Entre la variedad y multiplicidad de santos que da España a la Iglesia durante nuestro glorioso Siglo de Oro pocos encarnan tan a lo vivo, con sus virtudes y sus defectos, el espíritu de nuestra raza como el santo valenciano Luis Bertrán.
El carácter aventurero, e inconstante, pero noble y ganoso de nobles hazañas del español de entonces; su impetuosidad y arrojo; su religiosidad y temor de Dios, frente a la valentía y hasta temeridad con los hombres; su inquebrantable voluntad en el camino emprendido, su rectitud y firmeza en el cumplimiento del deber y su innata vocación de conductor de hombres, que hace de cada soldado un capitán, virtudes son y defectos que quedan bien patentes en la vida de San Luis, quien vive y muere en pleno Siglo de Oro español.
En Valencia, madre fecunda de santos, nace San Luis el 1 de enero de 1526, reinando en Roma Clemente VII, en España el invicto césar Carlos V, y cuando nuestros teólogos enseñan en Trento, nuestros capitanes se imponen en Europa y corren de boca en boca las noticias maravillosas del fabuloso mundo descubierto por Colon.
Hijo de su siglo, pronto prende en él el ansia de aventura. Asiduo lector de las vidas de los santos, pretende imitarlos. Y un día, a la temprana edad de dieciséis años, abandona la casa paterna—como ha leído de San Roque y de San Alejo—"para servir a Dios donde nadie le conozca". Naturalmente, esta fuga queda en tentativa, porque los criados de su padre le alcanzan antes de trasponer los límites de la provincia.
Pero él no ceja en su empeño. Ha oído la voz del Señor que le llama a un estado más perfecto, y un día contra la voluntad de sus padres, ingresa en el convento de Santo Domingo que los frailes Predicadores tienen en Valencia. Pero su padre, don Juan Bertrán, notario del reino, anula esta nueva tentativa. Habla con el padre prior y, exponiéndole la salud precaria y el natural enfermizo de su hijo, le convence para que no le vista el hábito en todos los años de su priorato.
Vano intento. Tres años más tarde está ante el nuevo prior: fray Juan Mico. Este conoce sobrenaturalmente su vocación, y le admite. Como ha vuelto a escapar sin permiso determinan presentar los hechos consumados. Y le viste el hábito. Cuando se entera su padre intenta sacarlo del convento por todos los medios. Pero tiene que rendirse ante la inquebrantable voluntad de su hijo y ante las pruebas fehacientes de su vocación. Años más tarde le confesará en el lecho de muerte: "Hijo mío, una de las cosas que en esta vida me han dado más pena ha sido verte fraile; y lo que hoy más me consuela es que lo seas"
Y comienza a recorrer con pasos agigantados el camino de la santidad. Los más ancianos religiosos tienen que reconocer que aquel joven novicio les aventaja en la práctica de la virtud. Y comienza también la vida de austerísima penitencia, que será, a través de los años, el sello distintivo de su santidad, repitiendo constantemente aquellas palabras de San Agustín: "Señor, aquí quema, aquí corta, aquí no perdones, para que me perdones en la eternidad". Y Dios cumple su deseo largamente, pues no vio un día sano desde que entró en la Orden, siendo su existencia un lento y cruelísimo martirio.
Ya sacerdote, y a la inverosímil edad de veintitrés años, le hacen maestro de novicios. Pero eso le parece poco para sus ansias apostólicas. Ha oído que en Trento se está dilucidando el porvenir religioso de Europa, y él también quiere tomar parte en la vanguardia de apóstoles que se aprestan a combatir la incipiente herejía protestante. Y decide ir a estudiar a Salamanca. De nada sirven ruegos, lágrimas, consejos, amonestaciones de superiores, hermanos, amigos y familiares. Con una asignación del padre general en el bolsillo emprende un día el camino de Salamanca. Y tiene que ser Dios quien le salga al paso para anunciarle que su misión está en el convento de Valencia y en el cargo de maestro de novicios.
