San Frutos tiene dos caminos. Ambos florecen de devotos el 25 de octubre de cada año. El primero desemboca en el trascoro de la catedral de Segovia, donde reposan los restos de su santo Patrono. Allí, en la mañana de su fiesta, se dan cita en policroma multitud los segovianos. Hombres y mujeres, mayores y chicos, se apiñan en el arranque de la nave central de la "dama de las catedrales góticas". Y con el pueblo se mezcla la clerecía. Entre los hábitos corales de los canónigos y los roquetes de los seminaristas emerge la mitra preciosa del prelado, quien, teniendo como telón de fondo el rico retablo que trazara Ventura Rodríguez para el Palacio Real de Riofrío y donara Carlos III a la catedral segoviana, hace un compás de espera en la procesión de las reliquias del Santo para que los cantores le entonen un villancico.
A vino rancio y a frescor primaveral les sabe siempre a los segovianos su himno pajarero. No sé por qué lo llaman de este modo, si por ser demasiado juguetón, ingrávido de contenido, con una letra de espuma que huye perseguida por unas notas transidas de barroquismo, o por alguna vinculación especial de San Frutos con las aves. Algo debe de haber cuando son muchos los cazadores que madrugan aquella mañana otoñal para aprovecharse de "la caza milagrosa" que tradicionalmente tiene lugar en ese día.
El otro camino conduce a lo que primeramente fue ermita del Santo; luego priorato benedictino, más tarde parroquia con reducido vecindario en torno, y hoy simple iglesia medieval, aunque cabeza de arciprestazgo.
El lugar es pintoresco en extremo. Nunca creí que los romeros de Castilla explayaran su devoción por otros caminos que los pedregosos que la tierra da. Pero yo fui a San Frutos por vía fluvial. Y esto, no por espíritu deportivo, sino por ser el camino más corto y accesiblemente menos dificultoso. Media hora de barca desde la presa del Barquillo hasta los cimientos mismos que la naturaleza preparó para la obra de la gracia. Sobre el tranquilo embalse con más de veinte metros de profundidad deslizábase lenta la barquilla, conducida por un experto remero portugués. Mientras sus brazos se balanceaban en monorrítmico ademán, sus ojos se poblaban de recuerdos. Contaba y contaba sin cansarse sus historias, como los gondoleros de Venecia desgranan al turista sus leyendas. Más de treinta años llevaba bebiendo las mismas escenas. El colorido y tipismo de la fiesta de San Frutos, cuando las laderas circundantes se visten de peregrinos que trepan por los riscos agarrándose a los matorrales para no caer al precipicio; cuando los caminos sin trazar florecen de canciones que confluyen en la ermita.
Contemplado desde la barca el paisaje es de una belleza salvaje y bravía. El río Duratón corre encañonado entre muros naturales de más de sesenta metros de altura, de extraordinario interés geológico y prehistórico. Al lado izquierdo se yergue imponente, como nido de cigüeñas y atalaya del espíritu, una iglesia románica, levantada sobre roca viva, cortada a pico sobre el abismo en un alarde de valentía y circundada en su totalidad por la corriente, excepto una pequeña lengua de tierra, y aun ésta, separada del resto en unos cuantos metros de profundidad y segada a tajo, según refiere la historia, por la mano taumatúrgica del Santo en un momento de extremado peligro.
San Frutos tuvo dos hermanos menores que él: Valentín y Engracia. Gemelos en el espíritu y en la virtud, los tres eran hijos de un matrimonio segoviano de noble alcurnia, a quien la tradición hace descender de patricios romanos. En cualquier ocasión hubieran podido trocar sus nombres, como las carmelitas se cambian sus cosas una vez al año. Los tres fueron valientes en las batallas que les tocó luchar; dieron frutos de auténtica santidad. Y la gracia de Dios les previno abundantemente. Empujados por ella, vendieron su rico patrimonio para entregarlo a los pobres. Corrían turbias las aguas del reino visigodo, allá por la segunda mitad del siglo Vll, y ellos quisieron alejarse del fango. Atrás quedó la ciudad con su soberbio acueducto, con sus iglesias y también sus vicios.
