La larga caravana se aleja de Jerusalén: hombres de a pie, niños, jinetes que montan negros caballos de Arabia, y damas aristocráticas, sentadas sobre mansos dromedarios adornados de jaeces multicolores. Han adorado el sepulcro del Señor, y ahora vuelven a su tierra: Perea, Arabia, Mesopotamia, o las ciudades del Líbano y el Antilíbano, como Damasco, Berito, Emesa y Apamea. Recorren el camino que Jesús holló muchas veces, cuando, perseguido por los fariseos, se refugiaba al otro lado del Jordán. Acaban de atravesar la ciudad de Jericó, y los más delanteros se acercan ya a la orilla del río. Detrás van dos jóvenes que visten túnicas de seda y montan soberbios corceles. Parece como si meditasen en las cosas que han visto los días pasados; miran amorosamente aquella tierra sagrada, como si quisiesen grabar en el alma la silueta de sus calles y la figura de sus montes, y de cuando en cuando rompen el silencio para recordar algún rasgo edificante.
—Oye, amigo Simeón—dijo uno de ellos, al pasar cerca de una multitud de pequeñas construcciones que se levantaban en torno a otra más suntuosa que tenía aspecto de iglesia—, ¿sabes quiénes habitan en esas cabañas? —¿Quiénes?—preguntó el interpelado—. Angeles de Dios, —¿Y no podemos ir a verlos?
—Podemos, con la condición de hacernos como ellos.
—Pues vamos allá.
—¿Y tu madre, mi querido Simeón?
—¿Y tu mujer, mi querido Juan? Habían llegado al cruce de dos caminos.
—¿Qué hacemos?—preguntó de nuevo uno de los jóvenes—. Mira, por aquí se va al Jordán; por aquí, al monasterio.
Por toda contestación, el otro saltó del caballo. El compañero le imitó.
—Adelantaos—dijeron a los siervos que les acompañaban—; uníos a la multitud, que nosotros seguiremos a pie.
Los dos muchachos permanecieron unos instantes indecisos, mirándose con gesto de interrogación. «¿Y tu mujer?», parecía decir el uno. «¿Y tu madre?», debía de responder el otro. Convinieron al fin en explorar la voluntad divina; se arrodilló cada uno a la entrada de uno de los caminos, y resolvieron jugar su destino a los dados. El que ganase debía atraer a su compañero al camino en que se encontraba.
—Ocho puntos por el camino de la muerte—exclamó Juan, dejando caer los dados.
—Diez puntos por el camino de la vida—dijo Simeón, después de jugar a su vez.
El camino de la vida era el suyo; es decir, el del monasterio. Por él echaron a andar los dos amigos, y a los pocos minutos llegaban a la laura del Gerásimo. La puerta estaba abierta, y el abad Nicón, sentado en el umbral, parecía aguardarles.
—¿Qué queréis?—preguntó gravemente.
—Hacernos monjes—respondieron ellos.
—¿Vuestra patria?—volvió a decir el abad,
—Somos sirios, de Emesa, noble ciudad que se alza entre Damasco y Antioquía.
—La conozco—replicó el anciano—, y siendo joven me bañé en el Orontes, que la atraviesa, y que arrastra arenas de oro, según dicen, aunque yo nunca logré hallar en él más que arenas de arena.
Y el buen abad empezó un largo discurso en que venía a decir que era inútil buscar tesoros más que en el claustro, y que allí los había encontrado él con una abundancia maravillosa. «Amable es—añadió—la hermosura de la juventud, pero nada puede compararse a la hermosura de Cristo, el Esposo celeste, de quien está escrito: Hermoso es sobre todos los hijos de los hombres. Si un rey terreno os llamase para haceros del número de sus patricios, ¿acaso no lo dejaríais todo para consagraros a servirle en la guerra o en la paz? Pues esto es lo que hace hoy con vosotros el rey del Cielo.»
No obstante, quiso el abad probar a los dos postulantes, y con este fin les dijo que debían estar por lo menos un año con el traje que vestían al llegar al monasterio. Los dos muchachos se llenaron de pesadumbre; pero tuvieron una respuesta admirable:
—Padre mío—dijo Simeón—, haz conmigo lo que quieras; pero te ruego que vistas cuanto antes el hábito a mi compañero, porque se acaba de casar con una mujer rica y hermosa a quien ama apasionadamente.
Al poco tiempo llegaba Juan a los pies del abad, y le decía:
—Por lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a aguardar todo lo que sea necesario; pero tengo miedo por este compañero mío, que sólo tiene a su madre en el mundo, una pobre vieja que le quería tanto que no podía separarse de él ni de día ni de noche.
Viendo el venerable Nicón tanta obediencia, unida con tanta caridad, tomó las tijeras, tonsuró a los dos jóvenes y les vistió el hábito monacal.
Al poco tiempo, los dos amigos, deseosos de más alta perfección, consiguieron del abad que les permitiese marcharse al desierto; y pasando al otro lado del Jordán, encontraron un lugar deshabitado, donde brotaba un hilo de agua y crecían unas hierbas que, según el hagiógrafo, eran hasta sabrosas y delicadas. Allí los dos ermitaños hicieron sus ermitas, a una distancia conveniente para no molestarse cuando rezaban los salmos o tenían sus arrebatos místicos. Porque uno y otro se vieron pronto favorecidos por visiones y revelaciones con que el Cielo quería recompensar su generosidad. De esta manera, vio Simeón a su madre entre los coros de los bienaventurados; y así conoció Juan que su esposa, cansada de esperarle en la tierra, se había marchado a las regiones donde el amor no se acaba. Fue un gran alivio para ambos, porque desde que habían entrado en el desierto no se habían puesto a orar sin que el recuerdo de la madre o la imagen de la esposa se les presentase delante, atormentándoles el corazón.
Y un día, después de muchos años de vida anacorética, Simeón invitó a su compañero a comer un plato de aquellas hierbas exquisitas, y durante la colación le dijo:
—Padre y hermano mío, he pensado que aquí ya no adelantamos nada, y que es mejor volvernos al mundo para salvar almas.
Juan le escuchaba con asombro y meneaba la cabeza, pero Simeón lanzaba como flechas un cúmulo de textos paulinos que durante los días anteriores habían girado por su cabeza.
—Me temo—dijo al fin Juan—que Satanás ha tenido envidia de nuestro reposo, y ha venido a meterte en esta peligrosa aventura.
—Nada temas, hermano—replicó Simeón—; no salgo por mi propia voluntad, pues aquí soy feliz; es Dios quien me envía.
—Oremos, no obstante, amigo mío—volvió a decir su compañero—; porque el padre de las tinieblas es muy astuto, y a veces toma la figura de un ángel de luz.
