El Beato Nicolás es uno de los ocho franciscanos martirizados en Damasco la noche del 9 al 10 de julio de 1860. Nació en Aguilar de la Frontera (Córdoba) el 10 de septiembre de 1830. Después de una juventud laboriosa y piadosa, y de prepararse en distintos lugares para el sacerdocio, vistió el hábito franciscano en el Colegio para misioneros de Tierra Santa de Priego (Cuenca) el 14 de julio de 1856. Recibió la ordenación sacerdotal en 1858, de manos de Mons. Luis Amigó, y desembarcó en Jafa en febrero de 1859. Pronto lo enviaron a Damasco a aprender el árabe, y allí lo sorprendió la revuelta de turcos y drusos que segaron las vidas de los frailes de aquella comunidad. Fueron beatificados por Pío XI en 1926.
En el archivo del Colegio de Misioneros Franciscanos de Santiago de Compostela se conserva un cuaderno, en el que hay copiadas diecisiete cartas del B. Nicolás María de Jesús Alberca, martirizado en Damasco con otros siete franciscanos el año 1860. Seis fueron publicadas por el primer biógrafo de los mártires damascenos, P. Sáenz de Urturi,1 y por el P. Samuel Eiján las restantes.2 Entre tanto, el P. Atanasio López enriquecía la colección epistolar del B. Alberca con otras cinco cartas, autógrafas, por él halladas en la Biblioteca Nacional de Madrid y publicadas en esta misma revista en 1921.3
A estas veintidós cartas añadimos ahora cinco más. Se hallan copiadas en un cuaderno sin paginar, archivado en el convento franciscano de San Buenaventura, de Sevilla. Tienen el siguiente título: Copia de las cartas originales del venerable P. Fr. Nicolás María Alberca. Las cartas son diecisiete, como en el de Santiago, pero las cinco primeras de éste faltan en aquél, de suerte que la primera del cuaderno del archivo de San Buenaventura corresponde a la sexta del compostelano, siguiendo la correlación hasta la novena y decimocuarta, respectivamente. (...)
Como preámbulo a la publicación de las cartas del Beato pretendemos en las páginas que siguen trazar un bosquejo de su fisonomía espiritual. La primera carta está fechada el 10 de octubre de 1854, y el 1 de marzo de 1860 la última. Escritas de los 24 a los 30 años, a la edad por tanto en que el hombre ha logrado su completo desarrollo, ofrecen -creemos- una base segura para intentarlo.
Tres rasgos de la personalidad del Beato resaltan vigorosamente en su correspondencia.
En primer lugar, el conjunto de dotes naturales con que le adornó el cielo: inteligencia no vulgar, voluntad tenaz y decidida, índole bondadosa y sencilla. Luego, el sello sobrenatural que llevan grabado sus miras y acciones. Se mueve a impulsos del ideal, el de hacer en todo y por todo la voluntad de Dios. Y, por último, su vocación y su constante esfuerzo por realizarla, y veladamente -con claridad a la luz de los testimonios de sus amigos- el profético presentimiento del martirio.
No se dan, claro está, estos elementos escalonados cronológicamente, sino vitalmente entrelazados en armónica compenetración y realización sincrónica. Sus cualidades naturales están perfeccionadas por la acción de la gracia con la que Nicolás María colaboró fielmente, espoleado en cada instante por el llamamiento de Dios a una mayor perfección, que columbraba coronada con el martirio. Por ello, es difícil en la exposición separarlos enteramente, ni se pueden seleccionar los pasajes de sus cartas con criterio tan discriminador que los que se aducen en apoyo de una afirmación no puedan traerse con igual fuerza en apoyo de otra. No hemos recogido tampoco todos los trozos, sino los que nos han parecido más importantes. Y, si a veces son largos, servirán para descubrir al lector detalles sobre los que directamente no hemos llamado su atención.
I.- SUS DOTES NATURALES
A los 25 años Nicolás María lograba decir cuanto quería, si no con elegancia y a veces ni con la necesaria corrección, sí con la suficiente claridad para acreditarle de inteligencia despierta y aprovechada; detalle digno de registrarse en quien como él tuvo una formación intelectual discontinua y marginal. Cursó las primeras letras con aprovechamiento, según asegura un compañero de infancia. Mas luego, teniendo que trabajar para ganarse el sustento cotidiano, sólo pudo estudiar a ratos perdidos. Para poderse dedicar por completo a los libros, hubo de esperar hasta después del noviciado, es decir, a los 26 años cumplidos.
De esta época final de su corta vida es el único testimonio oficial que conocemos de su aprovechamiento en los estudios; es de sus profesores en el Colegio de Priego, que le calificaron de «muy bueno».
A la vivacidad intelectual, se unía en Nicolás María la reflexión. Notable es la seguridad y aplomo con que aconseja a su madre en asuntos familiares. Si su madre se ve obligada en justa defensa a litigar ante los tribunales, le advierte que antes reflexione y considere bien la cosa no sólo en su aspecto moral sino también en el técnico. Lo primero es ver si la ley le apoya y si hay, por ende, probabilidades de ganar el pleito y luego enfocar debidamente la demanda, pues «casi es regla general -escribe- que el buen éxito de un pleito estriba en haberlo antes entablado bien».
Con amplitud de visión considera el problema de la enseñanza. En nuestra patria estaba abandonada entonces en muchos pueblos desde el cierre general de conventos el año 1836. Y se duele de que a consecuencia de ello muchos ingenios queden soterrados en la ignorancia que suele traer consigo aparejados muchos males. En concreto, se lamenta de que nadie enseñe latín en una villa tan grande como Aguilar, y así consta en su carta del 10 de septiembre de 1858. En 1845 había en Aguilar de la Frontera dos escuelas de latinidad. Entre ambas reunían 51 alumnos. Por las fechas en que escribe el Beato habrían desaparecido las dos. La villa de Aguilar contaba por aquellas fechas unos doce mil habitantes (Madoz).
Mostró la firmeza de su voluntad en el perseverante empeño que puso en el conseguimiento de su vocación. No era amigo de cruzarse de brazos ante las dificultades ni de dejar perder su derecho por un mal entendido misticismo. El siguiente hecho lo prueba suficientemente. Quiso Dios que se librara del servicio militar por un solo número. El mozo sorteado con el número anterior al suyo alegó, para librarse de la milicia, estar alimentando a su abuelo, cosa verdadera en apariencia nada más, pues sólo días antes se había ido a vivir con él para tener un pretexto, sin haberle ayudado antes absolutamente nada. Nicolás María descubrió la estratagema y el mozo de marras tuvo que aprontar para librarse una buena cantidad. De haber tenido éxito la estratagema de aquel joven, Nicolás María habría sido incluido ipso facto entre los quintos. Su contrincante no llevó a mal la justa defensa de Nicolás, antes reconoció que le asistía la razón y que él en su caso habría hecho otro tanto.
Su índole, sin embargo, era bondadosa y buena. De niño se atrajo la simpatía de maestros y compañeros. Aquéllos no tuvieron que castigarle. El cariñoso amor que siente por los suyos, madre, hermanos, parientes y amigos, es intenso, simpáticamente humano. Aprovecha todas las ocasiones para demostrarlo.
Como es natural, su madre se lleva las preferencias. Menos seis, las demás cartas que conocemos del Beato a ella van dirigidas. En ellas se puede admirar toda la belleza de su amor filial. Se inquieta cuando trascurre más tiempo del acostumbrado sin recibir noticias de su madre. Y se alegra al tenerlas o, si se lo permiten siendo novicio, escribirle. Se complace en recordarle sus buenos ejemplos; si alcanza el logro de sus santos anhelos, le dice que se debe a sus fervorosas oraciones.
Durante su permanencia en Madrid la ayudaba socorriéndola de sus ahorros. Los envíos pecuniarios le causaban más de un quebradero de cabeza por la tardanza e irregularidad del correo, servicio entonces incipiente. Unas prendas de abrigo y otros regalos para ella y sus hermanos le costaron, con los gastos de transporte, más que si las hubieran mercado en Córdoba; mas no lo hace -dice- «que así lo recibirá V. como de mi pobre mano» (12). Descubrió en la corte que el chocolate con leche sabe mejor que con agua, y se lo comunica a su madre para que lo tome así. «Y esto sea -termina- otro recuerdo que tenga V. de mí».
En el otoño de 1854 murió su cuñado Acisclo. El comentario que hace el Beato es una muestra de su acendrada caridad y de la tierna compasión que le inspiraban sus sobrinos huérfanos. [Acisclo] «ha muerto al año de morir mi hermana; veneremos los juicios de Dios, siempre justos. Encargo a todos mis hermanos que el hacer el bien por su alma nos es de tanta obligación como para María del Carmen y que todos Vds. miren por educar y mostrar cariño el más expresivo a esos pobres huérfanos, que, además de ser una obligación, es también sin duda lo más agradable a Dios». Y después de aludir al cólera reinante en Aguilar y del que probablemente había muerto su cuñado, añade dirigiéndose a su madre «Yo lo que desearé es que V. no se aflija demasiado con estos acontecimientos, sino que siga V. mostrando fortaleza de ánimo hasta la muerte, que con eso me da V. un grande ejemplo de virtud».
Para Nicolás María, la carta no era sólo un medio de dar y recibir noticias. Era, además, una manera de hacer apostolado calladamente, de enfervorizarse mutuamente en el servicio de Dios. Con suavidad, bien pidiéndoles oraciones, bien recordándoles sus ejemplos, les mueve a ir hacia Dios. No faltan en sus cartas las exhortaciones. En las que ahora publicamos puede leerse el plan de vida cristiana que traza a su sobrina María del Carmen Alberca, capullo en trance de transformarse en flor, entreabierta a los encantos de la vida, y a sus hermanos al partir para Tierra Santa.
Cariñoso también, y no menos espiritual, se muestra en las relaciones con sus amigos. Muchos y buenos supo granjearse el joven Nicolás María lo mismo en Madrid y Aguilar que en Sevilla y Córdoba. Para todos hay en su corazón un recuerdo emocionado y agradecido por los favores y aun pequeñas deferencias que ellos le prestaran. Los subidos quilates de su delicada amistad han quedado reflejados en las cinco cartas dirigidas a don Juan Hernández Cornejo y familia, de Madrid, con quienes intimó hasta el punto de considerarle y considerarse como de la familia. El 18 de julio de 1858, al acusar recibo de una carta, les dice que le fue de gran «alegría y consuelo saber que siguen buenos y considerarlos en alguna prosperidad con el nuevo Señor Arzobispo, libres, por tanto, de aquella barahúnda en que estaban antes envueltos entre tanto andaluz y de los que no era el que menos le daba que hacer el hermano Nicolás; pero, vamos! ... éste se había hecho ya tan de Vds. como Vds. suyos por medio de un cariño casi filial, y jamás se tiene por molesto lo que voluntariamente se tiene. Doy gracias a Dios por los consuelos que les concede como si los recibiese yo mismo, y pido diariamente a Dios nuestro Señor continúe derramando sobre Vds. sus gracias y, sobre todo, les infunda su santo amor, que es la mayor de las gracias que puede el hombre recibir. Esto pido con mayor confianza desde que soy sacerdote en el Santo Sacrificio, tanto para Vds. como para mis demás buenos amigos...». Al acercarse la fiesta de San Francisco felicita a doña Francisca Gorrochategui, mujer del señor Hernández, conminándola con espiritual gracejo a que no le olvide en la fiesta familiar de ese día. «Y aunque doña Francisca no se acuerde de mí al disfrutar de algún corderillo o capón que haga ese día el extraordinario yo le perdono; mas si de otro mejor Cordero no me hace participante, acordándose de mí en tan abundarte convite, en la Comunión, no le disimularé, pues no le excusa la distancia» (Ib.).
II.- EL LLAMAMIENTO DE DIOS
De las citas que preceden se deduce que el amor y cariñó, tan naturales al hombre para con quienes le están ligados por lazos familiares o de amistad, eran en el bienaventurado mártir un cariño y amor sobrenaturalizados. Tan así es que a sus padres los quería más mirándolos con el prisma de lo sobrenatural. Los amaba tanto porque «sus desvelos y conatos fueron siempre enseñarme el temor y amor de Dios, que son los únicos medios de ser siempre feliz». Le rebosaba de gratitud el alma considerando que tales «bienes no son comunes a todos, como se ve a cada paso en la mayor parte de los padres, que miran la salvación de sus hijos corno medios secundarios de su felicidad». Tenía como uno de los principales favores que Dios le había dispensado el haberle dado tales padres.
En efecto, tuvo nuestro héroe la suerte inapreciable de nacer en el seno de un hogar profundamente cristiano, cual era el formado por los esposos Manuel Alberca y María Valentina Torres. No tuvieron los padres del Beato mayor empeño que la educación cristiana de su numerosa prole ni mayor satisfacción que la de ofrecer al Señor seis de los diez hijos que de Él recibieron.
Educado en un ambiente tan cristiano y levítico no es maravilla que su alma, iluminada por la gracia del Espíritu Santo, oyese el llamamiento del Señor y generosamente lo siguiese.
Desde la niñez estuvo Nicolás María dotado de una piedad sólida y ferviente. Piedad que no se evaporó en los años difíciles de la pubertad como acaece en tantos niños, que al desprenderse de los brazos de la madre desdeñan las prácticas piadosas como cosa impropia de hombres. Los años de la pubertad y la vida de trabajo asalariado probaron que el gusto por las cosas de Dios estaba profundamente enraizado en su alma.
Terminada la instrucción primaria, se puso a trabajar, ya que la situación económica de la familia no le permitía el lujo de seguir una carrera. Empezó de dependiente en un comercio. Mas porque el empleo no le dejaba holgura para sus ejercicios piadosos lo deje y se dio a las tareas agrícolas, ayudando primero a su padre y luego a un tío suyo.
Entonces convivió y trabó íntima amistad con un primo suyo, José María Luque, de iguales inclinaciones que él. Juntos trabajaban la tierra y juntos ocupaban los ocios en actos de piedad. Por su amigo sabemos que el futuro mártir frecuentaba los sacramentos y era aficionadísimo a la lectura del Año Cristiano, entusiasmándole las vidas de los santos, en especial las gestas de los mártires. Gustaba de las dulzuras de la soledad. Al empezar cualquier obra la ofrecía a Dios y en los casos difíciles acudía a la oración, encomendándose a sus santos predilectos, cuyo patrocinio imploraba con novenas y súplicas.
Los coloquios de entrambos amigos giraban a menudo en torno al tema de sus aspiraciones. Por una parte, las ansias de ser sacerdote eran poderosísimas en Nicolás María. Por otra, su primo veía muy difícil que lo pudiese alcanzar. Y de la tenacidad con que ambos defendían sus respectivas posiciones, se originaban a veces amigables altercados. Para ser sacerdote -opinaba Luque- no contaba Nicolás María con el patrimonio exigido por las leyes canónicas y era imposible que llegara a vestir un hábito religioso, pues las órdenes religiosas estaban suprimidas desde el año 1836, gracias al ilustrado celo de los Gobiernos masónico-liberales de la época. Nicolás María reconocía gustoso toda la fuerza del razonamiento de su amigo; empero aquellas dificultades no bastaban a descorazonarle. «Como para Dios nada hay imposible -argüía el Beato- yo confío en que su Divina Majestad me dará gusto y dispondrá las cosas de tal manera que, si yo lo merezco, tengan cumplimiento mis deseos». A esto, Luque callaba reconociendo a su vez que la lógica sobrenatural a que apelaba su primo no es menos lógica que la de la razón.
