Del que fue grandioso monasterio de Santa María de Moreruela, en Zamora, enriquecido con privilegios de Alfonso VIl, Fernando II y aun de Sumos Pontífices, como Alejandro III; de aquella ilustre abadía junto al Esla caudaloso; de todo aquello que en el siglo XII fue cuna de la Orden del Cister en España, hoy no queda sino desolación y ruina. Aún están en pie algunos paredones del templo gigantesco y la sala capitular. La iglesia, de tres naves, conserva casi intacta la girola, la capilla mayor con su ábside, siete absidiolas y dos aún menores a los costados del crucero.
Esto, y poco más, es cuanto queda de aquel monumento insigne, en el que quizá se inspiró el arquitecto de la bellísima catedral leonesa.
El monasterio de Moreruela está íntimamente ligado a la vida de San Atilano y San Froilán, prior y abad de aquella fundación de Alfonso III para consolidar la línea defensiva del Esla y del Duero contra los árabes. Las ruinas actuales, dignas de mejor trato, son recuerdo, aunque triste, de la primitiva fundación de los dos Santos, al lado opuesto tal vez del mismo río
De la vida de San Atilano existen muy pocos datos, y algunos improbables; pero los que son ciertos bastan para destacar la personalidad eminente de uno de los grandes obispos españoles de los años difíciles de nuestra Reconquista.
Había nacido en Tarazona de Aragón, hacia el año 850, y, al parecer, de noble familia. Joven de quince años hace ya vida religiosa en un monasterio benedictino cercano a Tarazona. Es posible que viviese después algunos años en Sahagún, si es cierto que Ambrosio de Morales vio allí un códice de San Ildefonso de Toledo que fue copiado por "Atilano, monje de Domnos Santos (por San Facundo y San Primitivo) y después obispo de Zamora"
Desde Tarazona, en la Villa de los Fayos, o desde Sahagún, el joven mozárabe busca un guía experimentado para su vida de perfección. Él, inexperto, amante de las virtudes y de la ciencia, ha sido ordenado sacerdote y, dedicado a la predicación hasta entonces, desea retirarse a un lugar solitario para hacer oración y penitencia.
Son tiempos difíciles aquellos para la vida anacorética. En la segunda mitad del siglo IX es muy peligroso aquel género de vida, y especialmente para un joven. Odilón de Samos, por mandato de Ordoño I, inspeccionó la vida eremítica en Galicia y demostró la existencia de "muchos monjes sanguimistos, latrones, réfugas, mágicos". No eran pocos los anacoretas que, aparentando religión, cometían toda clase de crímenes y supercherías, eran viciosos, y frecuentemente hasta vulgares espías al servicio del mejor postor, fuera cristiano o fuera moro.
San Atilano acierta en su elección, y, con la bendición de los superiores, busca a un monje que, en expresión de su coetáneo y biógrafo Juan Diácono, "recorría las ciudades, predicando la palabra de Dios; se retiraba a lugares inaccesibles...; huía de los favores y alabanzas humanas... para hacer vida retirada". El monje solitario se llamaba Froilán, había nacido en Lugo y no era sacerdote. San Atilano no duda en ponerse bajo su cuidado y dirección, viviendo con él en la montaña leonesa. Juntos seguirán ya muchos años, hasta ser elevados en el mismo día a la dignidad episcopal.
Buscaron un lugar solitario para entregarse a la penitencia y a la oración. En el monte que el hagiógrafo contemporáneo llama 'Cucurrino", y actualmente se denomina Curueño, cerca de Valdorria, en la zona norteña de León, ambos Santos hallaron el sitio ideal para sus ansias de soledad, que vieron muy poco tiempo satisfechas.
Se extendió pronto el rumor de su vida por toda la comarca. Hombres y mujeres de todas las clases sociales llegaban hasta ellos para escuchar la palabra divina. Los cortesanos que acompañaban al rey cuando estaba en León no se desdeñaban de acercarse a los dos anacoretas del Curueño. Su fama fue el peor enemigo de sus anhelos de retiro y soledad. Ante la piadosa insistencia del pueblo tuvieron que levantar un monasterio en el lugar de Veseo, que posiblemente estaba situado al norte de La Vecilla, y que hoy es solamente un recuerdo, aunque fue tan famoso cenobio que llegó a contar en la época de nuestro Santo hasta trescientos monjes, que seguirían quizá la regla monacal de San Fructuoso o de San Isidoro. Número es éste de religiosos que prueba la fama de virtud de San Froilán y San Atilano, fama que llegó a toda España, y, aunque tarde, a la corte de Oviedo, al mismo rey Alfonso III el Magno, que no dudó un momento en colmar de honores al abad Froilán, a quien facultó para construir monasterios en su reino.