Y oraron toda la noche, y ya amanecía cuando Juan se levantó y con los ojos arrasados en lágrimas dijo a su amigo:
—¿Cuál es tu proyecto?
—Jugar con el mundo—replicó Simeón.
—Vete, vete, hombre de Dios—dijo Juan—. Dios tiene muchos caminos para confundir la sabiduría de este mundo.
Y después de un largo rato, separáronse los dos anacoretas.
Desde este momento, Simeón va a aparecer en medio del mundo, a semejanza de un filósofo cristiano; como un sabio que, iluminado por una celeste filosofía, ha encontrado la manera de orar, riendo la demencia de los hombres, o, si se quiere, reírse de ella llorando. No dejaba de comprender lo difícil de su empresa; y para implorar la gracia divina, hizo un viaje a Jerusalén. Tres días permaneció delante del Santo Sepulcro, pensando en los peligros que podía encontrar en su nueva vida. No temía, ciertamente, el atractivo de los exquisitos manjares; nunca había tenido esa tentación, y dispuesto estaba a prescindir de todo alimento si Dios le hubiera concedido esa gracia. Tampoco le importaban mucho los encantos de las mujeres; al principio de su vida religiosa había sufrido asaltos terribles de la concupiscencia que le llenaban de terror y de angustia. Un día caminaba como frenético por los alrededores del cenobio cuando se encontró con el venerable abad Nicón.
—¿Qué te pasa, hombre?—le dijo el anciano.
—Que esta carne no me deja descansar—respondió Simeón.
Entonces el abad sonrió benignamente, cogió a su discípulo de la mano, y, llevándole al Jordán, roció su cuerpo con el agua sagrada en que había sido bautizado el Señor. «Desde aquel día—juraba Simeón—no he vuelto a sentir la llama del cuerpo.» Pero el amor propio no estaba domado todavía: aquella maldita soberbia de la virtud, aquel deseo de que hablasen bien de él, de que le llamasen el asceta, el abstinente, el santo, el privilegiado de Dios, jamás había abandonado ni al novicio, ni al profeso, ni al monje, ni al solitario. Él se humillaba, se despreciaba, llegaba a los mayores excesos en el odio de sí mismo; pero en el fondo de su ser seguía enroscada la serpiente abominable, que le decía: «¿Quién tiene como tú el espíritu del Evangelio? ¿Quién guarda como tú las tradiciones de los solitarios? ¿Es que el abad Nicón ha conseguido tanta santidad?» Y ahora el terrible luchador temblaba pensando: «Vas a convertir a las gentes; pero si las gentes saben que haces algo por Dios, que tienes una centella de amor de Dios, ¿no corres peligro de que ellas te conviertan a tí con el humo de las alabanzas?» Pero no; ya sabría él hacer que le tuviesen por un pecador, por un juerguista, por un necio, por un loco...
Algunos días después, Simeón se encontraba de nuevo en Emesa, la ciudad de su infancia. Desde el primer momento había conseguido que todos sus compatriotas le llamasen el Tonto, el Salo, como se dice en lengua siríaca. Era inagotable su ingenio para descubrir constantemente nuevas hazañas de locura. Cuando iba a entrar en la población, vio un perro muerto que había en un estercolero, ató a una pata el ceñidor de esparto que llevaba, y, arrastrando aquel cadáver hediondo, echó a correr por calles y plazas, seguido de una multitud de muchachos que gritaban y reían y lanzaban toda suerte de inmundicias. El primer domingo después de su llegada llenó de nueces los bolsos de su túnica, y, habiendo ido a la basílica más concurrida, empezó a arrojarlas hacia el altar, con tan buen tino, que apagó todas las velas. Quisieron echar mano de él, pero él se subió al púlpito, y desde allí lanzó sobre las mujeres las nueces que le quedaban. Ante aquel espectáculo, unos reían, otros gritaban indignados, otros acometían al intruso con bastones y puños levantados. Después de muchos esfuerzos, lograron expulsarle de la iglesia; pero al salir echó por el suelo las mesas de los panes y pasteles que se vendían a la puerta para ofrecerlos durante la misa. Llenos de ira, los vendedores cayeron sobre él y le dejaron en el suelo medio muerto. Al caer sobre su cabeza la lluvia de los golpes, él decía sonriendo: «¡ Pobre Simeón, a este paso, pronto se llega al sepulcro!»
Compadecido de él, se le acercó poco después un tabernero, diciendo:
—Veo, señor abad, que andas rodando de una parte a otra; ¿quieres venir a mi casa?
—¿Y qué voy a hacer en tu casa?—preguntó Simeón.
—Podrás vender legumbres o hacer lo que te mande el ama.
—Perfectamente—replicó el monje, tendiendo la mano al tabernero para que le ayudara a levantarse.
Pusiéronle a vender altramuces, habas, guisantes y lentejas; pero él, en vez de vender, distribuyó todas las existencias a los pobres, o se las comió él mismo crudas, pues hacía una semana que no había probado el menor alimento.
—Pero, ¿de dónde nos has traído a este abad?—dijo la mujer del tabernero a su marido—; si sigue tragando como hasta ahora, ya podemos cerrar la tienda.
El tabernero se dirigió a su sirviente, y viendo todas las cestas vacías, preguntó:
—¿Ya lo has expendido todo?
—Todo—replicó el monje.
—¿Y el dinero?
—El dinero—respondió, muy serio, Simeón—lo tienes bien guardado en los tesoros celestes.
—Déjame de tesoros celestes—rugió el hombre—; dame los cuartos, o te muelo las espaldas.
—Yo creía que eras cristiano—explicó Simeón, tranquilamente—, y por eso les di a los pobres tu mercancía, encargando a Dios que te pagase; pero veo que te empeñas en perderlo todo.
El tabernero, que, no obstante, tenía fe, se retiró sin descargar los golpes prometidos.
—Convendría echar de aquí a ese hombre—dijo luego a su mujer.
—Así he pensado yo—repuso ella—; pero, por otra parte, nuestra parroquia se aumenta desde que está entre nosotros. He oído que es frecuente escuchar por las calles estas palabras: «Vamos a la taberna del Salo.»
Efectivamente, la taberna estaba siempre llena. Las gentes iban a beber, pero más aún a escuchar las agudezas de Simeón, que tenía para todos su frase ingeniosa, mordaz, amable o maliciosa. Nadie como él tuvo el arte de envolver una enseñanza en una burla. Ningún rey tuvo un bufón tan divertido, a la par que instructivo. A veces, tomaba una guitarra, se subía a una cuba y empezaba a cantar el vino; pero cuando veía al público más entusiasmado, se desataba en injurias y amenazas, que nadie sabía si habrían de tomarse en broma o en serio:
—Sois unos borrachos—gritaba, gesticulando frenéticamente—; sois unos charcos inmundos; bebed, bebed pronto, porque todos estáis destinados al infierno, donde la sed será vuestro tormento. Entonces gritaréis: Salo, Salo, dame un vaso de vino; pero el vino no volverá a mojar vuestras gargantas.