No se piense, sin embargo, que el joven se cruzara bobamente de brazos, esperándolo todo de un milagro de Dios. Su carácter no se casaba bien con una actitud pasiva. Ponía en práctica lo que el 10 de septiembre de 1858 (segunda carta del apéndice) aconsejara a su madre respecto de su hermano menor, Francisco Javier, que tropezaba con los mismos obstáculos para ser sacerdote que se opusieran a su vocación. «Entre tanto que Dios demuestra claramente lo que quiere de Javier, puesto que V. no puede otra cosa, le aconsejo no deje su honrado oficio, pero al mismo tiempo no deje de abrigar su buen pensamiento, no sea que verdaderamente Dios le llame y malogre la vocación; que el tiempo que pueda lo aproveche aunque no sea más que en aprender muy bien, a fuerza de repetidos repasos, todas las reglitas latinas». A Dios rogando y con el mazo dando, parecía repetirse el mozo andaluz, decidido a poner todos los medios a su alcance para no desaprovechar por negligencia suya la oportunidad de ser sacerdote, si Dios quería que se le presentara.
Por propia iniciativa se fue con los Hermanos de las Ermitas de Córdoba, de donde le sacó su madre, que procuró se colocara en Sevilla al servicio de un religioso exclaustrado, capellán de las Teresas, con ánimo de que fuera haciendo al mismo tiempo los estudios eclesiásticos. Era una solución corrientemente adoptada entonces por los que, aspirando al sacerdocio, no podían sufragarse los gastos de la carrera.
Los diez meses que pasó en Sevilla estudió Nicolás María bajo la dirección del capellán la lengua del Lacio con gran aprovechamiento. Pero un quite amoroso probó doblemente su vocación. El Beato no había pensado nunca en mujer alguna como confesara a su primo -que le preguntaba curiosamente acerca de una determinada muchacha-, porque deseaba ser sacerdote, y no le parecía bien, por consiguiente, engañar a nadie. Mas no contaba él con la huéspeda; en este caso, la sobrina del capellán, que se enamoró ciegamente de él. Teniendo que vivir en constantes relaciones, las pretensiones de la muchacha envolvían para la vocación de Nicolás María un riesgo nada despreciable, tanto más de temer cuanto ella andaría a la caza de pretextos para manifestarle su inclinación amorosa. Con todo, el joven se mantuvo firme, desoyendo los requerimientos de la muchacha. Esta, por su parte, viendo su afecto incorrespondido, planeó vengarse. Efecto de sus manejos, el capellán terminó por descontentarse de los servicios de Nicolás María, despidiéndolo de su casa.
El despido tronzaba en lo humano las esperanzas que Nicolás María abrigaba de hacer la carrera eclesiástica. Mas no por ello se desanimó el Beato; tornó a su pueblo y a las faenas del campo, y tenaz en su resolución, continuó manejando la gramática latina para no olvidar lo aprendido, en espera de que la Providencia dispusiera otra cosa.
Mientras, Dios le iba preparando calladamente el camino con la suavidad y la fuerza tan características de su providencia. Sólo cuatro meses permaneció en Aguilar de la Frontera. Por consejo de su confesor marchó a Córdoba, donde ingresó en el noviciado de los Hermanitos del Hospital de Jesús Nazareno. En atención a sus relevantes cualidades profesó antes del tiempo reglamentario, y poco después el mismo Hospital lo envió a Madrid a representar sus intereses. Se instaló en la calle de San Justo, en una buhardilla del palacio arzobispal, que le cedieron gratuitamente. Portero del palacio era don Juan Hernández Cornejo, a quien ya conocemos. Nicolás María vivió en Madrid más de dos años: desde principios de 1854 hasta julio de 1856.
Lejos de serle impedimento la vida de la Corte, en ella precisamente encuentra el joven andaluz el ambiente en que cuaja su espiritualidad con perfiles bien definidos, adelanta su preparación intelectual con miras al sacerdocio y halla, por fin, el camino que ha de conducirle al claustro y al altar.
III.- NORMA DE VIDA: HACER LA VOLUNTAD DE DIOS.
SUS VIRTUDES
«Yo soy discípulo de la Santa Escuela de Cristo desde que estoy en la Corte», escribía el Beato el 14 de diciembre de 1855.
La «Escuela de Cristo», institución española, poco conocida hoy, alcanzó grande esplendor siglos pasados en la Península e Hispanoamérica.
Las leyes de la Santa Escuela exigían de los candidatos que fueran de natural dócil y bueno, que se hubieran ejercitado en la oración y mortificación y frecuentado los sacramentos. De todo ello debía constar por informes rigurosos.
El Beato hizo la instancia pidiendo su admisión el 25 de mayo de 1854. Y habiendo sido favorables los informes, fue admitido por unanimidad el 22 de junio siguiente. La finalidad de la Santa Escuela era promover la santificación de sus miembros, eclesiásticos y seglares, mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios, según declara el articulo primero de las Constituciones. «El instituto y fin de esta Escuela es el aprovechamiento espiritual y aspirar en todo al cumplimiento de la voluntad de Dios, de sus preceptos y consejos, caminando a la perfección cada uno según su estado y las obligaciones de él...».
El profesor F. Sánchez Castañer, al ilustrar primero que otro alguno en las páginas de esta misma Revista4 este aspecto de la vida del bienaventurado mártir damasceno, ha vislumbrado la influencia formativa que la Escuela de Cristo ejerciera en el espíritu de Nicolás María con su reglamento, con sus ejercicios de piedad y ansias de perfección que fomentaba en sus seguidores y, sobre todo, con el básico principio de buscar siempre y en todo la voluntad de Dios.
El joven andaluz la tomó por norma de su vida. Ya en la primera carta, posterior pocos meses a su ingreso en la Escuela de Cristo, citada al recordar la muerte de su cuñado, invita a su madre y hermanos a venerar los juicios de Dios siempre justos. Determinó la familia del Beato crear con la dote de su hermana religiosa ya difunta un patrimonio que le sirviera de título de ordenación. Nicolás María acoge muy agradecido el proyecto; viene en ello «si usted -escribe a su madre- y mis hermanos insisten en la idea, y, sobre todo, si es la voluntad de Dios esa, esa es también mi voluntad y muy decidida como siempre, y siempre viviré agradecidísimo a nuestro Dios y reconocido a mis hermanos, y acaso sea el mejor medio más oportuno de que disfruten y conserven esos bienes. Yo no dejo de hacer todo lo que puedo por el particular, sin embargo que no me alucine, por no tener aún seguridad de ello, por más que sean mis más ardientes deseos; y así, puesto en manos de Dios y de su Santísima Madre, todo lo espero aunque con nada cuento».
Otra vez el largo silencio de su madre le pone en un angustiado alerta, mas a la vez está resignado en Dios. «Me hace estar con algún cuidado; aunque conforme con la voluntad de Dios, cuya infinita bondad y sabiduría quiere que los mayores consuelos, que con tanta liberalidad nos dispensa en esta vida, vayan sazonados con la sal de algunos trabajillos, a fin de que vivamos desprendidos de esta vida en donde, como verdadero valle de lágrimas y lugar de destierro, no puede hallarse jamás satisfacción cumplida...». Véase con cuanto cariño le dice el 5 de enero de 1858 lo preocupado que está por su para él inexplicable silencio: «No es decible el cuidado en que me tiene su tan largo y profundo silencio sin saber a qué atribuirlo determinadamente, por más que mi imaginación discurre: tan privado me considero de sus amables y para mí tan deseadas cartas como si ya me hubiese ausentado de Europa y trasladádome a en el Asia o Africa y aún más; que en este caso ya estuviese más tranquilo haciendo a N. S. el sacrificio de no saber de mi querida madre al menos tan a menudo; pero considerando que aún no es llegado ese caso, siendo tan permitido a todo hijo amante de sus padres ansiar a saber por ellos, aún en el estado de mayor perfección, me tomo la licencia para demostrarle mi sentimiento sea cual fuese la causa de no saber de V.».
Pocos meses antes del martirio, el 1 de marzo de 1860, consuela a su madre, que siente la nostalgia de la larga ausencia del hijo y desea abrazarlo. También él quiere verla, pero si es la voluntad de Dios. «Me dice V. desea verme antes de morir, si Dios N. Señor se lo concede, y ¡quién sabe si Su Majestad se lo concederá! Yo, en verdad, también lo deseo del mismo modo y tanto para su consuelo como para el mío, mas con la dicha condición de si a Dios agrada».
Los favores que de Dios recibe le estimulan a servirle con mayor generosidad y resolución. El 14 de junio de 1856 dice a su madre que su carta le ha causado «mucho gozo, como todas las de V., pues uno de los grandes consuelos que Dios me concede es el de conservarme a mi madre, aunque tan distante, que todo lo acato en la providencia de Dios que todo lo ordena a nuestra utilidad; así nosotros debemos, en debida correspondencia, encaminar todas nuestras cosas con nosotros mismos a su honra y gloria, no de cualquier manera, sino con todos los afectos y esfuerzos de nuestro corazón; y nada más justo».
Todo lo que viene de la mano de Dios -y de la mano de Dios, que lo dispone o permite, nos viene cuanto nos sucede- hay que recibirlo con paz y aun con gozo. Hasta las adversidades, miradas desde este ángulo, pierden su sabor áspero. «En cuanto a lo demás -hablaba con su amigo Joseíto Follarat- me quedo sin saber qué decir a V. de la segunda [la primera era la muerte de su hermana religiosa] y más funesta ocurrencia que Dios permite venga a oprimir más nuestro espíritu. Verdaderamente, es golpe que a mí me lastima en gran manera, pero estoy por decirle a V. que casi me es motivo de mayor confianza en la Divina Providencia, porque aunque ese golpe se reciba de manos de hombres no cabe duda que viene inmediatamente de las de Dios, y siendo así no hay más que someterse animosa y confiadamente a su voluntad...». Dios les premiará esa sujeción y confianza. Pide para todos gran fe; la Iglesia no perecerá, pues se asienta en la palabra infalible de Jesucristo. Ella «será la única invencible, que coronará eternamente a los que la amaron y siguieron. Este es el único consuelo que yo tengo sin querer otro alguno, aunque por disposición de Dios muera de hambre, de peste, de guerra o de cualquier trabajo de los que nos amenazan... No hay más, Joseíto, mí amigo, no hay más que fe firme y esperanza constante, que esto nos dará a nosotros lo que generalmente se carece en toda la España y en toda la Europa, que es paz y alegría sólida y verdadera».
He aquí el hermoso fruto que cosechaba Nicolás María de hacer la voluntad de Dios: paz y alegría. Y prefería estos dones a todos los bienes temporales. Con motivo del pleito ya mencionado, exhorta el Beato a su madre a buscar a Dios antes que la ganancia del litigio. Por encima de todo, la conciencia y el bien del alma; luego, y en lugar secundario, el pleito. No es cosa de dejarlo de la mano, pero mírese bien si la ley le favorece y hay esperanza de triunfar. En todo caso, hay que evitar el demasiado interés, fuente de muchos pecados aun en quien tiene la razón. Por su parte, va a pedir a Dios «por el contrario, que injustamente litiga contra la caridad y la justicia, y es el que se hace más daño que el que piensa hacer; voy a encomendarlo a Nuestra Señora de la Paz para que V. ni ninguno de nosotros perdamos la paz de nuestras almas con la pérdida o la ganancia del pleito, aunque tan justamente defendido por parte de V.». El afán por que su madre no se intranquilice llega casi a la obsesión. En otra carta le repite dos o tres veces que no se inquiete. «Escríbame lo que ocurra -le dice para terminar- y no se apure V. por nada, pues por un pleito no perdamos otro pleito». No obstante su deseo de concordia, se vieron obligados a ir al pleito. Un año más tarde, el 14 de junio de 1856, augura el Beato a su madre que Dios le conceda «un buen éxito en el pleito y que todo redunde en honra y gloria de Dios».
No sabemos cuál fue el desenlace de la demanda, mas podemos afirmar que Nicolás María salvó en cualquier caso lo que apreciaba más que todos los bienes del mundo: la tranquilidad y paz del alma, que se le seguía de buscar por encima de todo la voluntad de Dios.
Las repetidas expresiones de conformidad con la voluntad de Dios no son, pues, en la pluma del Beato palabras hueras, fórmula epistolar destinada a llenar un vacío. Son voceras de un esfuerzo cotidiano en sujetar su voluntad a la de Dios y reveladoras del convencimiento de que en ello está la perfección. Por eso, al enumerar las circunstancias que hicieron bella la muerte de su hermana religiosa y para él envidiable, cuenta la de que su alma estaba «unida a su [de Dios] voluntad».
El lema de la Escuela de Cristo halló el terreno abonado en el alma de Nicolás María con los ejemplos que en su casa había recibido de su madre. «Me dice V., mi querida madre -escribe el 1 de marzo de 1860-, que le inquieta el temor de que toque la suerte de soldado a mi hermano Francisco Javier, y aunque estoy persuadido de su conformidad con la voluntad divina, en cuya providencia V. siempre encomendó a sus hijos como en segurísimo depósito, puedo asegurarle a V. no le faltará esta misma providencia divina, guardando y conservando como suyo el depósito de sus hijos que le entrega y confía». El deseo de tranquilizar a su madre más y más le impulsó a trazar un hermoso cuadro de la vida de piedad que hacían en la Corte soldados de todas las graduaciones, compañeros suyos en la Escuela de Cristo. «Muchos soldadas me servían a mí de ejemplo en el tiempo que estuve en Madrid, pues los veía diariamente ir a velar al Smo. Sacramento, al mismo tiempo que sus compañeros paseaban o se daban a los juegos ilícitos u otros pecados más feos, tan comunes en la soldadesca. Yo veía estos mismos soldados comulgar algunas veces y otras confesarse; y si iba a la Escuela de Cristo, allí los encontraba; si a los hospitales, allí estaban haciendo algún servicio o consolando a los enfermos; si a la Corte de María, lo mismo; y eran de caballería y de infantería, artilleros e ingenieros, soldados rasos, cabos, y sargentos y aun oficiales». Bien se advierte la admiración y simpatía que experimentaba por aquellos militares, admiración que había nacido y crecido al socaire de encuentros cotidianos y silenciosos ante Jesús Sacramentado. Eran amigos sin palabras. El fervor de aquellos sus amigos anónimos, que practicaban la virtud con tanta bizarría, no obstante el ambiente poco propicio de la milicia, repercutía como tácito reproche en el ánimo humilde del joven andaluz; se decía a sí mismo: «¿Qué excusa tendremos si no hacemos, al menos, lo mismo los que no seguimos el tumultuoso estado de las armas?».
Junto a su anhelo de hacer siempre la voluntad divina, descuella en las cartas del Beato Alberca el aprecio que hacía de la oración y meditación. Ya vimos que una de las cualidades de los aspirantes a la Santa Escuela era precisamente que hubieran frecuentado la meditación. Y prescribía a sus adeptos la hicieran por las del P. La Puente. En diciembre de 1855 envió Nicolás María diversos regalos a miembros de su familia. Entre los regalos hay libros de meditación. «Para Francisco de Paula, el libro del P. Villacastín: Manual de oración mental, que ya sabe mejor que yo cuán necesario es este ejercicio para mantenerse en el temor de Dios y para medrar en su amor divino». Y «para Joseíto Follarat mando la Escuela de Cristo completa y el libro de sus meditaciones por el P. La Puente y esas jaculatorias sueltas, que son las que aquí dan cada jueves a los hermanos. Yo soy discípulo de la Santa Escuela de Cristo desde que estoy en la Corte. Entréguele todo eso como regalo que hago a mi buen amigo».
Su confianza en la eficacia de la oración humilde es ilimitada. Aludiendo a algunos obstáculos que retrasaban su ingreso en la Orden franciscana, escribe: «Ya es sabido que cuanto mayores son las empresas, mayores inconvenientes se oponen y hay que vencerlos con el tiempo y las oraciones, por medio de las cuales el Señor nos concede sus gracias».
