El 5 de febrero de 1950 hay una bulliciosa y singular animación en la vaticana Basílica de San Pedro. Multitud de personas esperan impacientes la aparición del entonces reinante papa Pío XII para la solemne ceremonia de beatificación de una monja española: Soledad Torres Acorta, madrileña de nacimiento y, fundadora de las Siervas de María.
La entrada de la comitiva papal reviste la emoción y el esplendor de siempre: la Guardia Noble abre paso y da escolta a la silla gestatoria, desde donde Su Santidad bendice sonriente a los presentes, mientras los altos dignatarios que van a tomar parte en la solemne función cierran la marcha.
Allí muchas de sus hijas religiosas esperan ansiosas el momento del magno acontecimiento y, aunque invisible, la doliente humanidad se encuentra también presente en prueba de gratitud a la principal artífice de un instituto exclusivamente a ella dedicado. Siglo y medio ha pasado desde aquella otra fecha en que, con una procesión bien diferente, comenzaba su existencia.
Existe ,a mediados del siglo xix en la capital de España un barrio extremo que carece de iglesia y donde trabaja como coadjutor, dependiente de la parroquia de San José, un sacerdote llamado don Miguel Martínez. Por su ministerio sabe cuánta es la indigencia y miseria a que están sometidos la mayoría de los enfermos y cuántos son los que mueren sin sacramentos. Ante este desolador cuadro decide reunir unas cuantas mujeres piadosas para asistir a los enfermos en su propio domicilio y ayudarles a prepararse a bien morir. Animado por muchas personas que ven lo caritativo de su obra, escoge las siete primeras y emprende el difícil camino que supone toda nueva fundación.
Una soleada mañana del agosto madrileño la curiosa comitiva formada por un clérigo con cruz alzada, seguido de siete mujeres y un sacerdote cerrando la marcha, emprende su camino por la calle Recoletos hacia el barrio de Chamberí. Son malos días para manifestaciones religiosas en la real villa, donde los sueños de libertad, revolución y progreso apasionan a los hombres y las luchas dinásticas penden corno una amenaza sobre sus habitantes. El no muy lúcido desfile prosigue su marcha por diversas calles madrileñas hasta llegar a una casa junto al paseo de Santa Engracia.
Sólo una de las siete mujeres se halla en plena juventud, Viviana Antonia Manuela Torres Acosta, desde entonces sor María Soledad. De físico no muy agradable, poseía, en cambio, unas dotes nada comunes de prudencia y tesón. Dos cualidades que han de llevarla pronto a regentar la nueva comunidad y levantarla en los momentos en que parecía definitivamente acabada.
Porque las vicisitudes para la naciente congregación comienzan bien pronto. Su creación ha sido un poco precipitada y la formación religiosa de las nuevas hermanas un tanto superficial para la nueva vida. Así, casi inmediatamente, surgen los abandonos ante la disciplina y mortificación que suponen sus diarias obligaciones. Solamente María Soledad, dedicada por entero al cuidado de enfermos, no parece sentir estos desmayos. Sus grandes dotes de laboriosidad y carácter la sostienen a cada momento. Tampoco ella había tenido ese período de preparación o noviciado necesario a toda religiosa, pero su vida en la casa paterna, donde imperaba la obediencia y el trabajo, suplieron esta falta y le hicieron familiar el sometimiento a un reglamento y una vida sin comodidades.
Había nacido en la calle Flor Baja, donde hoy se levanta el teatro Lope de Vega, el 2 de diciembre de 1826, y era hija de un modesto matrimonio dedicado a la pequeña industria. Toda su infancia transcurre pendiente de su precaria salud y en medio de una sencilla atmósfera familiar, donde va aprendiendo los quehaceres propios de la casa. Únicamente los domingos pierde su vida un poco de monotonía cuando sale con sus padres a pasar la tarde a los parques frondosos que entonces rodean la capital: el Campo del Moro, la Casa de Campo, El Pardo, son frecuentes escenarios de estas horas felices.
Su educación cristiana va a fortalecerse en la escuela donde desde muy pequeñita la envían sus padres. Es una que en la calle Amaniel tienen las hijas de San Vicente de Paúl para las niñas pobres. Allí perfecciona su saber en las artes caseras y su carácter va templándose en la disciplina y el orden.