Se somete. Pero por poco tiempo. Cierto día llega a las puertas del convento de Predicadores un joven de pómulos salientes, mirada indecisa, cabellos crespos y el color de su tez fuertemente aceitunado, que indica claramente su procedencia de allende los mares, de aquel mundo nuevo y maravilloso que algunos años antes descubriera Colón. Quiere ser dominico. Pero pasan los días y los religiosos observan que aquel indio no tiene vocación. Sin embargo, el joven maestro de novicios le defiende contra todos, él que es tan riguroso que basta la menor transgresión para quitarle el hábito a un novicio. ¿De qué hablan en esas misteriosas conversaciones que frecuentemente sostienen el maestro y su extraño novicio?
Pronto se sabe. Meses más tarde se presentan en el convento dos padres misioneros que vienen de las lejanas Indias en busca de voluntarios para evangelizar aquel nuevo mundo. El indio le ha tenido entusiasmado hablándole de su lejano y misterioso país, y, sobre todo, de la multitud de hombres que lo pueblan y que no conocen a Cristo. Ha prendido en su alma de apóstol la llama misionera y, por eso, a nadie extraña que, al conocer la embajada de los misioneros, se presente al día siguiente en la celda del padre prior como primer voluntario.
Tampoco entonces logran ruegos, lágrimas, consejos y amonestaciones disuadirle de su propósito. Y es tanto lo que insiste que el padre prior, mal de su grado, tiene que darle la bendición. Y parte camino de Sevilla para embarcar en la flota que le conducirá a las misiones de América. Es el año 1562.
Siete años dura su misión entre los indios que habitaban la actual Colombia, de los que convierte a la fe de Cristo a muchos millares, hablándoles siempre en su nativa lengua valenciana. Incontables milagros se escapan de sus manos, y Dios tiene que asistirle continuamente porque está solo y entre innumerables peligros. Por dos veces le envenenan y otras cuatro están a punto de acabar con él entre insultos y amenazas. Pero él busca con avidez el martirio y les desafía con intrepidez apostólica. Sin embargo, no será mártir. Dios le reserva para la alta misión que tiene que llevar a cabo allá en su lejana y amada Valencia.
San Luis es un nato conductor de hombres. Toda su vida ocupa cargos de responsabilidad, los máximos dentro de un convento, que son los de prior y maestro de novicios. Como prior, su ideal, que logrará plenamente, es implantar la reforma que propugna la Iglesia y que nace a raíz del concilio de Trento. Tendrá que afrontar situaciones difíciles y padecer innumerables contratiempos, hasta verse destituido temporalmente de su cargo, para llevarla a cabo. Pero, decidido y voluntarioso como siempre, no temerá poner un letrero en la puerta de su celda con estas palabras de San Pablo, que son un reto y un desafío a la inobservancia de algunos religiosos: "Si quisiera agradar a los hombres no sería siervo de Cristo". Tres veces será prior y en tres conventos distintos, y en los tres elevará con su palabra y su ejemplo, a sus hombres a la plenitud de la vida religiosa.
Pero donde culmina su figura es en su misión de educador y formador de la juventud. Nada menos que siete veces es nombrado maestro de novicios. Centenares de jóvenes pasan por su noviciado, para los que San Luis será el maestro sabio y experimentado, forjador de recios caracteres y de santos religiosos. Y tan cumplida será esta formación, tan acabada la obra que realiza en los espíritus su dirección, que sus numerosos discípulos, con su vida santa y ejemplar, llenan un capítulo hermosísimo de la historia de la provincia dominicana de Aragón.
