó Pacomio—. ¡Razón tuvo el grande Antonio de amarlo como un hijo!
Otro contaba sus milagros. Infinitamente clemente, jamás negaba a nadie el socorro de los dones celestiales. Hasta hubo una hiena, vecina suya, que, teniendo un cachorrillo ciego, le dejó a la entrada de su cueva para que le sanase. Él, compadecido del animal, humedeció sus ojos con saliva, y así los abrió a la luz. Desde entonces ya no volvió a escupir. Yo he visto—añadía—a los monjes que en Nitria y en Scete viven alrededor de Macario y se llaman sus discípulos. ¡Oh espectáculo celestial! Entre ellos no hay nunca una disputa ni una envidia. Lo único que parece interesarles son las verdades eternas y las alegrías de la contemplación. Más que hombres, diríanse ángeles bajados de los cielos para rodear al dulce solitario, que los guía por el camino de esta vida. Cuando alguno de ellos es llamado a compartir con los bienaventurados las delicias del paraíso, todos los demás le besan la frente y se despiden de él llorando. A veces, al entonar en el coro los cánticos sagrados, entre sus voces suenan las de los serafines de Dios. Yo las he oído, hermanos, y he oído también la voz del gran Antonio, que nunca abandona a su hijo predilecto, y baja todas las tardes del paraíso para visitarle...
Entre tanto, el ilustre anacoreta se acercaba a su soledad, envuelto entre nubes de arena y ardores tropicales: iba a continuar su vida de penitencia y sus luchas con el demonio. Satanás le combatía con la sutil estrategia, a la cual el diminuto asceta respondía con un ánimo indomable. Un día, para vencer al espíritu de la lujuria, se metió desnudo en un estanque de aguas cenagosas, cubierto de avispas, y allí permaneció siete meses. Al salir parecía un leproso, y sus mismos discípulos sólo le conocían por la voz. En otra ocasión oyó una voz que le decía: .«Toma tu cesto y ve a la ciudad para curar a los enfermos.» El consejo parecía digno del cielo; sólo que Macario, acostumbrado a las astucias de Satanás, decidió no obedecer el mandato hasta no estar cierto de su origen divino. Acostóse, pues, con los pies fuera de la celda, y dijo a los demonios: «Si sois vosotros los que me mandáis que me vaya de este sitio, tiradme de las piernas para obligarme a andar.» Así permaneció largo rato, hasta que, al llegar la noche, arreció la tentación. Entonces, tomando un cesto lleno de arena, se lo cargó a la espalda y echó a correr. Así anduvo durante algunas horas a través del desierto, hasta que a la mañana siguiente un monje de Antioquía, amigo suyo, Teosebio Comestor, le encontró dando traspiés como ebrio, y le condujo a su celda.
De las derrotas que le infligía el maestro, el enemigo trataba de vengarse en los discípulos. Un día Macario se le encontró cerca de un convento vestido de médico y llevando una gran cantidad de frascos.
—¿Para qué es todo esto?—preguntó el santo.
—Para los frailes—contestó el espíritu malo.
—¿Cómo para los frailes?
—Sí... Para hacerles beber mis elixires. Ya ves que estoy bien provisto. Si a uno le disgusta una bebida, le ofrezco otra, y otra, y otra, hasta que encuentra una a su gusto.
En otra ocasión, un poco antes de los rezos de la noche, oyó que llamaban a su puerta.
—¿Quién es?—pregunta.
—Nada grave—contestóle una voz burlona.
—¿Qué quieres, pues?
—Invitarte a un espectáculo que te hará reír... En seguida lo verás.
La risa no es un pecado, ni mucho menos; pero los solitarios tenían en gran aprecio la gravedad. El abad Pombo, amigo de San Macario, jactábase de no haberse reído en toda la vida. Macario fue a la iglesia, armándose interiormente de toda su seriedad. Apenas había atravesado el umbral, cuando se ofreció a su vista una multitud de enanos negros que se acercaban a los religiosos y con sus dedos les cerraban suavemente los párpados. Los pobres frailes caían uno tras otro víctimas del sueño. Tras esto, los diablillos les metían las manos en las narices para hacerles estornudar o bostezar. Lejos de deleitarse con aquellos juegos malabares, Macario se puso triste al ver el poder que el demonio tiene sobre los hombres. En cuanto a él, estaba resuelto a desbaratar todas aquellas astucias, y su voluntad era tan firme, que podía estar días enteros en contemplación sin que ninguna cosa pudiese distraer su espíritu.
