He aquí dos almas gemelas en santidad, en el lugar de cuna y muerte, en la fundación de un mismo Instituto religioso y hasta en su misma canonización, proclamada a la par en la fiesta de la Ascensión del Año Santo 1950 por Su Santidad Pío XII.
Ambas Santas son hijas de un mismo pueblo: Lóvere. Pocos paisajes hay más singularmente envidiables en el norte de Italia que el que corona el marco luminoso de esa villa recostada a lo largo de la orilla del Sebino, que desciende de los majestuosos Alpes del Bergamasco, al norte de la Lombardía. Es el 13 de enero de 1807 cuando viene al mundo Bartolomea Capitanio, en el seno de un hogar de mediana condición, elegida por Dios para resplandecer sobre las ruinas morales y sociales acumuladas al principio del 800 por el nefasto influjo de la Revolución francesa y el jansenismo, como faro de caridad.
Mas tanto Bartolomea como Vicenta Gerosa —anterior en nacimiento (29 de octubre de 1784)— serán desde sus primeros años como flores entre espinas. En sus hogares no reina la paz ni la armonía doméstica. El padre de Bartolomea, comerciante de comestibles, era demasiado aficionado a la bebida, lo que provocaba en casa turbaciones, disgustos, gritos y lágrimas de la paciente esposa y buena madre cristiana; la cual decidió, para alejar a la inocente criatura de tales escenas, recluir a Bartolomea en el pensionado de monjas clarisas de Lóvere, una vez reinstalado su monasterio tras el huracán napoleónico.
En cuanto al hogar de Vicenta Gerosa, su padre, Juan Antonio, era poco inteligente y práctico para los negocios de pieles, y su madre, Jaimina Macario, bastante inepta para las tareas domésticas, todo lo cual originaba continuos roces y mutuas incomprensiones de carácter. A los diecisiete años murió su padre, y entonces su madre, rechazada por sus parientes y tíos, que estaban en buena posición, tuvo que huir de casa e ir a mendigar, con gran pena de la hija, a la que sus tíos no quisieron soltar de su lado. En 1814, cuando Vicenta iba ya por los treinta años, moría su madre.
Volvamos ahora los ojos a Bartolomea, acogida a los once años al monasterio de clarisas de Lóvere. Cuando la maestra, sor Francisca Parpani, le abría sus puertas, poco pensaba que adquiría una joya preciosa, la que luego ella misma había de llamar orgullosamente la ragazza d'oro (joven de oro). Era, sí, la edificación de todos. Soportaba las molestias, castigos y aun golpes de sus compañeras en silencio. La maestra la probó con humillaciones, que sabía sobrellevar sin molestarse. "La humildad, la abnegación y la oración me han de santificar", decía ella misma.
Ya aquí, en el pensionado de las clarisas, aparece como confesor y director espiritual Dom Angelo Bosio, que fue puesto por la divina Providencia al lado de Bartolomea como su guía, consejero y ángel tutelar de su gran empresa apostólica. Preclaro en virtud y de certera intuición quedará indeleblemente grabada su figura en los anales del Instituto de las Hermanas de la Caridad, de la que fue su inspirador, su animador y su definitivo sostén. El intuyó con sagacidad de santo el fondo inmenso de aquella joven, y la ayudó en el camino de la perfección hasta llegar a la meta propuesta.
Mas, entretanto, su madre añoraba a la hija querida. Dos veces llamó a las puertas del pensionado para reclamarla. A la segunda vez, en 1823, Bartolomea, con los encantos de sus dieciséis años, pero más aún con los de su formación espiritual cabe aquellos santos muros, tuvo que regresar al hogar con cierta pena. Conocía la diferencia del remanso de paz del monasterio y la agitación de su casa paterna, a causa del mal ejemplo del padre; pero también aquí vio una gran oportunidad de conducir a su progenitor al buen camino. En efecto, para apartarle del vicio iba ella en su busca por tabernas y mesones, y con sus zalamerias y buenas mañas le convencía a seguirla para casa. Poco a poco el lobo se trocó en cordero, y en siete años la santidad de Bartolomea logró su cometido. El padre moría en 1831 en la paz del Señor, después de haber vivido días tranquilos en la armonía familiar.
