Fangeaux está en un alto, dominando la inmensa llanura de Lauregais. Es un paisaje impresionante, en especial por la inmensidad del horizonte que se descubre. Precisamente Dios Nuestro Señor lo eligió para abrir los ojos de Santo Domingo de Guzmán a otro paisaje más dilatado aún, el de la inmensidad de las almas que estaban esperando quien les mostrara el camino de la auténtica vida cristiana.
Un discreto y sencillo monumento, llamado la Seignadou, marca y lugar en que, estando en oración, recibió el Santo una gracia extraordinaria. Pocos detalles sabemos de ella. Es muy fácil que, como suele ocurrir tantas veces en las vidas de los santos, ni el mismo Santo Domingo percibiera desde el primer momento toda la trascendencia de lo que entonces se le revelaba. Parece cierto que Dios le confirmó en su idea de fundar una Orden de Predicadores, que le confirmó también que eran aquellas tierras del mediodía de Francia el más adecuado escenario para dar comienzo a la tarea, y que la Santísima Virgen mostró mirar con especial predilección este apostolado dominical.
¿Ocurrió entonces la revelación del Santísimo Rosario? Ya hemos dicho que es poco lo que nos queda de fehaciente sobre aquella visión. El Santo no fue nunca explicito, pero la tradición unánime hasta tiempos muy recientes ha hecho a Santo Domingo de Guzmán fundador del rosario. Oigamos, por ejemplo, al papa Benedicto XV:
"Y así—dice hablando de Santo Domingo—, en sus luchas con los albigenses que, entre otros artículos de nuestra fe, negaban y escarnecían con injurias la maternidad divina de María y su virginidad, el Santo, al defender con todas las fuerzas de su alma la santidad de estos dogmas, imploraba el auxilio de la Virgen Madre. Con cuánto agrado recibiese la Reina de los cielos la súplica de su piadosísimo siervo, fácilmente puede colegirse por el hecho de haberse servido de él la Virgen para que enseñase a la Iglesia, Esposa de su Hijo, la devoción del Santísimo Rosario: es decir, esa fórmula deprecatoria que, siendo a la vez vocal y mental (pues al mismo tiempo que se contemplan los principales misterios de la religión se recita quince veces la oración dominical con otras tantas decenas de avemarías), es devoción muy a propósito para excitar y mantener en el pueblo el fervor de la piedad y la práctica de todas las virtudes. Con razón, pues Domingo de Guzmán manda a sus hijos que, al predicar a los pueblos la palabra de Dios, se dedicasen constantemente y con todo empeño a inculcar en los ánimos de sus oyentes esta forma de orar, cuya utilidad práctica tenía él harto experimentada."
Este es, por consiguiente, según el parecer unánime de la tradición, robustecida por los documentos pontificios el celestial origen del Santísimo Rosario. La moderna crítica pone, sin embargo, no pocos reparos a este sentir. Las trazas del rosario como devoción popular son muy posteriores, y aparecen con independencia de la actuación de Santo Domingo.
No es éste el lugar de discutir una cuestión histórica. Como suele suceder en estas ocasiones, hay un desenfoque inicial en la actitud de los críticos: una idea, una institución, una devoción, no nacen nunca enteramente hechas. Piénsese en la devoción al Corazón de Jesús, elaborada durante siglos por el amor hacia la humanidad de Cristo que iba en aumento. O piénsese en la serie de vicisitudes por que pasa una idea, antes de plasmar en una realización práctica, poniendo ante los ojos, por ejemplo, las diversas tentativas y ensayos que precedieron a la configuración jurídica de la Compañía de Jesús. Que Santo Domingo de Guzmán concibió su apostolado y el de sus hijos con un como eminentemente mariano. No hay quien lo discuta. Que ya en los primeros tiempos de la Orden dominicana encontramos la recitación frecuente del avemaría, utilizando incluso cuerdas con nudos, también parece cierto. Recuérdese el ejemplo de Romeo de Livia, O. P. (+ 1261): el de Delfín Humberto, O. P. (+ 1356), el de la Beata Margarita Ebner, O. P. (+ 1351); el de Juan Taulero, O. P. (+ 1361), y otros muchos personajes eminentes de la Orden de Predicadores en los que encontramos elementos que luego han de servir para dar la estructuración definitiva al rosario. Esto sólo puede explicarse, o al menos se explica muy fácilmente, teniendo presente una tradición que arrancara del fundador y que perseverase dentro de la Orden.