Los gritos de la molicie silbaban en sus oídos. Pero el atractivo de la soledad les empujaba hacia el retiro. No descansarían hasta poner su nido en la hendidura de la roca, como la tórtola del Cantar de los Cantares.
Guiados por San Frutos llegaron al desierto. Como a tal lo consideran las lecciones del Breviario, que lo comparan al de Libia. Tierra aquélla inhóspita y ceñuda, aledaña de la Sepúlveda gloriosa que conociera Fernán González y Almanzor. Tierra de lastras, excepcionalmente yerma y de una impresionante austeridad. Ralos enebros rompen la monotonía pardusca de su piel y alternan con mortificantes canchales. ¡Magnífica invitación a la penitencia!
Hicieron alto en el camino. Habían encontrado, por fin, lo que deseaban. En adelante se alimentarían de soledad y de silencio. Bajo la grandiosa majestad de los peñascos, en las grietas naturales del terreno, encontrarían reposo para la oración y acomodo para sus espíritus. Levantaron tres ermitas a una distancia conveniente para defender mutuamente su soledad y empezaron a vivir a lo santo. "Allí donde todo era rigor aun a la vista, sin que ningún sentido tuviese ni los deleites que son lícitos: era el ayuno continuo; la vigilia, incesante; el sueño, limitado, el lecho eran las peñas; el vestido, cilicio; el alimento, hierbas; la bebida, mezclada con lágrimas; ningún trato ni memoria del mundo" (Flórez).
Pero San Frutos buscó las cumbres. En ellas plantó su tienda "para espiar mejor la gracia que baja del cielo". Arriba su espíritu se sentía más libre para los arrebatos de la oración, en que ocupaba la mayor parte del día. Oración armonizada por el silencio y coreada a trechos por el graznido silvestre de los grajos y el murmullo sonoro del río que se deslizaba en la hondonada. Locamente enamorado, como buen místico, de la naturaleza, en ella encontraba temas abundantes para sus penitencias.
Lo que más me llama la atención en San Frutos es esa adecuación maravillosa, esa rima aconsonantada entre las calidades de su espíritu y el tono del paisaje que escogió para escenario de su santidad. La tierra aquella no es montañosa. No se empina sobre el horizonte con aires de turgente soberbia. Tiene la sencillez del páramo, la austeridad del desierto, la hosquedad flagelante de la pedriza, y se arruga en sí misma agrietándose en barrancos de profunda humildad para dar paso a la acción modeladora de las aguas. Cuadro natural que puede exponerse como una réplica exacta del retrato moral de Frutos: sencillo, humilde, austero, sobrio y penitente. Hasta su rostro, decorado con abundosa barba aaronítica, lleva los surcos de la penitencia, como le soñó Carmona en una talla bien lograda que se conserva en la iglesia del Seminario de Segovia.
El tiempo le fue madurando para el milagro y aromándole con fama de santidad. Mientras él se empapaba de silencio se rompía la paz de España con la invasión de los moros. Un día el griterío de los infieles rebota en aquellos riscos patinados de tranquilidad multisecular. Un destacamento musulmán persigue a un puñado de cristianos, que huyen despavoridos, como los pájaros y las flores, a refugiarse bajo el manto pardo del Santo. Frutos, con su bastón cargado de sobrenaturalismo, traza una línea frontera entre las dos religiones. La roca le obedece. Se raja en dos mitades, quedando el prodigio bautizado para siempre con el nombre de "la cuchillada de San Frutos"
Desposado con la naturaleza, como San Francisco con la pobreza, se le torna sumisa a sus deseos. Otra vez quiere regalar a su hermana una fuente. para que no se lastime demasiado teniendo que bajar, para apagar su sed, hasta el lecho del río, y brota el manantial cerca del eremitorio de Santa Engracia.