—¡Qué bien habla el necio!—comentaban algunos, casi emocionados; y entonces el necio tomaba una copa, y decía:
—¡A vuestra salud!
Un día la tabernera le dijo:
—Tráeme un poco de fuego.
Simeón corrió a la cocina y cogió unas brasas en la mano.
—¡Pero, hombre!—le dijo el tabernero, viéndole pasar por entre los pellejos—. ¿No ves que te vas a quemar?
—Pues no, no me quemo—respondió él—; pero si te parece, echaré las ascuas en el manto.
Y con las ascuas en el manto llegó a donde le aguardaba la mujer. Desde entonces observó Simeón que sus amos le trataban con el mayor respeto. «¿Se habrán creído que soy un santo?», pensó dentro, de sí; y un día, mientras el tabernero servía a los parroquianos, se coló en la habitación donde dormía la tabernera, y sin decir palabra, empezó a desnudarse. Ella dió voces, y llamando a su marido, le dijo:
—Echa de aquí a este santo; ¿ves lo que ha querido hacer?
Arrojado a puntapiés, Simeón rodó las escaleras abajo y no paró hasta la calle.
Desde entonces, su habitación fue una gruta que había en las cercanías de la ciudad. De allí salía todas las mañanas para reunirse a la multitud que paseaba por los soportales o se agitaba en la plaza. No tardaba en verse rodeado de curiosos, a quienes tan pronto hacía reír con los mayores despropósitos como reflexionar con las más profundas sentencias. Hablaba con crudeza, reprendiendo los vicios y revelando entre carcajadas los secretos más inconfesables. «Es un cínico», decían unos. «Es un brujo», murmuraban otros. «Es un loco», replicaban los demás. «Habéis acertado—añadia él—; soy un loco, un farsante, un titiritero; y si no, mirad.» Y daba un salto formidable, o se ponía a andar al caricojo, o gesticulaba de una manera grotesca, o decía palabras sin sentido, o empezaba a lanzar piedras contra los perros. Cuando salía la luna, se le veía arrojarse por tierra, lanzar espuma por la boca y levantar los puños, colérico y amenazador. Y gozaba si oía decir a los circunstantes; «Es un lunático.» A veces se ponía delante de un pasajero, gritando:
«¡Atrás! No corras a la muerte.» Era como la conciencia pública de la población de Emesa. Al amanecer y al anochecer recorría las calles con una corona de hojas de palmera en la cabeza y en la mano una rama de laurel; y pasaba pregonando: «¡Victoria al rey y a la ciudad!» Solía también llevar colgadas del cuello sartas de ajos y de uvas, con las cuales untaba en la cara a las jóvenes más orgullosas de su belleza. En las grandes fiestas, en medio de los regocijos populares, aparecía su figura demacrada, hirsuta y terrible, a pesar de las bufonadas. Aparecía en el circo lo mismo que en el foro y en el templo. Un día estaba todo el pueblo reunido en el teatro, y en el momento en que un comediante empezaba a representar una acción inmoral, Simeón sacó una piedra del bolso y la arrojó al escenario con tal habilidad, que dejó manco al pobre comediante. Pero a la noche siguiente presentóse a él diciendo:
—¿Quieres sanar?
—Sí—respondió el enfermo.
—Pues prométeme que no has de volver a pisar las tablas.
El cómico prometió cuanto se le pedía, y Simeón le curó haciendo la señal de la cruz.
Pero antes de pasar adelante, es preciso decir algo sobre el carácter de esta maravillosa historia. En toda la inmensa colección hagiográfica de los Bolandos hay pocas tan peregrinas, por no decir ninguna. Así lo reconoce el erudito jesuíta encargado de editarla, traducirla y prologarla. Y añade: «En este anacoreta singular veo retratados a la vez a los dos filósofos antiguos Demócrito y Heráclito, pero bautizados y transformados por la doctrina evangélica. Nadie probó más sabiamente que despreciaba al mundo; nadie más ingeniosamente se burló llorando o lloró riendo sus locuras como este loco sublime, que, para decirlo con palabras del Apóstol, parece haberse propuesto humillar la sabiduría de los sabios y confundir la prudencia de los prudentes, mereciendo el elogio que de él hace el martirologio romano: «Hízose necio por Cristo, pero Dios reveló con milagros su alta sabiduría.» Vivía en un tiempo de decadencias y extravíos en el Orden de los cenobitas y los anacoretas. No faltaban, ciertamente, monjes austerísimos que llegaban a eclipsar con sus penitencias las austeridades de los primeros discípulos de Pacomio y Basilio; pero la vanagloria era con frecuencia el móvil de aquellos esfuerzos admirables. Batir el récord en el ayuno, llegar casi a suprimir el sueño, practicar excesos ruidosos de penitencia, confundir la castidad con el odio a la mujer, llevar el desprecio del mundo hasta el olvido de la gratitud y el respeto debidos a los padres; tal era el ideal de aquella virtud, más pagada de los aplausos y las alabanzas que de la recompensa prometida a los humildes de corazón. San Juan Clímaco decía que el orgullo del espíritu era la bestia más feroz de los desiertos. Como reacción contra estos extravíos, encontramos en San Simeón esa preocupación constante de encubrir su santidad bajo el velo despreciable de la locura. Movido por el impulso del Espíritu Santo, sale de la soledad y se mezcla de nuevo con los hombres, dispuesto a buscar todas las ocasiones imaginables de infamia y a desconcertar a sus conciudadanos, dejándoles en suspenso entre la virtud y la necedad, el ridículo o la admiración. No se trata de un mito edificante, sino de una figura histórica de relieves precisos, que tiene como marco aquel siglo vI, iluminado por el brillo del Imperio de Justiniano. Nace Simeón hacia el año 522; se retira al desierto a la edad de treinta años; vuelve a su patria en 582; allí combate a los origenistas; vence a los acéfalos, reprime la audacia de los judíos, confunde a los encantadores y muere al finalizar el siglo. Veinte años más tarde, escribe su vida el arzobispo de Chipre, Leoncio, cuya probidad alabaron los Padres del segundo Concilio de Nicea. Y él no hizo más que reproducir «lo que le contó, poniendo a Dios por testigo, un hombre insigne por sus virtudes, el amador de Dios, Juan, diácono de la ciudad de Emesa, que con la gracia de Dios, abundante en él, comprendió las obras maravillosas del anciano».
