«Sacerdote orionita, mártir del genocidio nazi. El hombre que edificaba con su cortesía y premura a los internos del campo de exterminio en Dachau»
Este sacerdote orionita fue uno de los gloriosos mártires que entregaron su vida por Cristo en el campo de exterminio de Dachau. Casi un millar engrosaron las filas, entre otros, y por mencionar algunos: Edith Stein, Maximiliano Kolbe y Tito Brandsma. Su muerte, humanamente una liberación que rescató a todos de la barbarie, espiritualmente les condujo directamente al cielo. En las causas abiertas se ha constatado que más de un centenar ya recorría el camino de la santidad antes de incrementar los terroríficos y nauseabundos barracones. Francisco era uno de ellos.
Nació el 26 de febrero de 1908 en la localidad polaca de Zduny, un entorno en el que la actividad común para sus habitantes era el campo. Tenía cuatro hermanos y seis hermanas, con lo cual los escasos ingresos de su humilde familia apenas cubrían los gastos esenciales. Fue pastor como otros muchachos de su edad. Así, de forma natural, aprendían desde niños el valor del esfuerzo, la disciplina y la generosidad. Fue creciendo en un ambiente afín a la fe y a las prácticas de piedad, acostumbrado al rezo diario de las oraciones que compartía con sus hermanos. Se distinguía por su finura de trato; era dador de paz. Al hecho de que los padres no pudieran costear a su numerosa prole los estudios que hubieran soñado, se unió la muerte del cabeza de familia, obligando a Francisco a dejar las clases en 1923, aunque era aplicado, inteligente y responsable. Rosalía, su madre, conocía su vocación sacerdotal, y viendo con pesar que su situación económica podía interferir en ella, con toda sencillez y espontaneidad algunas veces comentaba su inquietud con personas cercanas. Fue en una de estas conversaciones cuando le informaron de la existencia de un colegio que no discriminaba a las personas que carecían de recursos económicos. Apuntaron que se hallaba cerca de Zdunska Wola; podía ser la solución. Rosalía, que fervorosamente rogaba la mediación de la Virgen, se puso manos a la obra de inmediato. Y Francisco ingresó en septiembre de 1924 en el seminario de la Pequeña Obra de la Divina Providencia fundada por el beato Luís Orione. Alentada por su director, el P. Aleksander Chwilowiez, estaba asentándose entonces en la ciudad y ofrecía a las clases menos pudientes la oportunidad de formarse con rigor. Rosalía interpretó el hecho viendo en ello la respuesta de María a sus súplicas.
En 1930 Francisco se integró en la fundación. El virtuoso joven, del que ya había oído hablar Don Orione, tenía ante sí un prometedor futuro apostólico. En Zdunska Wola y en lugares aledaños estaban abiertos diversos campos. Además de la parroquia: instituto para niños, cottolengo, cocina para los pobres, tipografía, y otras obras caritativas y acciones pastorales. Era importante que el beato estuviese bien preparado. Con ese fin le enviaron a Italia. Hizo el noviciado en Tortona y en 1936 fue ordenado sacerdote; comenzó su labor en el Pequeño Cottolengo de Génova-Castagna. Todos le estimaban por sus cualidades, su cercanía, y la entrega que percibían en las atenciones que les dispensaba. Él no ocultaba su felicidad. Así lo hizo saber a un amigo: «Tengo trabajo de sobra porque este año la familia del cottolengo aumentó y hay nuevas necesidades. Somos 150 personas. Estoy muy contento de encontrarme aquí, donde se hace la voluntad de Dios». Al año siguiente regresó a Zdunska Wola y ejerció la docencia en la facultad. En el estío de 1939, cuando la tormenta de la guerra planeaba sobre Europa, y su país ignoraba que sería una de sus grandes víctimas, fue destinado al servicio de la parroquia del Sagrado Corazón y del Pequeño Cottolengo de Wloclawek. En septiembre se produjo la primera invasión alemana. Una vez más, la Iglesia estaba en el punto de mira y el engranaje contra los que la integraban se puso en marcha sin dilación. Todo católico, y especialmente los presbíteros y religiosos, fueron objeto de virulenta persecución.