—Fui a hacerle una visita—dice Paladio, el historiador de los antiguos anacoretas—, y lo encontré en una celda tan estrecha que apenas podía permanecer en ella sentado, y como le preguntara de qué manera dormía, me contestó que arrodillado. Luego, llevándome a un lugar cercano, en el cual había una roca, invitóme a sentarme junto a él, y me dijo: «Después de haber practicado todas las penitencias, sentí necesidad de elevar de tal modo mi espíritu durante cinco días, que nada lo separase de Dios. Tapié, pues, la puerta de un sepulcro en el cual moraba, para que nadie pudiese advertir allí la presencia de un ser humano, y a las ocho de la mañana, después de orar, empecé a decir a mi alma: Pon cuidado en no bajar del cielo. Ahí tienes a los ángeles, a los arcángeles y a los querubines; ahí tienes a los profetas, a los santos y a los bienaventurados; ahí estás cerca de nuestro Señor Jesús, autor de todas las cosas, padre de todas las maravillas, dispensador de todas las mercedes, perdonador de todas las culpas. No te alejes de ahí; no desciendas; no te dejes atraer por las ideas viles que llenan este valle de amarguras.
Después de pasar así tres días y tres noches, sin dejar un solo instante de exhortar a mi espíritu para que gozara de las delicias celestiales, noté que el espíritu del mal había concebido tal enojo contra mi determinación, que, penetrando por entre las piedras, trataba de incendiar mi cobijo. Como nada había allí, a no ser la estera, que pudiese incendiarse, comencé por no hacerle caso. Más de pronto sentíme rodeado de llamas, que abrasaban mi túnica y se retorcían lamiendo mi cuerpo. Sin moverme, continué tranquilo mis exhortaciones. Pero al notar, el cuarto día, por el hecho de haber sentido el dolor de las quemaduras, que no estaba en el Cielo, sino en la tierra, decidí abrir de nuevo la celda y contemplar las cosas del mundo, pareciéndome que era ésta la voluntad de Dios.»
Cuando Macario terminó de referir este hecho de su vida, un águila vino a posarse en la roca sobre la cual estaba con su interlocutor, y depositó a sus pies un pan de centeno. Partiólo el santo solitario en dos pedazos, dando la mitad a su acompañante, y, después de haber comido y orado, le abrazó tiernamente, y se despidió de él, excusándose de no ofrecerle hospitalidad durante la noche a causa de la estrechez de su celda.
Otro día fue a verle un ilustre escritor de aquel tiempo, llamado Rufino, que nos dejó el relato de amplios sucesos de aquella vida admirable. Cuando Rufino pasó por el desierto de Nitria, cinco mil monjes vivían bajo la dirección del santo anciano, observando una Regla en que él había condensado la esencia de la perfección religiosa. De ella son estos consejos: Hay que amar al abad como a un padre, y temerle como a un maestro. Hay que amar a los hermanos como a compañeros en la gloria de Jesucristo. Hay que temer más el ocio que el trabajo.
Después de haber sido la admiración de sus contemporáneos, murió este anacoreta famoso el 2 de enero del año 395.
—¿El santo abad Pacomio?
—No se le puede ver ahora—responde el monje—; pero voy a decir que os reciban con toda caridad y que os den un habitación en la hospedería.
—No vengo como huésped—replica el desconocido—; vengo a pedir al abad Pacomio que me admita en su congregación.