Su juventud transcurre en medio de ese ambiente alegre y bullanguero que posee el Madrid de mitad de siglo, solar luminoso de majas y chisperos. Contemporáneas suyas, viven también en la ciudad otras jóvenes que, cuando mujeres, han de honrarla ante la faz del mundo: María Micaela del Santísimo Sacramento, Vicenta López Vicuña, Rafaela Porras y varias más son un exponente de la comunidad en santos de Castilla.
Es a los veinticinco años cuando oye hablar del proyecto del coadjutor de Chamberí y decide presentarse a él para ayudarle en tan meritoria labor. Mas la primera reacción del sacerdote al verla es francamente desfavorable, impresionado por su, al parecer, delicada salud. Supone que no le permitirá resistir el trabajo de asistencia a los enfermos y sobrellevar las nuevas obligaciones, por lo que la despide bastante fríamente, aconsejándola que piense bien lo que ha de hacer.
Pero ella está decidida a dedicar su vida a fines caritativos. Ya de pequeña, en su período escolar, asistía a algunas señoras que se encontraban solas y enfermas, encontrando en ello gran satisfacción. Así, pues, vuelve a presentarse ante don Miguel y, junto con otras seis compañeras, toma el hábito del nuevo Instituto de Siervas de María el 15 de agosto .de 1851. Sus constituciones estipulan que su finalidad es la asistencia totalmente gratuita y a domicilio a los enfermos que lo soliciten.
Poco tiempo después la peste colérica invade Europa y también hace su aparición en Madrid. Los hospitales y establecimientos públicos sanitarios encuéntrense totalmente abarrotados de enfermos, y muchos apestados deben ser atendidos en sus domicilios, donde muchas veces son abandonados por temor al contagio. Las nuevas monjas son las que han de acudir en su ayuda y deben multiplicarse para poder atender a tantos necesitados.
Más todos estos trabajos no bastan para santificar la nueva congregación. Las pruebas se suceden ininterrumpidamente. Hay dentro de la comunidad muchas defecciones e incluso alguna escisión que la debilitan enormemente. Las primeras expansiones al hospital de la Orden Tercera de San Francisco y al hospitalillo de Getafe terminan en un fracaso. El Gobierno se muestra reacio a la aprobación de los estatutos y pone todas las trabas posibles a su posible extensión. Su fundador, don Miguel Martínez, las abandona para marchar a Fernando Poo a evangelizar en aquellas islas. En su lugar queda un joven sacerdote carente de la madurez necesaria para regir una fundación naciente, y su labor no puede ser más desatinada.
Aparte de esto, María Soledad ha de sufrir otras vejaciones. Es depuesta de su cargo de superiora general y apartada de la casa madre y su gobierno. La maledicencia se levantará contra ella en bastantes ocasiones y ha de soportar no pocas incorrecciones aun dentro de la misma comunidad.
Todo ello da lugar a que el Instituto vaya de mal en peor, llegando hasta tal extremo que está a punto de ser firmada su disolución por las autoridades eclesiásticas. No obstante, el nombramiento de un nuevo director, el padre Gabino Sánchez, y la reposición de María Soledad como superiora general, vuelven poco a poco a consolidar la primitiva obra, que ya marchará en adelante con firmeza. La reina Isabel II las toma bajo su protección, y el 11 de noviembre de 1859 la Junta de Beneficencia de Madrid las encarga del cuidado de todas las Casas de Socorro del primer distrito. El Gobierno aprueba sus constituciones, aunque no así la Iglesia, que no lo hará hasta 1898.
En 1881 varias hermanas embarcan para La Habana y Santiago de Cuba, cuando ya son en España más de 40 las casas fundadas. Casi todas ellas lo han sido personalmente por la madre Soledad, que al mismo tiempo ejerce los más bajos oficios en la casa madre. No le importa en momento alguno lavar, barrer y atender a las hermanas enfermas de cualquier dolencia.
Así transcurre su vida en medio de un trabajo y un ajetreo constante, hasta que, después de una no muy larga, pero sí penosa enfermedad, que la retiene en cama, muere en Madrid el año 1887, a los sesenta y un años de edad.
Cuando ya saben de su caridad más profunda en varios continentes, la Iglesia declara en grado heroico sus virtudes y la eleva al honor de los albares.