Por eso, remata sus cartas con machacona insistencia pidiendo oraciones. Se las pide a todos. A su madre y hermanos, a sus amigos y a las comunidades de monjas. Parece que espera hacerse santo gracias a las súplicas de los demás. Largo e innecesario sería el acopio de pasajes en que pide oraciones. Como botón de muestra valga el final de la carta recién citada. «Dé V. mis afectos a todos mis hermanos en particular, como si no fuesen más que uno y a ese sólo los dirigiese. [Diga] a mi hermano Antonio que cuando vaya a misa de alba reze por mí un Credo a [Nuestro] P. Jesús Nazareno; a José y Javier, una Salve a María Santísima siempre que estén en la iglesia, y si comulgan y ven al Santísimo Sacramento le ofrezcan allí a Dios mi corazón y sus afectos todos; y cuando V. me escriba me dirá si me ofrecen gustosos este obsequio que les pido con tal que se acuerden de mí, pues si no se acuerdan, no; pues no ha de ser por modo de obligación sino es gratuitamente. Por último, disimúlenme, que ya conozco que soy muy porro».
El sentimiento de humildad -otra de sus virtudes- que se descubre en esta última frase, le hacía atribuir a las oraciones de los demás las gracias y beneficios que recibía de la liberal mano de Dios. Conmovedora es la súplica que dirige a su madre cuando, ya diácono, se ve cercano al sacerdocio. «Ya ve V. como las continuas oraciones que V. dirige a Dios por mí no son en vano, y esto mismo debe duplicar en V. la confianza de alcanzar de Dios, que así como el Señor le concede el que me elija para ministro de su altar, siendo indigno e indignísimo de tan alta dignidad, le conceda también la gracia que necesito para agradarle en el cumplimiento de mi ministerio, empleando en esto todas mis cosas: mi salud, mi vida, mis fuerzas y todo mi ser. Sí, mi querida madre, siga V. rogando a Dios por mí con frecuencia y confianza, y háganlo también mis hermanos y mis verdaderos amigos y espere V. en el Señor, que si es su santa voluntad también me verá V. en esta vida, aunque en esto no debemos fijarnos, pues no nos importa nada respecto a que por la misericordia de Dios nos hemos de juntar para no separarnos nunca y es lo que nos interesa únicamente».
La despedida con que cierra la carta que escribiera a don Juan Hernández Cornejo y familia antes de embarcarse en Valencia para Tierra Santa, patentiza de consuno cuán sensible era su alma a los encantos de la amistad verdadera y cuán bajo concepto tenía formado de sí mismo. «Adiós, mi apreciable don Juan. Adiós, mi apreciable doña Francisca. Adiós, mis queridos amigos y hermanos Antonio, Juanito y Perico y Lorenzo. Rogad al Señor por un amigo que, aunque inútil, pobre y peregrino en este mundo, les ama de corazón y con sinceridad».
Consecuencia de ese bajo concepto es que no se permita anteponerse a nadie. Si se compara con sus hermanos, se halla muy inferior a ellos. «Mucha satisfacción es para mí -escribe refiriéndose a la plácida muerte de su hermana monja-, pero al mismo tiempo motivo de grandísima confusión. Cuando echo una mirada sobre mí y comparo lo ejemplar de mis hermanos y el estado en que me considero, aquí me callo, amigo mío, porque no hallo otro modo de argüirme».
No comprende, pues, que se encomienden en sus oraciones, atribuyendo a la bondad ajena semejante petición. De una señora en cuya casa había trabajado algún tiempo, escribe: «A doña Josefa María Yglesias no he vuelto a escribirle. No extraño que confíe tanto en mis oraciones como V. me dice, porque en eso se descubre la propiedad de las personas buenas en formar buenos juicios de todos; mas yo, en atención a su buena fe y a lo que le debo, no dejaré de encomendarla a Dios. Déle V. mis expresiones». No solamente doña Josefa María tenía formada tan favorable opinión de su antiguo servidor. También caballeros y hombres de carrera, como sus amigos madrileños, que le tenían «en grande estimación por sus muchas virtudes», y el comerciante valenciano, que mencionaremos más adelante, observaban algo extraordinario en aquel joven de apariencias humildes y algún tanto ingenuas.
IV.- RELIGIOSO Y SACERDOTE
No fueron estas solas las virtudes que brillaron en el mozo andaluz, como habrá observado por sí mismo el lector. En los trozos transcritos, son patentes el agradecimiento a Dios por los favores y gracias recibidos, el desprendimiento del mundo y de la familia, el amor al prójimo.
Para sus hermanos y amigos quiere lo mismo que para sí. Después de haber ponderado el gran favor que Dios le hizo, dándole padres cristianos, prosigue, refiriéndose a su hermano Francisco Javier: «Deseo se ocupe mucho en esto para que tema ser ingrato a Nuestro Señor y entienda, mi querido hermano Javier, que la mayor prueba de lo mucho que le quiero y me acuerdo de él es que le digo lo mismo que me digo a mí mismo; y también que se perfeccione cuanto pueda en lo que pertenece al estado a que aspire y en lo cual lleve sólo la mira de agradar a Dios».
Socorre a los enfermos de los hospitales con sus visitas y trabajo desinteresado. Recuerda de refilón, al evocar la piedad de los soldados, miembros de la Escuela de Cristo, sus obras de caridad con los hospitalizados. Pero, por testimonio ajeno, sabemos que su tarea diaria en la Corte era hacer la colecta en favor de los enfermos. El siguiente episodio revela su delicadeza de conciencia y su carácter prudentemente precavido. Encontró en cierta ocasión un pañuelo con doce monedas de plata de a dos reales. En uno de sus piadosos recorridos llegó a una casa donde una mujer se lamentaba de la pérdida de un pañuelo con doce monedas. Sólo después de haberse cerciorado de que las señas que la mujer daba coincidían con las del pañuelo por él hallado, se lo entregó.
No obstante este trabajo, piadoso pero cansado, de la cuestación, se las ingeniaba para sacar tiempo que dedicar al estudio de las materias que constituyen la carrera eclesiástica. Sentía en el fondo de su alma acuciante el llamamiento del Señor. «Yo, madre -escribe el 16 de septiembre de 1855-, siempre tenaz en mis propósitos. Voy a ver si quiere Dios que este año pueda ganar algún año de estudio, aunque me hallo cargado de trabajo en mi ocupación. Yo estoy que por más que haga en desechar [esta idea?] nunca dejaré del todo de porracear sobre el particular a que me refiero y que V. conoce. Sea sobre todo lo que Dios quiera». Esta es la única alusión que he hallado en sus cartas al trabajo que le ocupaba en la corte. El archivo del Hospital de Jesús Nazareno, de Córdoba, quizá guarde las cartas en las que el Beato Alberca comunicaría periódicamente la marcha de sus gestiones y trabajos. La publicación de las mismas iluminaría cumplidamente este aspecto de la vida madrileña de Nicolás María.
Por un momento parece insinuarse la inquietud en el ánimo de Nicolás María, que se siente impelido a consagrarse a Dios, mas también se ve con 25 años cumplidos sin un rayo de luz en el horizonte que abra un resquicio a la esperanza. No desmaya, empero, su fe en la Providencia Divina.
Acaso por estas fechas y acaso también de mucho antes, acaricia la idea de ser franciscano. El color del abrigo que envía a su madre a fines del mismo año es «franciscano». Lo que revela su afecto por la Orden seráfica, a la que, por otra parte, le unían lazos muy estrechos. Su hermano Manuel era capuchino, misionero en América; por él sentía el Beato grande admiración; así, a la noticia de una grave enfermedad del misionero, que les hizo temer por su vida, pide a su madre que guarde sus cartas; llenas como están de luminosos consejos, pueden hacer mucho bien a sus hermanos. Franciscano era también, al parecer, un hermano de su padre, Fr. Antonio Alberca, al que nombra repetidamente en sus cartas y al que remite, para instruirse en la estrechísima regla franciscana, a un primo suyo que pretendía ingresar en el convento de Priego. Por último, desde su niñez tuvo que conocer a los franciscanos exclaustrados del convento de Montilla y a los que en su mismo pueblo servían de capellanes a las religiosas clarisas; tanto el convento de Montilla como la Vicaría de Aguilar pertenecían a la antigua provincia franciscana de Granada. Es, pues, natural que tuviera afición a la Orden franciscana, que le ofrecía, además, la oportunidad de ser misionero, con la atrayente perspectiva del martirio.
Precisamente, por los años que Nicolás María viviera en Madrid, se trataba de abrir un convento franciscano que surtiese de religiosos a Tierra Santa. Quería la apertura de un colegio para misioneros el Gobierno, apremiado por la urgente necesidad de mantener los derechos de España en los Santos Lugares, derechos que se tambaleaban por falta de religiosos españoles; la querían asimismo los religiosos, movidos por el justificadísimo deseo de restaurar su amada Orden en su no menos amada Patria. No se llegó con todo rápidamente a un acuerdo, y no por culpa de los religiosos. Cuatro años duraron las negociaciones. Al cabo pudo instalarse la primera comunidad franciscana, después de la infausta exclaustración de 1836, en el convento alcantarino de Priego, Cuenca. En su estructura material se habían realizado oportunas reparaciones por cuenta del Gobierno, que no tuvo dinero más que para las más imprescindibles. La toma solemne de posesión se tuvo los días 13 y 14 de julio de 1856, contándose entre los asistentes el Beato Nicolás María Alberca, que después de tantos años de espera iba a ver cumplidas sus aspiraciones.
Nicolás María había solicitado el 11 de abril que se le admitiera a formar parte de la comunidad que se instalase en Priego. La instancia fue despachada favorablemente, causándole tal alegría la noticia que sin poderse ir a la mano, mejor diríamos a los pies, según confesará ingenuamente a sus vecinos, corría y cabriolaba, cual el hombre más feliz del mundo, entre las cuatro paredes de su cuartucho.
El 14 de julio, fiesta del Seráfico Doctor San Buenaventura, se celebró en el recién abierto convento la primera vestición de hábito. Cinco eran los novicios, uno de ellos Nicolás María Alberca.
En el noviciado se dio con ardor el futuro mártir a asimilarse el espíritu franciscano. En carta a su madre expresa el ahincado deseo de ser un «verdadero hijo» de San Francisco. Y como de costumbre, recurre para alcanzarlo a las oraciones de los demás. «A todos les ruego encarecidamente me ayuden con sus oraciones a ser agradecido a Dios; y V., mi querida madre, seguirá ofreciendo súplicas al Señor con toda la confianza posible para que se digne darme salud y gracia para llegar a profesar y abrazarme estrechamente y con toda mi voluntad a la santísima pobreza de mi Padre San Francisco y merezca la dicha de ser su verdadero hijo; para lo cual me encomendará V. a San Francisco Solano y si algún día va V. a Montilla visitará V. su iglesia en mi nombre. También me encomendará usted a las oraciones de las Madres Carmelitas y a las coronadas, como también a mis hermanos, a mi tío Fr. Antonio Alberca lo mismo, y al tío don Francisco Luque; y sobre todo V. ofrezca diariamente mi corazón al de Jesús».
Hecha la profesión religiosa al cabo del año de noviciado y libre de otros menesteres que en el siglo no le habían consentido hacerlo más que como a hurtadillas, pudo ahora nuestro héroe consagrarse de lleno al estudio y a la oración. «Me es tan interesante el tiempo para el estudio que cuento hasta los minutos, por tener que atender, casi a un mismo tiempo, a varias facultades que nos enseñan, cuando la filosofía lo necesita todo». En otra ocasión se excusa de su tardanza en escribir, entre otras causas por «mi continua tarea en los estudios y la asistencia a los actos de comunidad, que no me dejan tiempo ni aun para salir a darme un paseo a la huerta o al bosque sino cuando la necesidad estrictamente lo exige».
En noviembre de 1857 empezó los estudios de Filosofía bajo la dirección del P. Francisco Manuel Malo y Malo, que en agudo contraste con sus apellidos fue el plasmador, moral e intelectualmente, de la juventud franciscana durante los cuatro primeros lustros de la vida del Colegio. Que el esfuerzo de maestro y discípulo no fue inútil, lo prueba suficientemente la calificación de «muy bueno» que obtuvo el Beato al finalizar el curso en julio de 1858.
Para esas fechas ya era sacerdote. Por orden de sus superiores y disposición de Dios, que se complacía en hacerle ascender a pasos de gigante las gradas del altar como en compensación de su larga espera, se ordenó de subdiácono en septiembre de 1857, de diácono en diciembre del mismo año y, por último, de sacerdote el 27 de febrero de 1858, en Segorbe, donde recibiera las demás órdenes sagradas. El 19 de marzo celebró su primera misa.
No poseemos carta alguna -sin duda escribiría más de una- de fecha inmediatamente posterior a su ordenación sacerdotal. Seguramente se le pondrían en la memoria, de una parte, las dificultades insuperables según el sensato juicio de los hombres, y de otra, la amorosa Providencia de Dios, que las había orillado todas. ¡Qué emoción! ¡Qué sentimientos de gratitud a Dios y de la propia indignidad le invadirían al verse encumbrado a la más alta dignidad de la tierra! Renuévase en su corazón el amor y cariño a los suyos, a sus amigos. A todos promete pagar con creces ofreciendo el incruento sacrificio de la misa. Al anunciar a su madre que pronto será sacerdote, la insta a que le diga «qué le he de pedir a N. Señor Jesucristo de su parte, además de mi intención, en la primera misa que tenga la dicha de celebrar, la cual tengo intención de aplicarla por el alma de mi amado padre, y después iré aplicando por mis abuelos»
V.- PRESENTIMIENTO PROFÉTICO DEL MARTIRIO
Parece que todas sus aspiraciones estarían colmadas con haber ganado la señera cumbre del sacerdocio. Pero no. Parejo al anhelo de ser sacerdote tenía muy ahincado en su alma otro: el del martirio. A decir verdad, eran uno solo, pues desde su niñez se le habían presentado unidos inseparablemente.
Luque, primo y confidente de Nicolás María, cuenta que las vidas de los mártires le enajenaban de gozo; lleno de entusiasmo solía exclamar: «Sólo deseo en este mundo me conceda Dios la gracia de poder ordenarme y ser misionero para dar mi vida por Jesucristo». Terminaba declarando que envidiaba la «dicha» de los mártires.
No amenguó con los años tal anhelo. En Madrid sentía vigoroso el mismo deseo de derramar su sangre por Cristo, según testifican ante notario varios de sus amigos madrileños, el 10 de marzo de 1872. «En distintas ocasiones le oyeron decir todos los precitados sujetos que tenía deseos de ser mártir de Jesucristo y derramar su sangre por nuestra santa fe y que con mucho gozo de su corazón lo presagiaba; a esto decíale don Manuel (de Espalza) que no hallaba motivo alguno para que así sucediese y tuviese por ello tan vehemente esperanza; el P. Alberca contestaba que tampoco conocía ningún motivo en qué fundarse, pero que esto no obstante, su deseo de ser mártir y la esperanza de conseguirlo eran persistentes en su corazón».
Intensos sobremanera se harían esos deseos ahora que palpaba los efectos de la misericordia del Señor. En verdad que para Dios nada hay imposible. Era sacerdote pese a todos los obstáculos que le cerraban el camino del altar. Y por añadidura religioso en una Orden que tenía por honrosísima y gloriosísima carga la de custodiar los santuarios más venerados de la cristiandad y miembro de una comunidad restaurada con este peculiarísimo fin. ¿Cómo no esperar que Dios dispusiera también las cosas de manera que pudiera sellar su amor a Jesús con el sacrificio de la vida? ¿Y cómo no se afincarían más hondamente en su alma tales anhelos en un ambiente como el que se respiraba en la nueva comunidad? De algunos de sus miembros se sabe que abrigaban parecidas ambiciones de martirio.
