domingo, 31 de julio de 2016
Lecturas
¡Vanidad de vanidades, - dice Qohelet - . ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!
Hermanos:
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.
También esto es vanidad y grave dolencia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar; de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.
Hermanos:
Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él.
En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría.
¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos.
En aquel tiempo, dijo uno de entre la gente a Jesús:
- «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo:
- «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros? ».
Y les dijo:
- «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola:
- « Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha.
Y empezó a echar cálculos, diciéndose:
“¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.”
Y se dijo:
- “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo
y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.
Pero Dios le dijo:
-”Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”
Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios».
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
Con estas palabras se inicia el Libro del Eclesiastés o Qohélet, que nos presenta la liturgia de hoy.
Sorprenden estas expresiones en uno de los Libros más bellamente escritos de la Biblia cuando muchas familias están disfrutando de vacaciones largamente esperadas.
El Eclesiastés, si bien insiste en que “no hay nada nuevo bajo el sol” y que “la única felicidad del hombre está en comer, beber y disfrutar del fruto de su trabajo”, reafirma al final que “toda felicidad posible es don de Dios”.
Si la nada invade nuestro mundo, falta fe y todo da lo mismo, incluyendo la libertad personal: ¿qué sentido tiene la vida?
Las experiencias negativas dejan huella en el corazón humano y son antesala de ideas pesimistas sobre el mundo y las personas.
La filosofía existencialista, surgida después de las luchas encarnizadas de la II Guerra Mundial y de decenas de millones de muertos, termina en la nada.
Jean Paul Sastre, uno de los más cualificados pensadores de esta corriente, afirma en su libro “La Náusea” “todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”.
La vida es, por tanto, es para él una pasión inútil; todo empieza y acaba en la tierra.
Sorprenden estas expresiones en uno de los Libros más bellamente escritos de la Biblia cuando muchas familias están disfrutando de vacaciones largamente esperadas.
El Eclesiastés, si bien insiste en que “no hay nada nuevo bajo el sol” y que “la única felicidad del hombre está en comer, beber y disfrutar del fruto de su trabajo”, reafirma al final que “toda felicidad posible es don de Dios”.
Si la nada invade nuestro mundo, falta fe y todo da lo mismo, incluyendo la libertad personal: ¿qué sentido tiene la vida?
Las experiencias negativas dejan huella en el corazón humano y son antesala de ideas pesimistas sobre el mundo y las personas.
La filosofía existencialista, surgida después de las luchas encarnizadas de la II Guerra Mundial y de decenas de millones de muertos, termina en la nada.
Jean Paul Sastre, uno de los más cualificados pensadores de esta corriente, afirma en su libro “La Náusea” “todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad”.
La vida es, por tanto, es para él una pasión inútil; todo empieza y acaba en la tierra.
Las palabras de San Pablo son claramente contrapuestas al existencialismo.
Quiere el Apóstol que nos despojemos de la lujuria, la inmoralidad y los deseos rastreros, que dan paso a las pasiones, para revestirnos del hombre nuevo y renovado a imagen de Dios.
Surge entonces la pregunta: ¿Tenemos que despreciar los cristianos los bienes de la tierra?
Jesús nos alerta en el evangelio del peligro de la codicia, del afán de poseer riquezas y de asegurarse un futuro confortable, pero no se desentiende de los asuntos temporales -ya hay profesionales competentes que lo hacen- sino que centra su atención en las actitudes de fe para facilitar su resolución.
En el ejemplo del labrador avaro nos da un toque de atención sobre los vacíos de la existencia cuando se ningunea al Creador.
Rellenar la nada con bienes y aliviar el hastío con comida y bebida es lo que hacemos en las sociedades capitalistas, que llevan el consumo a límites extremos.
Sin embargo, todo cambia cuando nuestra vida se deja empapar por la lluvia de la transcendencia y es Dios el árbitro supremo.
Entonces se acrecienta el respeto a la naturaleza, a la sucesión de las estaciones, a los pequeños detalles de cada día, a la comunicación humana, al trabajo que ennoblece, al amor entregado y la muerte como encuentro definitivo con la Nueva Vida que nos aguarda.
Quiere el Apóstol que nos despojemos de la lujuria, la inmoralidad y los deseos rastreros, que dan paso a las pasiones, para revestirnos del hombre nuevo y renovado a imagen de Dios.
Surge entonces la pregunta: ¿Tenemos que despreciar los cristianos los bienes de la tierra?
Jesús nos alerta en el evangelio del peligro de la codicia, del afán de poseer riquezas y de asegurarse un futuro confortable, pero no se desentiende de los asuntos temporales -ya hay profesionales competentes que lo hacen- sino que centra su atención en las actitudes de fe para facilitar su resolución.
