En Lieja, en Bélgica, beata Eugenia Joubert, virgen de la Congregación de la Sagrada Familia del Corazón de Jesús, que consagró su vida a enseñar la doctrina cristiana a las niñas y, atacada por la tisis, siguió con amor a Cristo sufriente.
Eugenia nació en Yssingeaux, (Francia). Infancia, vocación, vida religiosa, apostolado, sufrimiento y muerte; todo en la vida de Eugenia quedará marcado por la presencia maternal de María. En 1895, ingresó como postulante en el convento de las religiosas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, en Puy-en-Velay. Eugenia ni siquiera tiene veinte años; su porte es vivo y graciosa su forma de reír. Pero su jovencísimo rostro, casi infantil, refleja al mismo tiempo una seriedad muy profunda. Su recogimiento es admirado y provoca la emulación de sus compañeras de noviciado.
En1896, tomó el hábito religioso de manos del padre Rabussier, fundador del instituto. En 1897, sor Eugenia pronunció sus votos religiosos. La nueva profesa descubre en ello un estímulo para progresar en esa vía, y se fija en dos aspectos que le parecen esenciales para alcanzar "la sencillez del niño": la humildad y la obediencia. Para sor Eugenia, la humildad es el medio de atraer "las miradas de Jesús". En una ocasión, es reprendida severamente a causa de un trabajo de costura mal hecho, pero la labor en cuestión no era suya... A pesar de que su naturaleza se rebele contra ello, sor Eugenia calla; podría justificarse, explicar la equivocación... pero prefiere unirse al silencio de Jesús, que también fue acusado en falso. En la humillación encuentra una ocasión de "crecer en la sumisión", lo que para ella es un verdadero éxito. La humildad va pareja a la obediencia. Sor Eugenia ve en la obediencia "el fruto de la humildad y su forma más verdadera".
Nada más pronunciar los votos, la joven religiosa es destinada a Aubervilliers, en las afueras de París, a una casa dedicada a la evangelización de los obreros. Se encariña con el corazón de los niños, consiguiendo de ese modo aquietar sus travesuras, que no faltan en su auditorio. Su secreto fue la paciencia, la dulzura y la bondad. Los resultados que consigue son inesperados.
Durante el verano de 1902, sor Eugenia sufre los primeros efectos de la enfermedad que se la llevaría de este mundo: la tuberculosis. Empieza entonces un doloroso calvario que durará dos años, y que acabará santificándola uniéndola mucho más a Jesús crucificado. Encuentra un gran consuelo meditando sobre la Pasión. En medio de la oración, Jesús le hace comprender que, para seguir siendo fiel en medio de los sufrimientos, debe "abrazar la práctica de la infancia espiritual", "ser un niño pequeño con Él en la pena, en la oración, en el combate y en la obediencia". Hasta el último momento la guían la confianza y el abandono. Tras una hemorragia especialmente fuerte, recae agotada. Sor Eugenia acoge en medio de una gran paz el anuncio de su partida hacia el cielo, recibiendo el sacramento de los enfermos y la Comunión. Alguien le acerca un retrato del Niño Jesús, ante cuya imagen sor Eugenia exclama: “¡Jesús!... ¡Jesús!... ¡Jesús!...” y su alma emprende el vuelo hacia el cielo. Fue beatificada por san Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.
Eugenia nació en Yssingeaux, (Francia). Infancia, vocación, vida religiosa, apostolado, sufrimiento y muerte; todo en la vida de Eugenia quedará marcado por la presencia maternal de María. En 1895, ingresó como postulante en el convento de las religiosas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, en Puy-en-Velay. Eugenia ni siquiera tiene veinte años; su porte es vivo y graciosa su forma de reír. Pero su jovencísimo rostro, casi infantil, refleja al mismo tiempo una seriedad muy profunda. Su recogimiento es admirado y provoca la emulación de sus compañeras de noviciado.
En1896, tomó el hábito religioso de manos del padre Rabussier, fundador del instituto. En 1897, sor Eugenia pronunció sus votos religiosos. La nueva profesa descubre en ello un estímulo para progresar en esa vía, y se fija en dos aspectos que le parecen esenciales para alcanzar "la sencillez del niño": la humildad y la obediencia. Para sor Eugenia, la humildad es el medio de atraer "las miradas de Jesús". En una ocasión, es reprendida severamente a causa de un trabajo de costura mal hecho, pero la labor en cuestión no era suya... A pesar de que su naturaleza se rebele contra ello, sor Eugenia calla; podría justificarse, explicar la equivocación... pero prefiere unirse al silencio de Jesús, que también fue acusado en falso. En la humillación encuentra una ocasión de "crecer en la sumisión", lo que para ella es un verdadero éxito. La humildad va pareja a la obediencia. Sor Eugenia ve en la obediencia "el fruto de la humildad y su forma más verdadera".
Nada más pronunciar los votos, la joven religiosa es destinada a Aubervilliers, en las afueras de París, a una casa dedicada a la evangelización de los obreros. Se encariña con el corazón de los niños, consiguiendo de ese modo aquietar sus travesuras, que no faltan en su auditorio. Su secreto fue la paciencia, la dulzura y la bondad. Los resultados que consigue son inesperados.
Durante el verano de 1902, sor Eugenia sufre los primeros efectos de la enfermedad que se la llevaría de este mundo: la tuberculosis. Empieza entonces un doloroso calvario que durará dos años, y que acabará santificándola uniéndola mucho más a Jesús crucificado. Encuentra un gran consuelo meditando sobre la Pasión. En medio de la oración, Jesús le hace comprender que, para seguir siendo fiel en medio de los sufrimientos, debe "abrazar la práctica de la infancia espiritual", "ser un niño pequeño con Él en la pena, en la oración, en el combate y en la obediencia". Hasta el último momento la guían la confianza y el abandono. Tras una hemorragia especialmente fuerte, recae agotada. Sor Eugenia acoge en medio de una gran paz el anuncio de su partida hacia el cielo, recibiendo el sacramento de los enfermos y la Comunión. Alguien le acerca un retrato del Niño Jesús, ante cuya imagen sor Eugenia exclama: “¡Jesús!... ¡Jesús!... ¡Jesús!...” y su alma emprende el vuelo hacia el cielo. Fue beatificada por san Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.
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