Las cartas de estos últimos meses de permanencia en España dejan traslucir sus íntimas aspiraciones. ¡Cuánto tarda para su ardiente deseo la hora de verse en tierra palestina! Cuando recibe la suspirada noticia de su destino a Tierra Santa, el primer movimiento de su alma es el de agradecer a Dios favor tan insigne. Y cuando por su imaginación se cruza la dulce imagen de su anciana madre, gastada por el tiempo, pero por ello mismo sobrehumanizada, la de sus hermanos y amigos, reafirma sin titubear la decisión de hacer la voluntad de Dios, su norma de vida. Y con palabras encendidas suplica que no le impidan corresponder a la gracia que Dios le hace de ir a Palestina, prenda de mayores gracias.
A su repetidamente citado amigo don Juan Hernández Cortejo y familia escribe el 26 de septiembre de 1857: «Aún no sé de cierto si seré uno de los que salgan de España en la primera misión para Palestina, pero pienso que sí seré. Lo que sí le aseguro es que lo deseo con todo mi corazón el venerar aquellos lugares donde nuestro amabilísimo Redentor Jesús nació, peregrinó, trabajó, sudó, predicó, padeció, vivió y murió por- nuestro amor; en donde también nació, vivió, etc. nuestra dulcísima Madre María Santísima, la Purísima María Virgen. Allí ciertamente deseo ir, y si es la voluntad de Dios, allí deseo morir». En diciembre ya sabe que va a Tierra Santa, pero ignora todavía la fecha de su salida. Cuando lo sepa se lo comunicará. «No puede V. tener una idea -dice a su madre en carta del 7 de diciembre de 1858- de lo que deseo ir a venerar aquella tierra...; no obstante, yo deseo sobre todo que se cumpla siempre en mí la voluntad de Dios y la de mis prelados».
Por fin, a principios de 1859, supo que tenía que partir no en marzo, sino en enero, por lo que le era imposible ir a despedirse de su madre. La visita estaba justificada por casi seis años de ausencia. Su madre deseaba ardientemente estrecharlo entre sus brazos tanto más que su hijo se alejaba de la Patria y acaso no volviera a verlo más. El Beato escribe a su madre el 8 de enero, comunicándole la noticia. La carta es, para mi gusto, la mejor que brotara de la pluma, digo, del corazón de Nicolás María de Jesús Alberca; refleja admirablemente el temple de su alma. Es una pieza de maestría psicológica y de acendrada espiritualidad. La publicamos en el apéndice.
Empieza doliéndose de no poder despedirse personalmente de su madre y hermanos; pasa luego a exhortarles a la conformidad y resignación en la voluntad de Dios. En un tercer momento les mueve a dar esa conformidad gozosamente, pues aunque su ida a Tierra Santa les cuesta el sacrificio de no verse, ello será sin duda prenda de mayores gracias. Una natural reserva impide se le caiga de la pluma la palabra martirio, pero todo induce a creer que en su imaginación fulgía rutilante la soñada palma del martirio. «¿No darán Vds. -sugiere delicadamente- por bien empleado se dilate la esperanza de verme y aun el privarse de verme más en esta vida si así lo quisiera Dios? Yo no puedo dudar que mi ida a Jerusalén ha de ser para V. causa del mayor consuelo, como lo es para mí, que me considero indigno de un tan gran favor de Dios».
Seguro Fr. Nicolás María de que su madre y hermanos se someten gustosos al beneplácito divino, les exhorta a vivir como cumple a verdaderos cristianos. Sus palabras tienen la fuerza que presta el buen ejemplo dado. Este es, en realidad, sin pretenderlo su autor, un trozo autobiográfico. «Frecuentad los sacramentos cuanto os sea posible; esmeraos en cumplir con la mayor exactitud las obligaciones de cristianos y las particulares del respectivo estado en que Dios os tiene; vivid en paz con todos, pero procurad la paz particularmente entre sí, disimulándoos mutuamente vuestras faltas y defectos como buenos hermanos, que se aman mucho. Respetad y venerad mucho a nuestra madre, no le deis algún quebranto; poned un especial cuidado en conservar su salud y vida, consoladla en sus penas y así conservaréis sus canas, os honraréis a vosotros mismos y atraeréis sobre vosotros las bendiciones de Dios; no os olvidéis de rogar al Señor por vuestro padre y nuestras hermanas Carmen y Manuela [difuntos], y no os olvidéis de rogar por vuestros hermanos peregrinos». No falta la consabida petición de oraciones.
La despedida es sencillamente solemne y emocionante. Suplica a su madre que le dé como madre la bendición para partir, que él se la da como sacerdote: «Por último, antes de salir de España como su amante hijo, le pido con humildad su bendición y yo, como sacerdote (aunque indigno) la doy a usted y a todos mis hermanos...».
El fervoroso religioso estaba, pues, dispuesto a todos los sacrificios con tal de hacer la voluntad de Dios. Aconsejaba a su hermano Francisco Javier que no dejara su honrado empleo, pero al mismo tiempo que estudiara por si quería Dios que fuera sacerdote. Así había obrado él. Y así obra ahora. Tampoco ahora quiere retrasar el viaje a Palestina. Dios le tiene preparadas mayores gracias.
De Priego salieron los misioneros en dos grupos para Valencia, los días 11 y 12 de enero. En el segundo iba el Beato Nicolás María. A medida que se acercaba el día de embarcar, más crecían sus deseos de pisar la tierra prometida. El 23 de enero escribe a sus amigos de Madrid: «Ya estoy esperando de un día a otro partir de España a Tierra Santa; el llegar allá son mis sueños dorados. Espero me concederá el Señor que estos mis sueños pasen a realidades, como lo ha hecho por sola su bondad antes de ahora, concediéndome tan extraordinarias gracias. Ayúdenme, pues, Vds. a dar gracias a Dios como tan buenos amigos interesados en mi bien». El 25, pocas horas antes de embarcarse, escribe a su madre que aplicará las misas que diga durante el viaje por su familia. Transcribo el párrafo; es otra pincelada que contornea magníficamente su figura. «Al salir del Colegio [de Priego] obtuve licencia de mi Prelado para aplicar por mi intención todas las misas que celebrase hasta llegar a Tierra Santa, y sigo aplicándolas alternativamente por V., por mis hermanos, por mi padre, por mis hermanas y por mis abuelos, por mis amigos y bienhechores y los de V.; digo esto, por el deseo de que sabiéndolo mis hermanos se dispongan más y más a recibir y aprovecharse de los mismos frutos del santo sacrificio de la Misa que por ellos ofrezco al Señor, y vuelvo a repetirles que no dejen de rogar al Señor por mí, y lo mismo a V., mi querida madre, le repito mi cariño filial y afectísimo y mi más profundo respeto».
Llegó a Palestina el 19 de febrero, y dos días después a la ciudad santa de Jerusalén.
VI.- MÁRTIR DE CRISTO
Con anuencia de los superiores, los religiosos que llegan a Palestina por primera vez a prestar sus servicios en la Custodia de Tierra Santa, recorren en piadosa peregrinación los santuarios confiados al cuidado de la Orden franciscana. Así lo hizo también nuestro Beato, saciando su devoción en aquellos venerados lugares. Belén sobre todo -observa el P. Eiján- ejerció en su espíritu influjo sugestionador. A vuelapluma describe en carta a su madre los lugares que ha visitado, pero al llegar a Belén no describe lo que ha visto, expresa lo que ha sentido. Junto al Pesebre, admira y ora. «El 5 de marzo salí de Jerusalén para este convento de Belén y ¿qué diré a V. del Santo Portal de Belén? Nada en comparación de lo que se pudiera decir de esta santísima Gruta, donde la comparación no da lugar a discurrir, sino a admirar y pasmarse. ¡Bendito sea para siempre Dios que me ha concedido la dicha de ver y adorar el Portal de Belén, donde su segunda persona, nuestro Divino Redentor, nació! ¡Bendito, sí, bendito, ya que me has hecho tan señalada gracia tan sin merecerla yo! ¡Continúa tu bondad sobre mí; sálvame, salva a mi madre, salva a mis hermanos, salva a mis parientes y amigos! Pues me hiciste español y España es amada de tu benditísima Madre, bendice a la España, confunde y convierte a los enemigos de la Religión y florezca de nuevo en ella la fe, y salva los españoles. ¡Hazlo así, Niño Jesús!».
No era nueva en el Beato la devoción al Divino Niño. La tenía muy tierna desde antes de ser religioso. La debilidad y pobreza del Niño de Belén hacían vibrar intensamente las fibras más delicadas de su alma. El 7 de diciembre de 1856 encarga a sus hermanos «digan algo por mí al Niño Jesús». Tuvo y veneró una estatua del Divino Infante, a la que cuidó con devoto esmero, adoró con reverencia y ternura como a Dios y como a Niño y galanteó como a dulcísimo Esposo de las almas. Al ingresar en religión la regaló a la hija de don Juan Hernández Cornejo, Loreto, que quería ser religiosa, pero que luego se casó. La intención de Fr. Nicolás María había sido que el Niño permaneciese en manos de quien fuera religiosa o no casada al menos. El incidente dio lugar a que el Beato escribiera una carta en la que sin quitarle a Loreto la imagen, pues como religioso ya no puede, explica su intención y las razones que la motivaban. Con todo, Loreto no quiso desprenderse de la imagen. A punto de embarcarse, le insta el P. Nicolás María a que se empeñe con su Niño Jesús, «haga próspera nuestra navegación y nos conceda llegar con felicidad a la santa ciudad de Jerusalén. Y siempre que V. comulgue o visite el Smo. Sacramento, ruegue por mí».
Pasada la Semana Santa, a cuyos imponentes ritos asistió en Jerusalén, le enviaron los superiores a Damasco a estudiar la lengua árabe, juntamente con dos compañeros de navegación, el último también de estudios: PP. Nicanor Ascanio y Pedro Soler. En Damasco estaban ya sus futuros compañeros de martirio: PP. Manuel Ruiz, superior; Carmelo Bolta, párroco; Engelberto Kolland, y los hermanos Fr. Francisco Pinazo y Fr. Juan Jacobo Fernández; todos españoles, menos el P. Engelberto, que era austríaco.
Para los recién llegados transcurrió el curso de 1859-1860 ocupados en el estudio de la lengua árabe bajo la dirección del P. Bolta y la asistencia a los actos de comunidad, ayudando, cuando la necesidad lo requería, al culto de la iglesia conventual, parroquia al mismo tiempo de la cristiandad latina de Damasco. En esta ciudad está fechada, el 1 de marzo de 1860, la última carta que conocemos de Nicolás María. La hemos citado repetidamente. Permitasenos tomar todavía en préstito otro párrafo que deja traslucir un rasgo más de su espíritu. «Tanto a él [a su hermano Francisco Javier, cuya suerte militar preocupa a su madre] como a mis demás hermanos les ruego procuren mostrarse más fervorosos en los actos de piedad, más ejemplares en las costumbres y más firmes en la fe, esperanza y caridad, haciendo frecuentes actos de estas tres virtudes divinas, sobre todo en estos tiempos en que nuestra Madre la Iglesia se ve perseguida, rodeada o amenazada de sus enemigos, según nos dicen de algunas naciones de Europa».
Por aquellas fechas, 11 de marzo de 1860, no había, pues -al menos, el Beato parece no haberlos apercibido-, síntomas de persecución, que, sin embargo, no se harían esperar. En efecto, los meses siguientes, sobre el barrio cristiano de Damasco, se fueron adensando negros nubarrones, presagio de dura prueba. No obstante la tormenta ruja amenazadora sobre sus cabezas, los religiosos permanecen en sus puestos, prontos a aceptar lo que Dios disponga. El P. Manuel Ruiz escribe el día 2 de julio de 1860 al P. Custodio de Tierra Santa, comunicándole los inquietantes síntomas del desastre. «Cúmplase, ante todo, la voluntad de Dios» es el colofón de la breve carta y la aceptación de la muerte que en nombre propio y de su comunidad hacía el superior.
La persecución había comenzado en las montañas del Líbano. Bandas fanatizadas de drusos, kurdos y beduinos entraron a sangre y fuego en los poblados cristianos y amenazaban a la cristiandad damascena. Con la complicidad y ayuda de los jefes y pueblo musulmán de la ciudad asaltaron en la noche del 9 al 10 de julio el barrio cristiano, sembrando por doquier el espanto, la ruina, la desolación, la muerte. Los religiosos rubricaron con la sangre de sus venas la doctrina que habían vivido y enseñado.
El joven andaluz, que toda su vida ambicionara el sacerdocio empurpurado con su sangre, la terminó con la rápida y enérgica respuesta de «¡Sufrir antes mil muertes!», dada a sus perseguidores, que le invitaban a renegar de la fe cristiana. Sus verdugos le dieron un pistoletazo. Antes de expirar pudo decir aún: «¡No traicionaré a mi Señor!». Suprema fidelidad de un alma que no había conocido otro anhelo en su vida.
El Beato Nicolás María de Jesús era el más joven de aquella falange de héroes; le faltaban dos meses para cumplir treinta años. Había nacido el 10 de septiembre de 1830. Los superiores habían puesto en él lo mismo que en su compañero, Beato Pedro Soler, grandes y justificadas esperanzas. El P. José María Ballester, Procurador general de Tierra Santa, en la relación que publicó pocos meses después del martirio, cierra el relato referente al Beato Nicolás María, exclamando: «¡Cuántas esperanzas se desvanecieron con aquella vida!».
Pero, en realidad, no se desvanecieron; aquellas esperanzas quedaron más que superadas con la generosa ofrenda que el mártir hiciera de su vida.
CONCLUSIÓN
Su madre no volvió a verlo más. Pero a cambio de este dolor ¡qué dicha no experimentaría aquella mujer fuerte que todo lo había dado a sus hijos y sus hijos a Dios! Entonces debió de recordar las palabras que le escribiera Nicolás María, que su ida a Palestina sería para ella motivo de consuelo. Dios quiso que lo recibiera tangiblemente con la capa usada por su hijo siendo Hermano del Hospital de Jesús, de Córdoba. Vale la pena recordar su historia por lo que entraña de providencial y simpático.
En los pocos días que permaneció el Beato en la ciudad del Turia se ganó la amistad de un comerciante valenciano. Ignoramos cómo surgiera la amistad. Pero sin duda que entraría por mucho el perfume de virtud que difundían en derredor suyo aquellos misioneros. «Los valencianos -escribe el Beato-, de vernos solamente con barba, aunque con trajes de clérigos seculares, quedan edificados y se conmueven, ya de alegría de ver religiosos, aunque disfrazados, ya de sentimiento por no poder vernos vestidos de nuestro sayal, y todos desean saber el día de nuestra partida para acompañarnos hasta el muelle».
Dando una prueba más de amor a los pobres, a los que sirviera siempre con tanta caridad, el P. Nicolás María entrega a su amigo la capa de Hermano de Jesús, que todavía conserva para que, vendiéndola, repartiera el producto a los menesterosos. Pero el comerciante había formado tal opinión de la virtud del religioso que pidió a un sastre que la apreciara y se la guardo, distribuyendo su valor a los pobres. Al saber la gloriosa muerte de su amigo creyó su deber enviar la capa -ya reliquia- a la afligida pero venturosa madre del Beato, contándole lo sucedido.