Y así un año tras otro, haciendo penitencia por los pecados de su patria, hasta que un día, cargado de frutos, presenta su nombre en la taquilla del paraíso. Acostumbrados sus ojos al vuelo de las aves, él de un brinco romontó el cielo. Fue en el 715 de la era cristiana. El reloj de su vida marcaba el número 73.
A vino rancio y a frescor primaveral les sabe siempre a los segovianos su himno pajarero. No sé por qué lo llaman de este modo, si por ser demasiado juguetón, ingrávido de contenido, con una letra de espuma que huye perseguida por unas notas transidas de barroquismo, o por alguna vinculación especial de San Frutos con las aves. Algo debe de haber cuando son muchos los cazadores que madrugan aquella mañana otoñal para aprovecharse de "la caza milagrosa" que tradicionalmente tiene lugar en ese día.
El otro camino conduce a lo que primeramente fue ermita del Santo; luego priorato benedictino, más tarde parroquia con reducido vecindario en torno, y hoy simple iglesia medieval, aunque cabeza de arciprestazgo.
El lugar es pintoresco en extremo. Nunca creí que los romeros de Castilla explayaran su devoción por otros caminos que los pedregosos que la tierra da. Pero yo fui a San Frutos por vía fluvial. Y esto, no por espíritu deportivo, sino por ser el camino más corto y accesiblemente menos dificultoso. Media hora de barca desde la presa del Barquillo hasta los cimientos mismos que la naturaleza preparó para la obra de la gracia. Sobre el tranquilo embalse con más de veinte metros de profundidad deslizábase lenta la barquilla, conducida por un experto remero portugués. Mientras sus brazos se balanceaban en monorrítmico ademán, sus ojos se poblaban de recuerdos. Contaba y contaba sin cansarse sus historias, como los gondoleros de Venecia desgranan al turista sus leyendas. Más de treinta años llevaba bebiendo las mismas escenas. El colorido y tipismo de la fiesta de San Frutos, cuando las laderas circundantes se visten de peregrinos que trepan por los riscos agarrándose a los matorrales para no caer al precipicio; cuando los caminos sin trazar florecen de canciones que confluyen en la ermita.
Contemplado desde la barca el paisaje es de una belleza salvaje y bravía. El río Duratón corre encañonado entre muros naturales de más de sesenta metros de altura, de extraordinario interés geológico y prehistórico. Al lado izquierdo se yergue imponente, como nido de cigüeñas y atalaya del espíritu, una iglesia románica, levantada sobre roca viva, cortada a pico sobre el abismo en un alarde de valentía y circundada en su totalidad por la corriente, excepto una pequeña lengua de tierra, y aun ésta, separada del resto en unos cuantos metros de profundidad y segada a tajo, según refiere la historia, por la mano taumatúrgica del Santo en un momento de extremado peligro.
San Frutos tuvo dos hermanos menores que él: Valentín y Engracia. Gemelos en el espíritu y en la virtud, los tres eran hijos de un matrimonio segoviano de noble alcurnia, a quien la tradición hace descender de patricios romanos. En cualquier ocasión hubieran podido trocar sus nombres, como las carmelitas se cambian sus cosas una vez al año. Los tres fueron valientes en las batallas que les tocó luchar; dieron frutos de auténtica santidad. Y la gracia de Dios les previno abundantemente. Empujados por ella, vendieron su rico patrimonio para entregarlo a los pobres. Corrían turbias las aguas del reino visigodo, allá por la segunda mitad del siglo Vll, y ellos quisieron alejarse del fango. Atrás quedó la ciudad con su soberbio acueducto, con sus iglesias y también sus vicios.
Los gritos de la molicie silbaban en sus oídos. Pero el atractivo de la soledad les empujaba hacia el retiro. No descansarían hasta poner su nido en la hendidura de la roca, como la tórtola del Cantar de los Cantares.