Hasta para hacer milagros, Simeón tenía un sistema que desconcertaba a todos cuantos los presenciaban. Pasaba una vez por un barrio donde danzaba un corro de muchachas. Alegres de verle, ellas le rodearon, y con familiaridad excesiva le tiraron de la barba, le cogieron el ceñidor y se empeñaron en que ocupase un puesto en la rueda. Él cruzó los brazos, clavó los ojos en el Cielo, y murmuró una breve oración. En el mismo instante, todas aquellas jóvenes advirtieron que no podían mover los ojos. «Pero ¿qué te pasa?», se decían unas a otras. «¿Y a ti?... ¿Y a ti?... ¿Y a ti?....» Todas se habían vuelto estrábicas; todas, terriblemente feas. Juzgándose víctimas de un encantamiento, echaron a correr detrás de Simeón, sollozando y gritando: «Salo, Salo, desátanos.» Y como lograsen alcanzarle, juraron que no le Soltarían hasta que él desatase sus ojos. El santo viejo decía, riendo a mandíbula batiente: «¡Dios mío, qué guapas que estáis! ¡Vais a ser la admiración de todas las gentes!
Pero, en fin, si os empeñáis, enderezaré vuestros ojos torcidos con una condición.» «¿Cuál?», preguntaron las muchachas. «Que os dejéis besar en vuestros ojos deformes.» Algunas ofrecieron su rostro dócilmente, y recobraron su belleza anterior; pero otras rehusaron dejarse tocar por aquel viejo de luenga y sucia barba; mas, cuando vieron que sus compañeras miraban normalmente y que ellas continuaban en su estrabismo, se lanzaron en persecución del varón de Dios, llorando amargamente y diciendo: «Detente, Salo, detente; bésanos a nosotras también.» Y era de ver el espectáculo del anciano y las muchachas corriendo a través de la ciudad. Las gentes salían a las ventanas diciendo: «Mirad cómo se divierten con él.» Pero otras decían: «Es que también ellas se han vuelto locas.» Cuando Simeón llegó a su cueva, atrancó fuertemente, para librarse de las importunas. «Ten compasión de nosotras», decían ellas desde el exterior. Y él contestaba: «Es la voluntad de Dios que tengáis ese defecto; de lo contrario, seríais las mujeres más perversas de Siria.»
Como era natural, siempre que se celebraba alguna fiesta en alguna casa aristocrática, un bautizo, una boda o un aniversario, Simeón figuraba entre los invitados. Veíasele entonces entre la servidumbre derrochando su ingenio, animando las reuniones y echando su grano de mostaza en medio de la miel de las alegrías. Y sucedió que en cierta ocasión una criada de una matrona muy respetable apareció próxima a dar a luz, y corrió entre las gentes que el Salo la había inducido a pecar.
—Muy bien, abad Simeón—le dijo el ama una mañana, viéndole aparecer a su puerta—; ¿sabes en qué estado dejaste a la muchacha?
Y él, inclinando la cabeza hacia su mano derecha y recogiendo los cinco dedos, respondió:
—Vamos, vamos, infeliz; ya llegará su día y tendrás un pequeño Simeón.
Y desde aquel día vio al Salo venir con exquisitos manjares y presentárselos a la muchacha, diciendo:
—Come, come, mujercita mía.
Mas he aquí que un día, al verle venir con la comida, salió a su encuentro la señora y le dijo:
—Ruega al Señor, buen abad, por que tu mujer no puede dar a luz.
Al oír esta noticia, Simeón exclamó dando saltos:
—¡Jesús, Jesús, pobrecita! Pero el remedio es fácil: que diga quién es el padre de la criatura, y pasará el peligro.
Puesta en los trances de la muerte, la criada confesó la calumnia.
Casos como éste eran para echar por tierra la sabia estrategia espiritual del sublime idiota; y, sin embargo, no es único. Otro día, Simeón recorrió los pórticos de la plaza, golpeando con su bastón las columnas y diciendo: «Firme, firme.» Todos entonces se rieron de él, pero al poco tiempo (588) sobrevino un terremoto que hizo grandes estragos en la ciudad; y entonces se advirtió que sólo las columnas golpeadas por el loco habían quedado en pie. «Ráfagas de luz en una cabeza destartalada», decían unos. «Pobre instrumento de los demonios», murmuraban otros. Y él se encargaba de favorecer estas interpretaciones. Empezó a susurrarse que durante la cuaresma no probaba un solo bocado, y ya las gentes empezaban a mirarle con veneración, cuando un Jueves Santo apareció a la puerta de la basílica comiendo carne cruda con la voracidad de un oso. Se hablaba también de su amor con los pobres. Pedía limosna para ellos, y nunca le faltaban cinco sueldos para remediar una necesidad. Hasta se le vio preparar espléndidos banquetes en la plaza pública para los mendigos más miserables. Pues bien: se arregló de tal modo, que hizo creer que gastaba en vicios el dinero que le daban.
—¿Quieres ser mi amiga?—peguntaba delante de la multitud a una mujer de mal vivir.
—¿Y cuánto me vas a dar?—inquirió ella. Y él respondía:
—Cincuenta sueldos para empezar, y después la vida eterna.
Más de una vez, después de unos días de conversación con el idiota, aquellas amigas se metían en un convento a hacer penitencia. Pero no todas eran igualmente dóciles. Burlábanse un día dos de ellas de Simeón, una arrastrándole del ceñidor y otra azotándole, cuando se presentó un conde, que venía atraído por la fama del Salo. En cuanto Simeón le vio, dió un salto, se acercó al magnate, le pegó una bofetada, y tirando al aire su manto, se puso a danzar, diciendo:
—Vamos, hombre, a jugar, que la cosa es muy seria. Y el conde se marchó riendo y pensando: «No hay duda: este hombre está loco.»
Salo, Salo, era la palabra que Simeón llevaba en su frente, debajo de la corona de palmas que le ceñía la cabeza. Y él estaba contento de poder conservar el envidiable incógnito. Él mismo se veía como un loco, como un juglar, como un bufón del Rey del paraíso. Porque aquello, ciertamente, era muy serio; era un drama terrible en que se jugaba su propia felicidad. Los juegos dé ingenio eran luminarias de su camino; los acrobatismos eran saltos hacia la conquista del reino. Para sus compatriotas, aquella vida no tenía sentido. Algún lector timorato podrá pensar que se escandalizaban. No; Simeón había logrado la libertad completa del que ya no puede hacer tropezar a sus semejantes. «!Cosas del loco!», decían los hombres. «¡Cosas de Dios», replicaban los ángeles; los ángeles, que le conocían muy bien, porque si los hombres le veían reír de día, ellos le veían llorar de noche, y escuchaban su oración inflamada, y se arrodillaban junto a su lecho de sarmientos, estremecido por los ímpetus del amor. Ellos fueron los que una mañana, cuando Simeón acababa de dar felizmente el salto definitivo, inundaron su gruta de luces y armonías, y entonces supo Emesa que la locura del Salo había sido la suprema sabiduría.