Entretanto Bartolomea no se ceñía al apostolado doméstico. Con ser mucho no habría sido nada para su espíritu dinámico y emprendedor. El párroco de Lóvere le había propuesto sacar el título de maestra para consagrarse a la enseñanza. Parecióle acertada la idea, y así cursó los estudios necesarios para ello hasta obtener el diploma en Bérgamo; pero la enseñanza a los pobres era sólo una parte de su vasto programa. Día tras día confió sus planes a su confesor Dom Bosio. Ella quería abarcar toda clase de obras de misericordia corporal y espiritual.
Su corazón compasivo se estremecía ante tantas necesidades de alma y cuerpo, pero su director quería ver una mayor madurez en su dirigida y así aguardó hasta seis años —que le parecieron eternos—, al cabo de los cuales la autorizó, con la venia del prelado, monseñor Nava, para echar los primeros cimientos del Instituto religioso con la creación de un hospital a base de sus propias rentas, y del que ella fue su directora. Con el hospital nació también la idea del Instituto de las Hermanas de la Caridad, inspirándose en las reglas del Instituto que había fundado San Vicente de Paúl. Pero ella sola no podía dar un paso. Mas, ¿quién se pondría a su lado en tamaña empresa?
Fue entonces cuando Dom Bosio, que conocía a Catalina Gerosa —la que luego cambiaría su nombre en religión por el de Vicenta—, puso en contacto con Bartolomea a aquella mujer de cuarenta años, alma sencilla y humilde, desprovista de cultura, pero instruida con las luces del Señor en las cosas de Dios, y muy conocida en Lóvere también por sus generosas obras de misericordia, dada su mayor holgura económica como heredera del pingüe patrimonio de sus ricos tíos.
Después de algunas dificultades por causas familiares las dos almas entraron en contacto mutuo, y, compenetradas con el plan de un Instituto religioso de caridad, con el dinero de sus respectivos patrimonios compraron la casa De Gaya el 12 de marzo de 1832. El 21 de noviembre del mismo año emitían sus votos religiosos de pobreza, castidad, obediencia y caridad, obligándose a ofrecerse a sí mismas y sus bienes en servicio de los pobres. Así quedaba fundada la Obra en aquel pequeño nido, al que todos llamarían "conventito" para distinguirlo del convento de las clarisas. Bartolomea organizó el orfanato, la escuela y las congregaciones, dedicando algunas horas del día al hospital, y Vicenta, aunque designada superiora a pesar suyo, asumió las tareas más penosas de la casa, del huerto, de la cocina y asistencia a las huerfanitas y a los enfermos. Careciendo aún de capilla, de buena mañanita corrían a la iglesia de San Gregorio a practicar allí sus devociones y rezos.
La obra estaba en marcha. Cada día eran más las escolares y huerfanitas acogidas. Todo iba muy bien; pero he aquí que el Señor quería para sí a Bartolomea, flor lozana de virtud, a los veintiséis años tan sólo, tras unas fiebres malignas que habían de llevarla al sepulcro en cuatro meses. Resignada se dispuso a bien morir, consolando a su compañera y prometiendo ayudarla en el Instituto desde el cielo, más que si estuviera en la tierra, y que el Instituto duraría por los siglos de los siglos. Todo lo contrario, empero, parecía humanamente; muerta ella diríase que desaparecía la obra. Así, al menos, lo creían las gentes de Lóvere, que lloraron unánimemente su muerte; mas los caminos de Dios son muy distintos.
Hasta Vicenta pensó en volver al retiro de su hogar; pero Dora Bosio, aquel director espiritual de ambas almas, logró convencerla haciéndole ver claramente la voluntad divina, Ella debía continuar y perpetuar su empresa. Obedeció dócilmente. Al poco tiempo centenares de fervorosas doncellas llamaban a las puertas del "conventito" para enrolarse en sus filas. Elegida superiora general, presidió durante su vida la toma de hábito de 243 religiosas y fundó 24 comunidades por toda Italia. Se palpaba la promesa de Bartolomea en su lecho de muerte. Cuando Vicenta Gerosa dormía en la paz del Señor el 29 de julio de 1847, a los sesenta y tres años de edad, rica en méritos y en virtudes, el Instituto de las Hermanas de la Caridad quedaba consolidado y agrandado.
Porque si miramos el cuadro estadístico del Instituto hoy en día, es realmente impresionante. Sólo en Italia hay 566 Comunidades. En misiones de infieles (Bengala, China, etc.) hay setenta. En total, las religiosas son 8.665, No hay obra de misericordia que no caiga dentro del campo apostólico y caritativo del Instituto; desde los asilos, hospitales, enfermerías, orfanatos, leproserías y casas para viudas hasta los reformatorios y cárceles de mujeres, escuelas, colegios, cocinas económicas, comedores de obreras, etc., etc.
