El apóstol es un enviado de Jesucristo. Un hombre llamado por Jesucristo para ser un testimonio vivo de su mensaje redentor en el mundo. Así estos dos hombres: Simón y Judas.
Bien poco sabemos de Simón. Unos le identificaron con Simón el Cananeo, o el Zelotes, uno de los doce apóstoles del Señor. Otros aseguran que fue obispo de Jerusalén, sucesor del apóstol Santiago el Menor (hacia el a. 62; cf. EUSEBIO, H. E., 11 t.20 col.245 ). En esta última hipótesis hubiera sellado con su sangre la fe cristiana en la persecución del emperador Trajano, hacia el año 107. Pero esto resulta insostenible, puesto que el Simón obispo de Jerusalén fue, según Eusebio, hijo de Cleofás y no hermano de Santiago.
En la lista de los apóstoles le suelen llamar siempre Simón el Cananeo, o el Zelotes, dos términos que se identifican. Son, en efecto, dos traducciones de un mismo vocablo hebreo, qanná, que quiere decir zelotes o celoso. Así Simón, apóstol fiel de Jesucristo, encarna en su persona el gran celo del Dios omnipotente; "de hecho, el Dios de Israel se muestra como un ser "celoso" de sí mismo, que no puede en manera alguna tolerar cualquier atentado contra su trascendente majestad" (Ex. 20,5; 34,14).
En los albores ya de la era mesiánica los romanos toman definitivamente en sus manos las riendas de la administración palestinense. Los judíos, agobiados por el peso aplastante de la opresión extranjera, se esfuerzan desesperadamente por abrirse un resquicio de libertad y de esperanza. Quieren crear una fuerza de resistencia que los libere. A impulsos de Judas de Gamala y del fariseo Sadduk se organiza un partido de oposición. Los miembros que integran el partido toman el sobrenombre de zelotes.
El partido se ampara en un sentido eminentemente religioso. Quieren ser en medio de la dominación extranjera corrompida por el paganismo, un monumento vivo a la fidelidad a la ley mosaica.
Una gran preocupación mesiánica invadía el sentimiento nacional de estos hombres. La espera incontenida del gran Libertador se vivía en el partido con el alma en tensión, siguiendo la línea de los grandes profetas de Israel.
La impotencia humana para quebrar, por fin, la esclavitud, les empuja irresistiblemente a un patriotismo exaltado y zozobrante, que culmina en la guerra judía.
Simón pertenecía evidentemente a este partido, en el que se habían enlazado indisolublemente la religión y la política. No podemos olvidar que en la historia del pueblo elegido la preocupación social, religiosa y política iba siempre de la mano. Simón fue un zelotes. Es verdad que en su vida pesaba, sobre todo, el matiz religioso. El celo ardiente por la Ley le quemaba el centro de su alma israelita. Como San Pablo, es Simón un judío entregado plenamente al cumplimiento de las tradiciones paternales. Rozando en su persona el formulismo asfixiante y agobiador de los fariseos.
Pero un día, venturoso para él, se encontró con la mirada del Maestro y se convirtió sinceramente al Evangelio (Act. 21,20).
Perdido en su humildad, la Providencia ha querido dejarle olvidado en un casto silencio. De todos los apóstoles, él es el menos conocido. La tradición nos dice que predicó la doctrina evangélica en Egipto, y luego en Mesepotamia y después en Persia, ya en compañía de San Judas.
En la lista de los apóstoles aparece ya al final, junto a su compañero San Judas (cf. Mt. 10,3-4; Mc. 3,16,19; Lc. 6,13; Act. 1,13).
Simón es el Zelotes para distinguirle de Simón Pedro, el príncipe del Colegio Apostólico; Judas es llamado Tadeo (Lebbeo en algunos manuscritos de San Mateo) para distinguirle de Judas el traidor. San Juan le llama expresamente "Judas, no el Iscariote".
San Judas aparece también en el Evangelio con un gran celo apostólico. En la última cena, Jesucristo hace de sí mismo causa común con su Padre. El que le ame a Él, será amado de su Padre celestial. Acaba el Señor de proclamar el mandamiento nuevo. Y Judas siente que se le quema el alma de caridad al prójimo, y no puede aguantarse: "Señor, ¿cómo ha de ser esto, que te has de mostrar a nosotros, y no al mundo?" (Io. 14,22). La inefable dulzura del amor a Jesucristo, el testimonio caliente de la revelación del Verbo, tenía que penetrar el mundo entero. A través de estas palabras tímidas, pero selladas con el marchamo inconfundible de un apóstol, descubrimos la presencia de un alma grande y un corazón ancho.
Los evangelios no nos conservan de él ni una palabra más. La tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas fueron martirizados en Persia.