Muchos de aquellos novicios tienen introducida la causa de beatificación. Y de la santidad que alcanzaron habla muy alto este pasaje del padre Antist, que fue novicio suyo y su primer biógrafo: "Cierta noche alborotáronse los vecinos de Valencia al ver que altísimas lenguas de fuego salían por las ventanas y el tejado de la casa de novicios. A los gritos de "¡Fuego, fuego!" penetraron en el convento. Y cuál no sería su estupor cuando comprobaron que no había tal fuego material. ¡Eran San Luis y sus novicios que estaban en oración!" Sus discípulos formaron escuela y hoy todavía se la conoce como "Escuela de San Luis". Y tanta fue su labor, y tan perdurable, que la Orden dominicana le ha elegido como Patrón de todos sus noviciados.
Dios no se repite en sus santos. Su gracia no necesita destruir su naturaleza para santificarlos. Su genio, su carácter, sus cualidades, en nada estorban su acción. Antes bien, se conjuga maravillosamente con ellas, hasta conseguir esa variedad y riqueza de matices tan patente en la hagiografía cristiana. En cada santo también resplandece de modo peculiar uno de los dones del Espíritu Santo.
En San Luis no podía faltar este don. Es el del temor de Dios. Y hasta tal punto encuadra y define su figura, que el resumen de su vida podía ser esta frase: "El hombre que temió a Dios y no temió a los hombres".
A este propósito dice su primer biógrafo: "No tenía cuenta de contentar a los hombres, sino a Dios y Santo Domingo. Jamás tuvo tanta amistad con un religioso que por ella le disimulase defecto alguno. Decía que no quería ir al infierno ni al purgatorio por sus amigos".
O sea, que su temor a Dios está en razón inversa con su temor a los hombres. Cuanto más teme al Uno, menos teme a los otros; cuanto mayor es el obstáculo que se opone a cumplir su voluntad, menor el miedo de exponerse al peligro para cumplirla: cuanto más teme desagradar al Criador, tanto menos le importa no ser grato a las criaturas.
San Luis, pues, es el santo del temor de Dios. Y este don explica la proyección ascética y terriblemente penitencial de su alma y de su cuerpo a través de toda su vida.
Clemente X le canonizó noventa años después de su muerte, y la Iglesia, por la maravillosa extensión y santidad que alcanzó en todas sus actividades, le proclama en el Breviario como idea, cifra y resumen de toda la Orden de Predicadores.
El carácter aventurero, e inconstante, pero noble y ganoso de nobles hazañas del español de entonces; su impetuosidad y arrojo; su religiosidad y temor de Dios, frente a la valentía y hasta temeridad con los hombres; su inquebrantable voluntad en el camino emprendido, su rectitud y firmeza en el cumplimiento del deber y su innata vocación de conductor de hombres, que hace de cada soldado un capitán, virtudes son y defectos que quedan bien patentes en la vida de San Luis, quien vive y muere en pleno Siglo de Oro español.
En Valencia, madre fecunda de santos, nace San Luis el 1 de enero de 1526, reinando en Roma Clemente VII, en España el invicto césar Carlos V, y cuando nuestros teólogos enseñan en Trento, nuestros capitanes se imponen en Europa y corren de boca en boca las noticias maravillosas del fabuloso mundo descubierto por Colon.
Hijo de su siglo, pronto prende en él el ansia de aventura. Asiduo lector de las vidas de los santos, pretende imitarlos. Y un día, a la temprana edad de dieciséis años, abandona la casa paterna—como ha leído de San Roque y de San Alejo—"para servir a Dios donde nadie le conozca". Naturalmente, esta fuga queda en tentativa, porque los criados de su padre le alcanzan antes de trasponer los límites de la provincia.
Pero él no ceja en su empeño. Ha oído la voz del Señor que le llama a un estado más perfecto, y un día contra la voluntad de sus padres, ingresa en el convento de Santo Domingo que los frailes Predicadores tienen en Valencia. Pero su padre, don Juan Bertrán, notario del reino, anula esta nueva tentativa. Habla con el padre prior y, exponiéndole la salud precaria y el natural enfermizo de su hijo, le convence para que no le vista el hábito en todos los años de su priorato.
