"Al cielo vais, Señora; allá os reciben con alegre canto. ¡Oh quién pudiese agora, asirse a vuestro manto, para subir con Vos al Monte Santo! De ángeles sois llevada, de quien servida sois desde la cuna; de estrellas coronada, cuál reina habrá ninguna, pues por chapín lleváis la blanca luna..." Así cantó nuestro inmortal Fray Luis de León.
Y con el himno litúrgico de las primeras Vísperas le cantamos: "Albricias, Señora, reina soberana, que ha llegado el logro, de vuestra esperanza. Albricias, que tienen, término las ansias, que os causa la ausencia, del Hijo que os ama. Albricias, que al cielo, para siempre os llama, el que en el cielo y tierra, os llenó de gracia".
En estas dos poesías, o mejor, trozos de poesía, está sintetizado el dogma maravilloso de esta gracia otorgada a la Madre de Dios y nuestra, la Virgen María.
Para profundizar en el significado y contenido de este dogma nada mejor que leer y releer la encíclica Munifientissimus Deus por la cual el Papa Pío XII el día 1 de noviembre de 1950 declaraba este dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos.
Era una verdad católica admitida por todos los cristianos y propagada por el arte y la literatura desde los primeros siglos del cristianismo, así como por el Magisterio de la Iglesia, y era celebrado en las liturgias cristianas de todo el mundo. Pero no era dogma hasta este fecha.
El Papa en su Encíclica demuestra, con riqueza de argumentos teológicos y bíblicos y con una gran abundancia de textos patrísticos y literarios la veracidad de ésta hasta entonces pía creencia.
Desde hacía muchos siglos todos creían como verdad de fe los dogmas de la Maternidad Divina y de la Virginidad de María. El dogma sobre la Inmaculada Concepción no fue definido hasta el 8 de diciembre de 1844, por el Papa Pío IX, con la Bula Ineffabilis Deus. Las palabras más importantes de la Bula de Pío XII, después de traer toda clase de argumentos sacados de la Teología, Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Tradición, las Liturgias, etc... eran estas: "Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste" (AAS 42 (1950) 770).
Eramos muchos miles y cientos de miles los cristianos que aquella mañana romana batíamos palmas con gran emoción por esta nueva perla que el Vicario de Jesucristo engarzaba en la Corona de la Virgen María.
El Papa no menciona si la Virgen murió o no, o cómo fue esta muerte. Eso no entra en las verdades de fe. Lo que interesa es demostrar y creer que la Virgen María, acabado su tiempo de vivir en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a los cielos sin haberse corrompido aquel cuerpo que era la misma carne de Jesús "de la cual nació Jesús", y en cuyo seno quiso habitar durante nueve meses. No es este el lugar ni hay espacio para ello el probar con argumentos bíblicos del Antiguo y Nuevo Testamento de donde arranca el Papa en su maravillosa Encíclica. Sigue el argumento de Tradición, tomado de los Santos Padres a través de toda la historia y de la Liturgia en todos los ritos que siempre celebraron esta creencia. Termina el Papa con el argumento de común asentimiento, es decir, la creencia de todos los cristianos y los millares de peticiones que llegaron a Roma para que este dogma fuera definido.
Este dogma nos estimula a pensar en las cosas de arriba, usando las de abajo en tanto en cuanto nos sirven para alcanzar aquellas.
Y con el himno litúrgico de las primeras Vísperas le cantamos: "Albricias, Señora, reina soberana, que ha llegado el logro, de vuestra esperanza. Albricias, que tienen, término las ansias, que os causa la ausencia, del Hijo que os ama. Albricias, que al cielo, para siempre os llama, el que en el cielo y tierra, os llenó de gracia".
En estas dos poesías, o mejor, trozos de poesía, está sintetizado el dogma maravilloso de esta gracia otorgada a la Madre de Dios y nuestra, la Virgen María.
Para profundizar en el significado y contenido de este dogma nada mejor que leer y releer la encíclica Munifientissimus Deus por la cual el Papa Pío XII el día 1 de noviembre de 1950 declaraba este dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos.
Era una verdad católica admitida por todos los cristianos y propagada por el arte y la literatura desde los primeros siglos del cristianismo, así como por el Magisterio de la Iglesia, y era celebrado en las liturgias cristianas de todo el mundo. Pero no era dogma hasta este fecha.
El Papa en su Encíclica demuestra, con riqueza de argumentos teológicos y bíblicos y con una gran abundancia de textos patrísticos y literarios la veracidad de ésta hasta entonces pía creencia.
Desde hacía muchos siglos todos creían como verdad de fe los dogmas de la Maternidad Divina y de la Virginidad de María. El dogma sobre la Inmaculada Concepción no fue definido hasta el 8 de diciembre de 1844, por el Papa Pío IX, con la Bula Ineffabilis Deus. Las palabras más importantes de la Bula de Pío XII, después de traer toda clase de argumentos sacados de la Teología, Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Tradición, las Liturgias, etc... eran estas: "Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste" (AAS 42 (1950) 770).
Eramos muchos miles y cientos de miles los cristianos que aquella mañana romana batíamos palmas con gran emoción por esta nueva perla que el Vicario de Jesucristo engarzaba en la Corona de la Virgen María.
El Papa no menciona si la Virgen murió o no, o cómo fue esta muerte. Eso no entra en las verdades de fe. Lo que interesa es demostrar y creer que la Virgen María, acabado su tiempo de vivir en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a los cielos sin haberse corrompido aquel cuerpo que era la misma carne de Jesús "de la cual nació Jesús", y en cuyo seno quiso habitar durante nueve meses. No es este el lugar ni hay espacio para ello el probar con argumentos bíblicos del Antiguo y Nuevo Testamento de donde arranca el Papa en su maravillosa Encíclica. Sigue el argumento de Tradición, tomado de los Santos Padres a través de toda la historia y de la Liturgia en todos los ritos que siempre celebraron esta creencia. Termina el Papa con el argumento de común asentimiento, es decir, la creencia de todos los cristianos y los millares de peticiones que llegaron a Roma para que este dogma fuera definido.
Este dogma nos estimula a pensar en las cosas de arriba, usando las de abajo en tanto en cuanto nos sirven para alcanzar aquellas.
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