Siendo pequeña, un gran rey la sentaba en sus rodillas, y mirando sus ojos puros retozones, olvidaba la sangre de las batallas, y decía: «Esta niña será la mujer más grande de nuestra casa.» Y entre tanto, Isabel jugaba con la nivea barba de su abuelo, don Jaime el Conquistador. Una seriedad precoz, acompañada de una dulzura inefable, parecía asegurar el cumplimiento del pronóstico. Cuando las damas de la corte veían a la pequeña princesa en la capilla del palacio con las manos cruzadas, con la mirada fija en el altar, con el rostro bañado de una luz ultraterrena, pensaban sin querer en la hermana de su abuela doña Violante, que entonces llenaba el mundo con aromas de santidad y resplandor de maravillas. La hermana de su abuela era Santa Isabel de Hungría, cuyo nombre se pronunciaba en la corte aragonesa como una gloria doméstica. La pequeña Isabel, que había heredado su nombre, quería también heredar su virtud. Como ella, juega y ríe y aprende a leer, y goza entreteniéndose en la calle con las hijas de los vasallos y escuchando a su nodriza las hazañas de los siervos de Dios. Y así se desliza su infancia, de castillo en castillo y de campamento en campamento, de Zaragoza a Valencia, y de Veruela o Poblet. En Poblet estaba el 27 de julio de 1276, cuando los guerreros catalanes y aragoneses fueron a colocar en el regio panteón al rey conquistador, que tantas veces les había llevado a la victoria. Entonces Isabel apenas se daba cuenta de lo que hacía allí tanta gente; pero en su imaginación quedó fuertemente grabada la pompa de aquel día: la grave majestad de los reyes que asistían a la ceremonia, la magnificencia de las mitras y los tapices, el fulgor de las lanzas y de los vasos de oro, la rígida seriedad de los almogávares y el alarido estremecedor de las trompetas.
Unos años más tarde empiezan a llegar las embajadas pidiendo la mano de la joven princesa. Príncipes lejanos han sido deslumbrados por su belleza, y también por el poder de la casa de Aragón. Su padre, don Pedro III el Grande, gran guerrero, que lleva de triunfo en triunfo las armas españolas por las costas y las tierras de Italia, pero también gran político, que sabe fortalecer su reino con alianzas y parentescos, mide todas las ofertas, examina todas las ventajas, y se decide por el joven rey de Portugal, don Dionis. Isabel llora; tal vez no tiene grandes entusiasmos por el matrimonio; tal vez sabe ya que los ricos brillantes de que se adornan las reinas son la imagen de las lágrimas con que pagan los honores. Pero, además, es casi una niña, que apenas ha cumplido los doce años, y tiembla al verse metida en el mar de las intrigas cortesanas. Se deja llevar: un brillante cortejo la acompaña desde Zaragoza a la raya de Castilla; una escolta de caballeros castellanos la conduce a Portugal, y en Braganza sale a recibirla su esposo.
Isabel llenó la corte portuguesa con el suave perfume que la santa duquesa de Turingia había derramado en Wartburg. Nada más dulce que su trato, nada más precioso que su sonrisa, nada más admirable que su vida. Pidiendo su canonización al Pontífice Urbano VIII, decía el cardenal Del Monte: «Estrecha es la puerta del Cielo para aquellos que poseen espaciosas tierras, y si a la pompa de la majestad real se junta la naturaleza del sexo femenino, tan dado a las preocupaciones de la vanidad y a la ostentación de la belleza, apenas queda la menor esperanza de santidad. Por eso podemos considerar a esta reina portuguesa como un prodigio celeste. Ella apareció en la presencia de Dios engalanada con las joyas de las más altas virtudes. ¿Qué fue toda su vida sino un vestido de oro de maravillosa hermosura? ¿Qué sus acciones, sino un collar de piedras preciosas que iluminaron su siglo?» En medio de su palacio, Isabel vivía con el fervor de una monja. Todos los días oía misa y rezaba las horas canónicas; con frecuencia ayunaba a pan y agua, y a veces se le pasaba la noche rezando. Su mayor alegría era poder remediar a los necesitados. La vista de la desgracia le partía el corazón. Los graneros del rey eran pequeños para satisfacer la vehemencia de su caridad, y muchas veces tuvo que deshacerse de sus mismas joyas. No podía salir del palacio sin verse rodeada de mendigos, que gritaban tendiendo sus manos sucias y ulcerosas: «¡Madre, madre, madre!» Y más de una vez los mismos caballeros se mezclaban, disfrazados, a la turba de las gentes harapientas por tener un recuerdo suyo, por sentir el contacto de su mano o simplemente por llevarse en el alma el tesoro de su sonrisa.