Vano intento. Tres años más tarde está ante el nuevo prior: fray Juan Mico. Este conoce sobrenaturalmente su vocación, y le admite. Como ha vuelto a escapar sin permiso determinan presentar los hechos consumados. Y le viste el hábito. Cuando se entera su padre intenta sacarlo del convento por todos los medios. Pero tiene que rendirse ante la inquebrantable voluntad de su hijo y ante las pruebas fehacientes de su vocación. Años más tarde le confesará en el lecho de muerte: "Hijo mío, una de las cosas que en esta vida me han dado más pena ha sido verte fraile; y lo que hoy más me consuela es que lo seas"
Y comienza a recorrer con pasos agigantados el camino de la santidad. Los más ancianos religiosos tienen que reconocer que aquel joven novicio les aventaja en la práctica de la virtud. Y comienza también la vida de austerísima penitencia, que será, a través de los años, el sello distintivo de su santidad, repitiendo constantemente aquellas palabras de San Agustín: "Señor, aquí quema, aquí corta, aquí no perdones, para que me perdones en la eternidad". Y Dios cumple su deseo largamente, pues no vio un día sano desde que entró en la Orden, siendo su existencia un lento y cruelísimo martirio.
Ya sacerdote, y a la inverosímil edad de veintitrés años, le hacen maestro de novicios. Pero eso le parece poco para sus ansias apostólicas. Ha oído que en Trento se está dilucidando el porvenir religioso de Europa, y él también quiere tomar parte en la vanguardia de apóstoles que se aprestan a combatir la incipiente herejía protestante. Y decide ir a estudiar a Salamanca. De nada sirven ruegos, lágrimas, consejos, amonestaciones de superiores, hermanos, amigos y familiares. Con una asignación del padre general en el bolsillo emprende un día el camino de Salamanca. Y tiene que ser Dios quien le salga al paso para anunciarle que su misión está en el convento de Valencia y en el cargo de maestro de novicios.
Se somete. Pero por poco tiempo. Cierto día llega a las puertas del convento de Predicadores un joven de pómulos salientes, mirada indecisa, cabellos crespos y el color de su tez fuertemente aceitunado, que indica claramente su procedencia de allende los mares, de aquel mundo nuevo y maravilloso que algunos años antes descubriera Colón. Quiere ser dominico. Pero pasan los días y los religiosos observan que aquel indio no tiene vocación. Sin embargo, el joven maestro de novicios le defiende contra todos, él que es tan riguroso que basta la menor transgresión para quitarle el hábito a un novicio. ¿De qué hablan en esas misteriosas conversaciones que frecuentemente sostienen el maestro y su extraño novicio?
Pronto se sabe. Meses más tarde se presentan en el convento dos padres misioneros que vienen de las lejanas Indias en busca de voluntarios para evangelizar aquel nuevo mundo. El indio le ha tenido entusiasmado hablándole de su lejano y misterioso país, y, sobre todo, de la multitud de hombres que lo pueblan y que no conocen a Cristo. Ha prendido en su alma de apóstol la llama misionera y, por eso, a nadie extraña que, al conocer la embajada de los misioneros, se presente al día siguiente en la celda del padre prior como primer voluntario.
Tampoco entonces logran ruegos, lágrimas, consejos y amonestaciones disuadirle de su propósito. Y es tanto lo que insiste que el padre prior, mal de su grado, tiene que darle la bendición. Y parte camino de Sevilla para embarcar en la flota que le conducirá a las misiones de América. Es el año 1562.
Siete años dura su misión entre los indios que habitaban la actual Colombia, de los que convierte a la fe de Cristo a muchos millares, hablándoles siempre en su nativa lengua valenciana. Incontables milagros se escapan de sus manos, y Dios tiene que asistirle continuamente porque está solo y entre innumerables peligros. Por dos veces le envenenan y otras cuatro están a punto de acabar con él entre insultos y amenazas. Pero él busca con avidez el martirio y les desafía con intrepidez apostólica. Sin embargo, no será mártir. Dios le reserva para la alta misión que tiene que llevar a cabo allá en su lejana y amada Valencia.