A primeros de noviembre de ese año Francisco y la casi totalidad del clero de Wloclawek, con su prelado a la cabeza, fueron detenidos y encarcelados. Él sufrió su particular calvario en Lad, Szczyglin, Sachsenhausen y Dachau, donde llegó tras un viaje extenuante y espantoso, sometido a heladoras temperaturas. El número con el que le marcaron ignominiosamente en este último destino fue el 22.666. Esta cifra que le impusieron como un signo más de humillación encerraba las llaves del cielo. No le ocultaron que de allí no volvería a salir. Fue maltratado y obligado a trabajar 15 horas diarias en condiciones inhumanas, apenas sin alimento y descanso. Compartía este cruel e injusto destino con otros obispos, religiosos y sacerdotes; todos con la esperanza dibujada en sus demacrados rostros, haciendo verdaderos esfuerzos para sostener los cuerpos esqueléticos, agotados por continuas vejaciones. A Francisco se le recordaría como «el hombre que edificaba con su cortesía y premura», asumiendo la durísima tarea sin proferir queja alguna, sostenido por la fe y la oración que no cesaba de realizar y que efectuaba explícitamente, a pesar de la prohibición, cuando trabajaba en cuclillas.
Aunque estaba en plena juventud, el esfuerzo extenuante y la continuada violencia en el trato destruyó sus reservas y enfermó de gravedad. De nada le servía a sus verdugos quienes lo trasladaron al barracón de los «inválidos», los incapaces para trabajar. Su destino era la cámara de gas. Poco antes de ser conducido a la muerte, se arriesgó a ir a otro barracón para despedirse de un compañero, a quien animó, diciéndole: –«¡Josefino, no te apenes. Hoy nosotros y tú mañana! […] . Nosotros vamos..., pero ofreceremos nuestra vida por Dios, por la Iglesia y por la patria». Y el 13 de septiembre de 1942 entregó su alma a Dios. Tenía 34 años y había pasado en aquél infierno tres de ellos. Fue beatificado por Juan Pablo II el 13 de junio de 1999 en Varsovia.
Este sacerdote orionita fue uno de los gloriosos mártires que entregaron su vida por Cristo en el campo de exterminio de Dachau. Casi un millar engrosaron las filas, entre otros, y por mencionar algunos: Edith Stein, Maximiliano Kolbe y Tito Brandsma. Su muerte, humanamente una liberación que rescató a todos de la barbarie, espiritualmente les condujo directamente al cielo. En las causas abiertas se ha constatado que más de un centenar ya recorría el camino de la santidad antes de incrementar los terroríficos y nauseabundos barracones. Francisco era uno de ellos.
Nació el 26 de febrero de 1908 en la localidad polaca de Zduny, un entorno en el que la actividad común para sus habitantes era el campo. Tenía cuatro hermanos y seis hermanas, con lo cual los escasos ingresos de su humilde familia apenas cubrían los gastos esenciales. Fue pastor como otros muchachos de su edad. Así, de forma natural, aprendían desde niños el valor del esfuerzo, la disciplina y la generosidad. Fue creciendo en un ambiente afín a la fe y a las prácticas de piedad, acostumbrado al rezo diario de las oraciones que compartía con sus hermanos. Se distinguía por su finura de trato; era dador de paz. Al hecho de que los padres no pudieran costear a su numerosa prole los estudios que hubieran soñado, se unió la muerte del cabeza de familia, obligando a Francisco a dejar las clases en 1923, aunque era aplicado, inteligente y responsable. Rosalía, su madre, conocía su vocación sacerdotal, y viendo con pesar que su situación económica podía interferir en ella, con toda sencillez y espontaneidad algunas veces comentaba su inquietud con personas cercanas. Fue en una de estas conversaciones cuando le informaron de la existencia de un colegio que no discriminaba a las personas que carecían de recursos económicos. Apuntaron que se hallaba cerca de Zdunska Wola; podía ser la solución. Rosalía, que fervorosamente rogaba la mediación de la Virgen, se puso manos a la obra de inmediato. Y Francisco ingresó en septiembre de 1924 en el seminario de la Pequeña Obra de la Divina Providencia fundada por el beato Luís Orione. Alentada por su director, el P. Aleksander Chwilowiez, estaba asentándose entonces en la ciudad y ofrecía a las clases menos pudientes la oportunidad de formarse con rigor. Rosalía interpretó el hecho viendo en ello la respuesta de María a sus súplicas.
