Pascua florida de 795. En Atigny, posesión real, adornada de mármoles traídos de Ravena, y de tapices regalo de Bizancio y de Bagdad. Las campanas celebran alborozadas la Resurrección del Señor. Entre tanto, el rey cruza los jardines, rodeado de brillante cortejo: alta talla, paso firme, presencia majestuosa y actitud arrogante, que hace olvidar los dos defectos de su cuerpo: el vientre abultado y el cuello grueso y corto. Sonriendo a sus leudes y a sus obispos, Carlomagno penetra en la basílica; y tras él penetra la multitud: campesinos, guerreros, artesanos y mendigos. Y empieza la ceremonia. Un prelado pontifica, una schola de clérigos interpreta los cánticos recientemente traídos de Roma, los candelabros brillan sobre la sencilla ara marmórea; de los artesones cuelgan coronas de oro y arcas llenas de reliquias; los bordados rutilan, y la basílica queda inundada del perfume de los incensarios.
A la entrada del presbiterio, del lado de la Epístola, se alza el solio del rey. Carlos lleva la vestidura de los francos —el amplio pallium—colgando hasta los pies y abierto por los lados, para dejar ver las calzas de lino, la breve túnica bordada de seda, y, sujeta a cinturón de oro, la Joyeuse, la espada famosa de las gestas. Al lado de él, su hijo Pipino, la belleza de sus hijas Rictrudis, Berta y Gisela, y el cortejo de sus leudes, sus sabios y poetas: el limosnero Adalardo; el Píndaro de la corte, Teodulfo; Andulfo, el senescal; Riculfo, el príncipe de los cocineros; el canciller Archambaldo; los dos secretarios Eginardo y Angilberto y el sabio Alcuino, a cuyo cargo corrían los negocios de instrucción pública.
La multitud contemplaba a su rey orgullosa y complacida; al creador del imperio, al vencedor de tantas batallas, al señor cuyo poder acataban los reyes lombardos, los emires del Ebro y los jefes sajones del Weser y el Elba. Mirábale abismado en la liturgia de los divinos misterios, siguiendo con atención los movimientos del sacerdote, leyendo los textos sagrados en un libro de letras doradas que un clérigo sostenía delante de él. Pero había, sobre todo, un hombre que no perdía de vista el reclinatorio donde se arrodillaba el rey. Iba descalzo, una crespa melena rubia le caía de la cabeza, descubierta, y un vestido harapiento cubría su cuerpo arrogante y atlético. Poco a poco, desde el fondo de la basílica se había ido abriendo paso a través de la multitud hasta ponerse en primera fila, cerca de los cortesanos. Sus ojos iban del altar al solio y del solio al altar, recogiendo y examinando todos los movimientos del sacerdote y todos los ademanes del rey: todos los rasgos de su fisonomía, sus ojos vivos y grandes, su nariz pronunciada, su barba patriarcal, su fuerte musculatura, y aquellos gruesos labios, que se movían sin ruido musitando palabras misteriosas. Al llegar el momento de la comunión, el rey avanzó hacia el altar, e instintivamente el mendigo de los sucios harapos hizo también ademán de acercarse, pero alguien le detuvo. No obstante, desde su sitio seguía sin pestañear la ceremonia, hasta que llegó un momento en que algo misterioso le hizo palidecer y doblar la rodilla. Desde entonces parecía no importarle aquel aparato que le rodeaba. Presa de una idea fija, tenía inclinada la cabeza, los ojos clavados en el suelo y la frente apoyada sobre el grueso bastón de roble. Así continuaba todavía cuando, terminados los ritos, comenzó el desfile.
Después se dio la limosna a los pobres, que se amontonaban delante del palacio. Empezó el rey, continuaron los limosneros y capellanes. Los pordioseros recibían un cuenco humeante y una moneda de plata. Entre ellos estaba también el mendigo de la rubia melena; pero estaba tan distraído, que el limosnero mayor, que vestía un hábito monacal, hubo de decirle:
—¡Eh! ¿Qué haces aquí? ¿No quieres comer hoy?
Acercóse el hombre con aire altanero y extendió la mano. Era una mano varonil, fornida, callosa, pero le faltaba un dedo. Advirtiendo este detalle, el limosnero clavó su mirada en el rostro del mendigo, rostro hermoso, pero surcado por anchas cicatrices.
—¿Qué, no me queréis dar limosna?—dijo el mendigo al ver al monje, suspenso.
—Estaba haciendo memoria—dijo éste—, y me parece que te he visto antes de ahora; sí, yo te he visto en la batalla.
—Y yo a ti también; pero hace ya años que te buscaba inútilmente en los combates.
—En otro tiempo—repuso Adalardo—fui soldado, hoy soy monje. Sirvo a mi Dios en el monasterio y a mi rey en la corte; pero no me he olvidado de ti; tú eres el enemigo de los francos.