Pero este amor a los pobres no llegaba a disminuir la fuerza del amor conyugal. Su marido tenía todas las cualidades de un gran rey, y ella, con el amor, le rendía el homenaje de su admiración. No siempre pensaba como él, pero a fuerza de dulzura lograba dominar su naturaleza arrebatada y hacer triunfar los sentimientos nobles. Le ayudaba en sus grandes empresas, y tal vez haya que reconocer la benéfica influencia de la reina en aquella sabia política que encaminaba a proteger las letras con la fundación de escuelas y Universidades, a fomentar la agricultura, fertilizando los arenales, repoblando los montes e introduciendo nuevos métodos en el cultivo, y a mejorar la situación del pueblo, reprimiendo los abusos de la nobleza. Muchas veces se vio a Isabel recorriendo los pueblos en compañía de su marido, y aguardando en las plazas y en los pórticos de las iglesias a que los paisanos llegasen a exponerles sus quejas y necesidades. Pero don Dionis no era precisamente un Luis de Turingia. Corazón generoso, supo comprender la grandeza de alma de su mujer; pero tenía un alma muy portuguesa, como diría Lope de Vega; era amigo de fiestas y de escapadas nocturnas; era trovador y galanteador. Muchas veces los cortesanos llegaban a la reina y le decían:
«Pero, ¿no sabéis lo que sucede? Eso es una vergüenza que no se puede tolerar.» Pero Isabel callaba. Jamás dijo una palabra al rey; jamás se quejó de sus infidelidades; jamás se irritó con los mensajes de los cortesanos. Sufría silenciosamente, se encerraba en la capilla, pasaba en su cuarto largas horas meditando y revolviendo sus libros, o bien hilaba y cosía rodeada de un grupo de damas piadosas, que eran las confidentes y compañeras de sus limosnas y espirituales ejercicios. El huso y la rueca eran sus buenos amigos, y los pueblos que llamaron a su marido rey labrador pudieron haberla llamado a ella la reina hilandera, si no la hubieran llamado la reina santa.
Entre tanto, el alcázar se llenaba de bastardos, y como no siempre aparecían las madres, la reina hacía de padre para todos ellos: les proveía de nodrizas, les enviaba vestidos y procuraba que nada les faltase. Era una resignación heroica, una paciencia que llenaba de admiración a todos; pero que exasperaba a los hijos legítimos. El mayor, sobre todo, tenía con su madre largas conversaciones, que a veces terminaban de una manera violenta. «Suframos con valor, hijo mío—decía ella—, que por las malas sólo conseguiremos poner las cosas peor.» «Pues por las malas o por las buenas—respondía él—, yo lograré poner fin a tu afrenta.» Y un día el hijo se declaró en rebelión abierta contra su padre; la nobleza, que difícilmente soportaba la mano dura y justiciera del rey, se puso de parte del rebelde; estalló la guerra civil, y los dos bandos recorrían la tierra incendiando alquerías, sitiando castillos y saqueando ciudades. La reina lloraba; amaba al hijo, pero nada podía hacer que olvidase la fidelidad a su marido. Multiplicaba las limosnas, pasaba los días y las noches rezando, y se esforzaba por restablecer la concordia entre los beligerantes. Dios parecía haber puesto en sus labios la semilla de la paz. Había reconciliado muchos enemigos, había evitado muchos duelos, había hecho abortar muchas guerras. Y ahora tenía que presenciar aquella lucha entre los dos hombres que más amaba en el mundo. Un día, cuando las huestes del padre y el hijo estaban a punto de venir a las manos, Isabel apareció en el campo de batalla, montada en un caballo blanco y enarbolando el signo de la cruz. Aquel gesto magnífico produjo, primero, sorpresa; después, admiración, y, al fin, arrepentimiento: el padre y el hijo se abrazaron y Portugal se libró de un día de luto.