Cerróse la puerta, desapareció el portero, y el postulante pasó la noche a la intemperie. El diálogo se repitió los días siguientes, con el mismo fracaso. Al quinto día, se dijo al extranjero que con sus años no podría llevar la austera disciplina de la casa; no obstante, insistió y persevero. Sólo después de una semana pudo ver a Pacomio, el fundador ilustre de aquel monasterio de Tabenna, el más famoso de cuantos se levantaban en las soledades de la Tebaida superior. Ningún postulante podía entrar en aquella casa sin haberse sometido a esta prueba rigurosa. Así lo exigía la Regla. Hallóse el abad frente a un hombrecillo de pequeña estatura, feo, raquítico y contrahecho. Vestía la indumentaria propia de los campesinos del Nilo: una blusa, un gorro y un calzón; en la parte más alta de la cabeza tenía unos cuantos cabellos blancos y largos; sobre el labio, un bigote ralo, macilento y desordenado; en el mentón nunca le había crecido la barba. Era una figura extraña, dice el historiador de los antiguos solitarios. Mal impresionado con aquella presencia, el abad renovó su negativa.
—Eres ya viejo—dijo al tenaz solicitante—y de una complexión tan frágil, que no podrás soportar los trabajos que yo impongo a mis monjes.
A lo cual contestó el hombrecillo:
—Padre, siete días he estado a esta puerta sin comer ni beber, expuesto al frío y al calor; esto ya es una prueba de resistencia. Yo te conjuro que me recibas, y si no ayuno, si no hago cuanto hacen los demás, échame como a un perro.
Conmovido por aquella perseverancia, Pacomio habló a su comunidad, y los mil cuatrocientos monjes de Tabenna admitieron al desconocido.
—Entra, hermano—le dijo el portero.
—Que Dios te bendiga—contestó él, agradecido.
—¿Cómo te llamas?
—Déjame callar y hacer penitencia. El nombre no tiene importancia.
El buen viejo recibió una túnica de lino, una escudilla de barro para comer y unas tablas para dormir. Generoso y entusiasta, no había penitencia que no imitase y practicase con ardor. Era en los primeros días de la cuaresma. Observaba que los religiosos no comían hasta ponerse el sol, que algunos sólo se desayunaban cada dos días, y que no faltaba quienes hacían sólo una o dos comidas en toda la semana. Enfervorizado por estos ejemplos, él se colocó un día en un rincón de la casa, después de haber reunido una gran cantidad de hojas de palmera, y allí permaneció en pie, hora tras hora, inmóvil, silencioso, patético. Trabajaba sin cesar haciendo cestas y cordeles. Tocaban a comer o a dormir y él continuaba en pie, sin sentarse, sin apoyarse contra el muro, sin comer más que unas hojas de berza cruda los domingos.
Y pasaban los días y ya se acercaba el fin de la cuaresma, cuando los monjes de Tabenna se llegaron a su abad medio amotinados, y le dijeron:
—¿De dónde nos has traído este hombre extraño, cuya conducta es nuestra condenación? ¿Es un espíritu o una sombra? Le estás echando del monasterio, o nos marchamos todos.
Desconcertado por estas palabras, el gran Pacomio empezó a fijar su atención en aquel nuevo súbdito, cuya presencia había pasado casi inadvertida para él, agobiado como estaba por el gobierno de muchos monasterios y muchos miles de monjes. Acercóse al desconocido y le preguntó:
—¿No quieres venir a descansar con nosotros? ¿No quieres compartir nuestros alimentos?
El hombre pequeño seguía silencioso, tejiendo ramos de palmera. Intentó el abad sondear el misterio de su vida, mas nada en concreto pudo descubrir. Vio de un modo impreciso que se trataba de un religioso envejecido en las prácticas del ascetismo. Vio que aquella alma era clara como un cristal de roca. Vio que en el fondo de ella brillaba una luz de celestial sabiduría. Pero ¿quién podría ser? El respeto por aquella virtud extraordinaria y la libertad con que recibía a sus novicios le impedían entrar en minuciosas averiguaciones. Pensó en Juan, aquel anacoreta que llenaba el desierto con sus extravagancias, llamado «el loco» por cuantos le conocían, aunque tal vez era un vaso de sabiduría. El recuerdo de Juan iba clavado en la mente de Pacomio como un aguijón que le desazonaba en todo momento. Un día Juan había llegado a la puerta del monasterio y, encarándose con el abad, le había dicho, levantando su túnica para dejar descubierto su cuerpo velludo y flaco:
—Yo veo en ti el demonio del orgullo.