Otro consuelo trajo a su madre la amistad del Beato con el anónimo comerciante valenciano. Nicolás María se había preocupado de la suerte de sus hermanos, en especial de la de su hermano menor Francisco Javier, a quien ya conocemos. No podía cursar la carrera sacerdotal por la misma carencia de recursos económicos que había entorpecido la del Beato. Éste había contado a su madre las delicadas atenciones recibidas de su amigo, encareciéndole se pusiera en relación con él «por si algún día necesitaba de su apoyo». Ahora, recordando la madre la recomendación del hijo, expuso al señor valenciano su necesidad, en tan buena hora que el mencionado señor resultó ser primo del obispo de Córdoba, señor Alburquerque. El señor Obispo tomó a Francisco Javier bajo su protección, con lo que pudo hacer la carrera eclesiástica.
En el archivo del Colegio de Misioneros Franciscanos de Santiago de Compostela se conserva un cuaderno, en el que hay copiadas diecisiete cartas del B. Nicolás María de Jesús Alberca, martirizado en Damasco con otros siete franciscanos el año 1860. Seis fueron publicadas por el primer biógrafo de los mártires damascenos, P. Sáenz de Urturi,1 y por el P. Samuel Eiján las restantes.2 Entre tanto, el P. Atanasio López enriquecía la colección epistolar del B. Alberca con otras cinco cartas, autógrafas, por él halladas en la Biblioteca Nacional de Madrid y publicadas en esta misma revista en 1921.3
A estas veintidós cartas añadimos ahora cinco más. Se hallan copiadas en un cuaderno sin paginar, archivado en el convento franciscano de San Buenaventura, de Sevilla. Tienen el siguiente título: Copia de las cartas originales del venerable P. Fr. Nicolás María Alberca. Las cartas son diecisiete, como en el de Santiago, pero las cinco primeras de éste faltan en aquél, de suerte que la primera del cuaderno del archivo de San Buenaventura corresponde a la sexta del compostelano, siguiendo la correlación hasta la novena y decimocuarta, respectivamente. (...)
Como preámbulo a la publicación de las cartas del Beato pretendemos en las páginas que siguen trazar un bosquejo de su fisonomía espiritual. La primera carta está fechada el 10 de octubre de 1854, y el 1 de marzo de 1860 la última. Escritas de los 24 a los 30 años, a la edad por tanto en que el hombre ha logrado su completo desarrollo, ofrecen -creemos- una base segura para intentarlo.
Tres rasgos de la personalidad del Beato resaltan vigorosamente en su correspondencia.
En primer lugar, el conjunto de dotes naturales con que le adornó el cielo: inteligencia no vulgar, voluntad tenaz y decidida, índole bondadosa y sencilla. Luego, el sello sobrenatural que llevan grabado sus miras y acciones. Se mueve a impulsos del ideal, el de hacer en todo y por todo la voluntad de Dios. Y, por último, su vocación y su constante esfuerzo por realizarla, y veladamente -con claridad a la luz de los testimonios de sus amigos- el profético presentimiento del martirio.
No se dan, claro está, estos elementos escalonados cronológicamente, sino vitalmente entrelazados en armónica compenetración y realización sincrónica. Sus cualidades naturales están perfeccionadas por la acción de la gracia con la que Nicolás María colaboró fielmente, espoleado en cada instante por el llamamiento de Dios a una mayor perfección, que columbraba coronada con el martirio. Por ello, es difícil en la exposición separarlos enteramente, ni se pueden seleccionar los pasajes de sus cartas con criterio tan discriminador que los que se aducen en apoyo de una afirmación no puedan traerse con igual fuerza en apoyo de otra. No hemos recogido tampoco todos los trozos, sino los que nos han parecido más importantes. Y, si a veces son largos, servirán para descubrir al lector detalles sobre los que directamente no hemos llamado su atención.
I.- SUS DOTES NATURALES
A los 25 años Nicolás María lograba decir cuanto quería, si no con elegancia y a veces ni con la necesaria corrección, sí con la suficiente claridad para acreditarle de inteligencia despierta y aprovechada; detalle digno de registrarse en quien como él tuvo una formación intelectual discontinua y marginal. Cursó las primeras letras con aprovechamiento, según asegura un compañero de infancia. Mas luego, teniendo que trabajar para ganarse el sustento cotidiano, sólo pudo estudiar a ratos perdidos. Para poderse dedicar por completo a los libros, hubo de esperar hasta después del noviciado, es decir, a los 26 años cumplidos.
De esta época final de su corta vida es el único testimonio oficial que conocemos de su aprovechamiento en los estudios; es de sus profesores en el Colegio de Priego, que le calificaron de «muy bueno».
A la vivacidad intelectual, se unía en Nicolás María la reflexión. Notable es la seguridad y aplomo con que aconseja a su madre en asuntos familiares. Si su madre se ve obligada en justa defensa a litigar ante los tribunales, le advierte que antes reflexione y considere bien la cosa no sólo en su aspecto moral sino también en el técnico. Lo primero es ver si la ley le apoya y si hay, por ende, probabilidades de ganar el pleito y luego enfocar debidamente la demanda, pues «casi es regla general -escribe- que el buen éxito de un pleito estriba en haberlo antes entablado bien».
Con amplitud de visión considera el problema de la enseñanza. En nuestra patria estaba abandonada entonces en muchos pueblos desde el cierre general de conventos el año 1836. Y se duele de que a consecuencia de ello muchos ingenios queden soterrados en la ignorancia que suele traer consigo aparejados muchos males. En concreto, se lamenta de que nadie enseñe latín en una villa tan grande como Aguilar, y así consta en su carta del 10 de septiembre de 1858. En 1845 había en Aguilar de la Frontera dos escuelas de latinidad. Entre ambas reunían 51 alumnos. Por las fechas en que escribe el Beato habrían desaparecido las dos. La villa de Aguilar contaba por aquellas fechas unos doce mil habitantes (Madoz).
Mostró la firmeza de su voluntad en el perseverante empeño que puso en el conseguimiento de su vocación. No era amigo de cruzarse de brazos ante las dificultades ni de dejar perder su derecho por un mal entendido misticismo. El siguiente hecho lo prueba suficientemente. Quiso Dios que se librara del servicio militar por un solo número. El mozo sorteado con el número anterior al suyo alegó, para librarse de la milicia, estar alimentando a su abuelo, cosa verdadera en apariencia nada más, pues sólo días antes se había ido a vivir con él para tener un pretexto, sin haberle ayudado antes absolutamente nada. Nicolás María descubrió la estratagema y el mozo de marras tuvo que aprontar para librarse una buena cantidad. De haber tenido éxito la estratagema de aquel joven, Nicolás María habría sido incluido ipso facto entre los quintos. Su contrincante no llevó a mal la justa defensa de Nicolás, antes reconoció que le asistía la razón y que él en su caso habría hecho otro tanto.
Su índole, sin embargo, era bondadosa y buena. De niño se atrajo la simpatía de maestros y compañeros. Aquéllos no tuvieron que castigarle. El cariñoso amor que siente por los suyos, madre, hermanos, parientes y amigos, es intenso, simpáticamente humano. Aprovecha todas las ocasiones para demostrarlo.
Como es natural, su madre se lleva las preferencias. Menos seis, las demás cartas que conocemos del Beato a ella van dirigidas. En ellas se puede admirar toda la belleza de su amor filial. Se inquieta cuando trascurre más tiempo del acostumbrado sin recibir noticias de su madre. Y se alegra al tenerlas o, si se lo permiten siendo novicio, escribirle. Se complace en recordarle sus buenos ejemplos; si alcanza el logro de sus santos anhelos, le dice que se debe a sus fervorosas oraciones.
Durante su permanencia en Madrid la ayudaba socorriéndola de sus ahorros. Los envíos pecuniarios le causaban más de un quebradero de cabeza por la tardanza e irregularidad del correo, servicio entonces incipiente. Unas prendas de abrigo y otros regalos para ella y sus hermanos le costaron, con los gastos de transporte, más que si las hubieran mercado en Córdoba; mas no lo hace -dice- «que así lo recibirá V. como de mi pobre mano» (12). Descubrió en la corte que el chocolate con leche sabe mejor que con agua, y se lo comunica a su madre para que lo tome así. «Y esto sea -termina- otro recuerdo que tenga V. de mí».
En el otoño de 1854 murió su cuñado Acisclo. El comentario que hace el Beato es una muestra de su acendrada caridad y de la tierna compasión que le inspiraban sus sobrinos huérfanos. [Acisclo] «ha muerto al año de morir mi hermana; veneremos los juicios de Dios, siempre justos. Encargo a todos mis hermanos que el hacer el bien por su alma nos es de tanta obligación como para María del Carmen y que todos Vds. miren por educar y mostrar cariño el más expresivo a esos pobres huérfanos, que, además de ser una obligación, es también sin duda lo más agradable a Dios». Y después de aludir al cólera reinante en Aguilar y del que probablemente había muerto su cuñado, añade dirigiéndose a su madre «Yo lo que desearé es que V. no se aflija demasiado con estos acontecimientos, sino que siga V. mostrando fortaleza de ánimo hasta la muerte, que con eso me da V. un grande ejemplo de virtud».
Para Nicolás María, la carta no era sólo un medio de dar y recibir noticias. Era, además, una manera de hacer apostolado calladamente, de enfervorizarse mutuamente en el servicio de Dios. Con suavidad, bien pidiéndoles oraciones, bien recordándoles sus ejemplos, les mueve a ir hacia Dios. No faltan en sus cartas las exhortaciones. En las que ahora publicamos puede leerse el plan de vida cristiana que traza a su sobrina María del Carmen Alberca, capullo en trance de transformarse en flor, entreabierta a los encantos de la vida, y a sus hermanos al partir para Tierra Santa.
Cariñoso también, y no menos espiritual, se muestra en las relaciones con sus amigos. Muchos y buenos supo granjearse el joven Nicolás María lo mismo en Madrid y Aguilar que en Sevilla y Córdoba. Para todos hay en su corazón un recuerdo emocionado y agradecido por los favores y aun pequeñas deferencias que ellos le prestaran. Los subidos quilates de su delicada amistad han quedado reflejados en las cinco cartas dirigidas a don Juan Hernández Cornejo y familia, de Madrid, con quienes intimó hasta el punto de considerarle y considerarse como de la familia. El 18 de julio de 1858, al acusar recibo de una carta, les dice que le fue de gran «alegría y consuelo saber que siguen buenos y considerarlos en alguna prosperidad con el nuevo Señor Arzobispo, libres, por tanto, de aquella barahúnda en que estaban antes envueltos entre tanto andaluz y de los que no era el que menos le daba que hacer el hermano Nicolás; pero, vamos! ... éste se había hecho ya tan de Vds. como Vds. suyos por medio de un cariño casi filial, y jamás se tiene por molesto lo que voluntariamente se tiene. Doy gracias a Dios por los consuelos que les concede como si los recibiese yo mismo, y pido diariamente a Dios nuestro Señor continúe derramando sobre Vds. sus gracias y, sobre todo, les infunda su santo amor, que es la mayor de las gracias que puede el hombre recibir. Esto pido con mayor confianza desde que soy sacerdote en el Santo Sacrificio, tanto para Vds. como para mis demás buenos amigos...». Al acercarse la fiesta de San Francisco felicita a doña Francisca Gorrochategui, mujer del señor Hernández, conminándola con espiritual gracejo a que no le olvide en la fiesta familiar de ese día. «Y aunque doña Francisca no se acuerde de mí al disfrutar de algún corderillo o capón que haga ese día el extraordinario yo le perdono; mas si de otro mejor Cordero no me hace participante, acordándose de mí en tan abundarte convite, en la Comunión, no le disimularé, pues no le excusa la distancia» (Ib.).
II.- EL LLAMAMIENTO DE DIOS
De las citas que preceden se deduce que el amor y cariñó, tan naturales al hombre para con quienes le están ligados por lazos familiares o de amistad, eran en el bienaventurado mártir un cariño y amor sobrenaturalizados. Tan así es que a sus padres los quería más mirándolos con el prisma de lo sobrenatural. Los amaba tanto porque «sus desvelos y conatos fueron siempre enseñarme el temor y amor de Dios, que son los únicos medios de ser siempre feliz». Le rebosaba de gratitud el alma considerando que tales «bienes no son comunes a todos, como se ve a cada paso en la mayor parte de los padres, que miran la salvación de sus hijos corno medios secundarios de su felicidad». Tenía como uno de los principales favores que Dios le había dispensado el haberle dado tales padres.
En efecto, tuvo nuestro héroe la suerte inapreciable de nacer en el seno de un hogar profundamente cristiano, cual era el formado por los esposos Manuel Alberca y María Valentina Torres. No tuvieron los padres del Beato mayor empeño que la educación cristiana de su numerosa prole ni mayor satisfacción que la de ofrecer al Señor seis de los diez hijos que de Él recibieron.
Educado en un ambiente tan cristiano y levítico no es maravilla que su alma, iluminada por la gracia del Espíritu Santo, oyese el llamamiento del Señor y generosamente lo siguiese.
Desde la niñez estuvo Nicolás María dotado de una piedad sólida y ferviente. Piedad que no se evaporó en los años difíciles de la pubertad como acaece en tantos niños, que al desprenderse de los brazos de la madre desdeñan las prácticas piadosas como cosa impropia de hombres. Los años de la pubertad y la vida de trabajo asalariado probaron que el gusto por las cosas de Dios estaba profundamente enraizado en su alma.
Terminada la instrucción primaria, se puso a trabajar, ya que la situación económica de la familia no le permitía el lujo de seguir una carrera. Empezó de dependiente en un comercio. Mas porque el empleo no le dejaba holgura para sus ejercicios piadosos lo deje y se dio a las tareas agrícolas, ayudando primero a su padre y luego a un tío suyo.
Entonces convivió y trabó íntima amistad con un primo suyo, José María Luque, de iguales inclinaciones que él. Juntos trabajaban la tierra y juntos ocupaban los ocios en actos de piedad. Por su amigo sabemos que el futuro mártir frecuentaba los sacramentos y era aficionadísimo a la lectura del Año Cristiano, entusiasmándole las vidas de los santos, en especial las gestas de los mártires. Gustaba de las dulzuras de la soledad. Al empezar cualquier obra la ofrecía a Dios y en los casos difíciles acudía a la oración, encomendándose a sus santos predilectos, cuyo patrocinio imploraba con novenas y súplicas.
Los coloquios de entrambos amigos giraban a menudo en torno al tema de sus aspiraciones. Por una parte, las ansias de ser sacerdote eran poderosísimas en Nicolás María. Por otra, su primo veía muy difícil que lo pudiese alcanzar. Y de la tenacidad con que ambos defendían sus respectivas posiciones, se originaban a veces amigables altercados. Para ser sacerdote -opinaba Luque- no contaba Nicolás María con el patrimonio exigido por las leyes canónicas y era imposible que llegara a vestir un hábito religioso, pues las órdenes religiosas estaban suprimidas desde el año 1836, gracias al ilustrado celo de los Gobiernos masónico-liberales de la época. Nicolás María reconocía gustoso toda la fuerza del razonamiento de su amigo; empero aquellas dificultades no bastaban a descorazonarle. «Como para Dios nada hay imposible -argüía el Beato- yo confío en que su Divina Majestad me dará gusto y dispondrá las cosas de tal manera que, si yo lo merezco, tengan cumplimiento mis deseos». A esto, Luque callaba reconociendo a su vez que la lógica sobrenatural a que apelaba su primo no es menos lógica que la de la razón.
No se piense, sin embargo, que el joven se cruzara bobamente de brazos, esperándolo todo de un milagro de Dios. Su carácter no se casaba bien con una actitud pasiva. Ponía en práctica lo que el 10 de septiembre de 1858 (segunda carta del apéndice) aconsejara a su madre respecto de su hermano menor, Francisco Javier, que tropezaba con los mismos obstáculos para ser sacerdote que se opusieran a su vocación. «Entre tanto que Dios demuestra claramente lo que quiere de Javier, puesto que V. no puede otra cosa, le aconsejo no deje su honrado oficio, pero al mismo tiempo no deje de abrigar su buen pensamiento, no sea que verdaderamente Dios le llame y malogre la vocación; que el tiempo que pueda lo aproveche aunque no sea más que en aprender muy bien, a fuerza de repetidos repasos, todas las reglitas latinas». A Dios rogando y con el mazo dando, parecía repetirse el mozo andaluz, decidido a poner todos los medios a su alcance para no desaprovechar por negligencia suya la oportunidad de ser sacerdote, si Dios quería que se le presentara.
