Una vez, al terminar de leer un capítulo de La ciudad de Dios, había dicho Carlomagno: «¡Ah, si tuviese en torno mío doce sabios como San Agustín!» Alcuino, que le oía, respondió: «El Creador del cielo y de la tierra no hizo otro hombre semejante a el! ¿Y tú quisieras tener una docena?»
Sin embargo, aquel bárbaro, que apenas había aprendido a escribir, tuvo la suerte de encontrar los hombres más sabios de su tiempo, y de crear con su ayuda un gran renacimiento de las letras. Su palacio aquisgranense era una universidad, donde aprendían las letras una muchedumbre de jóvenes y niños, venidos de todas las provincias del imperio. Los maestros formaban en torno del emperador un grupo escogido, que se llamaba la Academia palatina. Rara vez han sentido los hombres un ansia tan grande de saber como la que sentían aquellos extraños académicos del siglo VIII. Dios los había juntado de todas las partes del mundo. Estaban el inglés Alcuino, el lombardo Warnefrido, el español Teodulfo, el godo Benito de Aniano, el franco Eginardo... Como en la época del Renacimiento, todos tenían un nombre literario, famoso en la antigüedad. Uno se llamaba Homero, otro Píndaro, otros Flacco, Agustín, Beseleel o Menalcas.
El nombre de Pablo correspondía a un italiano de Friul, venerado de todos por su seriedad y amado por su dulzura. En la pila le habían llamado Paulino; pero con aquel apodo literario sus compañeros quisieron expresar la profundidad de sus conocimientos teológicos, y acaso también su escasa prestancia exterior. Ante la estatura procer del emperador, parecía un niño. Menudo de cuerpo, pero de espíritu fino y delicado. Alcuino lo comparaba al nardo, y decía: «Ya se ha abierto mi nardito y esparce su perfecto aroma.»
Era un nardo campesino. Hasta entrar en la adolescencia. su vida había sido ayudar a sus padres en el cultivo del pequeño campo familiar y apacentar el hato de ovejas en los verdes prados que se extienden al pie de los Alpes. Ahora bien: un buen día se cansa de la aguijada y del cayado, y se pone a estudiar, con tan buen provecho, que unos años más tarde es un gramático renombrado en todos los pueblos de las costas del Adriático, en Treviso y en Friul, en Triste y en Venecia. Cuando, en 776, el rey de los francos atraviesa aquella tierra apagando revueltas y colgando rebeldes, llega a sus oídos la fama del ilustre profesor, y en premio a su enseñanza le da una finca con su casa, sus siervos, sus viñas, sus bosques y sus prados. Un año más tarde, «el venerable maestro», como Carlomagno le llama, es sublimado a la silla patriarcal de Aquilea.
Patriarca de Aquilea, Paulino se presenta sólo de cuando en cuando a las reuniones literarias de la corte; lo cual, para Alcuino, significaba una gran contrariedad, pues una amistad profunda unía aquellos dos corazones. Tenían, sin embargo, el consuelo de las cartas. Aguardábalas Alcuino con impaciencia, y cuando al fin llegaba una, cogía el cálamo y empezaba a hacer versos cantando su felicidad: «¡Oh caridad!—exclama—, moja tu pluma en el corazón de Cristo, y llena mi pecho de celestes armonías, para que pueda dignamente agradecer a Paulino el favor de sus saludos. ¡Qué día más alegre ha sido para mí el que me ha traído el pergamino escrito por su mano! Cada palabra me parecía un chorro melifluo de amor; cada movimiento de mis ojos al recorrer aquellas líneas era un nuevo júbilo para mí. ¡Oh luz de la tierra itálica, honor de nuestra edad, escritor insigne, defensor de la justicia y amigo de la piedad sagrada!: por ti se abrasa mi alma, atada con santas cadenas; te ama, te busca, te desea, te abraza, te atrae, anhelando tenerte metido eternamente en el arca del corazón.» Pero Paulino tenía muchas cosas que hacer, y además las cartas Tardaban muchos días en pasar los Alpes, y por eso las tristezas eran más frecuentes que las alegrías. «¿Cuándo—preguntaba el sabio anglosajón—me hablará el correo de Italia de la felicidad del amigo deseado? Tengo ansias por saber si nuestra amistad, federada en Cristo, sigue grabada en la página de su corazón; si el nombre de su Alcuino permanece perpetuamente en su alma, como el de Paulino en la mía.»