San Luis es un nato conductor de hombres. Toda su vida ocupa cargos de responsabilidad, los máximos dentro de un convento, que son los de prior y maestro de novicios. Como prior, su ideal, que logrará plenamente, es implantar la reforma que propugna la Iglesia y que nace a raíz del concilio de Trento. Tendrá que afrontar situaciones difíciles y padecer innumerables contratiempos, hasta verse destituido temporalmente de su cargo, para llevarla a cabo. Pero, decidido y voluntarioso como siempre, no temerá poner un letrero en la puerta de su celda con estas palabras de San Pablo, que son un reto y un desafío a la inobservancia de algunos religiosos: "Si quisiera agradar a los hombres no sería siervo de Cristo". Tres veces será prior y en tres conventos distintos, y en los tres elevará con su palabra y su ejemplo, a sus hombres a la plenitud de la vida religiosa.
Pero donde culmina su figura es en su misión de educador y formador de la juventud. Nada menos que siete veces es nombrado maestro de novicios. Centenares de jóvenes pasan por su noviciado, para los que San Luis será el maestro sabio y experimentado, forjador de recios caracteres y de santos religiosos. Y tan cumplida será esta formación, tan acabada la obra que realiza en los espíritus su dirección, que sus numerosos discípulos, con su vida santa y ejemplar, llenan un capítulo hermosísimo de la historia de la provincia dominicana de Aragón.
Muchos de aquellos novicios tienen introducida la causa de beatificación. Y de la santidad que alcanzaron habla muy alto este pasaje del padre Antist, que fue novicio suyo y su primer biógrafo: "Cierta noche alborotáronse los vecinos de Valencia al ver que altísimas lenguas de fuego salían por las ventanas y el tejado de la casa de novicios. A los gritos de "¡Fuego, fuego!" penetraron en el convento. Y cuál no sería su estupor cuando comprobaron que no había tal fuego material. ¡Eran San Luis y sus novicios que estaban en oración!" Sus discípulos formaron escuela y hoy todavía se la conoce como "Escuela de San Luis". Y tanta fue su labor, y tan perdurable, que la Orden dominicana le ha elegido como Patrón de todos sus noviciados.
Dios no se repite en sus santos. Su gracia no necesita destruir su naturaleza para santificarlos. Su genio, su carácter, sus cualidades, en nada estorban su acción. Antes bien, se conjuga maravillosamente con ellas, hasta conseguir esa variedad y riqueza de matices tan patente en la hagiografía cristiana. En cada santo también resplandece de modo peculiar uno de los dones del Espíritu Santo.
En San Luis no podía faltar este don. Es el del temor de Dios. Y hasta tal punto encuadra y define su figura, que el resumen de su vida podía ser esta frase: "El hombre que temió a Dios y no temió a los hombres".
A este propósito dice su primer biógrafo: "No tenía cuenta de contentar a los hombres, sino a Dios y Santo Domingo. Jamás tuvo tanta amistad con un religioso que por ella le disimulase defecto alguno. Decía que no quería ir al infierno ni al purgatorio por sus amigos".
O sea, que su temor a Dios está en razón inversa con su temor a los hombres. Cuanto más teme al Uno, menos teme a los otros; cuanto mayor es el obstáculo que se opone a cumplir su voluntad, menor el miedo de exponerse al peligro para cumplirla: cuanto más teme desagradar al Criador, tanto menos le importa no ser grato a las criaturas.
San Luis, pues, es el santo del temor de Dios. Y este don explica la proyección ascética y terriblemente penitencial de su alma y de su cuerpo a través de toda su vida.
Clemente X le canonizó noventa años después de su muerte, y la Iglesia, por la maravillosa extensión y santidad que alcanzó en todas sus actividades, le proclama en el Breviario como idea, cifra y resumen de toda la Orden de Predicadores.
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