Después, dando un empellón al portero, quiso entrar violentamente en el claustro.
—Si es para visitarnos—murmuró Pacomio—, entra; ésta es la casa de todos los hijos del Señor.
—No; es para formar parte de tu rebano de esclavos.
El portero cerró la puerta, y el abad le rechazó impaciente; pero aún no había amanecido el nuevo día, cuando corrió a arrodillarse delante de él, y le dijo:
—Perdóname, hermano, por el amor de Dios.
—Estoy borracho—murmuró el loco, entreabriendo los ojos—; estoy borracho, porque me he bebido el rocío de la noche en una copa de oro.
—Perdóname—repitió Pacomio.
Pero Juan, echado en la arena, y fingiendo dormir, le decía:
—Déjame en paz.
Y continuó roncando más recio que antes. Al cabo de dos horas largas, púsose en pie, como movido por un resorte, y entre risas sarcásticas, dijo al santo, que seguía arrodillado junio a él:
—Yo te bendigo; te bendigo en nombre de Dios y te nombro obispo... ¡No!... Eso no es bastante para tu soberbia... Te nombro papa.
Este excéntrico cultivador de falsos desvaríos se había convertido en una especie de conciencia viva del abad de Tabenna. Cada vez que tenía algo de que arrepentirse; la figura hirsuta del loco aparecía ante su vista, y la terrible carcajada sonaba en sus oídos. La idea de que el desconocido podía ser Juan le llenaba de zozobra. Además, era preciso descifrar el enigma de aquel hombre misterioso y silencioso que creaba en la comunidad una atmósfera de desasosiego. El abad empezó a rezar para que Dios le revelase el misterio, y después de varias horas de oración, oyó una voz que le llenó de espanto y al mismo tiempo de alegría. Inmediatamente se dirigió al extranjero, le tomó de la mano, le llevó a la capilla, y después de abrazarle delante del aliar, le dijo:
—Pero ¿eres tú, anciano venerable? ¿Eres tú Macario, el hombre de cuya fama están llenos los poblados y los desiertos? Muchos años hace que deseaba verte, y ahora te doy gracias, porque has enseñado a mis hijos a no ensoberbecerse de sus ejercicios de penitencia. Pero tu virtud nos avergüenza, y así, te ruego que vuelvas a tu desierto y reces allí por nosotros.
Aquel mismo día, a la hora de la conferencia vespertina, mientras el viejo anacoreta desparecía entre las sabanas de arena dorada, cuando las palomas llenaban de vuelos blancos el vasto espacio claustral, los más ancianos referían a los jóvenes la vida admirable del gran atleta del yermo.
Uno decía:
—Yo le conocí de joven, cuando, recorriendo las calles de Alejandría, su patria, pregonaba su mercancía de dátiles, manzanas y grageas. Un día desapareció, y luego se supo que se había ocultado en el desierto, donde el grande Antonio, adivinando en él algo extraordinario, le dijo: «Comprendo que el Espíritu reposa sobre ti. Tú serás el heredero de las gracias con que Dios se ha dignado favorecerme.»
—Tal es su virtud—añadía otro—, que no ha querido nunca tener una celda fija, para librarse de la admiración de las gentes. Va de Libia a Scete, y de aquí al desierto de las Celdas. Cuando todos le creen en una gruía de las montañas de Lips, se esconde en las montañas de Nitria, y cuando empiezan a reconocerle, desaparece inopinadamente y se refugia en el fondo de algún sepulcro antiguo. Atraviesa de un extremo a otro las soledades egipcias, sin preocuparse de guías ni de alimentos. En cierta ocasión quiso ver el monumento fúnebre de Jannes y Mambre, los famosos magos de Faraón, donde, según cuentan, habitan legiones de demonios. Guiado por el curso de los astros, caminó diez noches consecutivas, sembrando gran cantidad de hojas de palmera para marcar la ruta. En el monumento le sucedieron las más extrañas aventuras; y cuando se dispuso a regresar, vio que todos los ramos de palma habían sido arrancados por el espíritu malo. Lejos de enfadarse, le habló en alta voz, agradeciéndole aquella ocasión que le proporcionaba de ejercitar la paciencia. Y apoyado en su báculo, caminaba animosamente. El diablo, que iba delante, ocultábale los pozos y los manantiales, de suerte que durante muchos días ni una gota de agua pudo beber. Parecióle, de súbito, que cerca de él iba una joven que llevaba un cántaro de agua y le invitaba a tomar un vaso. Echó a correr tras ella; pero siempre la veía a la misma distancia. Así durante tres días; hasta que al fin se le presentó un rebaño de vacas salvajes. Pensó que se trataba de un nuevo espejismo, cuando una de las vacas se detuvo junto a él y pudo saciarse con leche, no sólo aquel día, sino también los días sucesivos.