—Oye, amigo Simeón—dijo uno de ellos, al pasar cerca de una multitud de pequeñas construcciones que se levantaban en torno a otra más suntuosa que tenía aspecto de iglesia—, ¿sabes quiénes habitan en esas cabañas? —¿Quiénes?—preguntó el interpelado—. Angeles de Dios, —¿Y no podemos ir a verlos?
—Podemos, con la condición de hacernos como ellos.
—Pues vamos allá.
—¿Y tu madre, mi querido Simeón?
—¿Y tu mujer, mi querido Juan? Habían llegado al cruce de dos caminos.
—¿Qué hacemos?—preguntó de nuevo uno de los jóvenes—. Mira, por aquí se va al Jordán; por aquí, al monasterio.
Por toda contestación, el otro saltó del caballo. El compañero le imitó.
—Adelantaos—dijeron a los siervos que les acompañaban—; uníos a la multitud, que nosotros seguiremos a pie.
Los dos muchachos permanecieron unos instantes indecisos, mirándose con gesto de interrogación. «¿Y tu mujer?», parecía decir el uno. «¿Y tu madre?», debía de responder el otro. Convinieron al fin en explorar la voluntad divina; se arrodilló cada uno a la entrada de uno de los caminos, y resolvieron jugar su destino a los dados. El que ganase debía atraer a su compañero al camino en que se encontraba.
—Ocho puntos por el camino de la muerte—exclamó Juan, dejando caer los dados.
—Diez puntos por el camino de la vida—dijo Simeón, después de jugar a su vez.
El camino de la vida era el suyo; es decir, el del monasterio. Por él echaron a andar los dos amigos, y a los pocos minutos llegaban a la laura del Gerásimo. La puerta estaba abierta, y el abad Nicón, sentado en el umbral, parecía aguardarles.
—¿Qué queréis?—preguntó gravemente.
—Hacernos monjes—respondieron ellos.
—¿Vuestra patria?—volvió a decir el abad,
—Somos sirios, de Emesa, noble ciudad que se alza entre Damasco y Antioquía.
—La conozco—replicó el anciano—, y siendo joven me bañé en el Orontes, que la atraviesa, y que arrastra arenas de oro, según dicen, aunque yo nunca logré hallar en él más que arenas de arena.
Y el buen abad empezó un largo discurso en que venía a decir que era inútil buscar tesoros más que en el claustro, y que allí los había encontrado él con una abundancia maravillosa. «Amable es—añadió—la hermosura de la juventud, pero nada puede compararse a la hermosura de Cristo, el Esposo celeste, de quien está escrito: Hermoso es sobre todos los hijos de los hombres. Si un rey terreno os llamase para haceros del número de sus patricios, ¿acaso no lo dejaríais todo para consagraros a servirle en la guerra o en la paz? Pues esto es lo que hace hoy con vosotros el rey del Cielo.»
No obstante, quiso el abad probar a los dos postulantes, y con este fin les dijo que debían estar por lo menos un año con el traje que vestían al llegar al monasterio. Los dos muchachos se llenaron de pesadumbre; pero tuvieron una respuesta admirable:
—Padre mío—dijo Simeón—, haz conmigo lo que quieras; pero te ruego que vistas cuanto antes el hábito a mi compañero, porque se acaba de casar con una mujer rica y hermosa a quien ama apasionadamente.
Al poco tiempo llegaba Juan a los pies del abad, y le decía:
—Por lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a aguardar todo lo que sea necesario; pero tengo miedo por este compañero mío, que sólo tiene a su madre en el mundo, una pobre vieja que le quería tanto que no podía separarse de él ni de día ni de noche.
Viendo el venerable Nicón tanta obediencia, unida con tanta caridad, tomó las tijeras, tonsuró a los dos jóvenes y les vistió el hábito monacal.
Al poco tiempo, los dos amigos, deseosos de más alta perfección, consiguieron del abad que les permitiese marcharse al desierto; y pasando al otro lado del Jordán, encontraron un lugar deshabitado, donde brotaba un hilo de agua y crecían unas hierbas que, según el hagiógrafo, eran hasta sabrosas y delicadas. Allí los dos ermitaños hicieron sus ermitas, a una distancia conveniente para no molestarse cuando rezaban los salmos o tenían sus arrebatos místicos. Porque uno y otro se vieron pronto favorecidos por visiones y revelaciones con que el Cielo quería recompensar su generosidad. De esta manera, vio Simeón a su madre entre los coros de los bienaventurados; y así conoció Juan que su esposa, cansada de esperarle en la tierra, se había marchado a las regiones donde el amor no se acaba. Fue un gran alivio para ambos, porque desde que habían entrado en el desierto no se habían puesto a orar sin que el recuerdo de la madre o la imagen de la esposa se les presentase delante, atormentándoles el corazón.
Y un día, después de muchos años de vida anacorética, Simeón invitó a su compañero a comer un plato de aquellas hierbas exquisitas, y durante la colación le dijo:
—Padre y hermano mío, he pensado que aquí ya no adelantamos nada, y que es mejor volvernos al mundo para salvar almas.
Juan le escuchaba con asombro y meneaba la cabeza, pero Simeón lanzaba como flechas un cúmulo de textos paulinos que durante los días anteriores habían girado por su cabeza.
—Me temo—dijo al fin Juan—que Satanás ha tenido envidia de nuestro reposo, y ha venido a meterte en esta peligrosa aventura.
—Nada temas, hermano—replicó Simeón—; no salgo por mi propia voluntad, pues aquí soy feliz; es Dios quien me envía.
—Oremos, no obstante, amigo mío—volvió a decir su compañero—; porque el padre de las tinieblas es muy astuto, y a veces toma la figura de un ángel de luz.
Y oraron toda la noche, y ya amanecía cuando Juan se levantó y con los ojos arrasados en lágrimas dijo a su amigo:
—¿Cuál es tu proyecto?
—Jugar con el mundo—replicó Simeón.
—Vete, vete, hombre de Dios—dijo Juan—. Dios tiene muchos caminos para confundir la sabiduría de este mundo.
Y después de un largo rato, separáronse los dos anacoretas.