Ambas Santas son hijas de un mismo pueblo: Lóvere. Pocos paisajes hay más singularmente envidiables en el norte de Italia que el que corona el marco luminoso de esa villa recostada a lo largo de la orilla del Sebino, que desciende de los majestuosos Alpes del Bergamasco, al norte de la Lombardía. Es el 13 de enero de 1807 cuando viene al mundo Bartolomea Capitanio, en el seno de un hogar de mediana condición, elegida por Dios para resplandecer sobre las ruinas morales y sociales acumuladas al principio del 800 por el nefasto influjo de la Revolución francesa y el jansenismo, como faro de caridad.
Mas tanto Bartolomea como Vicenta Gerosa —anterior en nacimiento (29 de octubre de 1784)— serán desde sus primeros años como flores entre espinas. En sus hogares no reina la paz ni la armonía doméstica. El padre de Bartolomea, comerciante de comestibles, era demasiado aficionado a la bebida, lo que provocaba en casa turbaciones, disgustos, gritos y lágrimas de la paciente esposa y buena madre cristiana; la cual decidió, para alejar a la inocente criatura de tales escenas, recluir a Bartolomea en el pensionado de monjas clarisas de Lóvere, una vez reinstalado su monasterio tras el huracán napoleónico.
En cuanto al hogar de Vicenta Gerosa, su padre, Juan Antonio, era poco inteligente y práctico para los negocios de pieles, y su madre, Jaimina Macario, bastante inepta para las tareas domésticas, todo lo cual originaba continuos roces y mutuas incomprensiones de carácter. A los diecisiete años murió su padre, y entonces su madre, rechazada por sus parientes y tíos, que estaban en buena posición, tuvo que huir de casa e ir a mendigar, con gran pena de la hija, a la que sus tíos no quisieron soltar de su lado. En 1814, cuando Vicenta iba ya por los treinta años, moría su madre.
Volvamos ahora los ojos a Bartolomea, acogida a los once años al monasterio de clarisas de Lóvere. Cuando la maestra, sor Francisca Parpani, le abría sus puertas, poco pensaba que adquiría una joya preciosa, la que luego ella misma había de llamar orgullosamente la ragazza d'oro (joven de oro). Era, sí, la edificación de todos. Soportaba las molestias, castigos y aun golpes de sus compañeras en silencio. La maestra la probó con humillaciones, que sabía sobrellevar sin molestarse. "La humildad, la abnegación y la oración me han de santificar", decía ella misma.
Ya aquí, en el pensionado de las clarisas, aparece como confesor y director espiritual Dom Angelo Bosio, que fue puesto por la divina Providencia al lado de Bartolomea como su guía, consejero y ángel tutelar de su gran empresa apostólica. Preclaro en virtud y de certera intuición quedará indeleblemente grabada su figura en los anales del Instituto de las Hermanas de la Caridad, de la que fue su inspirador, su animador y su definitivo sostén. El intuyó con sagacidad de santo el fondo inmenso de aquella joven, y la ayudó en el camino de la perfección hasta llegar a la meta propuesta.
Mas, entretanto, su madre añoraba a la hija querida. Dos veces llamó a las puertas del pensionado para reclamarla. A la segunda vez, en 1823, Bartolomea, con los encantos de sus dieciséis años, pero más aún con los de su formación espiritual cabe aquellos santos muros, tuvo que regresar al hogar con cierta pena. Conocía la diferencia del remanso de paz del monasterio y la agitación de su casa paterna, a causa del mal ejemplo del padre; pero también aquí vio una gran oportunidad de conducir a su progenitor al buen camino. En efecto, para apartarle del vicio iba ella en su busca por tabernas y mesones, y con sus zalamerias y buenas mañas le convencía a seguirla para casa. Poco a poco el lobo se trocó en cordero, y en siete años la santidad de Bartolomea logró su cometido. El padre moría en 1831 en la paz del Señor, después de haber vivido días tranquilos en la armonía familiar.
Entretanto Bartolomea no se ceñía al apostolado doméstico. Con ser mucho no habría sido nada para su espíritu dinámico y emprendedor. El párroco de Lóvere le había propuesto sacar el título de maestra para consagrarse a la enseñanza. Parecióle acertada la idea, y así cursó los estudios necesarios para ello hasta obtener el diploma en Bérgamo; pero la enseñanza a los pobres era sólo una parte de su vasto programa. Día tras día confió sus planes a su confesor Dom Bosio. Ella quería abarcar toda clase de obras de misericordia corporal y espiritual.