Esto sucedía en 1319. Dos años después volvieron a romperse las hostilidades. Durante el sueño, sorprendió Isabel a su marido los siniestros proyectos que abrigaba contra su primogénito. «Mis soldados—decía don Dionis—le cogerán mañana desprevenido, le encerrarán en una torre y allí pagará sus rebeldías.» Los emisarios de la reina se anticiparon, y el infante pudo escapar, y la sangre volvió a correr de nuevo. Acusada de favorecer a los revolucionarios, Isabel fue alejada del palacio, despojada de todos sus bienes y relegada a la fortaleza de Alamquer. Parecía como si se fuese a repetir en ella la historia de la princesa germánica. Pobre, despreciada, calumniada, bendecía al Señor y soportaba tranquila su desgracia. Su único pesar era ver las llamadas del odio que abrasaban el reino. Muchos nobles llegaron a ofrecerla su apoyo, pero ella los rechazaba siempre con triste sonrisa y agradecida mirada. No tenía la violencia del relámpago, sino más bien la suavidad benigna de la estrella. Sin embargo, otra vez apareció en medio de los guerreros, mensajera de paz, aventadora de odios, portadora de perdones y de olvidos. Ahora la reconciliación era definitiva. El heredero volvió al palacio, los bastardos salieron del país, y la reina volvió a reanudar su vida al lado del rey. Pero el rey era ya otro: había visto tronchados sus sueños de grandeza y de prosperidad; sus amores, escarnecidos; sus esfuerzos, inutilizados. Acaso lo que más le dolía era el haber hecho sufrir a la mujer dulce y buena que Dios había colocado junto a él. Desde entonces, ya no volvió a trovar; la tristeza le tenía recluído en su palacio, y una enfermedad extraña le devoraba. Entonces se vio hasta dónde llegaba la bondad de Isabel: sufría por la pena de su marido, se esforzaba por disipar sus congojas, pasaba los días enteros a su lado, y ella misma le cuidaba, le hacía las comidas y se las servía, como la más humilde de las criadas.
La muerte del rey, en 1325, fue para Isabel el principio de una vida consagrada completamente a Dios. Delante del cadáver se corta la cabellera y se viste el hábito de la Tercera Orden de San Francisco. Las joyas, los brillantes cortejos y las ceremonias cortesanas habían terminado para ella. Se la ve cuidando en los hospitales a los enfermos, sirviendo en sus conventos a las religiosas y caminando descalza de santuario en santuario. Llega a Compostela, y delante del apóstol deja las insignias de su grandeza pasada: la corona, los collares, los anillos y las sedas más preciosas. Su escolta es ahora una turba de mujeres andrajosas y repugnantes; a quienes lava los pies y con quienes reza sus horas y toma su plato de legumbres. Su amor a los desgraciados se ha convertido en un delirio. No queda satisfecha si no besa diariamente las carnes hediondas de los apestados, y como antes la paz, sus labios dan ahora la salud. Diariamente manda ofrecer una misa de difuntos por su marido, y ella asiste en actitud extática o con las lágrimas en los ojos. Jamás sale de casa sin llevar consigo una imagen de la Virgen, y muere pronunciando aquellos versos, que muchas veces había leído en su devocionario: «María, Mater gratiae,—Mater Misericordias, Tu me ab hoste protege.—Et hora mortis suscipe. »
Unos años más tarde empiezan a llegar las embajadas pidiendo la mano de la joven princesa. Príncipes lejanos han sido deslumbrados por su belleza, y también por el poder de la casa de Aragón. Su padre, don Pedro III el Grande, gran guerrero, que lleva de triunfo en triunfo las armas españolas por las costas y las tierras de Italia, pero también gran político, que sabe fortalecer su reino con alianzas y parentescos, mide todas las ofertas, examina todas las ventajas, y se decide por el joven rey de Portugal, don Dionis. Isabel llora; tal vez no tiene grandes entusiasmos por el matrimonio; tal vez sabe ya que los ricos brillantes de que se adornan las reinas son la imagen de las lágrimas con que pagan los honores. Pero, además, es casi una niña, que apenas ha cumplido los doce años, y tiembla al verse metida en el mar de las intrigas cortesanas. Se deja llevar: un brillante cortejo la acompaña desde Zaragoza a la raya de Castilla; una escolta de caballeros castellanos la conduce a Portugal, y en Braganza sale a recibirla su esposo.