—¡Hombre admirable!—exclamó Pacomio—. ¡Razón tuvo el grande Antonio de amarlo como un hijo!
Otro contaba sus milagros. Infinitamente clemente, jamás negaba a nadie el socorro de los dones celestiales. Hasta hubo una hiena, vecina suya, que, teniendo un cachorrillo ciego, le dejó a la entrada de su cueva para que le sanase. Él, compadecido del animal, humedeció sus ojos con saliva, y así los abrió a la luz. Desde entonces ya no volvió a escupir. Yo he visto—añadía—a los monjes que en Nitria y en Scete viven alrededor de Macario y se llaman sus discípulos. ¡Oh espectáculo celestial! Entre ellos no hay nunca una disputa ni una envidia. Lo único que parece interesarles son las verdades eternas y las alegrías de la contemplación. Más que hombres, diríanse ángeles bajados de los cielos para rodear al dulce solitario, que los guía por el camino de esta vida. Cuando alguno de ellos es llamado a compartir con los bienaventurados las delicias del paraíso, todos los demás le besan la frente y se despiden de él llorando. A veces, al entonar en el coro los cánticos sagrados, entre sus voces suenan las de los serafines de Dios. Yo las he oído, hermanos, y he oído también la voz del gran Antonio, que nunca abandona a su hijo predilecto, y baja todas las tardes del paraíso para visitarle...
Entre tanto, el ilustre anacoreta se acercaba a su soledad, envuelto entre nubes de arena y ardores tropicales: iba a continuar su vida de penitencia y sus luchas con el demonio. Satanás le combatía con la sutil estrategia, a la cual el diminuto asceta respondía con un ánimo indomable. Un día, para vencer al espíritu de la lujuria, se metió desnudo en un estanque de aguas cenagosas, cubierto de avispas, y allí permaneció siete meses. Al salir parecía un leproso, y sus mismos discípulos sólo le conocían por la voz. En otra ocasión oyó una voz que le decía: .«Toma tu cesto y ve a la ciudad para curar a los enfermos.» El consejo parecía digno del cielo; sólo que Macario, acostumbrado a las astucias de Satanás, decidió no obedecer el mandato hasta no estar cierto de su origen divino. Acostóse, pues, con los pies fuera de la celda, y dijo a los demonios: «Si sois vosotros los que me mandáis que me vaya de este sitio, tiradme de las piernas para obligarme a andar.» Así permaneció largo rato, hasta que, al llegar la noche, arreció la tentación. Entonces, tomando un cesto lleno de arena, se lo cargó a la espalda y echó a correr. Así anduvo durante algunas horas a través del desierto, hasta que a la mañana siguiente un monje de Antioquía, amigo suyo, Teosebio Comestor, le encontró dando traspiés como ebrio, y le condujo a su celda.
De las derrotas que le infligía el maestro, el enemigo trataba de vengarse en los discípulos. Un día Macario se le encontró cerca de un convento vestido de médico y llevando una gran cantidad de frascos.
—¿Para qué es todo esto?—preguntó el santo.
—Para los frailes—contestó el espíritu malo.
—¿Cómo para los frailes?
—Sí... Para hacerles beber mis elixires. Ya ves que estoy bien provisto. Si a uno le disgusta una bebida, le ofrezco otra, y otra, y otra, hasta que encuentra una a su gusto.
En otra ocasión, un poco antes de los rezos de la noche, oyó que llamaban a su puerta.
—¿Quién es?—pregunta.
—Nada grave—contestóle una voz burlona.