Al terminar la ceremonia en la gran Basílica de San Pedro, las sonoras voces del órgano lanzan, llenas una vez más de júbilo, el sacro himno del Te Deum. Allá, en el fondo, la figura de sor María Soledad Torres Acosta resalta brillante en la Gloria de Bernini.
La entrada de la comitiva papal reviste la emoción y el esplendor de siempre: la Guardia Noble abre paso y da escolta a la silla gestatoria, desde donde Su Santidad bendice sonriente a los presentes, mientras los altos dignatarios que van a tomar parte en la solemne función cierran la marcha.
Allí muchas de sus hijas religiosas esperan ansiosas el momento del magno acontecimiento y, aunque invisible, la doliente humanidad se encuentra también presente en prueba de gratitud a la principal artífice de un instituto exclusivamente a ella dedicado. Siglo y medio ha pasado desde aquella otra fecha en que, con una procesión bien diferente, comenzaba su existencia.
Existe ,a mediados del siglo xix en la capital de España un barrio extremo que carece de iglesia y donde trabaja como coadjutor, dependiente de la parroquia de San José, un sacerdote llamado don Miguel Martínez. Por su ministerio sabe cuánta es la indigencia y miseria a que están sometidos la mayoría de los enfermos y cuántos son los que mueren sin sacramentos. Ante este desolador cuadro decide reunir unas cuantas mujeres piadosas para asistir a los enfermos en su propio domicilio y ayudarles a prepararse a bien morir. Animado por muchas personas que ven lo caritativo de su obra, escoge las siete primeras y emprende el difícil camino que supone toda nueva fundación.
Una soleada mañana del agosto madrileño la curiosa comitiva formada por un clérigo con cruz alzada, seguido de siete mujeres y un sacerdote cerrando la marcha, emprende su camino por la calle Recoletos hacia el barrio de Chamberí. Son malos días para manifestaciones religiosas en la real villa, donde los sueños de libertad, revolución y progreso apasionan a los hombres y las luchas dinásticas penden corno una amenaza sobre sus habitantes. El no muy lúcido desfile prosigue su marcha por diversas calles madrileñas hasta llegar a una casa junto al paseo de Santa Engracia.
Sólo una de las siete mujeres se halla en plena juventud, Viviana Antonia Manuela Torres Acosta, desde entonces sor María Soledad. De físico no muy agradable, poseía, en cambio, unas dotes nada comunes de prudencia y tesón. Dos cualidades que han de llevarla pronto a regentar la nueva comunidad y levantarla en los momentos en que parecía definitivamente acabada.
Porque las vicisitudes para la naciente congregación comienzan bien pronto. Su creación ha sido un poco precipitada y la formación religiosa de las nuevas hermanas un tanto superficial para la nueva vida. Así, casi inmediatamente, surgen los abandonos ante la disciplina y mortificación que suponen sus diarias obligaciones. Solamente María Soledad, dedicada por entero al cuidado de enfermos, no parece sentir estos desmayos. Sus grandes dotes de laboriosidad y carácter la sostienen a cada momento. Tampoco ella había tenido ese período de preparación o noviciado necesario a toda religiosa, pero su vida en la casa paterna, donde imperaba la obediencia y el trabajo, suplieron esta falta y le hicieron familiar el sometimiento a un reglamento y una vida sin comodidades.
Había nacido en la calle Flor Baja, donde hoy se levanta el teatro Lope de Vega, el 2 de diciembre de 1826, y era hija de un modesto matrimonio dedicado a la pequeña industria. Toda su infancia transcurre pendiente de su precaria salud y en medio de una sencilla atmósfera familiar, donde va aprendiendo los quehaceres propios de la casa. Únicamente los domingos pierde su vida un poco de monotonía cuando sale con sus padres a pasar la tarde a los parques frondosos que entonces rodean la capital: el Campo del Moro, la Casa de Campo, El Pardo, son frecuentes escenarios de estas horas felices.
Su educación cristiana va a fortalecerse en la escuela donde desde muy pequeñita la envían sus padres. Es una que en la calle Amaniel tienen las hijas de San Vicente de Paúl para las niñas pobres. Allí perfecciona su saber en las artes caseras y su carácter va templándose en la disciplina y el orden.
Su juventud transcurre en medio de ese ambiente alegre y bullanguero que posee el Madrid de mitad de siglo, solar luminoso de majas y chisperos. Contemporáneas suyas, viven también en la ciudad otras jóvenes que, cuando mujeres, han de honrarla ante la faz del mundo: María Micaela del Santísimo Sacramento, Vicenta López Vicuña, Rafaela Porras y varias más son un exponente de la comunidad en santos de Castilla.