Isabel llenó la corte portuguesa con el suave perfume que la santa duquesa de Turingia había derramado en Wartburg. Nada más dulce que su trato, nada más precioso que su sonrisa, nada más admirable que su vida. Pidiendo su canonización al Pontífice Urbano VIII, decía el cardenal Del Monte: «Estrecha es la puerta del Cielo para aquellos que poseen espaciosas tierras, y si a la pompa de la majestad real se junta la naturaleza del sexo femenino, tan dado a las preocupaciones de la vanidad y a la ostentación de la belleza, apenas queda la menor esperanza de santidad. Por eso podemos considerar a esta reina portuguesa como un prodigio celeste. Ella apareció en la presencia de Dios engalanada con las joyas de las más altas virtudes. ¿Qué fue toda su vida sino un vestido de oro de maravillosa hermosura? ¿Qué sus acciones, sino un collar de piedras preciosas que iluminaron su siglo?» En medio de su palacio, Isabel vivía con el fervor de una monja. Todos los días oía misa y rezaba las horas canónicas; con frecuencia ayunaba a pan y agua, y a veces se le pasaba la noche rezando. Su mayor alegría era poder remediar a los necesitados. La vista de la desgracia le partía el corazón. Los graneros del rey eran pequeños para satisfacer la vehemencia de su caridad, y muchas veces tuvo que deshacerse de sus mismas joyas. No podía salir del palacio sin verse rodeada de mendigos, que gritaban tendiendo sus manos sucias y ulcerosas: «¡Madre, madre, madre!» Y más de una vez los mismos caballeros se mezclaban, disfrazados, a la turba de las gentes harapientas por tener un recuerdo suyo, por sentir el contacto de su mano o simplemente por llevarse en el alma el tesoro de su sonrisa.
Pero este amor a los pobres no llegaba a disminuir la fuerza del amor conyugal. Su marido tenía todas las cualidades de un gran rey, y ella, con el amor, le rendía el homenaje de su admiración. No siempre pensaba como él, pero a fuerza de dulzura lograba dominar su naturaleza arrebatada y hacer triunfar los sentimientos nobles. Le ayudaba en sus grandes empresas, y tal vez haya que reconocer la benéfica influencia de la reina en aquella sabia política que encaminaba a proteger las letras con la fundación de escuelas y Universidades, a fomentar la agricultura, fertilizando los arenales, repoblando los montes e introduciendo nuevos métodos en el cultivo, y a mejorar la situación del pueblo, reprimiendo los abusos de la nobleza. Muchas veces se vio a Isabel recorriendo los pueblos en compañía de su marido, y aguardando en las plazas y en los pórticos de las iglesias a que los paisanos llegasen a exponerles sus quejas y necesidades. Pero don Dionis no era precisamente un Luis de Turingia. Corazón generoso, supo comprender la grandeza de alma de su mujer; pero tenía un alma muy portuguesa, como diría Lope de Vega; era amigo de fiestas y de escapadas nocturnas; era trovador y galanteador. Muchas veces los cortesanos llegaban a la reina y le decían:
«Pero, ¿no sabéis lo que sucede? Eso es una vergüenza que no se puede tolerar.» Pero Isabel callaba. Jamás dijo una palabra al rey; jamás se quejó de sus infidelidades; jamás se irritó con los mensajes de los cortesanos. Sufría silenciosamente, se encerraba en la capilla, pasaba en su cuarto largas horas meditando y revolviendo sus libros, o bien hilaba y cosía rodeada de un grupo de damas piadosas, que eran las confidentes y compañeras de sus limosnas y espirituales ejercicios. El huso y la rueca eran sus buenos amigos, y los pueblos que llamaron a su marido rey labrador pudieron haberla llamado a ella la reina hilandera, si no la hubieran llamado la reina santa.