Por propia iniciativa se fue con los Hermanos de las Ermitas de Córdoba, de donde le sacó su madre, que procuró se colocara en Sevilla al servicio de un religioso exclaustrado, capellán de las Teresas, con ánimo de que fuera haciendo al mismo tiempo los estudios eclesiásticos. Era una solución corrientemente adoptada entonces por los que, aspirando al sacerdocio, no podían sufragarse los gastos de la carrera.
Los diez meses que pasó en Sevilla estudió Nicolás María bajo la dirección del capellán la lengua del Lacio con gran aprovechamiento. Pero un quite amoroso probó doblemente su vocación. El Beato no había pensado nunca en mujer alguna como confesara a su primo -que le preguntaba curiosamente acerca de una determinada muchacha-, porque deseaba ser sacerdote, y no le parecía bien, por consiguiente, engañar a nadie. Mas no contaba él con la huéspeda; en este caso, la sobrina del capellán, que se enamoró ciegamente de él. Teniendo que vivir en constantes relaciones, las pretensiones de la muchacha envolvían para la vocación de Nicolás María un riesgo nada despreciable, tanto más de temer cuanto ella andaría a la caza de pretextos para manifestarle su inclinación amorosa. Con todo, el joven se mantuvo firme, desoyendo los requerimientos de la muchacha. Esta, por su parte, viendo su afecto incorrespondido, planeó vengarse. Efecto de sus manejos, el capellán terminó por descontentarse de los servicios de Nicolás María, despidiéndolo de su casa.
El despido tronzaba en lo humano las esperanzas que Nicolás María abrigaba de hacer la carrera eclesiástica. Mas no por ello se desanimó el Beato; tornó a su pueblo y a las faenas del campo, y tenaz en su resolución, continuó manejando la gramática latina para no olvidar lo aprendido, en espera de que la Providencia dispusiera otra cosa.
Mientras, Dios le iba preparando calladamente el camino con la suavidad y la fuerza tan características de su providencia. Sólo cuatro meses permaneció en Aguilar de la Frontera. Por consejo de su confesor marchó a Córdoba, donde ingresó en el noviciado de los Hermanitos del Hospital de Jesús Nazareno. En atención a sus relevantes cualidades profesó antes del tiempo reglamentario, y poco después el mismo Hospital lo envió a Madrid a representar sus intereses. Se instaló en la calle de San Justo, en una buhardilla del palacio arzobispal, que le cedieron gratuitamente. Portero del palacio era don Juan Hernández Cornejo, a quien ya conocemos. Nicolás María vivió en Madrid más de dos años: desde principios de 1854 hasta julio de 1856.
Lejos de serle impedimento la vida de la Corte, en ella precisamente encuentra el joven andaluz el ambiente en que cuaja su espiritualidad con perfiles bien definidos, adelanta su preparación intelectual con miras al sacerdocio y halla, por fin, el camino que ha de conducirle al claustro y al altar.
III.- NORMA DE VIDA: HACER LA VOLUNTAD DE DIOS.
SUS VIRTUDES
«Yo soy discípulo de la Santa Escuela de Cristo desde que estoy en la Corte», escribía el Beato el 14 de diciembre de 1855.
La «Escuela de Cristo», institución española, poco conocida hoy, alcanzó grande esplendor siglos pasados en la Península e Hispanoamérica.
Las leyes de la Santa Escuela exigían de los candidatos que fueran de natural dócil y bueno, que se hubieran ejercitado en la oración y mortificación y frecuentado los sacramentos. De todo ello debía constar por informes rigurosos.
El Beato hizo la instancia pidiendo su admisión el 25 de mayo de 1854. Y habiendo sido favorables los informes, fue admitido por unanimidad el 22 de junio siguiente. La finalidad de la Santa Escuela era promover la santificación de sus miembros, eclesiásticos y seglares, mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios, según declara el articulo primero de las Constituciones. «El instituto y fin de esta Escuela es el aprovechamiento espiritual y aspirar en todo al cumplimiento de la voluntad de Dios, de sus preceptos y consejos, caminando a la perfección cada uno según su estado y las obligaciones de él...».
El profesor F. Sánchez Castañer, al ilustrar primero que otro alguno en las páginas de esta misma Revista4 este aspecto de la vida del bienaventurado mártir damasceno, ha vislumbrado la influencia formativa que la Escuela de Cristo ejerciera en el espíritu de Nicolás María con su reglamento, con sus ejercicios de piedad y ansias de perfección que fomentaba en sus seguidores y, sobre todo, con el básico principio de buscar siempre y en todo la voluntad de Dios.
El joven andaluz la tomó por norma de su vida. Ya en la primera carta, posterior pocos meses a su ingreso en la Escuela de Cristo, citada al recordar la muerte de su cuñado, invita a su madre y hermanos a venerar los juicios de Dios siempre justos. Determinó la familia del Beato crear con la dote de su hermana religiosa ya difunta un patrimonio que le sirviera de título de ordenación. Nicolás María acoge muy agradecido el proyecto; viene en ello «si usted -escribe a su madre- y mis hermanos insisten en la idea, y, sobre todo, si es la voluntad de Dios esa, esa es también mi voluntad y muy decidida como siempre, y siempre viviré agradecidísimo a nuestro Dios y reconocido a mis hermanos, y acaso sea el mejor medio más oportuno de que disfruten y conserven esos bienes. Yo no dejo de hacer todo lo que puedo por el particular, sin embargo que no me alucine, por no tener aún seguridad de ello, por más que sean mis más ardientes deseos; y así, puesto en manos de Dios y de su Santísima Madre, todo lo espero aunque con nada cuento».
Otra vez el largo silencio de su madre le pone en un angustiado alerta, mas a la vez está resignado en Dios. «Me hace estar con algún cuidado; aunque conforme con la voluntad de Dios, cuya infinita bondad y sabiduría quiere que los mayores consuelos, que con tanta liberalidad nos dispensa en esta vida, vayan sazonados con la sal de algunos trabajillos, a fin de que vivamos desprendidos de esta vida en donde, como verdadero valle de lágrimas y lugar de destierro, no puede hallarse jamás satisfacción cumplida...». Véase con cuanto cariño le dice el 5 de enero de 1858 lo preocupado que está por su para él inexplicable silencio: «No es decible el cuidado en que me tiene su tan largo y profundo silencio sin saber a qué atribuirlo determinadamente, por más que mi imaginación discurre: tan privado me considero de sus amables y para mí tan deseadas cartas como si ya me hubiese ausentado de Europa y trasladádome a en el Asia o Africa y aún más; que en este caso ya estuviese más tranquilo haciendo a N. S. el sacrificio de no saber de mi querida madre al menos tan a menudo; pero considerando que aún no es llegado ese caso, siendo tan permitido a todo hijo amante de sus padres ansiar a saber por ellos, aún en el estado de mayor perfección, me tomo la licencia para demostrarle mi sentimiento sea cual fuese la causa de no saber de V.».
Pocos meses antes del martirio, el 1 de marzo de 1860, consuela a su madre, que siente la nostalgia de la larga ausencia del hijo y desea abrazarlo. También él quiere verla, pero si es la voluntad de Dios. «Me dice V. desea verme antes de morir, si Dios N. Señor se lo concede, y ¡quién sabe si Su Majestad se lo concederá! Yo, en verdad, también lo deseo del mismo modo y tanto para su consuelo como para el mío, mas con la dicha condición de si a Dios agrada».
Los favores que de Dios recibe le estimulan a servirle con mayor generosidad y resolución. El 14 de junio de 1856 dice a su madre que su carta le ha causado «mucho gozo, como todas las de V., pues uno de los grandes consuelos que Dios me concede es el de conservarme a mi madre, aunque tan distante, que todo lo acato en la providencia de Dios que todo lo ordena a nuestra utilidad; así nosotros debemos, en debida correspondencia, encaminar todas nuestras cosas con nosotros mismos a su honra y gloria, no de cualquier manera, sino con todos los afectos y esfuerzos de nuestro corazón; y nada más justo».
Todo lo que viene de la mano de Dios -y de la mano de Dios, que lo dispone o permite, nos viene cuanto nos sucede- hay que recibirlo con paz y aun con gozo. Hasta las adversidades, miradas desde este ángulo, pierden su sabor áspero. «En cuanto a lo demás -hablaba con su amigo Joseíto Follarat- me quedo sin saber qué decir a V. de la segunda [la primera era la muerte de su hermana religiosa] y más funesta ocurrencia que Dios permite venga a oprimir más nuestro espíritu. Verdaderamente, es golpe que a mí me lastima en gran manera, pero estoy por decirle a V. que casi me es motivo de mayor confianza en la Divina Providencia, porque aunque ese golpe se reciba de manos de hombres no cabe duda que viene inmediatamente de las de Dios, y siendo así no hay más que someterse animosa y confiadamente a su voluntad...». Dios les premiará esa sujeción y confianza. Pide para todos gran fe; la Iglesia no perecerá, pues se asienta en la palabra infalible de Jesucristo. Ella «será la única invencible, que coronará eternamente a los que la amaron y siguieron. Este es el único consuelo que yo tengo sin querer otro alguno, aunque por disposición de Dios muera de hambre, de peste, de guerra o de cualquier trabajo de los que nos amenazan... No hay más, Joseíto, mí amigo, no hay más que fe firme y esperanza constante, que esto nos dará a nosotros lo que generalmente se carece en toda la España y en toda la Europa, que es paz y alegría sólida y verdadera».
He aquí el hermoso fruto que cosechaba Nicolás María de hacer la voluntad de Dios: paz y alegría. Y prefería estos dones a todos los bienes temporales. Con motivo del pleito ya mencionado, exhorta el Beato a su madre a buscar a Dios antes que la ganancia del litigio. Por encima de todo, la conciencia y el bien del alma; luego, y en lugar secundario, el pleito. No es cosa de dejarlo de la mano, pero mírese bien si la ley le favorece y hay esperanza de triunfar. En todo caso, hay que evitar el demasiado interés, fuente de muchos pecados aun en quien tiene la razón. Por su parte, va a pedir a Dios «por el contrario, que injustamente litiga contra la caridad y la justicia, y es el que se hace más daño que el que piensa hacer; voy a encomendarlo a Nuestra Señora de la Paz para que V. ni ninguno de nosotros perdamos la paz de nuestras almas con la pérdida o la ganancia del pleito, aunque tan justamente defendido por parte de V.». El afán por que su madre no se intranquilice llega casi a la obsesión. En otra carta le repite dos o tres veces que no se inquiete. «Escríbame lo que ocurra -le dice para terminar- y no se apure V. por nada, pues por un pleito no perdamos otro pleito». No obstante su deseo de concordia, se vieron obligados a ir al pleito. Un año más tarde, el 14 de junio de 1856, augura el Beato a su madre que Dios le conceda «un buen éxito en el pleito y que todo redunde en honra y gloria de Dios».
No sabemos cuál fue el desenlace de la demanda, mas podemos afirmar que Nicolás María salvó en cualquier caso lo que apreciaba más que todos los bienes del mundo: la tranquilidad y paz del alma, que se le seguía de buscar por encima de todo la voluntad de Dios.
Las repetidas expresiones de conformidad con la voluntad de Dios no son, pues, en la pluma del Beato palabras hueras, fórmula epistolar destinada a llenar un vacío. Son voceras de un esfuerzo cotidiano en sujetar su voluntad a la de Dios y reveladoras del convencimiento de que en ello está la perfección. Por eso, al enumerar las circunstancias que hicieron bella la muerte de su hermana religiosa y para él envidiable, cuenta la de que su alma estaba «unida a su [de Dios] voluntad».
El lema de la Escuela de Cristo halló el terreno abonado en el alma de Nicolás María con los ejemplos que en su casa había recibido de su madre. «Me dice V., mi querida madre -escribe el 1 de marzo de 1860-, que le inquieta el temor de que toque la suerte de soldado a mi hermano Francisco Javier, y aunque estoy persuadido de su conformidad con la voluntad divina, en cuya providencia V. siempre encomendó a sus hijos como en segurísimo depósito, puedo asegurarle a V. no le faltará esta misma providencia divina, guardando y conservando como suyo el depósito de sus hijos que le entrega y confía». El deseo de tranquilizar a su madre más y más le impulsó a trazar un hermoso cuadro de la vida de piedad que hacían en la Corte soldados de todas las graduaciones, compañeros suyos en la Escuela de Cristo. «Muchos soldadas me servían a mí de ejemplo en el tiempo que estuve en Madrid, pues los veía diariamente ir a velar al Smo. Sacramento, al mismo tiempo que sus compañeros paseaban o se daban a los juegos ilícitos u otros pecados más feos, tan comunes en la soldadesca. Yo veía estos mismos soldados comulgar algunas veces y otras confesarse; y si iba a la Escuela de Cristo, allí los encontraba; si a los hospitales, allí estaban haciendo algún servicio o consolando a los enfermos; si a la Corte de María, lo mismo; y eran de caballería y de infantería, artilleros e ingenieros, soldados rasos, cabos, y sargentos y aun oficiales». Bien se advierte la admiración y simpatía que experimentaba por aquellos militares, admiración que había nacido y crecido al socaire de encuentros cotidianos y silenciosos ante Jesús Sacramentado. Eran amigos sin palabras. El fervor de aquellos sus amigos anónimos, que practicaban la virtud con tanta bizarría, no obstante el ambiente poco propicio de la milicia, repercutía como tácito reproche en el ánimo humilde del joven andaluz; se decía a sí mismo: «¿Qué excusa tendremos si no hacemos, al menos, lo mismo los que no seguimos el tumultuoso estado de las armas?».
Junto a su anhelo de hacer siempre la voluntad divina, descuella en las cartas del Beato Alberca el aprecio que hacía de la oración y meditación. Ya vimos que una de las cualidades de los aspirantes a la Santa Escuela era precisamente que hubieran frecuentado la meditación. Y prescribía a sus adeptos la hicieran por las del P. La Puente. En diciembre de 1855 envió Nicolás María diversos regalos a miembros de su familia. Entre los regalos hay libros de meditación. «Para Francisco de Paula, el libro del P. Villacastín: Manual de oración mental, que ya sabe mejor que yo cuán necesario es este ejercicio para mantenerse en el temor de Dios y para medrar en su amor divino». Y «para Joseíto Follarat mando la Escuela de Cristo completa y el libro de sus meditaciones por el P. La Puente y esas jaculatorias sueltas, que son las que aquí dan cada jueves a los hermanos. Yo soy discípulo de la Santa Escuela de Cristo desde que estoy en la Corte. Entréguele todo eso como regalo que hago a mi buen amigo».
Su confianza en la eficacia de la oración humilde es ilimitada. Aludiendo a algunos obstáculos que retrasaban su ingreso en la Orden franciscana, escribe: «Ya es sabido que cuanto mayores son las empresas, mayores inconvenientes se oponen y hay que vencerlos con el tiempo y las oraciones, por medio de las cuales el Señor nos concede sus gracias».