En el ejemplo del labrador avaro nos da un toque de atención sobre los vacíos de la existencia cuando se ningunea al Creador.
Rellenar la nada con bienes y aliviar el hastío con comida y bebida es lo que hacemos en las sociedades capitalistas, que llevan el consumo a límites extremos.
Sin embargo, todo cambia cuando nuestra vida se deja empapar por la lluvia de la transcendencia y es Dios el árbitro supremo.
Entonces se acrecienta el respeto a la naturaleza, a la sucesión de las estaciones, a los pequeños detalles de cada día, a la comunicación humana, al trabajo que ennoblece, al amor entregado y la muerte como encuentro definitivo con la Nueva Vida que nos aguarda.
La condena del labrador avaro no apunta al trabajo desarrollado por él, ni a los bienes que ha ganado, sino a su egoísmo y a no querer compartirlos.
“Ser rico a los ojos de Dios” supone autodisciplina, humildad y respeto, para no imponer nuestro “dominio espiritual” sobre las personas, ni nuestro poder económico.
Hace bastantes años que Mons. Buxarrais, obispo de Málaga, dejó la diócesis para sumergirse en el anonimato de una leprosería.
Lo mismo cabe decir de Mons. Nicolás Castellanos, obispo de Palencia, que ejerce su apostolado como coadjutor de una parroquia en el altiplano boliviano.
Ambos ejemplos nos reconfortan.
“Ser rico a los ojos de Dios” supone autodisciplina, humildad y respeto, para no imponer nuestro “dominio espiritual” sobre las personas, ni nuestro poder económico.
Hace bastantes años que Mons. Buxarrais, obispo de Málaga, dejó la diócesis para sumergirse en el anonimato de una leprosería.
Lo mismo cabe decir de Mons. Nicolás Castellanos, obispo de Palencia, que ejerce su apostolado como coadjutor de una parroquia en el altiplano boliviano.
Ambos ejemplos nos reconfortan.
¿De qué nos sirve tener muchos bienes si carecemos de salud?
¿De qué nos sirve dominar el mundo, si no gozamos del respeto de los seres queridos?
¿De qué nos sirve ganar grandes premios, si no tenemos a nadie con quién disfrutarlos?
¿De qué nos sirve los conocimientos científicos, si no los compartimos con los demás?
¿De qué nos sirve las experiencias vividas, si las utilizamos como arma sicológica para poner trabas a la libertad creativa de los demás?
¿De qué nos sirve la gloria del mundo, si con ella no alcanzamos la felicidad?
¿De qué nos sirve las prácticas religiosas, si somos insensibles a las necesidades de los seres humanos y nuestro corazón está lejos de Dios?
El materialismo mantiene las estructuras de pecado, el origen de las desigualdades en la convivencia humana y la causa de la explotación entre los pueblos.
Por eso, ya los Santos Padres de la Iglesia decían que todo lo que nos sobra no nos pertenece; es propiedad de los pobres.
Atentamos contra ellos cuando malgastamos el dinero en cosas superfluas o tiramos los alimentos a la basura sin que nos remuerda la conciencia.
Todo esto es vanidad sin sentido.
No es vanidad sin sentido aferrarnos a los bienes espirituales, los únicos que perduran y no quedan consumidos por el orín, la polilla y la podredumbre.
No es vanidad sin sentido hacer de la vida un ideal que ocupe nuestros sueños.
No es vanidad sin sentido buscar retos diarios para superarnos en el ejercicio de las buenas obras, disfrutar de la amistad, de la familia y del regalo de la vida como expresión del amor de Dios.
No es vanidad sin sentido contribuir con nuestra entrega generosa al bien común.
Somos ricos cuando nos damos a nosotros mismos; somos pobres cuando nos preocupamos de atesorar y no compartir.
Dios es el que mide nuestra riqueza y pobreza con la balanza del amor.
¿De qué nos sirve dominar el mundo, si no gozamos del respeto de los seres queridos?
¿De qué nos sirve ganar grandes premios, si no tenemos a nadie con quién disfrutarlos?
¿De qué nos sirve los conocimientos científicos, si no los compartimos con los demás?
¿De qué nos sirve las experiencias vividas, si las utilizamos como arma sicológica para poner trabas a la libertad creativa de los demás?
¿De qué nos sirve la gloria del mundo, si con ella no alcanzamos la felicidad?
¿De qué nos sirve las prácticas religiosas, si somos insensibles a las necesidades de los seres humanos y nuestro corazón está lejos de Dios?
El materialismo mantiene las estructuras de pecado, el origen de las desigualdades en la convivencia humana y la causa de la explotación entre los pueblos.
Por eso, ya los Santos Padres de la Iglesia decían que todo lo que nos sobra no nos pertenece; es propiedad de los pobres.