También Paulino era poeta, y testigos de su inspiración son los himnos que canta la liturgia en las fiestas de San Pedro; pero es la suya una poesía solemne y austera. Su amigo se ocupa más de la forma; él prefiere fijar su atención en la idea. Es un espíritu desengañado de la vanidad de la vida; no tiene el ceno de un censor, pero sí la seriedad de un moralista. A un duque le decía: «Dime, hermano, ¿qué provecho se saca de la hermosura de la carne? ¿Acaso no se marchita y pierde su encanto, como el heno que abrasa el ardor del verano? Y cuando llega la muerte, ¿qué queda en el cuerpo de su antigua lozanía? Entonces, cuando veas hincharse los miembros y despedir un hedor insoportable, te taparás las narices y reconocerás cuan vano es todo lo que antes amabas.» Así hablaba Paulino en su amable Libro de la Exhortación a Enrique de Friul, que nos recuerda, por la suavidad y la naturalidad, algunos tratados de San Francisco de Sales. Y era, efectivamente, el manual del alma devota, el guía solícito de Filotea, lo que Paulino quería ofrecer con esta obra a sus contemporáneos. Aludiendo a ella, decía Alcuino en carta al duque de Friul: «No me permitiré deciros nada acerca de la perfección cristiana, teniendo a vuestro lado al ilustre doctor y habilísimo maestro de la espiritualidad. Paulino, cuyo corazón es como una fuente de aguas que saltan hasta la vida eterna.»
Aquí el estilo de Paulino es sencillo, claro, noble, muy distinto del de sus escritos polémicos, llenos de violencia, confusos y atormentados. Diríase que aquellos doctores de Carlomagno tenían, manejando la pluma; el mismo ímpetu que sus guerreros blandiendo la espada. Paulino combate contra Elipando y contra Félix de Urgel, los dos fautores del adopcionismo. Es el mismo Alcuino quien le pide su ayuda, diciéndole: «En las rocas, de España, en las cavernas donde por tanto tiempo se vio obligada a esconder su cabeza, aplastada, no por la maza de Hércules, sino por la predicación evangélica, la antigua serpiente vuelve de nuevo a aparecer, con una mezcla de venenos antiguos y nuevos para matar las almas. A ti te toca defender el rebaño de Cristo, a ti, pastor escogido, centinela de las puertas de la ciudad de Dios, cuya mano poderosa está armada con la llave de la ciencia. El Universo tiene fijos en ti los ojos, aguardando tu palabra elocuente y divinamente inspirada, pues tú eres la verdadera «antorcha que arde e ilumina», cuya claridad debe alumbrar nuestros pasos.»
Algún tiempo después Paulino colocaba su refutación del adopcionismo «a los pies del grande y católico rey, señor del mundo», sometiéndola al mismo tiempo a la aprobación de Alcuino, «el príncipe de los oradores y de los teólogos de nuestros días». «Todo en ella es admirable—decía éste—: la elocuencia, la elegancia, la solidez de los argumentos y la autoridad de los testimonios. ¡Dichosa la Iglesia, dichoso el pueblo que poseen a la vez un doctor como Paulino y un príncipe como Carlomagno.» Paulino terminó su obra en el concilio de Francfort, donde, a la cabeza de trescientos Padres, condenó la herejía y consiguió la retractación del obispo de Urgel (796).
No menos bella fue la victoria que alcanzó agregando al imperio de la fe y de la civilización las tribus de los avaros, descendientes de los hunos de Atila, que seguían acantonados entre los límites de Austria y Yugoeslavia. Los occidentales temblaban todavía a la vista de aquellos centauros disformes, de cráneo aplastado, de ojos hundidos, de figura espeluznante, como la de aquellos dioses groseros de madera que ellos colocaban a la entrada de los puentes. Paulino llegó hasta sus tiendas sucias, subió a sus carros, donde se amontonaban en una promiscuidad repugnante; comió sus alimentos de leche y carne cruda, les habló con dulzura y con bondad, y fue tal el fruto de su apostolado, que aquellos hombres feroces le pidieron el Bautismo en masa, y su jefe vino a ponerse bajo la obediencia del emperador de los francos. El celo del apostolado devoraba aquel corazón generoso e intrépido, que se lanzaba a extender las fronteras de la Iglesia y del imperio. En el capítulo cincuenta y cinco del Libro de la Exhortación leemos estas bellas frases, que nos reflejan la vehemencia de aquel ardor apostólico: «¡Oh hermano mío! ¿Acaso son de hierro nuestras carnes para no estremecerse, o nuestra sensibilidad de diamante para ver tranquilamente cómo mueren cada día tantas almas de cristianos? ¿Cómo no se hacen fuentes de lágrimas nuestros ojos? ¿Cómo no clamamos con el profeta: Quién dará agua a nuestra cabeza para llorar a los heridos de nuestro pueblo? ¿Puede haber llanto más puro? ¿Puede haber luto más noble? Aprendamos del Apóstol a compadecernos de nuestros hermanos; de aquel gran corazón, que se ofrecía a ser anatema porque se salvasen los demás; recordemos la inmensa caridad de Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros.»