A base de estos elementos comienza la devoción del rosario a extenderse en el siglo XV por obra principalmente de dos insignes dominicos: Alano de Rupe, forma latinizante de su apellido de la Roche, y Santiago Sprenger. El primero prefería la fórmula "salterio de la Virgen" más que la de rosario, que le parecía un tanto paganizante, y trabajó no poco en los Países Bajos por extenderlo. Sprenger no sólo consiguió extender grandemente el rosario por Alemania y los países del centro de Europa, sino que escribió un folleto de propaganda y consiguió la primera aprobación por parte de la autoridad apostólica el 10 de marzo de 1476, otorgada por el papa Sixto IV. Ni fue ésta sola la aprobación que obtuvo, sino que antes de morir logró nuevos documentos pontificios y la confirmación de todo lo actuado por parte del maestro general de la Orden. Por eso aunque algunas veces no se valore suficientemente su influencia en la difusión del rosario, es necesario tenerle por uno de los más destacados artífices de la difusión de la misma.
Ya desde entonces puede decirse que la marcha del rosario por todo el mundo es verdaderamente triunfal. Pronto salta de los países de la Europa central a los países latinos, y las concesiones papales se encuentran ya en abundancia. En España mismo vemos cómo el cardenal Gil de Viterbo, legado para España y Portugal, después de definir el rosario en su forma actual, concede gracias en 1519 a la cofradía que se había fundado en Tudela. En Vitoria, en el convento de Santo Domingo, había una capilla y altar bajo la advocación del rosario, a la que Adriano VI concede amplias indulgencias el 1 de abril! de 1523, confirmadas luego por Clemente VII y dos veces por Paulo III. Algo parecido se encuentra ya por todas partes, no sólo en Europa, sino también en América, a la que la devoción del rosario es llevada por los dominicos. Ni se piense solo en el rosario como una devoción exclusivamente dominicana: San Ignacio de Loyola, por ejemplo, y los primeros jesuitas fueron extraordinariamente afectos a ella.
Los papas continuaron alabando esta devoción y cargándola de indulgencias. Pero quien verdaderamente aparece como eminente en la historia del rosario es San Pio V. Tras algunos actos de carácter más bien particular, el día 17 de septiembre de 1569 daba la solemne bula Consueverunt Romani Pontífices, en la que no sólo definía ya con exactitud el rosario, sino que además resumía y ampliaba todos los privilegios e indulgencias unidos a esta devoción. Continúa durante todo su pontificado trabajando por la difusión del rosario. Y el 5 de marzo de 1572 da la bula Salvatoris Domini, en la que, recordando la victoria obtenida en Lepanto el 7 de octubre, permite a la Cofradía del Rosario de Martorell (Barcelona) que ese día celebren todos los años una fiesta bajo la advocación de la Virgen del Rosario, según lo había pedido don Luis de Requesens, señor de Martorell, que había estado presente en Lepanto. No parece que pueda decirse que fue San Pío V el que insertó en las letanías la invocación "Auxilium christianorum", sino que tal invocación parece haber tenido origen en sus tiempos en Loreto mismo, por donde pasaron no pocos de los que habían participado en la batalla de Lepanto.
Su sucesor Gregorio XIII, el 1 de abril de 1533, extiende la fiesta del Rosario a todas las iglesias y capillas en que estuviera erigida la cofradía. Clemente Xl, en 1716 extendió la solemnidad a la Iglesia universal, unida al primer domingo de octubre. Sólo en 1913, como consecuencia de la reforma litúrgica que quiso descargar de fiestas los domingos, quedó fijada en el calendario de la Iglesia universal esta fiesta en el 7 de octubre, conservando la Orden dominicana el privilegio de celebrar la fiesta el mismo primer domingo de octubre.
Todos estos datos cronológicos y eruditos no son al fin y al cabo más que una manifestación del unánime sentir del pueblo cristiano, que ama extraordinariamente esta devoción. Con el certero instinto que le caracteriza, adivina lo grata que es a la Santísima Virgen. Por eso en cuantas circunstancias, agradables o tristes, se presentan en la vida del cristiano, espontáneamente sube a sus labios esta hermosa oración. Ya se encuentre velando un cadáver, ya se acerque en peregrinación a un santuario famoso, ya trate de ofrecer algo por el éxito de unos exámenes o la resolución de un asunto difícil... en cualquier circunstancia el cristiano recurre al rosario, seguro de hallar en él un obsequio verdaderamente grato a la Santísima Virgen.