Atentamos contra ellos cuando malgastamos el dinero en cosas superfluas o tiramos los alimentos a la basura sin que nos remuerda la conciencia.
Todo esto es vanidad sin sentido.
No es vanidad sin sentido aferrarnos a los bienes espirituales, los únicos que perduran y no quedan consumidos por el orín, la polilla y la podredumbre.
No es vanidad sin sentido hacer de la vida un ideal que ocupe nuestros sueños.
No es vanidad sin sentido buscar retos diarios para superarnos en el ejercicio de las buenas obras, disfrutar de la amistad, de la familia y del regalo de la vida como expresión del amor de Dios.
No es vanidad sin sentido contribuir con nuestra entrega generosa al bien común.
Somos ricos cuando nos damos a nosotros mismos; somos pobres cuando nos preocupamos de atesorar y no compartir.
Dios es el que mide nuestra riqueza y pobreza con la balanza del amor.
San Ignacio de Loyola
San Ignacio nació en 1491 en el castillo de Loyola, en Guipúzcoa, norte de España, cerca de los montes Pirineos que están en el límite con Francia.
Su padre Bertrán De Loyola y su madre Marina Sáenz, de familias muy distinguidas, tuvieron once hijos: ocho varones y tres mujeres. El más joven de todos fue Ignacio.
El nombre que le pusieron en el bautismo fue Iñigo.
Entró a la carrera militar, pero en 1521, a la edad de 30 años, siendo ya capitán, fue gravemente herido mientras defendía el Castillo de Pamplona. Al ser herido su jefe, la guarnición del castillo capituló ante el ejército francés.
Los vencedores lo enviaron a su Castillo de Loyola a que fuera tratado de su herida. Le hicieron tres operaciones en la rodilla, dolorosísimas, y sin anestesia; pero no permitió que lo atasen ni que nadie lo sostuviera. Durante las operaciones no prorrumpió ni una queja. Los médicos se admiraban. Para que la pierna operada no le quedara más corta le amarraron unas pesas al pie y así estuvo por semanas con el pie en alto, soportando semejante peso. Sin embargo quedó cojo para toda la vida.
A pesar de esto Ignacio tuvo durante toda su vida un modo muy elegante y fino para tratar a toda clase de personas. Lo había aprendido en la Corte en su niñez.
Mientras estaba en convalecencia pidió que le llevaran novelas de caballería, llenas de narraciones inventadas e imaginarias. Pero su hermana le dijo que no tenía más libros que "La vida de Cristo" y el "Año Cristiano", o sea la historia del santo de cada día.
Y le sucedió un caso muy especial. Antes, mientras leía novelas y narraciones inventadas, en el momento sentía satisfacción pero después quedaba con un sentimiento horrible de tristeza y frustración . En cambio ahora al leer la vida de Cristo y las Vidas de los santos sentía una alegría inmensa que le duraba por días y días. Esto lo fue impresionando profundamente.
Y mientras leía las historias de los grandes santos pensaba: "¿Y por qué no tratar de imitarlos? Si ellos pudieron llegar a ese grado de espiritualidad, ¿por qué no lo voy a lograr yo? ¿Por qué no tratar de ser como San Francisco, Santo Domingo, etc.? Estos hombres estaban hechos del mismo barro que yo. ¿Por qué no esforzarme por llegar al grado que ellos alcanzaron?". Y después se iba a cumplir en él aquello que decía Jesús: "Dichosos los que tienen un gran deseo de ser santos, porque su deseo se cumplirá" (Mt. 5,6), y aquella sentencia de los psicólogos: "Cuidado con lo que deseas, porque lo conseguirás".
Mientras se proponía seriamente convertirse, una noche se le apareció Nuestra Señora con su Hijo Santísimo. La visión lo consoló inmensamente. Desde entonces se propuso no dedicarse a servir a gobernantes de la tierra sino al Rey del cielo.
Apenas terminó su convalecencia se fue en peregrinación al famoso Santuario de la Virgen de Monserrat. Allí tomó el serio propósito de dedicarse a hacer penitencia por sus pecados. Cambió sus lujosos vestidos por los de un pordiosero, se consagró a la Virgen Santísima e hizo confesión general de toda su vida.
Y se fue a un pueblecito llamado Manresa, a 15 kilómetros de Monserrat a orar y hacer penitencia, allí estuvo un año. Cerca de Manresa había una cueva y en ella se encerraba a dedicarse a la oración y a la meditación. Allá se le ocurrió la idea de los Ejercicios Espiritales, que tanto bien iban a hacer a la humanidad.
Después de unos días en los cuales sentía mucho gozo y consuelo en la oración, empezó a sentir aburrimiento y cansancio por todo lo que fuera espiritual. A esta crisis de desgano la llaman los sabios "la noche oscura del alma". Es un estado dificultoso que cada uno tiene que pasar para que se convenza de que los consuelos que siente en la oración no se los merece, sino que son un regalo gratuito de Dios.