Sin embargo, aquel bárbaro, que apenas había aprendido a escribir, tuvo la suerte de encontrar los hombres más sabios de su tiempo, y de crear con su ayuda un gran renacimiento de las letras. Su palacio aquisgranense era una universidad, donde aprendían las letras una muchedumbre de jóvenes y niños, venidos de todas las provincias del imperio. Los maestros formaban en torno del emperador un grupo escogido, que se llamaba la Academia palatina. Rara vez han sentido los hombres un ansia tan grande de saber como la que sentían aquellos extraños académicos del siglo VIII. Dios los había juntado de todas las partes del mundo. Estaban el inglés Alcuino, el lombardo Warnefrido, el español Teodulfo, el godo Benito de Aniano, el franco Eginardo... Como en la época del Renacimiento, todos tenían un nombre literario, famoso en la antigüedad. Uno se llamaba Homero, otro Píndaro, otros Flacco, Agustín, Beseleel o Menalcas.
El nombre de Pablo correspondía a un italiano de Friul, venerado de todos por su seriedad y amado por su dulzura. En la pila le habían llamado Paulino; pero con aquel apodo literario sus compañeros quisieron expresar la profundidad de sus conocimientos teológicos, y acaso también su escasa prestancia exterior. Ante la estatura procer del emperador, parecía un niño. Menudo de cuerpo, pero de espíritu fino y delicado. Alcuino lo comparaba al nardo, y decía: «Ya se ha abierto mi nardito y esparce su perfecto aroma.»
Era un nardo campesino. Hasta entrar en la adolescencia. su vida había sido ayudar a sus padres en el cultivo del pequeño campo familiar y apacentar el hato de ovejas en los verdes prados que se extienden al pie de los Alpes. Ahora bien: un buen día se cansa de la aguijada y del cayado, y se pone a estudiar, con tan buen provecho, que unos años más tarde es un gramático renombrado en todos los pueblos de las costas del Adriático, en Treviso y en Friul, en Triste y en Venecia. Cuando, en 776, el rey de los francos atraviesa aquella tierra apagando revueltas y colgando rebeldes, llega a sus oídos la fama del ilustre profesor, y en premio a su enseñanza le da una finca con su casa, sus siervos, sus viñas, sus bosques y sus prados. Un año más tarde, «el venerable maestro», como Carlomagno le llama, es sublimado a la silla patriarcal de Aquilea.
Patriarca de Aquilea, Paulino se presenta sólo de cuando en cuando a las reuniones literarias de la corte; lo cual, para Alcuino, significaba una gran contrariedad, pues una amistad profunda unía aquellos dos corazones. Tenían, sin embargo, el consuelo de las cartas. Aguardábalas Alcuino con impaciencia, y cuando al fin llegaba una, cogía el cálamo y empezaba a hacer versos cantando su felicidad: «¡Oh caridad!—exclama—, moja tu pluma en el corazón de Cristo, y llena mi pecho de celestes armonías, para que pueda dignamente agradecer a Paulino el favor de sus saludos. ¡Qué día más alegre ha sido para mí el que me ha traído el pergamino escrito por su mano! Cada palabra me parecía un chorro melifluo de amor; cada movimiento de mis ojos al recorrer aquellas líneas era un nuevo júbilo para mí. ¡Oh luz de la tierra itálica, honor de nuestra edad, escritor insigne, defensor de la justicia y amigo de la piedad sagrada!: por ti se abrasa mi alma, atada con santas cadenas; te ama, te busca, te desea, te abraza, te atrae, anhelando tenerte metido eternamente en el arca del corazón.» Pero Paulino tenía muchas cosas que hacer, y además las cartas Tardaban muchos días en pasar los Alpes, y por eso las tristezas eran más frecuentes que las alegrías. «¿Cuándo—preguntaba el sabio anglosajón—me hablará el correo de Italia de la felicidad del amigo deseado? Tengo ansias por saber si nuestra amistad, federada en Cristo, sigue grabada en la página de su corazón; si el nombre de su Alcuino permanece perpetuamente en su alma, como el de Paulino en la mía.»