Y que tal sentir no es erróneo nos lo demuestra claramente la actitud de la Iglesia. Puede decirse que no hay devoción que de manera tan continuada haya sido recomendada e inculcada por los Romanos Pontífices. Es más, hay un hecho bien significativo: la devoción al rosario es para los Papas un refugio providencial en las circunstancias difíciles que se presentan a la Iglesia. Ya se trate, como en tiempos de San Pío V, del peligro turco, ya se trate de los espinosos problemas que plantea la fermentación intelectual del siglo XIX, como en tiempos de León XIII, hacia esta devoción se vuelven los ojos de los Papas
¿En qué está el secreto de la eficacia? Precisamente los mismos Papas nos lo dicen: en tratarse de una devoción que, siendo sencilla, está, sin embargo, llena de contenido. Sencilla, porque hartos estamos de ver cómo la más humilde mujercita sabe rezar su rosario. Llena de contenido, puesto que sistemáticamente nos obliga a recorrer los principales misterios de la vida de Jesucristo y de su santísima Madre.
Buena prueba de ello la tuvieron los misioneros que en 1865 descubrieron, viva aún, la fe de no pocos japoneses que ocultamente habían continuado, aislados del resto del mundo, siendo cristianos. La fiesta de Nuestra Señora del Japón, que se celebra allí el 17 de marzo, recuerda precisamente ese descubrimiento. Pues bien, una de las armas que habían servido para mantener viva la fe, había sido el rosario, recitado por aquellos que sobrevivieron a las persecuciones y por sus descendientes, que de ellos lo habían aprendido.
Trabajar, por consiguiente, en el conocimiento y en la difusión del Santísimo Rosario es hacer obra muy grata a Dios Nuestro Señor y contribuir al arraigo y difusión de nuestra santa fe. La aparición de la Santísima Virgen en Lourdes y Fátima, así nos lo confirman. Como nos confirma también la admirable adaptación de esta forma de devoción a los tiempos modernos la asombrosa acogida que ha tenido la cruzada del rosario en familia, nacida en Estados Unidos y difundida por todo el mundo.
Un discreto y sencillo monumento, llamado la Seignadou, marca y lugar en que, estando en oración, recibió el Santo una gracia extraordinaria. Pocos detalles sabemos de ella. Es muy fácil que, como suele ocurrir tantas veces en las vidas de los santos, ni el mismo Santo Domingo percibiera desde el primer momento toda la trascendencia de lo que entonces se le revelaba. Parece cierto que Dios le confirmó en su idea de fundar una Orden de Predicadores, que le confirmó también que eran aquellas tierras del mediodía de Francia el más adecuado escenario para dar comienzo a la tarea, y que la Santísima Virgen mostró mirar con especial predilección este apostolado dominical.
¿Ocurrió entonces la revelación del Santísimo Rosario? Ya hemos dicho que es poco lo que nos queda de fehaciente sobre aquella visión. El Santo no fue nunca explicito, pero la tradición unánime hasta tiempos muy recientes ha hecho a Santo Domingo de Guzmán fundador del rosario. Oigamos, por ejemplo, al papa Benedicto XV:
"Y así—dice hablando de Santo Domingo—, en sus luchas con los albigenses que, entre otros artículos de nuestra fe, negaban y escarnecían con injurias la maternidad divina de María y su virginidad, el Santo, al defender con todas las fuerzas de su alma la santidad de estos dogmas, imploraba el auxilio de la Virgen Madre. Con cuánto agrado recibiese la Reina de los cielos la súplica de su piadosísimo siervo, fácilmente puede colegirse por el hecho de haberse servido de él la Virgen para que enseñase a la Iglesia, Esposa de su Hijo, la devoción del Santísimo Rosario: es decir, esa fórmula deprecatoria que, siendo a la vez vocal y mental (pues al mismo tiempo que se contemplan los principales misterios de la religión se recita quince veces la oración dominical con otras tantas decenas de avemarías), es devoción muy a propósito para excitar y mantener en el pueblo el fervor de la piedad y la práctica de todas las virtudes. Con razón, pues Domingo de Guzmán manda a sus hijos que, al predicar a los pueblos la palabra de Dios, se dedicasen constantemente y con todo empeño a inculcar en los ánimos de sus oyentes esta forma de orar, cuya utilidad práctica tenía él harto experimentada."