Desde este momento, Simeón va a aparecer en medio del mundo, a semejanza de un filósofo cristiano; como un sabio que, iluminado por una celeste filosofía, ha encontrado la manera de orar, riendo la demencia de los hombres, o, si se quiere, reírse de ella llorando. No dejaba de comprender lo difícil de su empresa; y para implorar la gracia divina, hizo un viaje a Jerusalén. Tres días permaneció delante del Santo Sepulcro, pensando en los peligros que podía encontrar en su nueva vida. No temía, ciertamente, el atractivo de los exquisitos manjares; nunca había tenido esa tentación, y dispuesto estaba a prescindir de todo alimento si Dios le hubiera concedido esa gracia. Tampoco le importaban mucho los encantos de las mujeres; al principio de su vida religiosa había sufrido asaltos terribles de la concupiscencia que le llenaban de terror y de angustia. Un día caminaba como frenético por los alrededores del cenobio cuando se encontró con el venerable abad Nicón.
—¿Qué te pasa, hombre?—le dijo el anciano.
—Que esta carne no me deja descansar—respondió Simeón.
Entonces el abad sonrió benignamente, cogió a su discípulo de la mano, y, llevándole al Jordán, roció su cuerpo con el agua sagrada en que había sido bautizado el Señor. «Desde aquel día—juraba Simeón—no he vuelto a sentir la llama del cuerpo.» Pero el amor propio no estaba domado todavía: aquella maldita soberbia de la virtud, aquel deseo de que hablasen bien de él, de que le llamasen el asceta, el abstinente, el santo, el privilegiado de Dios, jamás había abandonado ni al novicio, ni al profeso, ni al monje, ni al solitario. Él se humillaba, se despreciaba, llegaba a los mayores excesos en el odio de sí mismo; pero en el fondo de su ser seguía enroscada la serpiente abominable, que le decía: «¿Quién tiene como tú el espíritu del Evangelio? ¿Quién guarda como tú las tradiciones de los solitarios? ¿Es que el abad Nicón ha conseguido tanta santidad?» Y ahora el terrible luchador temblaba pensando: «Vas a convertir a las gentes; pero si las gentes saben que haces algo por Dios, que tienes una centella de amor de Dios, ¿no corres peligro de que ellas te conviertan a tí con el humo de las alabanzas?» Pero no; ya sabría él hacer que le tuviesen por un pecador, por un juerguista, por un necio, por un loco...
Algunos días después, Simeón se encontraba de nuevo en Emesa, la ciudad de su infancia. Desde el primer momento había conseguido que todos sus compatriotas le llamasen el Tonto, el Salo, como se dice en lengua siríaca. Era inagotable su ingenio para descubrir constantemente nuevas hazañas de locura. Cuando iba a entrar en la población, vio un perro muerto que había en un estercolero, ató a una pata el ceñidor de esparto que llevaba, y, arrastrando aquel cadáver hediondo, echó a correr por calles y plazas, seguido de una multitud de muchachos que gritaban y reían y lanzaban toda suerte de inmundicias. El primer domingo después de su llegada llenó de nueces los bolsos de su túnica, y, habiendo ido a la basílica más concurrida, empezó a arrojarlas hacia el altar, con tan buen tino, que apagó todas las velas. Quisieron echar mano de él, pero él se subió al púlpito, y desde allí lanzó sobre las mujeres las nueces que le quedaban. Ante aquel espectáculo, unos reían, otros gritaban indignados, otros acometían al intruso con bastones y puños levantados. Después de muchos esfuerzos, lograron expulsarle de la iglesia; pero al salir echó por el suelo las mesas de los panes y pasteles que se vendían a la puerta para ofrecerlos durante la misa. Llenos de ira, los vendedores cayeron sobre él y le dejaron en el suelo medio muerto. Al caer sobre su cabeza la lluvia de los golpes, él decía sonriendo: «¡ Pobre Simeón, a este paso, pronto se llega al sepulcro!»
Compadecido de él, se le acercó poco después un tabernero, diciendo:
—Veo, señor abad, que andas rodando de una parte a otra; ¿quieres venir a mi casa?
—¿Y qué voy a hacer en tu casa?—preguntó Simeón.
—Podrás vender legumbres o hacer lo que te mande el ama.
—Perfectamente—replicó el monje, tendiendo la mano al tabernero para que le ayudara a levantarse.
Pusiéronle a vender altramuces, habas, guisantes y lentejas; pero él, en vez de vender, distribuyó todas las existencias a los pobres, o se las comió él mismo crudas, pues hacía una semana que no había probado el menor alimento.
—Pero, ¿de dónde nos has traído a este abad?—dijo la mujer del tabernero a su marido—; si sigue tragando como hasta ahora, ya podemos cerrar la tienda.
El tabernero se dirigió a su sirviente, y viendo todas las cestas vacías, preguntó:
—¿Ya lo has expendido todo?
—Todo—replicó el monje.
—¿Y el dinero?
—El dinero—respondió, muy serio, Simeón—lo tienes bien guardado en los tesoros celestes.
—Déjame de tesoros celestes—rugió el hombre—; dame los cuartos, o te muelo las espaldas.
—Yo creía que eras cristiano—explicó Simeón, tranquilamente—, y por eso les di a los pobres tu mercancía, encargando a Dios que te pagase; pero veo que te empeñas en perderlo todo.
El tabernero, que, no obstante, tenía fe, se retiró sin descargar los golpes prometidos.
—Convendría echar de aquí a ese hombre—dijo luego a su mujer.
—Así he pensado yo—repuso ella—; pero, por otra parte, nuestra parroquia se aumenta desde que está entre nosotros. He oído que es frecuente escuchar por las calles estas palabras: «Vamos a la taberna del Salo.»
Efectivamente, la taberna estaba siempre llena. Las gentes iban a beber, pero más aún a escuchar las agudezas de Simeón, que tenía para todos su frase ingeniosa, mordaz, amable o maliciosa. Nadie como él tuvo el arte de envolver una enseñanza en una burla. Ningún rey tuvo un bufón tan divertido, a la par que instructivo. A veces, tomaba una guitarra, se subía a una cuba y empezaba a cantar el vino; pero cuando veía al público más entusiasmado, se desataba en injurias y amenazas, que nadie sabía si habrían de tomarse en broma o en serio:
—Sois unos borrachos—gritaba, gesticulando frenéticamente—; sois unos charcos inmundos; bebed, bebed pronto, porque todos estáis destinados al infierno, donde la sed será vuestro tormento. Entonces gritaréis: Salo, Salo, dame un vaso de vino; pero el vino no volverá a mojar vuestras gargantas.
—¡Qué bien habla el necio!—comentaban algunos, casi emocionados; y entonces el necio tomaba una copa, y decía:
—¡A vuestra salud!