También Paulino era poeta, y testigos de su inspiración son los himnos que canta la liturgia en las fiestas de San Pedro; pero es la suya una poesía solemne y austera. Su amigo se ocupa más de la forma; él prefiere fijar su atención en la idea. Es un espíritu desengañado de la vanidad de la vida; no tiene el ceno de un censor, pero sí la seriedad de un moralista. A un duque le decía: «Dime, hermano, ¿qué provecho se saca de la hermosura de la carne? ¿Acaso no se marchita y pierde su encanto, como el heno que abrasa el ardor del verano? Y cuando llega la muerte, ¿qué queda en el cuerpo de su antigua lozanía? Entonces, cuando veas hincharse los miembros y despedir un hedor insoportable, te taparás las narices y reconocerás cuan vano es todo lo que antes amabas.» Así hablaba Paulino en su amable Libro de la Exhortación a Enrique de Friul, que nos recuerda, por la suavidad y la naturalidad, algunos tratados de San Francisco de Sales. Y era, efectivamente, el manual del alma devota, el guía solícito de Filotea, lo que Paulino quería ofrecer con esta obra a sus contemporáneos. Aludiendo a ella, decía Alcuino en carta al duque de Friul: «No me permitiré deciros nada acerca de la perfección cristiana, teniendo a vuestro lado al ilustre doctor y habilísimo maestro de la espiritualidad. Paulino, cuyo corazón es como una fuente de aguas que saltan hasta la vida eterna.»
Aquí el estilo de Paulino es sencillo, claro, noble, muy distinto del de sus escritos polémicos, llenos de violencia, confusos y atormentados. Diríase que aquellos doctores de Carlomagno tenían, manejando la pluma; el mismo ímpetu que sus guerreros blandiendo la espada. Paulino combate contra Elipando y contra Félix de Urgel, los dos fautores del adopcionismo. Es el mismo Alcuino quien le pide su ayuda, diciéndole: «En las rocas, de España, en las cavernas donde por tanto tiempo se vio obligada a esconder su cabeza, aplastada, no por la maza de Hércules, sino por la predicación evangélica, la antigua serpiente vuelve de nuevo a aparecer, con una mezcla de venenos antiguos y nuevos para matar las almas. A ti te toca defender el rebaño de Cristo, a ti, pastor escogido, centinela de las puertas de la ciudad de Dios, cuya mano poderosa está armada con la llave de la ciencia. El Universo tiene fijos en ti los ojos, aguardando tu palabra elocuente y divinamente inspirada, pues tú eres la verdadera «antorcha que arde e ilumina», cuya claridad debe alumbrar nuestros pasos.»
Algún tiempo después Paulino colocaba su refutación del adopcionismo «a los pies del grande y católico rey, señor del mundo», sometiéndola al mismo tiempo a la aprobación de Alcuino, «el príncipe de los oradores y de los teólogos de nuestros días». «Todo en ella es admirable—decía éste—: la elocuencia, la elegancia, la solidez de los argumentos y la autoridad de los testimonios. ¡Dichosa la Iglesia, dichoso el pueblo que poseen a la vez un doctor como Paulino y un príncipe como Carlomagno.» Paulino terminó su obra en el concilio de Francfort, donde, a la cabeza de trescientos Padres, condenó la herejía y consiguió la retractación del obispo de Urgel (796).
No menos bella fue la victoria que alcanzó agregando al imperio de la fe y de la civilización las tribus de los avaros, descendientes de los hunos de Atila, que seguían acantonados entre los límites de Austria y Yugoeslavia. Los occidentales temblaban todavía a la vista de aquellos centauros disformes, de cráneo aplastado, de ojos hundidos, de figura espeluznante, como la de aquellos dioses groseros de madera que ellos colocaban a la entrada de los puentes. Paulino llegó hasta sus tiendas sucias, subió a sus carros, donde se amontonaban en una promiscuidad repugnante; comió sus alimentos de leche y carne cruda, les habló con dulzura y con bondad, y fue tal el fruto de su apostolado, que aquellos hombres feroces le pidieron el Bautismo en masa, y su jefe vino a ponerse bajo la obediencia del emperador de los francos. El celo del apostolado devoraba aquel corazón generoso e intrépido, que se lanzaba a extender las fronteras de la Iglesia y del imperio. En el capítulo cincuenta y cinco del Libro de la Exhortación leemos estas bellas frases, que nos reflejan la vehemencia de aquel ardor apostólico: «¡Oh hermano mío! ¿Acaso son de hierro nuestras carnes para no estremecerse, o nuestra sensibilidad de diamante para ver tranquilamente cómo mueren cada día tantas almas de cristianos? ¿Cómo no se hacen fuentes de lágrimas nuestros ojos? ¿Cómo no clamamos con el profeta: Quién dará agua a nuestra cabeza para llorar a los heridos de nuestro pueblo? ¿Puede haber llanto más puro? ¿Puede haber luto más noble? Aprendamos del Apóstol a compadecernos de nuestros hermanos; de aquel gran corazón, que se ofrecía a ser anatema porque se salvasen los demás; recordemos la inmensa caridad de Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros.»
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