Luego le llegó otra enfermedad espiritual muy fastidiosa: los escrúpulos. O sea el imaginarse que todo es pecado. Esto casi lo lleva a la desesperación.
Pero iba anotando lo que le sucedía y lo que sentía y estos datos le proporcionaron después mucha habildad para poder dirigir espiritualmente a otros convertidos y según sus propias experiencias poderles enseñar el camino de la santidad. Allí orando en Manresa adquirió lo que se llama "Discreción de espíritus", que consiste en saber determinar qué es lo que le sucede a cada alma y cuáles son los consejos que más necesita, y saber distinguir lo bueno de lo malo. A un amigo suyo le decía después: "En una hora de oración en Manresa aprendí más a dirigir almas, que todo lo que hubiera podido aprender asistiendo a universidades".
En 1523 se fue en peregrinación a Jerusalén, pidiendo limosna por el camino. Todavía era muy impulsivo y un día casi ataca a espada a uno que hablaba mal de la religión. Por eso le aconsejaron que no se quedara en Tierra Santa donde había muchos enemigos del catolicismo. Después fue adquiriendo gran bondad y paciencia.
A los 33 años empezó como estudiante de colegio en Barcelona, España. Sus compañeros de estudio eran mucho más jóvenes que él y se burlaban mucho. El toleraba todo con admirable paciencia. De todo lo que estudiaba tomaba pretexto para elevar su alma a Dios y adorarlo.
Después pasó a la Universidad de Alcalá. Vestía muy pobremente y vivía de limosna. Reunía niños para enseñarles religión; hacía reuniones de gente sencilla para tratar temas de espiritualidad, y convertía pecadores hablandoles amablemente de lo importante que es salvar el alma.
Lo acusaron injustamente ante la autoridad religiosa y estuvo dos meses en la cárcel. Después lo declararon inocente, pero había gente que lo perseguía. El consideraba todos estos sufrimientos como un medio que Dios le proporcionaba para que fuera pagando sus pecados. Y exclamaba: "No hay en la ciudad tantas cárceles ni tantos tormentos como los que yo deseo sufrir por amor a Jesucristo".
Se fue a Paris a estudiar en su famosa Universidad de La Sorbona. Allá formó un grupo con seis compañeros que se han hecho famosos porque con ellos fundó la Compañía de Jesús. Ellos son: Pedro Fabro, Francisco Javier, Laínez, Salnerón, Simón Rodríguez y Nicolás Bobadilla. Recibieron doctorado en aquella universidad y daban muy buen ejemplo a todos.
Los siete hicieron votos o juramentos de ser puros, obedientes y pobres, el día 15 de Agosto de 1534, fiesta de la Asunción de María. Se comprometieron a estar siempre a las órdenes del Sumo Pontífice para que él los emplease en lo que mejor le pareciera para la gloria de Dios.
Se fueron a Roma y el Papa Pablo III les recibió muy bien y les dio permiso de ser ordenados sacerdotes. Ignacio, que se había cambiado por ese nombre su nombre antiguo de Íñigo, esperó un año desde el día de su ordenación hasta el día de la celebración de su primera misa, para prepararse lo mejor posible a celebrarla con todo fervor.
San Ignacio se dedicó en Roma a predicar Ejercicios Espirituales y a catequizar al pueblo. Sus compañeros se dedicaron a dictar clases en universidades y colegios y a dar conferencias espirituales a toda clase de personas.
Se propusieron como principal oficio enseñar la religión a la gente.
En 1540 el Papa Pablo III aprobó su comunidad llamada "Compañía de Jesús" o "Jesuitas". El Superior General de la nueva comunidad fue San Ignacio hasta su muerte.
En Roma pasó todo el resto de su vida.
Era tanto el deseo que tenía de salvar almas que exclamaba: "Estaría dispuesto a perder todo lo que tengo, y hasta que se acabara mi comunidad, con tal de salvar el alma de un pecador".
Fundó casas de su congregación en España y Portugal. Envió a San Francisco Javier a evangelizar el Asia. De los jesuitas que envió a Inglaterra, 22 murieron martirizados por los protestantes. Sus dos grandes amigos Laínez y Salmerón fueron famosos sabios que dirigieron el Concilio de Trento. A San Pedro Canisio lo envió a Alemania y este santo llegó a ser el más célebre catequista de aquél país. Recibió como religioso jesuita a San Francisco de Borja que era rico político, gobernador, en España. San Ignacio escribió más de 6 mil cartas dando consejos espirituales.
El Colegio que San Ignacio fundó en Roma llegó a ser modelo en el cual se inspiraron muchísimos colegios más y ahora se ha convertido en la célebre Universidad Gregoriana.