Por eso, remata sus cartas con machacona insistencia pidiendo oraciones. Se las pide a todos. A su madre y hermanos, a sus amigos y a las comunidades de monjas. Parece que espera hacerse santo gracias a las súplicas de los demás. Largo e innecesario sería el acopio de pasajes en que pide oraciones. Como botón de muestra valga el final de la carta recién citada. «Dé V. mis afectos a todos mis hermanos en particular, como si no fuesen más que uno y a ese sólo los dirigiese. [Diga] a mi hermano Antonio que cuando vaya a misa de alba reze por mí un Credo a [Nuestro] P. Jesús Nazareno; a José y Javier, una Salve a María Santísima siempre que estén en la iglesia, y si comulgan y ven al Santísimo Sacramento le ofrezcan allí a Dios mi corazón y sus afectos todos; y cuando V. me escriba me dirá si me ofrecen gustosos este obsequio que les pido con tal que se acuerden de mí, pues si no se acuerdan, no; pues no ha de ser por modo de obligación sino es gratuitamente. Por último, disimúlenme, que ya conozco que soy muy porro».
El sentimiento de humildad -otra de sus virtudes- que se descubre en esta última frase, le hacía atribuir a las oraciones de los demás las gracias y beneficios que recibía de la liberal mano de Dios. Conmovedora es la súplica que dirige a su madre cuando, ya diácono, se ve cercano al sacerdocio. «Ya ve V. como las continuas oraciones que V. dirige a Dios por mí no son en vano, y esto mismo debe duplicar en V. la confianza de alcanzar de Dios, que así como el Señor le concede el que me elija para ministro de su altar, siendo indigno e indignísimo de tan alta dignidad, le conceda también la gracia que necesito para agradarle en el cumplimiento de mi ministerio, empleando en esto todas mis cosas: mi salud, mi vida, mis fuerzas y todo mi ser. Sí, mi querida madre, siga V. rogando a Dios por mí con frecuencia y confianza, y háganlo también mis hermanos y mis verdaderos amigos y espere V. en el Señor, que si es su santa voluntad también me verá V. en esta vida, aunque en esto no debemos fijarnos, pues no nos importa nada respecto a que por la misericordia de Dios nos hemos de juntar para no separarnos nunca y es lo que nos interesa únicamente».
La despedida con que cierra la carta que escribiera a don Juan Hernández Cornejo y familia antes de embarcarse en Valencia para Tierra Santa, patentiza de consuno cuán sensible era su alma a los encantos de la amistad verdadera y cuán bajo concepto tenía formado de sí mismo. «Adiós, mi apreciable don Juan. Adiós, mi apreciable doña Francisca. Adiós, mis queridos amigos y hermanos Antonio, Juanito y Perico y Lorenzo. Rogad al Señor por un amigo que, aunque inútil, pobre y peregrino en este mundo, les ama de corazón y con sinceridad».
Consecuencia de ese bajo concepto es que no se permita anteponerse a nadie. Si se compara con sus hermanos, se halla muy inferior a ellos. «Mucha satisfacción es para mí -escribe refiriéndose a la plácida muerte de su hermana monja-, pero al mismo tiempo motivo de grandísima confusión. Cuando echo una mirada sobre mí y comparo lo ejemplar de mis hermanos y el estado en que me considero, aquí me callo, amigo mío, porque no hallo otro modo de argüirme».
No comprende, pues, que se encomienden en sus oraciones, atribuyendo a la bondad ajena semejante petición. De una señora en cuya casa había trabajado algún tiempo, escribe: «A doña Josefa María Yglesias no he vuelto a escribirle. No extraño que confíe tanto en mis oraciones como V. me dice, porque en eso se descubre la propiedad de las personas buenas en formar buenos juicios de todos; mas yo, en atención a su buena fe y a lo que le debo, no dejaré de encomendarla a Dios. Déle V. mis expresiones». No solamente doña Josefa María tenía formada tan favorable opinión de su antiguo servidor. También caballeros y hombres de carrera, como sus amigos madrileños, que le tenían «en grande estimación por sus muchas virtudes», y el comerciante valenciano, que mencionaremos más adelante, observaban algo extraordinario en aquel joven de apariencias humildes y algún tanto ingenuas.
IV.- RELIGIOSO Y SACERDOTE
No fueron estas solas las virtudes que brillaron en el mozo andaluz, como habrá observado por sí mismo el lector. En los trozos transcritos, son patentes el agradecimiento a Dios por los favores y gracias recibidos, el desprendimiento del mundo y de la familia, el amor al prójimo.
Para sus hermanos y amigos quiere lo mismo que para sí. Después de haber ponderado el gran favor que Dios le hizo, dándole padres cristianos, prosigue, refiriéndose a su hermano Francisco Javier: «Deseo se ocupe mucho en esto para que tema ser ingrato a Nuestro Señor y entienda, mi querido hermano Javier, que la mayor prueba de lo mucho que le quiero y me acuerdo de él es que le digo lo mismo que me digo a mí mismo; y también que se perfeccione cuanto pueda en lo que pertenece al estado a que aspire y en lo cual lleve sólo la mira de agradar a Dios».
Socorre a los enfermos de los hospitales con sus visitas y trabajo desinteresado. Recuerda de refilón, al evocar la piedad de los soldados, miembros de la Escuela de Cristo, sus obras de caridad con los hospitalizados. Pero, por testimonio ajeno, sabemos que su tarea diaria en la Corte era hacer la colecta en favor de los enfermos. El siguiente episodio revela su delicadeza de conciencia y su carácter prudentemente precavido. Encontró en cierta ocasión un pañuelo con doce monedas de plata de a dos reales. En uno de sus piadosos recorridos llegó a una casa donde una mujer se lamentaba de la pérdida de un pañuelo con doce monedas. Sólo después de haberse cerciorado de que las señas que la mujer daba coincidían con las del pañuelo por él hallado, se lo entregó.
No obstante este trabajo, piadoso pero cansado, de la cuestación, se las ingeniaba para sacar tiempo que dedicar al estudio de las materias que constituyen la carrera eclesiástica. Sentía en el fondo de su alma acuciante el llamamiento del Señor. «Yo, madre -escribe el 16 de septiembre de 1855-, siempre tenaz en mis propósitos. Voy a ver si quiere Dios que este año pueda ganar algún año de estudio, aunque me hallo cargado de trabajo en mi ocupación. Yo estoy que por más que haga en desechar [esta idea?] nunca dejaré del todo de porracear sobre el particular a que me refiero y que V. conoce. Sea sobre todo lo que Dios quiera». Esta es la única alusión que he hallado en sus cartas al trabajo que le ocupaba en la corte. El archivo del Hospital de Jesús Nazareno, de Córdoba, quizá guarde las cartas en las que el Beato Alberca comunicaría periódicamente la marcha de sus gestiones y trabajos. La publicación de las mismas iluminaría cumplidamente este aspecto de la vida madrileña de Nicolás María.
Por un momento parece insinuarse la inquietud en el ánimo de Nicolás María, que se siente impelido a consagrarse a Dios, mas también se ve con 25 años cumplidos sin un rayo de luz en el horizonte que abra un resquicio a la esperanza. No desmaya, empero, su fe en la Providencia Divina.
Acaso por estas fechas y acaso también de mucho antes, acaricia la idea de ser franciscano. El color del abrigo que envía a su madre a fines del mismo año es «franciscano». Lo que revela su afecto por la Orden seráfica, a la que, por otra parte, le unían lazos muy estrechos. Su hermano Manuel era capuchino, misionero en América; por él sentía el Beato grande admiración; así, a la noticia de una grave enfermedad del misionero, que les hizo temer por su vida, pide a su madre que guarde sus cartas; llenas como están de luminosos consejos, pueden hacer mucho bien a sus hermanos. Franciscano era también, al parecer, un hermano de su padre, Fr. Antonio Alberca, al que nombra repetidamente en sus cartas y al que remite, para instruirse en la estrechísima regla franciscana, a un primo suyo que pretendía ingresar en el convento de Priego. Por último, desde su niñez tuvo que conocer a los franciscanos exclaustrados del convento de Montilla y a los que en su mismo pueblo servían de capellanes a las religiosas clarisas; tanto el convento de Montilla como la Vicaría de Aguilar pertenecían a la antigua provincia franciscana de Granada. Es, pues, natural que tuviera afición a la Orden franciscana, que le ofrecía, además, la oportunidad de ser misionero, con la atrayente perspectiva del martirio.
Precisamente, por los años que Nicolás María viviera en Madrid, se trataba de abrir un convento franciscano que surtiese de religiosos a Tierra Santa. Quería la apertura de un colegio para misioneros el Gobierno, apremiado por la urgente necesidad de mantener los derechos de España en los Santos Lugares, derechos que se tambaleaban por falta de religiosos españoles; la querían asimismo los religiosos, movidos por el justificadísimo deseo de restaurar su amada Orden en su no menos amada Patria. No se llegó con todo rápidamente a un acuerdo, y no por culpa de los religiosos. Cuatro años duraron las negociaciones. Al cabo pudo instalarse la primera comunidad franciscana, después de la infausta exclaustración de 1836, en el convento alcantarino de Priego, Cuenca. En su estructura material se habían realizado oportunas reparaciones por cuenta del Gobierno, que no tuvo dinero más que para las más imprescindibles. La toma solemne de posesión se tuvo los días 13 y 14 de julio de 1856, contándose entre los asistentes el Beato Nicolás María Alberca, que después de tantos años de espera iba a ver cumplidas sus aspiraciones.
Nicolás María había solicitado el 11 de abril que se le admitiera a formar parte de la comunidad que se instalase en Priego. La instancia fue despachada favorablemente, causándole tal alegría la noticia que sin poderse ir a la mano, mejor diríamos a los pies, según confesará ingenuamente a sus vecinos, corría y cabriolaba, cual el hombre más feliz del mundo, entre las cuatro paredes de su cuartucho.
El 14 de julio, fiesta del Seráfico Doctor San Buenaventura, se celebró en el recién abierto convento la primera vestición de hábito. Cinco eran los novicios, uno de ellos Nicolás María Alberca.
En el noviciado se dio con ardor el futuro mártir a asimilarse el espíritu franciscano. En carta a su madre expresa el ahincado deseo de ser un «verdadero hijo» de San Francisco. Y como de costumbre, recurre para alcanzarlo a las oraciones de los demás. «A todos les ruego encarecidamente me ayuden con sus oraciones a ser agradecido a Dios; y V., mi querida madre, seguirá ofreciendo súplicas al Señor con toda la confianza posible para que se digne darme salud y gracia para llegar a profesar y abrazarme estrechamente y con toda mi voluntad a la santísima pobreza de mi Padre San Francisco y merezca la dicha de ser su verdadero hijo; para lo cual me encomendará V. a San Francisco Solano y si algún día va V. a Montilla visitará V. su iglesia en mi nombre. También me encomendará usted a las oraciones de las Madres Carmelitas y a las coronadas, como también a mis hermanos, a mi tío Fr. Antonio Alberca lo mismo, y al tío don Francisco Luque; y sobre todo V. ofrezca diariamente mi corazón al de Jesús».
Hecha la profesión religiosa al cabo del año de noviciado y libre de otros menesteres que en el siglo no le habían consentido hacerlo más que como a hurtadillas, pudo ahora nuestro héroe consagrarse de lleno al estudio y a la oración. «Me es tan interesante el tiempo para el estudio que cuento hasta los minutos, por tener que atender, casi a un mismo tiempo, a varias facultades que nos enseñan, cuando la filosofía lo necesita todo». En otra ocasión se excusa de su tardanza en escribir, entre otras causas por «mi continua tarea en los estudios y la asistencia a los actos de comunidad, que no me dejan tiempo ni aun para salir a darme un paseo a la huerta o al bosque sino cuando la necesidad estrictamente lo exige».
En noviembre de 1857 empezó los estudios de Filosofía bajo la dirección del P. Francisco Manuel Malo y Malo, que en agudo contraste con sus apellidos fue el plasmador, moral e intelectualmente, de la juventud franciscana durante los cuatro primeros lustros de la vida del Colegio. Que el esfuerzo de maestro y discípulo no fue inútil, lo prueba suficientemente la calificación de «muy bueno» que obtuvo el Beato al finalizar el curso en julio de 1858.
Para esas fechas ya era sacerdote. Por orden de sus superiores y disposición de Dios, que se complacía en hacerle ascender a pasos de gigante las gradas del altar como en compensación de su larga espera, se ordenó de subdiácono en septiembre de 1857, de diácono en diciembre del mismo año y, por último, de sacerdote el 27 de febrero de 1858, en Segorbe, donde recibiera las demás órdenes sagradas. El 19 de marzo celebró su primera misa.
No poseemos carta alguna -sin duda escribiría más de una- de fecha inmediatamente posterior a su ordenación sacerdotal. Seguramente se le pondrían en la memoria, de una parte, las dificultades insuperables según el sensato juicio de los hombres, y de otra, la amorosa Providencia de Dios, que las había orillado todas. ¡Qué emoción! ¡Qué sentimientos de gratitud a Dios y de la propia indignidad le invadirían al verse encumbrado a la más alta dignidad de la tierra! Renuévase en su corazón el amor y cariño a los suyos, a sus amigos. A todos promete pagar con creces ofreciendo el incruento sacrificio de la misa. Al anunciar a su madre que pronto será sacerdote, la insta a que le diga «qué le he de pedir a N. Señor Jesucristo de su parte, además de mi intención, en la primera misa que tenga la dicha de celebrar, la cual tengo intención de aplicarla por el alma de mi amado padre, y después iré aplicando por mis abuelos»
V.- PRESENTIMIENTO PROFÉTICO DEL MARTIRIO
Parece que todas sus aspiraciones estarían colmadas con haber ganado la señera cumbre del sacerdocio. Pero no. Parejo al anhelo de ser sacerdote tenía muy ahincado en su alma otro: el del martirio. A decir verdad, eran uno solo, pues desde su niñez se le habían presentado unidos inseparablemente.
Luque, primo y confidente de Nicolás María, cuenta que las vidas de los mártires le enajenaban de gozo; lleno de entusiasmo solía exclamar: «Sólo deseo en este mundo me conceda Dios la gracia de poder ordenarme y ser misionero para dar mi vida por Jesucristo». Terminaba declarando que envidiaba la «dicha» de los mártires.
No amenguó con los años tal anhelo. En Madrid sentía vigoroso el mismo deseo de derramar su sangre por Cristo, según testifican ante notario varios de sus amigos madrileños, el 10 de marzo de 1872. «En distintas ocasiones le oyeron decir todos los precitados sujetos que tenía deseos de ser mártir de Jesucristo y derramar su sangre por nuestra santa fe y que con mucho gozo de su corazón lo presagiaba; a esto decíale don Manuel (de Espalza) que no hallaba motivo alguno para que así sucediese y tuviese por ello tan vehemente esperanza; el P. Alberca contestaba que tampoco conocía ningún motivo en qué fundarse, pero que esto no obstante, su deseo de ser mártir y la esperanza de conseguirlo eran persistentes en su corazón».
Intensos sobremanera se harían esos deseos ahora que palpaba los efectos de la misericordia del Señor. En verdad que para Dios nada hay imposible. Era sacerdote pese a todos los obstáculos que le cerraban el camino del altar. Y por añadidura religioso en una Orden que tenía por honrosísima y gloriosísima carga la de custodiar los santuarios más venerados de la cristiandad y miembro de una comunidad restaurada con este peculiarísimo fin. ¿Cómo no esperar que Dios dispusiera también las cosas de manera que pudiera sellar su amor a Jesús con el sacrificio de la vida? ¿Y cómo no se afincarían más hondamente en su alma tales anhelos en un ambiente como el que se respiraba en la nueva comunidad? De algunos de sus miembros se sabe que abrigaban parecidas ambiciones de martirio.