—Sí, soy Widukind; pero yo no soy enemigo de tu rey ni de tu Dios. Quiero hablar con Carlos, y por eso he venido.
Aquel día el mendigo comió a la diestra del rey; unos días más tarde se bautizó, y a continuación juró fidelidad al rey de los francos.
Era, efectivamente, Widukind, el jefe terrible de la confederación sajona, el adversario de la civilización cristiana en la Germania de Wodan. Durante más de tres lustros había dirigido y organizado la resistencia contra los ejércitos del otro lado del Rin; años de luchas encarnizadas, de saqueos, de incendios, de matanzas, Widukind aparecía en el Hesse, en Suabia, en Turingia, quemando iglesias, haciendo mártires, degollando las guarniciones del invasor. Parecía la encarnación de Thor, y sus compatriotas le tenían por un nuevo Arminio. Más de una vez, su furia bélica puso en huida al ejército de Carlomagno. En los momentos difíciles, cuando sus compañeros de armas se dirigían a implorar el perdón del enemigo, Widukind desaparecía, se escondía entre los bosques a curar sus heridas, se refugiaba en la corte del rey de la Dania, o recorría las orillas del Báltico reclutando valedores; pero volvía de nuevo en cuanto el rey Carlos cruzaba los Alpes o los Pirineos. La guerra se prolongaba sin cesar. El mismo rey comenzaba ya a tratar con aquel rival temible. Widukind había recibido un salvoconducto; pero antes de comprometer su palabra, quiso ver de cerca al enemigo de su pueblo, conocer su poder, asistir a las ceremonias de su religión. Allí le había subyugado la gracia más aún que la magnificencia imperial. Así se lo contaba él a Carlomagno:
Durante todos estos días he estado observándote siempre que aparecías en público. Te vi triste cuando conmemorabas la muerte de tu Dios; noté dos días más tarde que una gran alegría brillaba en tu cara; me conmovió la atención y el respeto con que estabas en la basílica; admiré tu generosidad y tu riqueza, y cuando te acercaste al altar, vi en la mano del sacerdote un niño que te sonreía y te besaba y se metía dentro de ti. Desde este momento hice resolución de no luchar contigo, de aceptar tu religión y tu vasallaje…
Desde entonces, el guerrero se convirtió en un apóstol. Veíasele recorrer las provincias de Sajonia y de Westfalia hablando de paz, organizando el país, no para la lucha, sino para el trabajo; levantando iglesias, alentando a los sacerdotes, abriendo el camino a la civilización. Héroe de su raza en la defensa de la independencia, siguió siéndolo en la propagación de la fe, y aquella tierra, convertida por sus esfuerzos y sus ejemplos, le tributó la gloria del guerrero y los honores del santo. «Donde abundó el pecado—había dicho el Apóstol—, sobreabundó la gracia.»
A la entrada del presbiterio, del lado de la Epístola, se alza el solio del rey. Carlos lleva la vestidura de los francos —el amplio pallium—colgando hasta los pies y abierto por los lados, para dejar ver las calzas de lino, la breve túnica bordada de seda, y, sujeta a cinturón de oro, la Joyeuse, la espada famosa de las gestas. Al lado de él, su hijo Pipino, la belleza de sus hijas Rictrudis, Berta y Gisela, y el cortejo de sus leudes, sus sabios y poetas: el limosnero Adalardo; el Píndaro de la corte, Teodulfo; Andulfo, el senescal; Riculfo, el príncipe de los cocineros; el canciller Archambaldo; los dos secretarios Eginardo y Angilberto y el sabio Alcuino, a cuyo cargo corrían los negocios de instrucción pública.
La multitud contemplaba a su rey orgullosa y complacida; al creador del imperio, al vencedor de tantas batallas, al señor cuyo poder acataban los reyes lombardos, los emires del Ebro y los jefes sajones del Weser y el Elba. Mirábale abismado en la liturgia de los divinos misterios, siguiendo con atención los movimientos del sacerdote, leyendo los textos sagrados en un libro de letras doradas que un clérigo sostenía delante de él. Pero había, sobre todo, un hombre que no perdía de vista el reclinatorio donde se arrodillaba el rey. Iba descalzo, una crespa melena rubia le caía de la cabeza, descubierta, y un vestido harapiento cubría su cuerpo arrogante y atlético. Poco a poco, desde el fondo de la basílica se había ido abriendo paso a través de la multitud hasta ponerse en primera fila, cerca de los cortesanos. Sus ojos iban del altar al solio y del solio al altar, recogiendo y examinando todos los movimientos del sacerdote y todos los ademanes del rey: todos los rasgos de su fisonomía, sus ojos vivos y grandes, su nariz pronunciada, su barba patriarcal, su fuerte musculatura, y aquellos gruesos labios, que se movían sin ruido musitando palabras misteriosas. Al llegar el momento de la comunión, el rey avanzó hacia el altar, e instintivamente el mendigo de los sucios harapos hizo también ademán de acercarse, pero alguien le detuvo. No obstante, desde su sitio seguía sin pestañear la ceremonia, hasta que llegó un momento en que algo misterioso le hizo palidecer y doblar la rodilla. Desde entonces parecía no importarle aquel aparato que le rodeaba. Presa de una idea fija, tenía inclinada la cabeza, los ojos clavados en el suelo y la frente apoyada sobre el grueso bastón de roble. Así continuaba todavía cuando, terminados los ritos, comenzó el desfile.