Guiados por San Frutos llegaron al desierto. Como a tal lo consideran las lecciones del Breviario, que lo comparan al de Libia. Tierra aquélla inhóspita y ceñuda, aledaña de la Sepúlveda gloriosa que conociera Fernán González y Almanzor. Tierra de lastras, excepcionalmente yerma y de una impresionante austeridad. Ralos enebros rompen la monotonía pardusca de su piel y alternan con mortificantes canchales. ¡Magnífica invitación a la penitencia!
Hicieron alto en el camino. Habían encontrado, por fin, lo que deseaban. En adelante se alimentarían de soledad y de silencio. Bajo la grandiosa majestad de los peñascos, en las grietas naturales del terreno, encontrarían reposo para la oración y acomodo para sus espíritus. Levantaron tres ermitas a una distancia conveniente para defender mutuamente su soledad y empezaron a vivir a lo santo. "Allí donde todo era rigor aun a la vista, sin que ningún sentido tuviese ni los deleites que son lícitos: era el ayuno continuo; la vigilia, incesante; el sueño, limitado, el lecho eran las peñas; el vestido, cilicio; el alimento, hierbas; la bebida, mezclada con lágrimas; ningún trato ni memoria del mundo" (Flórez).
Pero San Frutos buscó las cumbres. En ellas plantó su tienda "para espiar mejor la gracia que baja del cielo". Arriba su espíritu se sentía más libre para los arrebatos de la oración, en que ocupaba la mayor parte del día. Oración armonizada por el silencio y coreada a trechos por el graznido silvestre de los grajos y el murmullo sonoro del río que se deslizaba en la hondonada. Locamente enamorado, como buen místico, de la naturaleza, en ella encontraba temas abundantes para sus penitencias.
Lo que más me llama la atención en San Frutos es esa adecuación maravillosa, esa rima aconsonantada entre las calidades de su espíritu y el tono del paisaje que escogió para escenario de su santidad. La tierra aquella no es montañosa. No se empina sobre el horizonte con aires de turgente soberbia. Tiene la sencillez del páramo, la austeridad del desierto, la hosquedad flagelante de la pedriza, y se arruga en sí misma agrietándose en barrancos de profunda humildad para dar paso a la acción modeladora de las aguas. Cuadro natural que puede exponerse como una réplica exacta del retrato moral de Frutos: sencillo, humilde, austero, sobrio y penitente. Hasta su rostro, decorado con abundosa barba aaronítica, lleva los surcos de la penitencia, como le soñó Carmona en una talla bien lograda que se conserva en la iglesia del Seminario de Segovia.
El tiempo le fue madurando para el milagro y aromándole con fama de santidad. Mientras él se empapaba de silencio se rompía la paz de España con la invasión de los moros. Un día el griterío de los infieles rebota en aquellos riscos patinados de tranquilidad multisecular. Un destacamento musulmán persigue a un puñado de cristianos, que huyen despavoridos, como los pájaros y las flores, a refugiarse bajo el manto pardo del Santo. Frutos, con su bastón cargado de sobrenaturalismo, traza una línea frontera entre las dos religiones. La roca le obedece. Se raja en dos mitades, quedando el prodigio bautizado para siempre con el nombre de "la cuchillada de San Frutos"
Desposado con la naturaleza, como San Francisco con la pobreza, se le torna sumisa a sus deseos. Otra vez quiere regalar a su hermana una fuente. para que no se lastime demasiado teniendo que bajar, para apagar su sed, hasta el lecho del río, y brota el manantial cerca del eremitorio de Santa Engracia.
Y así un año tras otro, haciendo penitencia por los pecados de su patria, hasta que un día, cargado de frutos, presenta su nombre en la taquilla del paraíso. Acostumbrados sus ojos al vuelo de las aves, él de un brinco romontó el cielo. Fue en el 715 de la era cristiana. El reloj de su vida marcaba el número 73.
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