Este es, por consiguiente, según el parecer unánime de la tradición, robustecida por los documentos pontificios el celestial origen del Santísimo Rosario. La moderna crítica pone, sin embargo, no pocos reparos a este sentir. Las trazas del rosario como devoción popular son muy posteriores, y aparecen con independencia de la actuación de Santo Domingo.
No es éste el lugar de discutir una cuestión histórica. Como suele suceder en estas ocasiones, hay un desenfoque inicial en la actitud de los críticos: una idea, una institución, una devoción, no nacen nunca enteramente hechas. Piénsese en la devoción al Corazón de Jesús, elaborada durante siglos por el amor hacia la humanidad de Cristo que iba en aumento. O piénsese en la serie de vicisitudes por que pasa una idea, antes de plasmar en una realización práctica, poniendo ante los ojos, por ejemplo, las diversas tentativas y ensayos que precedieron a la configuración jurídica de la Compañía de Jesús. Que Santo Domingo de Guzmán concibió su apostolado y el de sus hijos con un como eminentemente mariano. No hay quien lo discuta. Que ya en los primeros tiempos de la Orden dominicana encontramos la recitación frecuente del avemaría, utilizando incluso cuerdas con nudos, también parece cierto. Recuérdese el ejemplo de Romeo de Livia, O. P. (+ 1261): el de Delfín Humberto, O. P. (+ 1356), el de la Beata Margarita Ebner, O. P. (+ 1351); el de Juan Taulero, O. P. (+ 1361), y otros muchos personajes eminentes de la Orden de Predicadores en los que encontramos elementos que luego han de servir para dar la estructuración definitiva al rosario. Esto sólo puede explicarse, o al menos se explica muy fácilmente, teniendo presente una tradición que arrancara del fundador y que perseverase dentro de la Orden.
A base de estos elementos comienza la devoción del rosario a extenderse en el siglo XV por obra principalmente de dos insignes dominicos: Alano de Rupe, forma latinizante de su apellido de la Roche, y Santiago Sprenger. El primero prefería la fórmula "salterio de la Virgen" más que la de rosario, que le parecía un tanto paganizante, y trabajó no poco en los Países Bajos por extenderlo. Sprenger no sólo consiguió extender grandemente el rosario por Alemania y los países del centro de Europa, sino que escribió un folleto de propaganda y consiguió la primera aprobación por parte de la autoridad apostólica el 10 de marzo de 1476, otorgada por el papa Sixto IV. Ni fue ésta sola la aprobación que obtuvo, sino que antes de morir logró nuevos documentos pontificios y la confirmación de todo lo actuado por parte del maestro general de la Orden. Por eso aunque algunas veces no se valore suficientemente su influencia en la difusión del rosario, es necesario tenerle por uno de los más destacados artífices de la difusión de la misma.
Ya desde entonces puede decirse que la marcha del rosario por todo el mundo es verdaderamente triunfal. Pronto salta de los países de la Europa central a los países latinos, y las concesiones papales se encuentran ya en abundancia. En España mismo vemos cómo el cardenal Gil de Viterbo, legado para España y Portugal, después de definir el rosario en su forma actual, concede gracias en 1519 a la cofradía que se había fundado en Tudela. En Vitoria, en el convento de Santo Domingo, había una capilla y altar bajo la advocación del rosario, a la que Adriano VI concede amplias indulgencias el 1 de abril! de 1523, confirmadas luego por Clemente VII y dos veces por Paulo III. Algo parecido se encuentra ya por todas partes, no sólo en Europa, sino también en América, a la que la devoción del rosario es llevada por los dominicos. Ni se piense solo en el rosario como una devoción exclusivamente dominicana: San Ignacio de Loyola, por ejemplo, y los primeros jesuitas fueron extraordinariamente afectos a ella.