Cerca de Zamora o de Benavente, en batalla de cronología dudosa (hacia el año 878), que se denomina de Polvoraria o de Polvorosa, Almondhir, jefe árabe, sufre una fuerte derrota, que nos ha sido recordada en la carta de fundación del monasterio de San Bernardo de Benavente. La línea del Duero quedaba así fortificada, y la Tierra de Campos asegurada contra los moros. Zamora empieza a ser reedificada y repoblada. Es entonces cuando San Froilán y San Atilano fundan el monasterio doble de Tábara, no lejos de Zamora, donde se reunieron hasta seiscientos religiosos, hombres y mujeres, que, en separación completa, estaban sometidos a una severa disciplina.
Era labor colonizadora y cultural, además de religiosa la de ambos Santos. En Tábara (su torre es famosa) trabajarían calígrafos y copistas destacados, como Maio y Emeterio. Los campos se roturan y se pueblan, al abrigo del monasterio. Acaso entonces fundaran ambos también varios pequeños cenobios en las riberas del Esla, antes o después de la nueva fundación o restauración de Moreruela, aquel gran monasterio que, construido en lugar alto y ameno, iba a ser, con sus doscientos monjes, gloria del abad San Froilán y de San Atilano, prior de tan numerosa comunidad.
El pueblo de nuevo pide al rey que eleve aún a más alta dignidad a los dos, siempre unidos en su vida apostólica. Venciendo su humildad, son consagrados obispos en el mismo día de Pentecostés del año 900: el abad será obispo de León y el prior será obispo de la ciudad recientemente te repoblada de Zamora. Dos luceros (dice el biógrafo) sobre el candelero, que alumbrarían a España predicando la palabra divina. Con el honor creció la santidad, y recibieron del cielo doble gracia para instruir y enseñar a los fieles de todos los estados: monjes, clérigos y laicos.
Los años del episcopado de San Atilano son obscuros y ciertamente difíciles, en continua repoblación de su sede episcopal y de su diócesis. En julio del 901 Ahmed ben Moaviah (Abul Cassim) pretende destruir la ciudad de Zamora. Alfonso III acude en su socorro y provoca aquella gran derrota de los árabes que ha pasado a la historia con el nombre de "Día de Zamora".
La leyenda ha rodeado, como a casi todos los santos medievales, la figura de San Atilano. Después de afirmar que en su consagración episcopal se hizo visible el Espíritu Santo en forma de paloma, y que, huyendo de los árabes, a su paso se hundió el viejo puente romano sobre el Duero, pereciendo sus perseguidores, ha hecho extraordinariamente popular el sencillo anillo que veneran todos los años los zamoranos en la parroquia arciprestal.
Es vieja tradición que San Atilano peregrinó a Jerusalén, en penitencia por algunos pecados de su juventud. Cruzando el puente, arrojó su anillo episcopal al Duero, con la esperanza de recuperarlo algún día como prenda segura del perdón obtenido. A los dos años, inspirado por Dios, vuelve de incógnito a Zamora y recibe hospedaje muy cerca, en la ermita de San Vicente de Cornu. Preparando su comida, abre un pez recibido de limosna y dentro encuentra su anillo. Las campanas de la ciudad repicaron solas, y ante los zamoranos que acudieron a recibirle jubilosos, avisados por tal prodigio, apareció revestido milagrosamente con los ornamentos episcopales.
Rigió algunos años más su obispado y descansó en la paz del Señor hacia el año 919, el día 5 de octubre.
Sus reliquias, defendidas largos siglos, son muy veneradas en la parroquia arciprestal de San Pedro y San Ildefonso, de Zamora, que lo declaró Patrono de su diócesis, de la que fue restaurador ilustre, o acaso fundador, y el único santo de su glorioso episcopologio.
En Milán y en una de las primeras declaraciones de santidad heroica hechas por un Papa, fue canonizado, junto con el mártir San Herlembardo, por Urbano II.
