¡Ay de mí, madre mía, me has engendrado para discutir y pleitear por todo el país!
Ni he prestado ni me han prestado, en cambio, todos me maldicen.
Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón, y tu nombre era invocado sobre mí, Señor Dios del universo.
No me junté con la gente amiga de la juerga y el disfrute; me forzaste a vivir, pues me habías llenado de tu ira.
¿Por qué se ha hecho crónica mi llaga, enconada e incurable mi herida?
Te has vuelto para mi arroyo engañoso de aguas inconstantes.
Entonces respondió el Señor: «Si vuelves, te dejaré volver, y así estarás a mi servicio; si separas la escoria del metal, yo hablaré por tu boca.
Ellos volverán a ti, pero tú no vuelvas a ellos.
Haré de ti frente al pueblo muralla de bronce inexpugnable: lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte y salvarte ‐ oráculo del Señor ‐.
Te libraré de manos de los malvados, te rescataré del puño de los violentos».
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra».
Palabra del Señor.
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