Los jesuitas fundados por San Ignacio llegaron a ser los más sabios adversarios de los protestantes y combatieron y detuvieron en todas partes al protestantismo. Les recomendaba que tuvieran mansedumbre y gran respeto hacia el adversario pero que se presentaran muy instruidos para combatirlos. El deseaba que el apóstol católico fuera muy instruido.
El libro más famoso de San Ignacio se titula: "Ejercicios Espirituales" y es lo mejor que se ha escrito acerca de como hacer bien los santos ejercicios. En todo el mundo es leído y practicado este maravilloso libro. Duró 15 años escribiéndolo.
Su lema era: "Todo para mayor gloria de Dios". Y a ello dirigía todas sus acciones, palabras y pensamientos: A que Dios fuera más conocido, más amado y mejor obedecido.
En los 15 años que San Ignacio dirigió a la Compañía de Jesús, esta pasó de siete socios a más de mil. A todos y cada uno trataba de formarlos muy bien espiritualmente.
Como casi cada año se enfermaba y después volvía a obtener la curación, cuando le vino la última enfermedad nadie se imaginó que se iba a morir, y murió subitamente el 31 de julio de 1556 a la edad de 65 años.
En 1622 el Papa lo declaró Santo y después Pío XI lo declaró Patrono de los Ejercicios Espirituales en todo el mundo. Su comunidad de Jesuitas es la más numerosa en la Iglesia Católica.
Su padre Bertrán De Loyola y su madre Marina Sáenz, de familias muy distinguidas, tuvieron once hijos: ocho varones y tres mujeres. El más joven de todos fue Ignacio.
El nombre que le pusieron en el bautismo fue Iñigo.
Entró a la carrera militar, pero en 1521, a la edad de 30 años, siendo ya capitán, fue gravemente herido mientras defendía el Castillo de Pamplona. Al ser herido su jefe, la guarnición del castillo capituló ante el ejército francés.
Los vencedores lo enviaron a su Castillo de Loyola a que fuera tratado de su herida. Le hicieron tres operaciones en la rodilla, dolorosísimas, y sin anestesia; pero no permitió que lo atasen ni que nadie lo sostuviera. Durante las operaciones no prorrumpió ni una queja. Los médicos se admiraban. Para que la pierna operada no le quedara más corta le amarraron unas pesas al pie y así estuvo por semanas con el pie en alto, soportando semejante peso. Sin embargo quedó cojo para toda la vida.
A pesar de esto Ignacio tuvo durante toda su vida un modo muy elegante y fino para tratar a toda clase de personas. Lo había aprendido en la Corte en su niñez.
Mientras estaba en convalecencia pidió que le llevaran novelas de caballería, llenas de narraciones inventadas e imaginarias. Pero su hermana le dijo que no tenía más libros que "La vida de Cristo" y el "Año Cristiano", o sea la historia del santo de cada día.
Y le sucedió un caso muy especial. Antes, mientras leía novelas y narraciones inventadas, en el momento sentía satisfacción pero después quedaba con un sentimiento horrible de tristeza y frustración . En cambio ahora al leer la vida de Cristo y las Vidas de los santos sentía una alegría inmensa que le duraba por días y días. Esto lo fue impresionando profundamente.
Y mientras leía las historias de los grandes santos pensaba: "¿Y por qué no tratar de imitarlos? Si ellos pudieron llegar a ese grado de espiritualidad, ¿por qué no lo voy a lograr yo? ¿Por qué no tratar de ser como San Francisco, Santo Domingo, etc.? Estos hombres estaban hechos del mismo barro que yo. ¿Por qué no esforzarme por llegar al grado que ellos alcanzaron?". Y después se iba a cumplir en él aquello que decía Jesús: "Dichosos los que tienen un gran deseo de ser santos, porque su deseo se cumplirá" (Mt. 5,6), y aquella sentencia de los psicólogos: "Cuidado con lo que deseas, porque lo conseguirás".
Mientras se proponía seriamente convertirse, una noche se le apareció Nuestra Señora con su Hijo Santísimo. La visión lo consoló inmensamente. Desde entonces se propuso no dedicarse a servir a gobernantes de la tierra sino al Rey del cielo.
Apenas terminó su convalecencia se fue en peregrinación al famoso Santuario de la Virgen de Monserrat. Allí tomó el serio propósito de dedicarse a hacer penitencia por sus pecados. Cambió sus lujosos vestidos por los de un pordiosero, se consagró a la Virgen Santísima e hizo confesión general de toda su vida.
Y se fue a un pueblecito llamado Manresa, a 15 kilómetros de Monserrat a orar y hacer penitencia, allí estuvo un año. Cerca de Manresa había una cueva y en ella se encerraba a dedicarse a la oración y a la meditación. Allá se le ocurrió la idea de los Ejercicios Espiritales, que tanto bien iban a hacer a la humanidad.