Afirma la leyenda que los templos de la ciudad de Suamir estaban recargados de ídolos. Los santos apóstoles fueron apresados. Simón fue conducido al templo del Sol y Judas al de la Luna, para que los adoraran. Pero ante su presencia los ídolos se derrumbaron estrepitosamente. De sus figuras desmoronadas salieron, dando gritos rabiosos, los demonios en figuras de etíopes. Los sacerdotes paganos se revolvieron contra los apóstoles y los despedazaron. El azul sereno de los cielos se enluteció de pronto. Una horrible tempestad originó la muerte a gran multitud de gentiles. El rey, ya cristiano por la predicación de los santos apóstoles, levantó en Babilonia un templo suntuoso, donde reposaron sus cuerpos hasta que fueron trasladados a San Pedro de Roma.
El nombre de Judas es muy frecuente en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva (cf. Mt. 13,55, Mc. 6,3). San Clemente de Alejandría, influenciado, sin duda, por el protoevangelio de Santiago, cuenta a Judas entre los hijos del primer matrimonio de San José. San Lucas le llama "Judas de Santiago" (6,13,16). Aquí se suelen apoyar no pocos exegetas para decir que Judas era hermano de Santiago. Así lo afirmaban los escritores eclesiásticos de los primeros siglos testificando al propio tiempo que era "hermano", es decir, "pariente" del Señor, aunque luego no se pongan de acuerdo al darle el título de apóstol. Y así se viene invariablemente repitiendo en la exégesis católica. Y, sin embargo, el genitivo suele indicar siempre relación de paternidad, más que de fraternidad. El mismo San Lucas, en el mismo contexto, habla de "Santiago de Alfeo", es decir, hijo de Alfeo.
Cuando San Judas se presentó a sí mismo en su carta apostólica, parece que no se incluye en el número de los doce. Se llama humildemente "un siervo de Jesucristo". Y hasta da la sensación que se excluye positivamente del grupo apostólico (v. 17).
Esto, tal vez, concordaría más con la actitud de Jesucristo, que no elige a sus familiares para ser apóstoles de su doctrina. De hecho los hermanos del Señor se colocan fuera de los doce (cf. Act. 1,13-14).
Pero los católicos han proclamado siempre para San Judas el apostolado apoyados en Mc. 6,3, donde Santiago y Judas son llamados "hermanos de Jesucristo".
A través de la breve carta, escrita con un claro sentido de polémica, contra las primeras herejías nacientes, descubrimos en San Judas un escritor de mentalidad semita, con un conocimiento exquisito de la lengua griega. El clasicismo griego alterna en él con alguna influencia popular del estilo.
Desprecian ya estos herejes primeros del cristianismo la divinidad de Jesucristo, imbuidos indudablemente por las ideas gnósticas. Quieren propalar una doctrina esotérica, con una clara tendencia al iluminismo. Se creen con el monopolio de la santidad y no vacilan en llamarse "pneumáticos" o espirituales, mientras menosprecian a los demás con el nombre de "psíquicos" o carnales. Contra ellos levanta San Judas su voz, llena de un santo celo.
La fuente de inspiración es para él el Viejo Testamento, donde descubre una serie de sentidos típicos en orden al Nuevo Testamento. Tiene San Judas un gran conocimiento de documentos extrabíblicos. Hace referencia a los Apócrifos de Henoc y a la Asunción de Moisés.
Este uso que el apóstol hace en su predicación de la Biblia y de la tradición judaica tenía, sin duda, un valor extraordinario para los convertidos del judaísmo. La fe, según San Judas, constituye el fundamento de la vida cristiana. Pero esta fe, cálida y viva, va necesariamente unida a la caridad. El cristianismo es en él una aventura. Hay que jugárselo todo por el amor de Dios y del prójimo. Así la predicación de San Judas evoca la doctrina del cuarto evangelio. Como San Juan, predica él la confianza plena en el día del juicio, como una consecuencia obligada de haberse refugiado en la misericordia de Jesucristo.
La misericordia, la paz, la caridad, son una maravillosa expresión del ritmo ternario de la epístola y de su doctrina apostólica, La doxología final tiene una gran influencia doctrinal en la literatura cristiana de los primeros tiempos, comenzando por San Pedro y San Pablo. San Policarpo, igual que San Judas, desea a los filipenses la misericordia, la paz, la caridad en abundancia.
El hecho de llamarse a sí mismo "hermano de Santiago", nos indica que San Judas se dirige a cristianos que tenían en gran estima a aquel apóstol. Y estas comunidades hemos de buscarlas en Palestina, Siria y Mesopotamia, donde, como hemos dicho, señala la tradición el campo de actividades al apóstol.
San Judas, tal vez, perteneció a la humilde clase de los trabajadores. Eusebio cuenta que fueron acusados ante el emperador Domiciano unos nietos de Judas, por ser parientes del Señor. Pero el emperador los dejó en libertad, al ver sus manos encallecidas por el trabajo.