Después se dio la limosna a los pobres, que se amontonaban delante del palacio. Empezó el rey, continuaron los limosneros y capellanes. Los pordioseros recibían un cuenco humeante y una moneda de plata. Entre ellos estaba también el mendigo de la rubia melena; pero estaba tan distraído, que el limosnero mayor, que vestía un hábito monacal, hubo de decirle:
—¡Eh! ¿Qué haces aquí? ¿No quieres comer hoy?
Acercóse el hombre con aire altanero y extendió la mano. Era una mano varonil, fornida, callosa, pero le faltaba un dedo. Advirtiendo este detalle, el limosnero clavó su mirada en el rostro del mendigo, rostro hermoso, pero surcado por anchas cicatrices.
—¿Qué, no me queréis dar limosna?—dijo el mendigo al ver al monje, suspenso.
—Estaba haciendo memoria—dijo éste—, y me parece que te he visto antes de ahora; sí, yo te he visto en la batalla.
—Y yo a ti también; pero hace ya años que te buscaba inútilmente en los combates.
—En otro tiempo—repuso Adalardo—fui soldado, hoy soy monje. Sirvo a mi Dios en el monasterio y a mi rey en la corte; pero no me he olvidado de ti; tú eres el enemigo de los francos.
—Sí, soy Widukind; pero yo no soy enemigo de tu rey ni de tu Dios. Quiero hablar con Carlos, y por eso he venido.
Aquel día el mendigo comió a la diestra del rey; unos días más tarde se bautizó, y a continuación juró fidelidad al rey de los francos.
Era, efectivamente, Widukind, el jefe terrible de la confederación sajona, el adversario de la civilización cristiana en la Germania de Wodan. Durante más de tres lustros había dirigido y organizado la resistencia contra los ejércitos del otro lado del Rin; años de luchas encarnizadas, de saqueos, de incendios, de matanzas, Widukind aparecía en el Hesse, en Suabia, en Turingia, quemando iglesias, haciendo mártires, degollando las guarniciones del invasor. Parecía la encarnación de Thor, y sus compatriotas le tenían por un nuevo Arminio. Más de una vez, su furia bélica puso en huida al ejército de Carlomagno. En los momentos difíciles, cuando sus compañeros de armas se dirigían a implorar el perdón del enemigo, Widukind desaparecía, se escondía entre los bosques a curar sus heridas, se refugiaba en la corte del rey de la Dania, o recorría las orillas del Báltico reclutando valedores; pero volvía de nuevo en cuanto el rey Carlos cruzaba los Alpes o los Pirineos. La guerra se prolongaba sin cesar. El mismo rey comenzaba ya a tratar con aquel rival temible. Widukind había recibido un salvoconducto; pero antes de comprometer su palabra, quiso ver de cerca al enemigo de su pueblo, conocer su poder, asistir a las ceremonias de su religión. Allí le había subyugado la gracia más aún que la magnificencia imperial. Así se lo contaba él a Carlomagno:
Durante todos estos días he estado observándote siempre que aparecías en público. Te vi triste cuando conmemorabas la muerte de tu Dios; noté dos días más tarde que una gran alegría brillaba en tu cara; me conmovió la atención y el respeto con que estabas en la basílica; admiré tu generosidad y tu riqueza, y cuando te acercaste al altar, vi en la mano del sacerdote un niño que te sonreía y te besaba y se metía dentro de ti. Desde este momento hice resolución de no luchar contigo, de aceptar tu religión y tu vasallaje…
Desde entonces, el guerrero se convirtió en un apóstol. Veíasele recorrer las provincias de Sajonia y de Westfalia hablando de paz, organizando el país, no para la lucha, sino para el trabajo; levantando iglesias, alentando a los sacerdotes, abriendo el camino a la civilización. Héroe de su raza en la defensa de la independencia, siguió siéndolo en la propagación de la fe, y aquella tierra, convertida por sus esfuerzos y sus ejemplos, le tributó la gloria del guerrero y los honores del santo. «Donde abundó el pecado—había dicho el Apóstol—, sobreabundó la gracia.»
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