Después de unos días en los cuales sentía mucho gozo y consuelo en la oración, empezó a sentir aburrimiento y cansancio por todo lo que fuera espiritual. A esta crisis de desgano la llaman los sabios "la noche oscura del alma". Es un estado dificultoso que cada uno tiene que pasar para que se convenza de que los consuelos que siente en la oración no se los merece, sino que son un regalo gratuito de Dios.
Luego le llegó otra enfermedad espiritual muy fastidiosa: los escrúpulos. O sea el imaginarse que todo es pecado. Esto casi lo lleva a la desesperación.
Pero iba anotando lo que le sucedía y lo que sentía y estos datos le proporcionaron después mucha habildad para poder dirigir espiritualmente a otros convertidos y según sus propias experiencias poderles enseñar el camino de la santidad. Allí orando en Manresa adquirió lo que se llama "Discreción de espíritus", que consiste en saber determinar qué es lo que le sucede a cada alma y cuáles son los consejos que más necesita, y saber distinguir lo bueno de lo malo. A un amigo suyo le decía después: "En una hora de oración en Manresa aprendí más a dirigir almas, que todo lo que hubiera podido aprender asistiendo a universidades".
En 1523 se fue en peregrinación a Jerusalén, pidiendo limosna por el camino. Todavía era muy impulsivo y un día casi ataca a espada a uno que hablaba mal de la religión. Por eso le aconsejaron que no se quedara en Tierra Santa donde había muchos enemigos del catolicismo. Después fue adquiriendo gran bondad y paciencia.
A los 33 años empezó como estudiante de colegio en Barcelona, España. Sus compañeros de estudio eran mucho más jóvenes que él y se burlaban mucho. El toleraba todo con admirable paciencia. De todo lo que estudiaba tomaba pretexto para elevar su alma a Dios y adorarlo.
Después pasó a la Universidad de Alcalá. Vestía muy pobremente y vivía de limosna. Reunía niños para enseñarles religión; hacía reuniones de gente sencilla para tratar temas de espiritualidad, y convertía pecadores hablandoles amablemente de lo importante que es salvar el alma.
Lo acusaron injustamente ante la autoridad religiosa y estuvo dos meses en la cárcel. Después lo declararon inocente, pero había gente que lo perseguía. El consideraba todos estos sufrimientos como un medio que Dios le proporcionaba para que fuera pagando sus pecados. Y exclamaba: "No hay en la ciudad tantas cárceles ni tantos tormentos como los que yo deseo sufrir por amor a Jesucristo".
Se fue a Paris a estudiar en su famosa Universidad de La Sorbona. Allá formó un grupo con seis compañeros que se han hecho famosos porque con ellos fundó la Compañía de Jesús. Ellos son: Pedro Fabro, Francisco Javier, Laínez, Salnerón, Simón Rodríguez y Nicolás Bobadilla. Recibieron doctorado en aquella universidad y daban muy buen ejemplo a todos.
Los siete hicieron votos o juramentos de ser puros, obedientes y pobres, el día 15 de Agosto de 1534, fiesta de la Asunción de María. Se comprometieron a estar siempre a las órdenes del Sumo Pontífice para que él los emplease en lo que mejor le pareciera para la gloria de Dios.
Se fueron a Roma y el Papa Pablo III les recibió muy bien y les dio permiso de ser ordenados sacerdotes. Ignacio, que se había cambiado por ese nombre su nombre antiguo de Íñigo, esperó un año desde el día de su ordenación hasta el día de la celebración de su primera misa, para prepararse lo mejor posible a celebrarla con todo fervor.
San Ignacio se dedicó en Roma a predicar Ejercicios Espirituales y a catequizar al pueblo. Sus compañeros se dedicaron a dictar clases en universidades y colegios y a dar conferencias espirituales a toda clase de personas.
Se propusieron como principal oficio enseñar la religión a la gente.
En 1540 el Papa Pablo III aprobó su comunidad llamada "Compañía de Jesús" o "Jesuitas". El Superior General de la nueva comunidad fue San Ignacio hasta su muerte.
En Roma pasó todo el resto de su vida.
Era tanto el deseo que tenía de salvar almas que exclamaba: "Estaría dispuesto a perder todo lo que tengo, y hasta que se acabara mi comunidad, con tal de salvar el alma de un pecador".
Fundó casas de su congregación en España y Portugal. Envió a San Francisco Javier a evangelizar el Asia. De los jesuitas que envió a Inglaterra, 22 murieron martirizados por los protestantes. Sus dos grandes amigos Laínez y Salmerón fueron famosos sabios que dirigieron el Concilio de Trento. A San Pedro Canisio lo envió a Alemania y este santo llegó a ser el más célebre catequista de aquél país. Recibió como religioso jesuita a San Francisco de Borja que era rico político, gobernador, en España. San Ignacio escribió más de 6 mil cartas dando consejos espirituales.