Los papas continuaron alabando esta devoción y cargándola de indulgencias. Pero quien verdaderamente aparece como eminente en la historia del rosario es San Pio V. Tras algunos actos de carácter más bien particular, el día 17 de septiembre de 1569 daba la solemne bula Consueverunt Romani Pontífices, en la que no sólo definía ya con exactitud el rosario, sino que además resumía y ampliaba todos los privilegios e indulgencias unidos a esta devoción. Continúa durante todo su pontificado trabajando por la difusión del rosario. Y el 5 de marzo de 1572 da la bula Salvatoris Domini, en la que, recordando la victoria obtenida en Lepanto el 7 de octubre, permite a la Cofradía del Rosario de Martorell (Barcelona) que ese día celebren todos los años una fiesta bajo la advocación de la Virgen del Rosario, según lo había pedido don Luis de Requesens, señor de Martorell, que había estado presente en Lepanto. No parece que pueda decirse que fue San Pío V el que insertó en las letanías la invocación "Auxilium christianorum", sino que tal invocación parece haber tenido origen en sus tiempos en Loreto mismo, por donde pasaron no pocos de los que habían participado en la batalla de Lepanto.
Su sucesor Gregorio XIII, el 1 de abril de 1533, extiende la fiesta del Rosario a todas las iglesias y capillas en que estuviera erigida la cofradía. Clemente Xl, en 1716 extendió la solemnidad a la Iglesia universal, unida al primer domingo de octubre. Sólo en 1913, como consecuencia de la reforma litúrgica que quiso descargar de fiestas los domingos, quedó fijada en el calendario de la Iglesia universal esta fiesta en el 7 de octubre, conservando la Orden dominicana el privilegio de celebrar la fiesta el mismo primer domingo de octubre.
Todos estos datos cronológicos y eruditos no son al fin y al cabo más que una manifestación del unánime sentir del pueblo cristiano, que ama extraordinariamente esta devoción. Con el certero instinto que le caracteriza, adivina lo grata que es a la Santísima Virgen. Por eso en cuantas circunstancias, agradables o tristes, se presentan en la vida del cristiano, espontáneamente sube a sus labios esta hermosa oración. Ya se encuentre velando un cadáver, ya se acerque en peregrinación a un santuario famoso, ya trate de ofrecer algo por el éxito de unos exámenes o la resolución de un asunto difícil... en cualquier circunstancia el cristiano recurre al rosario, seguro de hallar en él un obsequio verdaderamente grato a la Santísima Virgen.
Y que tal sentir no es erróneo nos lo demuestra claramente la actitud de la Iglesia. Puede decirse que no hay devoción que de manera tan continuada haya sido recomendada e inculcada por los Romanos Pontífices. Es más, hay un hecho bien significativo: la devoción al rosario es para los Papas un refugio providencial en las circunstancias difíciles que se presentan a la Iglesia. Ya se trate, como en tiempos de San Pío V, del peligro turco, ya se trate de los espinosos problemas que plantea la fermentación intelectual del siglo XIX, como en tiempos de León XIII, hacia esta devoción se vuelven los ojos de los Papas
¿En qué está el secreto de la eficacia? Precisamente los mismos Papas nos lo dicen: en tratarse de una devoción que, siendo sencilla, está, sin embargo, llena de contenido. Sencilla, porque hartos estamos de ver cómo la más humilde mujercita sabe rezar su rosario. Llena de contenido, puesto que sistemáticamente nos obliga a recorrer los principales misterios de la vida de Jesucristo y de su santísima Madre.
Buena prueba de ello la tuvieron los misioneros que en 1865 descubrieron, viva aún, la fe de no pocos japoneses que ocultamente habían continuado, aislados del resto del mundo, siendo cristianos. La fiesta de Nuestra Señora del Japón, que se celebra allí el 17 de marzo, recuerda precisamente ese descubrimiento. Pues bien, una de las armas que habían servido para mantener viva la fe, había sido el rosario, recitado por aquellos que sobrevivieron a las persecuciones y por sus descendientes, que de ellos lo habían aprendido.
Trabajar, por consiguiente, en el conocimiento y en la difusión del Santísimo Rosario es hacer obra muy grata a Dios Nuestro Señor y contribuir al arraigo y difusión de nuestra santa fe. La aparición de la Santísima Virgen en Lourdes y Fátima, así nos lo confirman. Como nos confirma también la admirable adaptación de esta forma de devoción a los tiempos modernos la asombrosa acogida que ha tenido la cruzada del rosario en familia, nacida en Estados Unidos y difundida por todo el mundo.
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