Un día la tabernera le dijo:
—Tráeme un poco de fuego.
Simeón corrió a la cocina y cogió unas brasas en la mano.
—¡Pero, hombre!—le dijo el tabernero, viéndole pasar por entre los pellejos—. ¿No ves que te vas a quemar?
—Pues no, no me quemo—respondió él—; pero si te parece, echaré las ascuas en el manto.
Y con las ascuas en el manto llegó a donde le aguardaba la mujer. Desde entonces observó Simeón que sus amos le trataban con el mayor respeto. «¿Se habrán creído que soy un santo?», pensó dentro, de sí; y un día, mientras el tabernero servía a los parroquianos, se coló en la habitación donde dormía la tabernera, y sin decir palabra, empezó a desnudarse. Ella dió voces, y llamando a su marido, le dijo:
—Echa de aquí a este santo; ¿ves lo que ha querido hacer?
Arrojado a puntapiés, Simeón rodó las escaleras abajo y no paró hasta la calle.
Desde entonces, su habitación fue una gruta que había en las cercanías de la ciudad. De allí salía todas las mañanas para reunirse a la multitud que paseaba por los soportales o se agitaba en la plaza. No tardaba en verse rodeado de curiosos, a quienes tan pronto hacía reír con los mayores despropósitos como reflexionar con las más profundas sentencias. Hablaba con crudeza, reprendiendo los vicios y revelando entre carcajadas los secretos más inconfesables. «Es un cínico», decían unos. «Es un brujo», murmuraban otros. «Es un loco», replicaban los demás. «Habéis acertado—añadia él—; soy un loco, un farsante, un titiritero; y si no, mirad.» Y daba un salto formidable, o se ponía a andar al caricojo, o gesticulaba de una manera grotesca, o decía palabras sin sentido, o empezaba a lanzar piedras contra los perros. Cuando salía la luna, se le veía arrojarse por tierra, lanzar espuma por la boca y levantar los puños, colérico y amenazador. Y gozaba si oía decir a los circunstantes; «Es un lunático.» A veces se ponía delante de un pasajero, gritando:
«¡Atrás! No corras a la muerte.» Era como la conciencia pública de la población de Emesa. Al amanecer y al anochecer recorría las calles con una corona de hojas de palmera en la cabeza y en la mano una rama de laurel; y pasaba pregonando: «¡Victoria al rey y a la ciudad!» Solía también llevar colgadas del cuello sartas de ajos y de uvas, con las cuales untaba en la cara a las jóvenes más orgullosas de su belleza. En las grandes fiestas, en medio de los regocijos populares, aparecía su figura demacrada, hirsuta y terrible, a pesar de las bufonadas. Aparecía en el circo lo mismo que en el foro y en el templo. Un día estaba todo el pueblo reunido en el teatro, y en el momento en que un comediante empezaba a representar una acción inmoral, Simeón sacó una piedra del bolso y la arrojó al escenario con tal habilidad, que dejó manco al pobre comediante. Pero a la noche siguiente presentóse a él diciendo:
—¿Quieres sanar?
—Sí—respondió el enfermo.
—Pues prométeme que no has de volver a pisar las tablas.
El cómico prometió cuanto se le pedía, y Simeón le curó haciendo la señal de la cruz.
Pero antes de pasar adelante, es preciso decir algo sobre el carácter de esta maravillosa historia. En toda la inmensa colección hagiográfica de los Bolandos hay pocas tan peregrinas, por no decir ninguna. Así lo reconoce el erudito jesuíta encargado de editarla, traducirla y prologarla. Y añade: «En este anacoreta singular veo retratados a la vez a los dos filósofos antiguos Demócrito y Heráclito, pero bautizados y transformados por la doctrina evangélica. Nadie probó más sabiamente que despreciaba al mundo; nadie más ingeniosamente se burló llorando o lloró riendo sus locuras como este loco sublime, que, para decirlo con palabras del Apóstol, parece haberse propuesto humillar la sabiduría de los sabios y confundir la prudencia de los prudentes, mereciendo el elogio que de él hace el martirologio romano: «Hízose necio por Cristo, pero Dios reveló con milagros su alta sabiduría.» Vivía en un tiempo de decadencias y extravíos en el Orden de los cenobitas y los anacoretas. No faltaban, ciertamente, monjes austerísimos que llegaban a eclipsar con sus penitencias las austeridades de los primeros discípulos de Pacomio y Basilio; pero la vanagloria era con frecuencia el móvil de aquellos esfuerzos admirables. Batir el récord en el ayuno, llegar casi a suprimir el sueño, practicar excesos ruidosos de penitencia, confundir la castidad con el odio a la mujer, llevar el desprecio del mundo hasta el olvido de la gratitud y el respeto debidos a los padres; tal era el ideal de aquella virtud, más pagada de los aplausos y las alabanzas que de la recompensa prometida a los humildes de corazón. San Juan Clímaco decía que el orgullo del espíritu era la bestia más feroz de los desiertos. Como reacción contra estos extravíos, encontramos en San Simeón esa preocupación constante de encubrir su santidad bajo el velo despreciable de la locura. Movido por el impulso del Espíritu Santo, sale de la soledad y se mezcla de nuevo con los hombres, dispuesto a buscar todas las ocasiones imaginables de infamia y a desconcertar a sus conciudadanos, dejándoles en suspenso entre la virtud y la necedad, el ridículo o la admiración. No se trata de un mito edificante, sino de una figura histórica de relieves precisos, que tiene como marco aquel siglo vI, iluminado por el brillo del Imperio de Justiniano. Nace Simeón hacia el año 522; se retira al desierto a la edad de treinta años; vuelve a su patria en 582; allí combate a los origenistas; vence a los acéfalos, reprime la audacia de los judíos, confunde a los encantadores y muere al finalizar el siglo. Veinte años más tarde, escribe su vida el arzobispo de Chipre, Leoncio, cuya probidad alabaron los Padres del segundo Concilio de Nicea. Y él no hizo más que reproducir «lo que le contó, poniendo a Dios por testigo, un hombre insigne por sus virtudes, el amador de Dios, Juan, diácono de la ciudad de Emesa, que con la gracia de Dios, abundante en él, comprendió las obras maravillosas del anciano».