El Colegio que San Ignacio fundó en Roma llegó a ser modelo en el cual se inspiraron muchísimos colegios más y ahora se ha convertido en la célebre Universidad Gregoriana.
Los jesuitas fundados por San Ignacio llegaron a ser los más sabios adversarios de los protestantes y combatieron y detuvieron en todas partes al protestantismo. Les recomendaba que tuvieran mansedumbre y gran respeto hacia el adversario pero que se presentaran muy instruidos para combatirlos. El deseaba que el apóstol católico fuera muy instruido.
El libro más famoso de San Ignacio se titula: "Ejercicios Espirituales" y es lo mejor que se ha escrito acerca de como hacer bien los santos ejercicios. En todo el mundo es leído y practicado este maravilloso libro. Duró 15 años escribiéndolo.
Su lema era: "Todo para mayor gloria de Dios". Y a ello dirigía todas sus acciones, palabras y pensamientos: A que Dios fuera más conocido, más amado y mejor obedecido.
En los 15 años que San Ignacio dirigió a la Compañía de Jesús, esta pasó de siete socios a más de mil. A todos y cada uno trataba de formarlos muy bien espiritualmente.
Como casi cada año se enfermaba y después volvía a obtener la curación, cuando le vino la última enfermedad nadie se imaginó que se iba a morir, y murió subitamente el 31 de julio de 1556 a la edad de 65 años.
En 1622 el Papa lo declaró Santo y después Pío XI lo declaró Patrono de los Ejercicios Espirituales en todo el mundo. Su comunidad de Jesuitas es la más numerosa en la Iglesia Católica.
sábado, 30 de julio de 2016
Lecturas
En aquellos días, los sacerdotes y los profetas dijeron a los magistrados y a la gente:
En aquel tiempo, oyó el tetrarca Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus cortesanos:
Palabra del Señor.
-«Este hombre es reo de muerte, porque ha profetizado contra esta ciudad, como lo habéis podido oír vosotros mismos».
Jeremías respondió a los magistrados y a todos los presentes:
-«El Señor me ha enviado a profetizar contra este templo y esta ciudad todo lo que acabáis de oír.
Ahora bien, si enmendáis vuestra conducta y vuestras acciones y escucháis la voz del Señor vuestro Dios, el Señor se arrepentirá de la amenaza que ha pronunciado contra vosotros.
Yo, por mi parte, estoy en vuestras manos: haced de mi lo que mejor os parezca.
Pero, sabedlo bien: si me matáis, os haréis responsables de sangre inocente, que caerá sobre vosotros, sobre esta ciudad y sobre sus habitantes. Porque es cierto que el Señor me ha enviado para que os comunique personalmente estas palabras».
Los magistrados del pueblo dijeron a los sacerdotes y a los profetas:
-«Este hombre no es reo de muerte, pues nos ha hablado en nombre del Señor nuestro Dios».
Entonces Ajicán, hijo de Safán, se hizo cargo de Jeremías para que no lo entregaran al pueblo y le dieron muerte.
En aquel tiempo, oyó el tetrarca Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus cortesanos:
- «Ese es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso las fuerzas milagrosas actúan en él».
Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de
Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le era lícito vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta.
El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos, y le gustó tanto a Herodes que juró darle lo que pidiera.
Ella, instigada por su madre, le dijo:
-«Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista».
El rey lo sintió, pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran; y mandó decapitar a Juan en la cárcel.
Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven, y ella se la llevó a su madre.
Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús.
Palabra del Señor.
San Pedro Crisólogo
San Pedro Crisólogo ocupa un puesto en esa noble academia de los doctores de la Iglesia. Es un doctor, y apenas le conocemos más que como doctor. Sabemos únicamente que nació en Imola, que murió en Imola, y que durante cerca de veinte años gobernó la iglesia de Ravena, capital entonces del ruinoso Imperio de Occidente. Gobernó con celo de apóstol y con entrañas de padre. Predicando una vez en el aniversario de su consagración, trazaba hermosamente el retrato del verdadero obispo. «Hoy—decía—le ha nacido un hijo a la Iglesia, un hijo que no la abrume con su peso, ni la aterre con el temor, ni la conmueva con la intriga, ni con la esperanza la perturbe, sino que la sustente con el obsequio de su fidelidad, la persiga con la vigilancia amorosa de sus cuidados, le procure lo necesario con solicitud, ordene con blandura la familia de Dios, reciba a los peregrinos, sirva a los que obedecen, obedezca a los reyes, colabore con las potestades, dé el homenaje de la reverencia a los ancianos, el de la bondad a los jóvenes, a los hermanos el del amor, el del afecto a los pequeñuelos, y a todos el de una servidumbre libre por Cristo.»