La vida penitente de San Froilán y de San Atilano como eremitas, su labor cultural y colonizadora, su celo pastoral, su espíritu de fundadores, y todas las virtudes de que estuvieron adornados hicieron decir al gran cardenal Baronio que, "por ser dignos de los honores debidos a los santos, estaban justamente inscritos en su catálogo".
Esto, y poco más, es cuanto queda de aquel monumento insigne, en el que quizá se inspiró el arquitecto de la bellísima catedral leonesa.
El monasterio de Moreruela está íntimamente ligado a la vida de San Atilano y San Froilán, prior y abad de aquella fundación de Alfonso III para consolidar la línea defensiva del Esla y del Duero contra los árabes. Las ruinas actuales, dignas de mejor trato, son recuerdo, aunque triste, de la primitiva fundación de los dos Santos, al lado opuesto tal vez del mismo río
De la vida de San Atilano existen muy pocos datos, y algunos improbables; pero los que son ciertos bastan para destacar la personalidad eminente de uno de los grandes obispos españoles de los años difíciles de nuestra Reconquista.
Había nacido en Tarazona de Aragón, hacia el año 850, y, al parecer, de noble familia. Joven de quince años hace ya vida religiosa en un monasterio benedictino cercano a Tarazona. Es posible que viviese después algunos años en Sahagún, si es cierto que Ambrosio de Morales vio allí un códice de San Ildefonso de Toledo que fue copiado por "Atilano, monje de Domnos Santos (por San Facundo y San Primitivo) y después obispo de Zamora"
Desde Tarazona, en la Villa de los Fayos, o desde Sahagún, el joven mozárabe busca un guía experimentado para su vida de perfección. Él, inexperto, amante de las virtudes y de la ciencia, ha sido ordenado sacerdote y, dedicado a la predicación hasta entonces, desea retirarse a un lugar solitario para hacer oración y penitencia.
Son tiempos difíciles aquellos para la vida anacorética. En la segunda mitad del siglo IX es muy peligroso aquel género de vida, y especialmente para un joven. Odilón de Samos, por mandato de Ordoño I, inspeccionó la vida eremítica en Galicia y demostró la existencia de "muchos monjes sanguimistos, latrones, réfugas, mágicos". No eran pocos los anacoretas que, aparentando religión, cometían toda clase de crímenes y supercherías, eran viciosos, y frecuentemente hasta vulgares espías al servicio del mejor postor, fuera cristiano o fuera moro.
San Atilano acierta en su elección, y, con la bendición de los superiores, busca a un monje que, en expresión de su coetáneo y biógrafo Juan Diácono, "recorría las ciudades, predicando la palabra de Dios; se retiraba a lugares inaccesibles...; huía de los favores y alabanzas humanas... para hacer vida retirada". El monje solitario se llamaba Froilán, había nacido en Lugo y no era sacerdote. San Atilano no duda en ponerse bajo su cuidado y dirección, viviendo con él en la montaña leonesa. Juntos seguirán ya muchos años, hasta ser elevados en el mismo día a la dignidad episcopal.
Buscaron un lugar solitario para entregarse a la penitencia y a la oración. En el monte que el hagiógrafo contemporáneo llama 'Cucurrino", y actualmente se denomina Curueño, cerca de Valdorria, en la zona norteña de León, ambos Santos hallaron el sitio ideal para sus ansias de soledad, que vieron muy poco tiempo satisfechas.
Se extendió pronto el rumor de su vida por toda la comarca. Hombres y mujeres de todas las clases sociales llegaban hasta ellos para escuchar la palabra divina. Los cortesanos que acompañaban al rey cuando estaba en León no se desdeñaban de acercarse a los dos anacoretas del Curueño. Su fama fue el peor enemigo de sus anhelos de retiro y soledad. Ante la piadosa insistencia del pueblo tuvieron que levantar un monasterio en el lugar de Veseo, que posiblemente estaba situado al norte de La Vecilla, y que hoy es solamente un recuerdo, aunque fue tan famoso cenobio que llegó a contar en la época de nuestro Santo hasta trescientos monjes, que seguirían quizá la regla monacal de San Fructuoso o de San Isidoro. Número es éste de religiosos que prueba la fama de virtud de San Froilán y San Atilano, fama que llegó a toda España, y, aunque tarde, a la corte de Oviedo, al mismo rey Alfonso III el Magno, que no dudó un momento en colmar de honores al abad Froilán, a quien facultó para construir monasterios en su reino.