Hasta para hacer milagros, Simeón tenía un sistema que desconcertaba a todos cuantos los presenciaban. Pasaba una vez por un barrio donde danzaba un corro de muchachas. Alegres de verle, ellas le rodearon, y con familiaridad excesiva le tiraron de la barba, le cogieron el ceñidor y se empeñaron en que ocupase un puesto en la rueda. Él cruzó los brazos, clavó los ojos en el Cielo, y murmuró una breve oración. En el mismo instante, todas aquellas jóvenes advirtieron que no podían mover los ojos. «Pero ¿qué te pasa?», se decían unas a otras. «¿Y a ti?... ¿Y a ti?... ¿Y a ti?....» Todas se habían vuelto estrábicas; todas, terriblemente feas. Juzgándose víctimas de un encantamiento, echaron a correr detrás de Simeón, sollozando y gritando: «Salo, Salo, desátanos.» Y como lograsen alcanzarle, juraron que no le Soltarían hasta que él desatase sus ojos. El santo viejo decía, riendo a mandíbula batiente: «¡Dios mío, qué guapas que estáis! ¡Vais a ser la admiración de todas las gentes!
Pero, en fin, si os empeñáis, enderezaré vuestros ojos torcidos con una condición.» «¿Cuál?», preguntaron las muchachas. «Que os dejéis besar en vuestros ojos deformes.» Algunas ofrecieron su rostro dócilmente, y recobraron su belleza anterior; pero otras rehusaron dejarse tocar por aquel viejo de luenga y sucia barba; mas, cuando vieron que sus compañeras miraban normalmente y que ellas continuaban en su estrabismo, se lanzaron en persecución del varón de Dios, llorando amargamente y diciendo: «Detente, Salo, detente; bésanos a nosotras también.» Y era de ver el espectáculo del anciano y las muchachas corriendo a través de la ciudad. Las gentes salían a las ventanas diciendo: «Mirad cómo se divierten con él.» Pero otras decían: «Es que también ellas se han vuelto locas.» Cuando Simeón llegó a su cueva, atrancó fuertemente, para librarse de las importunas. «Ten compasión de nosotras», decían ellas desde el exterior. Y él contestaba: «Es la voluntad de Dios que tengáis ese defecto; de lo contrario, seríais las mujeres más perversas de Siria.»
Como era natural, siempre que se celebraba alguna fiesta en alguna casa aristocrática, un bautizo, una boda o un aniversario, Simeón figuraba entre los invitados. Veíasele entonces entre la servidumbre derrochando su ingenio, animando las reuniones y echando su grano de mostaza en medio de la miel de las alegrías. Y sucedió que en cierta ocasión una criada de una matrona muy respetable apareció próxima a dar a luz, y corrió entre las gentes que el Salo la había inducido a pecar.
—Muy bien, abad Simeón—le dijo el ama una mañana, viéndole aparecer a su puerta—; ¿sabes en qué estado dejaste a la muchacha?
Y él, inclinando la cabeza hacia su mano derecha y recogiendo los cinco dedos, respondió:
—Vamos, vamos, infeliz; ya llegará su día y tendrás un pequeño Simeón.
Y desde aquel día vio al Salo venir con exquisitos manjares y presentárselos a la muchacha, diciendo:
—Come, come, mujercita mía.
Mas he aquí que un día, al verle venir con la comida, salió a su encuentro la señora y le dijo:
—Ruega al Señor, buen abad, por que tu mujer no puede dar a luz.
Al oír esta noticia, Simeón exclamó dando saltos:
—¡Jesús, Jesús, pobrecita! Pero el remedio es fácil: que diga quién es el padre de la criatura, y pasará el peligro.
Puesta en los trances de la muerte, la criada confesó la calumnia.
Casos como éste eran para echar por tierra la sabia estrategia espiritual del sublime idiota; y, sin embargo, no es único. Otro día, Simeón recorrió los pórticos de la plaza, golpeando con su bastón las columnas y diciendo: «Firme, firme.» Todos entonces se rieron de él, pero al poco tiempo (588) sobrevino un terremoto que hizo grandes estragos en la ciudad; y entonces se advirtió que sólo las columnas golpeadas por el loco habían quedado en pie. «Ráfagas de luz en una cabeza destartalada», decían unos. «Pobre instrumento de los demonios», murmuraban otros. Y él se encargaba de favorecer estas interpretaciones. Empezó a susurrarse que durante la cuaresma no probaba un solo bocado, y ya las gentes empezaban a mirarle con veneración, cuando un Jueves Santo apareció a la puerta de la basílica comiendo carne cruda con la voracidad de un oso. Se hablaba también de su amor con los pobres. Pedía limosna para ellos, y nunca le faltaban cinco sueldos para remediar una necesidad. Hasta se le vio preparar espléndidos banquetes en la plaza pública para los mendigos más miserables. Pues bien: se arregló de tal modo, que hizo creer que gastaba en vicios el dinero que le daban.
—¿Quieres ser mi amiga?—peguntaba delante de la multitud a una mujer de mal vivir.
—¿Y cuánto me vas a dar?—inquirió ella. Y él respondía:
—Cincuenta sueldos para empezar, y después la vida eterna.
Más de una vez, después de unos días de conversación con el idiota, aquellas amigas se metían en un convento a hacer penitencia. Pero no todas eran igualmente dóciles. Burlábanse un día dos de ellas de Simeón, una arrastrándole del ceñidor y otra azotándole, cuando se presentó un conde, que venía atraído por la fama del Salo. En cuanto Simeón le vio, dió un salto, se acercó al magnate, le pegó una bofetada, y tirando al aire su manto, se puso a danzar, diciendo:
—Vamos, hombre, a jugar, que la cosa es muy seria. Y el conde se marchó riendo y pensando: «No hay duda: este hombre está loco.»
Salo, Salo, era la palabra que Simeón llevaba en su frente, debajo de la corona de palmas que le ceñía la cabeza. Y él estaba contento de poder conservar el envidiable incógnito. Él mismo se veía como un loco, como un juglar, como un bufón del Rey del paraíso. Porque aquello, ciertamente, era muy serio; era un drama terrible en que se jugaba su propia felicidad. Los juegos dé ingenio eran luminarias de su camino; los acrobatismos eran saltos hacia la conquista del reino. Para sus compatriotas, aquella vida no tenía sentido. Algún lector timorato podrá pensar que se escandalizaban. No; Simeón había logrado la libertad completa del que ya no puede hacer tropezar a sus semejantes. «!Cosas del loco!», decían los hombres. «¡Cosas de Dios», replicaban los ángeles; los ángeles, que le conocían muy bien, porque si los hombres le veían reír de día, ellos le veían llorar de noche, y escuchaban su oración inflamada, y se arrodillaban junto a su lecho de sarmientos, estremecido por los ímpetus del amor. Ellos fueron los que una mañana, cuando Simeón acababa de dar felizmente el salto definitivo, inundaron su gruta de luces y armonías, y entonces supo Emesa que la locura del Salo había sido la suprema sabiduría.
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