Su corazón compasivo se estremecía ante tantas necesidades de alma y cuerpo, pero su director quería ver una mayor madurez en su dirigida y así aguardó hasta seis años —que le parecieron eternos—, al cabo de los cuales la autorizó, con la venia del prelado, monseñor Nava, para echar los primeros cimientos del Instituto religioso con la creación de un hospital a base de sus propias rentas, y del que ella fue su directora. Con el hospital nació también la idea del Instituto de las Hermanas de la Caridad, inspirándose en las reglas del Instituto que había fundado San Vicente de Paúl. Pero ella sola no podía dar un paso. Mas, ¿quién se pondría a su lado en tamaña empresa?
Fue entonces cuando Dom Bosio, que conocía a Catalina Gerosa —la que luego cambiaría su nombre en religión por el de Vicenta—, puso en contacto con Bartolomea a aquella mujer de cuarenta años, alma sencilla y humilde, desprovista de cultura, pero instruida con las luces del Señor en las cosas de Dios, y muy conocida en Lóvere también por sus generosas obras de misericordia, dada su mayor holgura económica como heredera del pingüe patrimonio de sus ricos tíos.
Después de algunas dificultades por causas familiares las dos almas entraron en contacto mutuo, y, compenetradas con el plan de un Instituto religioso de caridad, con el dinero de sus respectivos patrimonios compraron la casa De Gaya el 12 de marzo de 1832. El 21 de noviembre del mismo año emitían sus votos religiosos de pobreza, castidad, obediencia y caridad, obligándose a ofrecerse a sí mismas y sus bienes en servicio de los pobres. Así quedaba fundada la Obra en aquel pequeño nido, al que todos llamarían "conventito" para distinguirlo del convento de las clarisas. Bartolomea organizó el orfanato, la escuela y las congregaciones, dedicando algunas horas del día al hospital, y Vicenta, aunque designada superiora a pesar suyo, asumió las tareas más penosas de la casa, del huerto, de la cocina y asistencia a las huerfanitas y a los enfermos. Careciendo aún de capilla, de buena mañanita corrían a la iglesia de San Gregorio a practicar allí sus devociones y rezos.
La obra estaba en marcha. Cada día eran más las escolares y huerfanitas acogidas. Todo iba muy bien; pero he aquí que el Señor quería para sí a Bartolomea, flor lozana de virtud, a los veintiséis años tan sólo, tras unas fiebres malignas que habían de llevarla al sepulcro en cuatro meses. Resignada se dispuso a bien morir, consolando a su compañera y prometiendo ayudarla en el Instituto desde el cielo, más que si estuviera en la tierra, y que el Instituto duraría por los siglos de los siglos. Todo lo contrario, empero, parecía humanamente; muerta ella diríase que desaparecía la obra. Así, al menos, lo creían las gentes de Lóvere, que lloraron unánimemente su muerte; mas los caminos de Dios son muy distintos.
Hasta Vicenta pensó en volver al retiro de su hogar; pero Dora Bosio, aquel director espiritual de ambas almas, logró convencerla haciéndole ver claramente la voluntad divina, Ella debía continuar y perpetuar su empresa. Obedeció dócilmente. Al poco tiempo centenares de fervorosas doncellas llamaban a las puertas del "conventito" para enrolarse en sus filas. Elegida superiora general, presidió durante su vida la toma de hábito de 243 religiosas y fundó 24 comunidades por toda Italia. Se palpaba la promesa de Bartolomea en su lecho de muerte. Cuando Vicenta Gerosa dormía en la paz del Señor el 29 de julio de 1847, a los sesenta y tres años de edad, rica en méritos y en virtudes, el Instituto de las Hermanas de la Caridad quedaba consolidado y agrandado.
Porque si miramos el cuadro estadístico del Instituto hoy en día, es realmente impresionante. Sólo en Italia hay 566 Comunidades. En misiones de infieles (Bengala, China, etc.) hay setenta. En total, las religiosas son 8.665, No hay obra de misericordia que no caiga dentro del campo apostólico y caritativo del Instituto; desde los asilos, hospitales, enfermerías, orfanatos, leproserías y casas para viudas hasta los reformatorios y cárceles de mujeres, escuelas, colegios, cocinas económicas, comedores de obreras, etc., etc.
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