Es a los veinticinco años cuando oye hablar del proyecto del coadjutor de Chamberí y decide presentarse a él para ayudarle en tan meritoria labor. Mas la primera reacción del sacerdote al verla es francamente desfavorable, impresionado por su, al parecer, delicada salud. Supone que no le permitirá resistir el trabajo de asistencia a los enfermos y sobrellevar las nuevas obligaciones, por lo que la despide bastante fríamente, aconsejándola que piense bien lo que ha de hacer.
Pero ella está decidida a dedicar su vida a fines caritativos. Ya de pequeña, en su período escolar, asistía a algunas señoras que se encontraban solas y enfermas, encontrando en ello gran satisfacción. Así, pues, vuelve a presentarse ante don Miguel y, junto con otras seis compañeras, toma el hábito del nuevo Instituto de Siervas de María el 15 de agosto .de 1851. Sus constituciones estipulan que su finalidad es la asistencia totalmente gratuita y a domicilio a los enfermos que lo soliciten.
Poco tiempo después la peste colérica invade Europa y también hace su aparición en Madrid. Los hospitales y establecimientos públicos sanitarios encuéntrense totalmente abarrotados de enfermos, y muchos apestados deben ser atendidos en sus domicilios, donde muchas veces son abandonados por temor al contagio. Las nuevas monjas son las que han de acudir en su ayuda y deben multiplicarse para poder atender a tantos necesitados.
Más todos estos trabajos no bastan para santificar la nueva congregación. Las pruebas se suceden ininterrumpidamente. Hay dentro de la comunidad muchas defecciones e incluso alguna escisión que la debilitan enormemente. Las primeras expansiones al hospital de la Orden Tercera de San Francisco y al hospitalillo de Getafe terminan en un fracaso. El Gobierno se muestra reacio a la aprobación de los estatutos y pone todas las trabas posibles a su posible extensión. Su fundador, don Miguel Martínez, las abandona para marchar a Fernando Poo a evangelizar en aquellas islas. En su lugar queda un joven sacerdote carente de la madurez necesaria para regir una fundación naciente, y su labor no puede ser más desatinada.
Aparte de esto, María Soledad ha de sufrir otras vejaciones. Es depuesta de su cargo de superiora general y apartada de la casa madre y su gobierno. La maledicencia se levantará contra ella en bastantes ocasiones y ha de soportar no pocas incorrecciones aun dentro de la misma comunidad.
Todo ello da lugar a que el Instituto vaya de mal en peor, llegando hasta tal extremo que está a punto de ser firmada su disolución por las autoridades eclesiásticas. No obstante, el nombramiento de un nuevo director, el padre Gabino Sánchez, y la reposición de María Soledad como superiora general, vuelven poco a poco a consolidar la primitiva obra, que ya marchará en adelante con firmeza. La reina Isabel II las toma bajo su protección, y el 11 de noviembre de 1859 la Junta de Beneficencia de Madrid las encarga del cuidado de todas las Casas de Socorro del primer distrito. El Gobierno aprueba sus constituciones, aunque no así la Iglesia, que no lo hará hasta 1898.
En 1881 varias hermanas embarcan para La Habana y Santiago de Cuba, cuando ya son en España más de 40 las casas fundadas. Casi todas ellas lo han sido personalmente por la madre Soledad, que al mismo tiempo ejerce los más bajos oficios en la casa madre. No le importa en momento alguno lavar, barrer y atender a las hermanas enfermas de cualquier dolencia.
Así transcurre su vida en medio de un trabajo y un ajetreo constante, hasta que, después de una no muy larga, pero sí penosa enfermedad, que la retiene en cama, muere en Madrid el año 1887, a los sesenta y un años de edad.
Cuando ya saben de su caridad más profunda en varios continentes, la Iglesia declara en grado heroico sus virtudes y la eleva al honor de los albares.
Al terminar la ceremonia en la gran Basílica de San Pedro, las sonoras voces del órgano lanzan, llenas una vez más de júbilo, el sacro himno del Te Deum. Allá, en el fondo, la figura de sor María Soledad Torres Acosta resalta brillante en la Gloria de Bernini.
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