Las cartas de estos últimos meses de permanencia en España dejan traslucir sus íntimas aspiraciones. ¡Cuánto tarda para su ardiente deseo la hora de verse en tierra palestina! Cuando recibe la suspirada noticia de su destino a Tierra Santa, el primer movimiento de su alma es el de agradecer a Dios favor tan insigne. Y cuando por su imaginación se cruza la dulce imagen de su anciana madre, gastada por el tiempo, pero por ello mismo sobrehumanizada, la de sus hermanos y amigos, reafirma sin titubear la decisión de hacer la voluntad de Dios, su norma de vida. Y con palabras encendidas suplica que no le impidan corresponder a la gracia que Dios le hace de ir a Palestina, prenda de mayores gracias.
A su repetidamente citado amigo don Juan Hernández Cortejo y familia escribe el 26 de septiembre de 1857: «Aún no sé de cierto si seré uno de los que salgan de España en la primera misión para Palestina, pero pienso que sí seré. Lo que sí le aseguro es que lo deseo con todo mi corazón el venerar aquellos lugares donde nuestro amabilísimo Redentor Jesús nació, peregrinó, trabajó, sudó, predicó, padeció, vivió y murió por- nuestro amor; en donde también nació, vivió, etc. nuestra dulcísima Madre María Santísima, la Purísima María Virgen. Allí ciertamente deseo ir, y si es la voluntad de Dios, allí deseo morir». En diciembre ya sabe que va a Tierra Santa, pero ignora todavía la fecha de su salida. Cuando lo sepa se lo comunicará. «No puede V. tener una idea -dice a su madre en carta del 7 de diciembre de 1858- de lo que deseo ir a venerar aquella tierra...; no obstante, yo deseo sobre todo que se cumpla siempre en mí la voluntad de Dios y la de mis prelados».
Por fin, a principios de 1859, supo que tenía que partir no en marzo, sino en enero, por lo que le era imposible ir a despedirse de su madre. La visita estaba justificada por casi seis años de ausencia. Su madre deseaba ardientemente estrecharlo entre sus brazos tanto más que su hijo se alejaba de la Patria y acaso no volviera a verlo más. El Beato escribe a su madre el 8 de enero, comunicándole la noticia. La carta es, para mi gusto, la mejor que brotara de la pluma, digo, del corazón de Nicolás María de Jesús Alberca; refleja admirablemente el temple de su alma. Es una pieza de maestría psicológica y de acendrada espiritualidad. La publicamos en el apéndice.
Empieza doliéndose de no poder despedirse personalmente de su madre y hermanos; pasa luego a exhortarles a la conformidad y resignación en la voluntad de Dios. En un tercer momento les mueve a dar esa conformidad gozosamente, pues aunque su ida a Tierra Santa les cuesta el sacrificio de no verse, ello será sin duda prenda de mayores gracias. Una natural reserva impide se le caiga de la pluma la palabra martirio, pero todo induce a creer que en su imaginación fulgía rutilante la soñada palma del martirio. «¿No darán Vds. -sugiere delicadamente- por bien empleado se dilate la esperanza de verme y aun el privarse de verme más en esta vida si así lo quisiera Dios? Yo no puedo dudar que mi ida a Jerusalén ha de ser para V. causa del mayor consuelo, como lo es para mí, que me considero indigno de un tan gran favor de Dios».
Seguro Fr. Nicolás María de que su madre y hermanos se someten gustosos al beneplácito divino, les exhorta a vivir como cumple a verdaderos cristianos. Sus palabras tienen la fuerza que presta el buen ejemplo dado. Este es, en realidad, sin pretenderlo su autor, un trozo autobiográfico. «Frecuentad los sacramentos cuanto os sea posible; esmeraos en cumplir con la mayor exactitud las obligaciones de cristianos y las particulares del respectivo estado en que Dios os tiene; vivid en paz con todos, pero procurad la paz particularmente entre sí, disimulándoos mutuamente vuestras faltas y defectos como buenos hermanos, que se aman mucho. Respetad y venerad mucho a nuestra madre, no le deis algún quebranto; poned un especial cuidado en conservar su salud y vida, consoladla en sus penas y así conservaréis sus canas, os honraréis a vosotros mismos y atraeréis sobre vosotros las bendiciones de Dios; no os olvidéis de rogar al Señor por vuestro padre y nuestras hermanas Carmen y Manuela [difuntos], y no os olvidéis de rogar por vuestros hermanos peregrinos». No falta la consabida petición de oraciones.
La despedida es sencillamente solemne y emocionante. Suplica a su madre que le dé como madre la bendición para partir, que él se la da como sacerdote: «Por último, antes de salir de España como su amante hijo, le pido con humildad su bendición y yo, como sacerdote (aunque indigno) la doy a usted y a todos mis hermanos...».
El fervoroso religioso estaba, pues, dispuesto a todos los sacrificios con tal de hacer la voluntad de Dios. Aconsejaba a su hermano Francisco Javier que no dejara su honrado empleo, pero al mismo tiempo que estudiara por si quería Dios que fuera sacerdote. Así había obrado él. Y así obra ahora. Tampoco ahora quiere retrasar el viaje a Palestina. Dios le tiene preparadas mayores gracias.
De Priego salieron los misioneros en dos grupos para Valencia, los días 11 y 12 de enero. En el segundo iba el Beato Nicolás María. A medida que se acercaba el día de embarcar, más crecían sus deseos de pisar la tierra prometida. El 23 de enero escribe a sus amigos de Madrid: «Ya estoy esperando de un día a otro partir de España a Tierra Santa; el llegar allá son mis sueños dorados. Espero me concederá el Señor que estos mis sueños pasen a realidades, como lo ha hecho por sola su bondad antes de ahora, concediéndome tan extraordinarias gracias. Ayúdenme, pues, Vds. a dar gracias a Dios como tan buenos amigos interesados en mi bien». El 25, pocas horas antes de embarcarse, escribe a su madre que aplicará las misas que diga durante el viaje por su familia. Transcribo el párrafo; es otra pincelada que contornea magníficamente su figura. «Al salir del Colegio [de Priego] obtuve licencia de mi Prelado para aplicar por mi intención todas las misas que celebrase hasta llegar a Tierra Santa, y sigo aplicándolas alternativamente por V., por mis hermanos, por mi padre, por mis hermanas y por mis abuelos, por mis amigos y bienhechores y los de V.; digo esto, por el deseo de que sabiéndolo mis hermanos se dispongan más y más a recibir y aprovecharse de los mismos frutos del santo sacrificio de la Misa que por ellos ofrezco al Señor, y vuelvo a repetirles que no dejen de rogar al Señor por mí, y lo mismo a V., mi querida madre, le repito mi cariño filial y afectísimo y mi más profundo respeto».
Llegó a Palestina el 19 de febrero, y dos días después a la ciudad santa de Jerusalén.
VI.- MÁRTIR DE CRISTO
Con anuencia de los superiores, los religiosos que llegan a Palestina por primera vez a prestar sus servicios en la Custodia de Tierra Santa, recorren en piadosa peregrinación los santuarios confiados al cuidado de la Orden franciscana. Así lo hizo también nuestro Beato, saciando su devoción en aquellos venerados lugares. Belén sobre todo -observa el P. Eiján- ejerció en su espíritu influjo sugestionador. A vuelapluma describe en carta a su madre los lugares que ha visitado, pero al llegar a Belén no describe lo que ha visto, expresa lo que ha sentido. Junto al Pesebre, admira y ora. «El 5 de marzo salí de Jerusalén para este convento de Belén y ¿qué diré a V. del Santo Portal de Belén? Nada en comparación de lo que se pudiera decir de esta santísima Gruta, donde la comparación no da lugar a discurrir, sino a admirar y pasmarse. ¡Bendito sea para siempre Dios que me ha concedido la dicha de ver y adorar el Portal de Belén, donde su segunda persona, nuestro Divino Redentor, nació! ¡Bendito, sí, bendito, ya que me has hecho tan señalada gracia tan sin merecerla yo! ¡Continúa tu bondad sobre mí; sálvame, salva a mi madre, salva a mis hermanos, salva a mis parientes y amigos! Pues me hiciste español y España es amada de tu benditísima Madre, bendice a la España, confunde y convierte a los enemigos de la Religión y florezca de nuevo en ella la fe, y salva los españoles. ¡Hazlo así, Niño Jesús!».
No era nueva en el Beato la devoción al Divino Niño. La tenía muy tierna desde antes de ser religioso. La debilidad y pobreza del Niño de Belén hacían vibrar intensamente las fibras más delicadas de su alma. El 7 de diciembre de 1856 encarga a sus hermanos «digan algo por mí al Niño Jesús». Tuvo y veneró una estatua del Divino Infante, a la que cuidó con devoto esmero, adoró con reverencia y ternura como a Dios y como a Niño y galanteó como a dulcísimo Esposo de las almas. Al ingresar en religión la regaló a la hija de don Juan Hernández Cornejo, Loreto, que quería ser religiosa, pero que luego se casó. La intención de Fr. Nicolás María había sido que el Niño permaneciese en manos de quien fuera religiosa o no casada al menos. El incidente dio lugar a que el Beato escribiera una carta en la que sin quitarle a Loreto la imagen, pues como religioso ya no puede, explica su intención y las razones que la motivaban. Con todo, Loreto no quiso desprenderse de la imagen. A punto de embarcarse, le insta el P. Nicolás María a que se empeñe con su Niño Jesús, «haga próspera nuestra navegación y nos conceda llegar con felicidad a la santa ciudad de Jerusalén. Y siempre que V. comulgue o visite el Smo. Sacramento, ruegue por mí».
Pasada la Semana Santa, a cuyos imponentes ritos asistió en Jerusalén, le enviaron los superiores a Damasco a estudiar la lengua árabe, juntamente con dos compañeros de navegación, el último también de estudios: PP. Nicanor Ascanio y Pedro Soler. En Damasco estaban ya sus futuros compañeros de martirio: PP. Manuel Ruiz, superior; Carmelo Bolta, párroco; Engelberto Kolland, y los hermanos Fr. Francisco Pinazo y Fr. Juan Jacobo Fernández; todos españoles, menos el P. Engelberto, que era austríaco.
Para los recién llegados transcurrió el curso de 1859-1860 ocupados en el estudio de la lengua árabe bajo la dirección del P. Bolta y la asistencia a los actos de comunidad, ayudando, cuando la necesidad lo requería, al culto de la iglesia conventual, parroquia al mismo tiempo de la cristiandad latina de Damasco. En esta ciudad está fechada, el 1 de marzo de 1860, la última carta que conocemos de Nicolás María. La hemos citado repetidamente. Permitasenos tomar todavía en préstito otro párrafo que deja traslucir un rasgo más de su espíritu. «Tanto a él [a su hermano Francisco Javier, cuya suerte militar preocupa a su madre] como a mis demás hermanos les ruego procuren mostrarse más fervorosos en los actos de piedad, más ejemplares en las costumbres y más firmes en la fe, esperanza y caridad, haciendo frecuentes actos de estas tres virtudes divinas, sobre todo en estos tiempos en que nuestra Madre la Iglesia se ve perseguida, rodeada o amenazada de sus enemigos, según nos dicen de algunas naciones de Europa».
Por aquellas fechas, 11 de marzo de 1860, no había, pues -al menos, el Beato parece no haberlos apercibido-, síntomas de persecución, que, sin embargo, no se harían esperar. En efecto, los meses siguientes, sobre el barrio cristiano de Damasco, se fueron adensando negros nubarrones, presagio de dura prueba. No obstante la tormenta ruja amenazadora sobre sus cabezas, los religiosos permanecen en sus puestos, prontos a aceptar lo que Dios disponga. El P. Manuel Ruiz escribe el día 2 de julio de 1860 al P. Custodio de Tierra Santa, comunicándole los inquietantes síntomas del desastre. «Cúmplase, ante todo, la voluntad de Dios» es el colofón de la breve carta y la aceptación de la muerte que en nombre propio y de su comunidad hacía el superior.
La persecución había comenzado en las montañas del Líbano. Bandas fanatizadas de drusos, kurdos y beduinos entraron a sangre y fuego en los poblados cristianos y amenazaban a la cristiandad damascena. Con la complicidad y ayuda de los jefes y pueblo musulmán de la ciudad asaltaron en la noche del 9 al 10 de julio el barrio cristiano, sembrando por doquier el espanto, la ruina, la desolación, la muerte. Los religiosos rubricaron con la sangre de sus venas la doctrina que habían vivido y enseñado.
El joven andaluz, que toda su vida ambicionara el sacerdocio empurpurado con su sangre, la terminó con la rápida y enérgica respuesta de «¡Sufrir antes mil muertes!», dada a sus perseguidores, que le invitaban a renegar de la fe cristiana. Sus verdugos le dieron un pistoletazo. Antes de expirar pudo decir aún: «¡No traicionaré a mi Señor!». Suprema fidelidad de un alma que no había conocido otro anhelo en su vida.
El Beato Nicolás María de Jesús era el más joven de aquella falange de héroes; le faltaban dos meses para cumplir treinta años. Había nacido el 10 de septiembre de 1830. Los superiores habían puesto en él lo mismo que en su compañero, Beato Pedro Soler, grandes y justificadas esperanzas. El P. José María Ballester, Procurador general de Tierra Santa, en la relación que publicó pocos meses después del martirio, cierra el relato referente al Beato Nicolás María, exclamando: «¡Cuántas esperanzas se desvanecieron con aquella vida!».
Pero, en realidad, no se desvanecieron; aquellas esperanzas quedaron más que superadas con la generosa ofrenda que el mártir hiciera de su vida.
CONCLUSIÓN
Su madre no volvió a verlo más. Pero a cambio de este dolor ¡qué dicha no experimentaría aquella mujer fuerte que todo lo había dado a sus hijos y sus hijos a Dios! Entonces debió de recordar las palabras que le escribiera Nicolás María, que su ida a Palestina sería para ella motivo de consuelo. Dios quiso que lo recibiera tangiblemente con la capa usada por su hijo siendo Hermano del Hospital de Jesús, de Córdoba. Vale la pena recordar su historia por lo que entraña de providencial y simpático.
En los pocos días que permaneció el Beato en la ciudad del Turia se ganó la amistad de un comerciante valenciano. Ignoramos cómo surgiera la amistad. Pero sin duda que entraría por mucho el perfume de virtud que difundían en derredor suyo aquellos misioneros. «Los valencianos -escribe el Beato-, de vernos solamente con barba, aunque con trajes de clérigos seculares, quedan edificados y se conmueven, ya de alegría de ver religiosos, aunque disfrazados, ya de sentimiento por no poder vernos vestidos de nuestro sayal, y todos desean saber el día de nuestra partida para acompañarnos hasta el muelle».
Dando una prueba más de amor a los pobres, a los que sirviera siempre con tanta caridad, el P. Nicolás María entrega a su amigo la capa de Hermano de Jesús, que todavía conserva para que, vendiéndola, repartiera el producto a los menesterosos. Pero el comerciante había formado tal opinión de la virtud del religioso que pidió a un sastre que la apreciara y se la guardo, distribuyendo su valor a los pobres. Al saber la gloriosa muerte de su amigo creyó su deber enviar la capa -ya reliquia- a la afligida pero venturosa madre del Beato, contándole lo sucedido.
Otro consuelo trajo a su madre la amistad del Beato con el anónimo comerciante valenciano. Nicolás María se había preocupado de la suerte de sus hermanos, en especial de la de su hermano menor Francisco Javier, a quien ya conocemos. No podía cursar la carrera sacerdotal por la misma carencia de recursos económicos que había entorpecido la del Beato. Éste había contado a su madre las delicadas atenciones recibidas de su amigo, encareciéndole se pusiera en relación con él «por si algún día necesitaba de su apoyo». Ahora, recordando la madre la recomendación del hijo, expuso al señor valenciano su necesidad, en tan buena hora que el mencionado señor resultó ser primo del obispo de Córdoba, señor Alburquerque. El señor Obispo tomó a Francisco Javier bajo su protección, con lo que pudo hacer la carrera eclesiástica.
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