Cerca de Zamora o de Benavente, en batalla de cronología dudosa (hacia el año 878), que se denomina de Polvoraria o de Polvorosa, Almondhir, jefe árabe, sufre una fuerte derrota, que nos ha sido recordada en la carta de fundación del monasterio de San Bernardo de Benavente. La línea del Duero quedaba así fortificada, y la Tierra de Campos asegurada contra los moros. Zamora empieza a ser reedificada y repoblada. Es entonces cuando San Froilán y San Atilano fundan el monasterio doble de Tábara, no lejos de Zamora, donde se reunieron hasta seiscientos religiosos, hombres y mujeres, que, en separación completa, estaban sometidos a una severa disciplina.
Era labor colonizadora y cultural, además de religiosa la de ambos Santos. En Tábara (su torre es famosa) trabajarían calígrafos y copistas destacados, como Maio y Emeterio. Los campos se roturan y se pueblan, al abrigo del monasterio. Acaso entonces fundaran ambos también varios pequeños cenobios en las riberas del Esla, antes o después de la nueva fundación o restauración de Moreruela, aquel gran monasterio que, construido en lugar alto y ameno, iba a ser, con sus doscientos monjes, gloria del abad San Froilán y de San Atilano, prior de tan numerosa comunidad.
El pueblo de nuevo pide al rey que eleve aún a más alta dignidad a los dos, siempre unidos en su vida apostólica. Venciendo su humildad, son consagrados obispos en el mismo día de Pentecostés del año 900: el abad será obispo de León y el prior será obispo de la ciudad recientemente te repoblada de Zamora. Dos luceros (dice el biógrafo) sobre el candelero, que alumbrarían a España predicando la palabra divina. Con el honor creció la santidad, y recibieron del cielo doble gracia para instruir y enseñar a los fieles de todos los estados: monjes, clérigos y laicos.
Los años del episcopado de San Atilano son obscuros y ciertamente difíciles, en continua repoblación de su sede episcopal y de su diócesis. En julio del 901 Ahmed ben Moaviah (Abul Cassim) pretende destruir la ciudad de Zamora. Alfonso III acude en su socorro y provoca aquella gran derrota de los árabes que ha pasado a la historia con el nombre de "Día de Zamora".
La leyenda ha rodeado, como a casi todos los santos medievales, la figura de San Atilano. Después de afirmar que en su consagración episcopal se hizo visible el Espíritu Santo en forma de paloma, y que, huyendo de los árabes, a su paso se hundió el viejo puente romano sobre el Duero, pereciendo sus perseguidores, ha hecho extraordinariamente popular el sencillo anillo que veneran todos los años los zamoranos en la parroquia arciprestal.
Es vieja tradición que San Atilano peregrinó a Jerusalén, en penitencia por algunos pecados de su juventud. Cruzando el puente, arrojó su anillo episcopal al Duero, con la esperanza de recuperarlo algún día como prenda segura del perdón obtenido. A los dos años, inspirado por Dios, vuelve de incógnito a Zamora y recibe hospedaje muy cerca, en la ermita de San Vicente de Cornu. Preparando su comida, abre un pez recibido de limosna y dentro encuentra su anillo. Las campanas de la ciudad repicaron solas, y ante los zamoranos que acudieron a recibirle jubilosos, avisados por tal prodigio, apareció revestido milagrosamente con los ornamentos episcopales.
Rigió algunos años más su obispado y descansó en la paz del Señor hacia el año 919, el día 5 de octubre.
Sus reliquias, defendidas largos siglos, son muy veneradas en la parroquia arciprestal de San Pedro y San Ildefonso, de Zamora, que lo declaró Patrono de su diócesis, de la que fue restaurador ilustre, o acaso fundador, y el único santo de su glorioso episcopologio.
En Milán y en una de las primeras declaraciones de santidad heroica hechas por un Papa, fue canonizado, junto con el mártir San Herlembardo, por Urbano II.
La vida penitente de San Froilán y de San Atilano como eremitas, su labor cultural y colonizadora, su celo pastoral, su espíritu de fundadores, y todas las virtudes de que estuvieron adornados hicieron decir al gran cardenal Baronio que, "por ser dignos de los honores debidos a los santos, estaban justamente inscritos en su catálogo".
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