—¿Qué quieres, pues?
—Invitarte a un espectáculo que te hará reír... En seguida lo verás.
La risa no es un pecado, ni mucho menos; pero los solitarios tenían en gran aprecio la gravedad. El abad Pombo, amigo de San Macario, jactábase de no haberse reído en toda la vida. Macario fue a la iglesia, armándose interiormente de toda su seriedad. Apenas había atravesado el umbral, cuando se ofreció a su vista una multitud de enanos negros que se acercaban a los religiosos y con sus dedos les cerraban suavemente los párpados. Los pobres frailes caían uno tras otro víctimas del sueño. Tras esto, los diablillos les metían las manos en las narices para hacerles estornudar o bostezar. Lejos de deleitarse con aquellos juegos malabares, Macario se puso triste al ver el poder que el demonio tiene sobre los hombres. En cuanto a él, estaba resuelto a desbaratar todas aquellas astucias, y su voluntad era tan firme, que podía estar días enteros en contemplación sin que ninguna cosa pudiese distraer su espíritu.
—Fui a hacerle una visita—dice Paladio, el historiador de los antiguos anacoretas—, y lo encontré en una celda tan estrecha que apenas podía permanecer en ella sentado, y como le preguntara de qué manera dormía, me contestó que arrodillado. Luego, llevándome a un lugar cercano, en el cual había una roca, invitóme a sentarme junto a él, y me dijo: «Después de haber practicado todas las penitencias, sentí necesidad de elevar de tal modo mi espíritu durante cinco días, que nada lo separase de Dios. Tapié, pues, la puerta de un sepulcro en el cual moraba, para que nadie pudiese advertir allí la presencia de un ser humano, y a las ocho de la mañana, después de orar, empecé a decir a mi alma: Pon cuidado en no bajar del cielo. Ahí tienes a los ángeles, a los arcángeles y a los querubines; ahí tienes a los profetas, a los santos y a los bienaventurados; ahí estás cerca de nuestro Señor Jesús, autor de todas las cosas, padre de todas las maravillas, dispensador de todas las mercedes, perdonador de todas las culpas. No te alejes de ahí; no desciendas; no te dejes atraer por las ideas viles que llenan este valle de amarguras.
Después de pasar así tres días y tres noches, sin dejar un solo instante de exhortar a mi espíritu para que gozara de las delicias celestiales, noté que el espíritu del mal había concebido tal enojo contra mi determinación, que, penetrando por entre las piedras, trataba de incendiar mi cobijo. Como nada había allí, a no ser la estera, que pudiese incendiarse, comencé por no hacerle caso. Más de pronto sentíme rodeado de llamas, que abrasaban mi túnica y se retorcían lamiendo mi cuerpo. Sin moverme, continué tranquilo mis exhortaciones. Pero al notar, el cuarto día, por el hecho de haber sentido el dolor de las quemaduras, que no estaba en el Cielo, sino en la tierra, decidí abrir de nuevo la celda y contemplar las cosas del mundo, pareciéndome que era ésta la voluntad de Dios.»
Cuando Macario terminó de referir este hecho de su vida, un águila vino a posarse en la roca sobre la cual estaba con su interlocutor, y depositó a sus pies un pan de centeno. Partiólo el santo solitario en dos pedazos, dando la mitad a su acompañante, y, después de haber comido y orado, le abrazó tiernamente, y se despidió de él, excusándose de no ofrecerle hospitalidad durante la noche a causa de la estrechez de su celda.
Otro día fue a verle un ilustre escritor de aquel tiempo, llamado Rufino, que nos dejó el relato de amplios sucesos de aquella vida admirable. Cuando Rufino pasó por el desierto de Nitria, cinco mil monjes vivían bajo la dirección del santo anciano, observando una Regla en que él había condensado la esencia de la perfección religiosa. De ella son estos consejos: Hay que amar al abad como a un padre, y temerle como a un maestro. Hay que amar a los hermanos como a compañeros en la gloria de Jesucristo. Hay que temer más el ocio que el trabajo.
Después de haber sido la admiración de sus contemporáneos, murió este anacoreta famoso el 2 de enero del año 395.
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