Bien poco sabemos de Simón. Unos le identificaron con Simón el Cananeo, o el Zelotes, uno de los doce apóstoles del Señor. Otros aseguran que fue obispo de Jerusalén, sucesor del apóstol Santiago el Menor (hacia el a. 62; cf. EUSEBIO, H. E., 11 t.20 col.245 ). En esta última hipótesis hubiera sellado con su sangre la fe cristiana en la persecución del emperador Trajano, hacia el año 107. Pero esto resulta insostenible, puesto que el Simón obispo de Jerusalén fue, según Eusebio, hijo de Cleofás y no hermano de Santiago.
En la lista de los apóstoles le suelen llamar siempre Simón el Cananeo, o el Zelotes, dos términos que se identifican. Son, en efecto, dos traducciones de un mismo vocablo hebreo, qanná, que quiere decir zelotes o celoso. Así Simón, apóstol fiel de Jesucristo, encarna en su persona el gran celo del Dios omnipotente; "de hecho, el Dios de Israel se muestra como un ser "celoso" de sí mismo, que no puede en manera alguna tolerar cualquier atentado contra su trascendente majestad" (Ex. 20,5; 34,14).
En los albores ya de la era mesiánica los romanos toman definitivamente en sus manos las riendas de la administración palestinense. Los judíos, agobiados por el peso aplastante de la opresión extranjera, se esfuerzan desesperadamente por abrirse un resquicio de libertad y de esperanza. Quieren crear una fuerza de resistencia que los libere. A impulsos de Judas de Gamala y del fariseo Sadduk se organiza un partido de oposición. Los miembros que integran el partido toman el sobrenombre de zelotes.
El partido se ampara en un sentido eminentemente religioso. Quieren ser en medio de la dominación extranjera corrompida por el paganismo, un monumento vivo a la fidelidad a la ley mosaica.
Una gran preocupación mesiánica invadía el sentimiento nacional de estos hombres. La espera incontenida del gran Libertador se vivía en el partido con el alma en tensión, siguiendo la línea de los grandes profetas de Israel.
La impotencia humana para quebrar, por fin, la esclavitud, les empuja irresistiblemente a un patriotismo exaltado y zozobrante, que culmina en la guerra judía.
Simón pertenecía evidentemente a este partido, en el que se habían enlazado indisolublemente la religión y la política. No podemos olvidar que en la historia del pueblo elegido la preocupación social, religiosa y política iba siempre de la mano. Simón fue un zelotes. Es verdad que en su vida pesaba, sobre todo, el matiz religioso. El celo ardiente por la Ley le quemaba el centro de su alma israelita. Como San Pablo, es Simón un judío entregado plenamente al cumplimiento de las tradiciones paternales. Rozando en su persona el formulismo asfixiante y agobiador de los fariseos.
Pero un día, venturoso para él, se encontró con la mirada del Maestro y se convirtió sinceramente al Evangelio (Act. 21,20).
Perdido en su humildad, la Providencia ha querido dejarle olvidado en un casto silencio. De todos los apóstoles, él es el menos conocido. La tradición nos dice que predicó la doctrina evangélica en Egipto, y luego en Mesepotamia y después en Persia, ya en compañía de San Judas.
En la lista de los apóstoles aparece ya al final, junto a su compañero San Judas (cf. Mt. 10,3-4; Mc. 3,16,19; Lc. 6,13; Act. 1,13).
Simón es el Zelotes para distinguirle de Simón Pedro, el príncipe del Colegio Apostólico; Judas es llamado Tadeo (Lebbeo en algunos manuscritos de San Mateo) para distinguirle de Judas el traidor. San Juan le llama expresamente "Judas, no el Iscariote".
San Judas aparece también en el Evangelio con un gran celo apostólico. En la última cena, Jesucristo hace de sí mismo causa común con su Padre. El que le ame a Él, será amado de su Padre celestial. Acaba el Señor de proclamar el mandamiento nuevo. Y Judas siente que se le quema el alma de caridad al prójimo, y no puede aguantarse: "Señor, ¿cómo ha de ser esto, que te has de mostrar a nosotros, y no al mundo?" (Io. 14,22). La inefable dulzura del amor a Jesucristo, el testimonio caliente de la revelación del Verbo, tenía que penetrar el mundo entero. A través de estas palabras tímidas, pero selladas con el marchamo inconfundible de un apóstol, descubrimos la presencia de un alma grande y un corazón ancho.
Los evangelios no nos conservan de él ni una palabra más. La tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas fueron martirizados en Persia.