Entre tanto, el alcázar se llenaba de bastardos, y como no siempre aparecían las madres, la reina hacía de padre para todos ellos: les proveía de nodrizas, les enviaba vestidos y procuraba que nada les faltase. Era una resignación heroica, una paciencia que llenaba de admiración a todos; pero que exasperaba a los hijos legítimos. El mayor, sobre todo, tenía con su madre largas conversaciones, que a veces terminaban de una manera violenta. «Suframos con valor, hijo mío—decía ella—, que por las malas sólo conseguiremos poner las cosas peor.» «Pues por las malas o por las buenas—respondía él—, yo lograré poner fin a tu afrenta.» Y un día el hijo se declaró en rebelión abierta contra su padre; la nobleza, que difícilmente soportaba la mano dura y justiciera del rey, se puso de parte del rebelde; estalló la guerra civil, y los dos bandos recorrían la tierra incendiando alquerías, sitiando castillos y saqueando ciudades. La reina lloraba; amaba al hijo, pero nada podía hacer que olvidase la fidelidad a su marido. Multiplicaba las limosnas, pasaba los días y las noches rezando, y se esforzaba por restablecer la concordia entre los beligerantes. Dios parecía haber puesto en sus labios la semilla de la paz. Había reconciliado muchos enemigos, había evitado muchos duelos, había hecho abortar muchas guerras. Y ahora tenía que presenciar aquella lucha entre los dos hombres que más amaba en el mundo. Un día, cuando las huestes del padre y el hijo estaban a punto de venir a las manos, Isabel apareció en el campo de batalla, montada en un caballo blanco y enarbolando el signo de la cruz. Aquel gesto magnífico produjo, primero, sorpresa; después, admiración, y, al fin, arrepentimiento: el padre y el hijo se abrazaron y Portugal se libró de un día de luto.
Esto sucedía en 1319. Dos años después volvieron a romperse las hostilidades. Durante el sueño, sorprendió Isabel a su marido los siniestros proyectos que abrigaba contra su primogénito. «Mis soldados—decía don Dionis—le cogerán mañana desprevenido, le encerrarán en una torre y allí pagará sus rebeldías.» Los emisarios de la reina se anticiparon, y el infante pudo escapar, y la sangre volvió a correr de nuevo. Acusada de favorecer a los revolucionarios, Isabel fue alejada del palacio, despojada de todos sus bienes y relegada a la fortaleza de Alamquer. Parecía como si se fuese a repetir en ella la historia de la princesa germánica. Pobre, despreciada, calumniada, bendecía al Señor y soportaba tranquila su desgracia. Su único pesar era ver las llamadas del odio que abrasaban el reino. Muchos nobles llegaron a ofrecerla su apoyo, pero ella los rechazaba siempre con triste sonrisa y agradecida mirada. No tenía la violencia del relámpago, sino más bien la suavidad benigna de la estrella. Sin embargo, otra vez apareció en medio de los guerreros, mensajera de paz, aventadora de odios, portadora de perdones y de olvidos. Ahora la reconciliación era definitiva. El heredero volvió al palacio, los bastardos salieron del país, y la reina volvió a reanudar su vida al lado del rey. Pero el rey era ya otro: había visto tronchados sus sueños de grandeza y de prosperidad; sus amores, escarnecidos; sus esfuerzos, inutilizados. Acaso lo que más le dolía era el haber hecho sufrir a la mujer dulce y buena que Dios había colocado junto a él. Desde entonces, ya no volvió a trovar; la tristeza le tenía recluído en su palacio, y una enfermedad extraña le devoraba. Entonces se vio hasta dónde llegaba la bondad de Isabel: sufría por la pena de su marido, se esforzaba por disipar sus congojas, pasaba los días enteros a su lado, y ella misma le cuidaba, le hacía las comidas y se las servía, como la más humilde de las criadas.
La muerte del rey, en 1325, fue para Isabel el principio de una vida consagrada completamente a Dios. Delante del cadáver se corta la cabellera y se viste el hábito de la Tercera Orden de San Francisco. Las joyas, los brillantes cortejos y las ceremonias cortesanas habían terminado para ella. Se la ve cuidando en los hospitales a los enfermos, sirviendo en sus conventos a las religiosas y caminando descalza de santuario en santuario. Llega a Compostela, y delante del apóstol deja las insignias de su grandeza pasada: la corona, los collares, los anillos y las sedas más preciosas. Su escolta es ahora una turba de mujeres andrajosas y repugnantes; a quienes lava los pies y con quienes reza sus horas y toma su plato de legumbres. Su amor a los desgraciados se ha convertido en un delirio. No queda satisfecha si no besa diariamente las carnes hediondas de los apestados, y como antes la paz, sus labios dan ahora la salud. Diariamente manda ofrecer una misa de difuntos por su marido, y ella asiste en actitud extática o con las lágrimas en los ojos. Jamás sale de casa sin llevar consigo una imagen de la Virgen, y muere pronunciando aquellos versos, que muchas veces había leído en su devocionario: «María, Mater gratiae,—Mater Misericordias, Tu me ab hoste protege.—Et hora mortis suscipe. »
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