En 1930 Francisco se integró en la fundación. El virtuoso joven, del que ya había oído hablar Don Orione, tenía ante sí un prometedor futuro apostólico. En Zdunska Wola y en lugares aledaños estaban abiertos diversos campos. Además de la parroquia: instituto para niños, cottolengo, cocina para los pobres, tipografía, y otras obras caritativas y acciones pastorales. Era importante que el beato estuviese bien preparado. Con ese fin le enviaron a Italia. Hizo el noviciado en Tortona y en 1936 fue ordenado sacerdote; comenzó su labor en el Pequeño Cottolengo de Génova-Castagna. Todos le estimaban por sus cualidades, su cercanía, y la entrega que percibían en las atenciones que les dispensaba. Él no ocultaba su felicidad. Así lo hizo saber a un amigo: «Tengo trabajo de sobra porque este año la familia del cottolengo aumentó y hay nuevas necesidades. Somos 150 personas. Estoy muy contento de encontrarme aquí, donde se hace la voluntad de Dios». Al año siguiente regresó a Zdunska Wola y ejerció la docencia en la facultad. En el estío de 1939, cuando la tormenta de la guerra planeaba sobre Europa, y su país ignoraba que sería una de sus grandes víctimas, fue destinado al servicio de la parroquia del Sagrado Corazón y del Pequeño Cottolengo de Wloclawek. En septiembre se produjo la primera invasión alemana. Una vez más, la Iglesia estaba en el punto de mira y el engranaje contra los que la integraban se puso en marcha sin dilación. Todo católico, y especialmente los presbíteros y religiosos, fueron objeto de virulenta persecución.
A primeros de noviembre de ese año Francisco y la casi totalidad del clero de Wloclawek, con su prelado a la cabeza, fueron detenidos y encarcelados. Él sufrió su particular calvario en Lad, Szczyglin, Sachsenhausen y Dachau, donde llegó tras un viaje extenuante y espantoso, sometido a heladoras temperaturas. El número con el que le marcaron ignominiosamente en este último destino fue el 22.666. Esta cifra que le impusieron como un signo más de humillación encerraba las llaves del cielo. No le ocultaron que de allí no volvería a salir. Fue maltratado y obligado a trabajar 15 horas diarias en condiciones inhumanas, apenas sin alimento y descanso. Compartía este cruel e injusto destino con otros obispos, religiosos y sacerdotes; todos con la esperanza dibujada en sus demacrados rostros, haciendo verdaderos esfuerzos para sostener los cuerpos esqueléticos, agotados por continuas vejaciones. A Francisco se le recordaría como «el hombre que edificaba con su cortesía y premura», asumiendo la durísima tarea sin proferir queja alguna, sostenido por la fe y la oración que no cesaba de realizar y que efectuaba explícitamente, a pesar de la prohibición, cuando trabajaba en cuclillas.
Aunque estaba en plena juventud, el esfuerzo extenuante y la continuada violencia en el trato destruyó sus reservas y enfermó de gravedad. De nada le servía a sus verdugos quienes lo trasladaron al barracón de los «inválidos», los incapaces para trabajar. Su destino era la cámara de gas. Poco antes de ser conducido a la muerte, se arriesgó a ir a otro barracón para despedirse de un compañero, a quien animó, diciéndole: –«¡Josefino, no te apenes. Hoy nosotros y tú mañana! […] . Nosotros vamos..., pero ofreceremos nuestra vida por Dios, por la Iglesia y por la patria». Y el 13 de septiembre de 1942 entregó su alma a Dios. Tenía 34 años y había pasado en aquél infierno tres de ellos. Fue beatificado por Juan Pablo II el 13 de junio de 1999 en Varsovia.
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