Afirma la leyenda que los templos de la ciudad de Suamir estaban recargados de ídolos. Los santos apóstoles fueron apresados. Simón fue conducido al templo del Sol y Judas al de la Luna, para que los adoraran. Pero ante su presencia los ídolos se derrumbaron estrepitosamente. De sus figuras desmoronadas salieron, dando gritos rabiosos, los demonios en figuras de etíopes. Los sacerdotes paganos se revolvieron contra los apóstoles y los despedazaron. El azul sereno de los cielos se enluteció de pronto. Una horrible tempestad originó la muerte a gran multitud de gentiles. El rey, ya cristiano por la predicación de los santos apóstoles, levantó en Babilonia un templo suntuoso, donde reposaron sus cuerpos hasta que fueron trasladados a San Pedro de Roma.
El nombre de Judas es muy frecuente en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva (cf. Mt. 13,55, Mc. 6,3). San Clemente de Alejandría, influenciado, sin duda, por el protoevangelio de Santiago, cuenta a Judas entre los hijos del primer matrimonio de San José. San Lucas le llama "Judas de Santiago" (6,13,16). Aquí se suelen apoyar no pocos exegetas para decir que Judas era hermano de Santiago. Así lo afirmaban los escritores eclesiásticos de los primeros siglos testificando al propio tiempo que era "hermano", es decir, "pariente" del Señor, aunque luego no se pongan de acuerdo al darle el título de apóstol. Y así se viene invariablemente repitiendo en la exégesis católica. Y, sin embargo, el genitivo suele indicar siempre relación de paternidad, más que de fraternidad. El mismo San Lucas, en el mismo contexto, habla de "Santiago de Alfeo", es decir, hijo de Alfeo.
Cuando San Judas se presentó a sí mismo en su carta apostólica, parece que no se incluye en el número de los doce. Se llama humildemente "un siervo de Jesucristo". Y hasta da la sensación que se excluye positivamente del grupo apostólico (v. 17).
Esto, tal vez, concordaría más con la actitud de Jesucristo, que no elige a sus familiares para ser apóstoles de su doctrina. De hecho los hermanos del Señor se colocan fuera de los doce (cf. Act. 1,13-14).
Pero los católicos han proclamado siempre para San Judas el apostolado apoyados en Mc. 6,3, donde Santiago y Judas son llamados "hermanos de Jesucristo".
A través de la breve carta, escrita con un claro sentido de polémica, contra las primeras herejías nacientes, descubrimos en San Judas un escritor de mentalidad semita, con un conocimiento exquisito de la lengua griega. El clasicismo griego alterna en él con alguna influencia popular del estilo.
Desprecian ya estos herejes primeros del cristianismo la divinidad de Jesucristo, imbuidos indudablemente por las ideas gnósticas. Quieren propalar una doctrina esotérica, con una clara tendencia al iluminismo. Se creen con el monopolio de la santidad y no vacilan en llamarse "pneumáticos" o espirituales, mientras menosprecian a los demás con el nombre de "psíquicos" o carnales. Contra ellos levanta San Judas su voz, llena de un santo celo.
La fuente de inspiración es para él el Viejo Testamento, donde descubre una serie de sentidos típicos en orden al Nuevo Testamento. Tiene San Judas un gran conocimiento de documentos extrabíblicos. Hace referencia a los Apócrifos de Henoc y a la Asunción de Moisés.
Este uso que el apóstol hace en su predicación de la Biblia y de la tradición judaica tenía, sin duda, un valor extraordinario para los convertidos del judaísmo. La fe, según San Judas, constituye el fundamento de la vida cristiana. Pero esta fe, cálida y viva, va necesariamente unida a la caridad. El cristianismo es en él una aventura. Hay que jugárselo todo por el amor de Dios y del prójimo. Así la predicación de San Judas evoca la doctrina del cuarto evangelio. Como San Juan, predica él la confianza plena en el día del juicio, como una consecuencia obligada de haberse refugiado en la misericordia de Jesucristo.
La misericordia, la paz, la caridad, son una maravillosa expresión del ritmo ternario de la epístola y de su doctrina apostólica, La doxología final tiene una gran influencia doctrinal en la literatura cristiana de los primeros tiempos, comenzando por San Pedro y San Pablo. San Policarpo, igual que San Judas, desea a los filipenses la misericordia, la paz, la caridad en abundancia.
El hecho de llamarse a sí mismo "hermano de Santiago", nos indica que San Judas se dirige a cristianos que tenían en gran estima a aquel apóstol. Y estas comunidades hemos de buscarlas en Palestina, Siria y Mesopotamia, donde, como hemos dicho, señala la tradición el campo de actividades al apóstol.
San Judas, tal vez, perteneció a la humilde clase de los trabajadores. Eusebio cuenta que fueron acusados ante el emperador Domiciano unos nietos de Judas, por ser parientes del Señor. Pero el emperador los dejó en libertad, al ver sus manos encallecidas por el trabajo.
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