Así entendía San Pedro Crisólogo el episcopado, y realizando su bello ideal, mereció que aun antes de su muerte se hiciese la apología de su vida. «En otros—decía un admirador—el nombre de Pedro es puro apelativo: en éste es una viva realidad. Mirad cómo se junta en él la santidad más amable con una austeridad monacal: rostro pálido por los ayunos, cuerpo enflaquecido por la penitencia, llanto que bautiza los pecados, limosnas que son una oración. Y no os extrañéis de esas lágrimas, sabiendo que si Pedro llora, es que le mira Cristo. Grato es el llanto con que se compra el gozo de la inmortalidad. Él es, pues, el custodio de la fe, la piedra de nuestra Iglesia, el que nos abre las puertas del Cielo; es el hábil pescador que con el anzuelo de su santidad atrae a las muchedumbres, sumergidas en las olas de los errores, y las recoge en la red de su doctrina; es el cazador apostólico que con la caña de la palabra divina alcanza las almas juveniles que atraviesan los aires. Siembra en los pueblos las leyes de la justicia, llena de luz las páginas oscuras de los sagrados libros, y las gentes llegan de regiones distantes para verle y oírle. Los mismos que se habían ocultado en la soledad, vuelven al siglo, no tanto por el siglo como por causa de este hombre admirable» (Sermón 107).
Algo de esa mágica influencia que ejercía el gran prelado sobre sus contemporáneos, podemos sentirla nosotros al leer los ciento ochenta sermones que de él nos quedan, y que con justicia le han dado el nombre de Crisólogo, el de la palabra de oro. Su voz se levanta solemne en medio de una civilización que se desmorona. Vive junto a una corte llena de intrigas y temores, en los últimos días de un Imperio, en un siglo que él llama hinchado de pompa, sublimado en el abismo, borrascoso en sectas, fluctuante en la ignorancia, clamoroso en las discordias, furioso en la ira, pérfido en la venganza, náufrago en los pecados, hundido en la impiedad. Los bárbaros recorren el imperio incendiando y matando; los descendientes de Teodosio son simples muñecos en sus manos; las provincias se les escapan como jirones de un manto gastado. El obispo, sin embargo, habla con serenidad, como si no se diese cuenta del espectáculo que se desarrolla ante sus ojos. Cuando otros anuncian el fin de los tiempos, él parece entrever la nueva organización social, el triunfo definitivo de Cristo. En su elocuencia no relumbran las espadas de los godos, ni tiembla el charrasco de los escudos, ni repercuten los llantos palatinos. Siembra seguro la cosecha, o acaso con la tranquilidad de quien sabe que cumple con su deber. «Los pasados vivieron para nosotros—dice estoicamente—; nosotros, para los venideros; nadie para sí.»
Las gentes se aglomeran, se sofocan y se pegan por oírle. un sermón suyo empieza con estas palabras: «Largo tiempo he callado mientras duraban los calores, para que no me echasen la culpa de ardores y enfermedades que pudieran originarse de la presión de las gentes, sedientas de escucharme; pero como el otoño va templando el ambiente, podemos coger de nuevo el hilo de la palabra divina.» Es la palabra divina la que anima los discursos de este gran orador; comenta los milagros evangélicos, explica las parábolas, ensalza la resistencia de los mártires, y, dirigiéndose a los catecúmenos, «su vida, su gloria, su salud», desenvuelve la doctrina del Símbolo y del Padrenuestro. No es la suya una palabra dogmática, como la de San León, su contemporáneo, ni tiene un período tan rítmico y estudiado; pero es más ágil, más afectiva, más popular. El pensamiento delicado y profundo relampaguea constantemente en su voz; pero es un pensamiento que sale empapado en sangre caliente.
Las siguientes ideas derramadas en su comentario de la parábola del hijo pródigo pueden servir de ejemplo de su estilo: «Sin el padre, el capital desnuda al hijo, no le enriquece; le arranca al regazo materno, le arroja de su casa, le saca de su tierra, le despoja de la fama, le quita la castidad. Nada queda ni de la vida, ni de las costumbres, ni de la piedad, ni de la libertad, ni de la gloria. El ciudadano se convierte en peregrino, el hijo en mercenario, el rico en pobre, el libre en esclavo. El que se desdeñó de acatar la santa piedad, se junta a una piara inmunda. En el padre es donde se encuentra la dulce condición, la servidumbre libre, la seguridad absoluta, el temor alegre, el blando castigo, la rica pobreza y la posesión segura. Pero el desertor del amor, el tránsfuga de la piedad, es destinado a servir a los puercos, a ser manchado y pisoteado por los puercos, para que sepa cuan amargo, cuan miserable es dejar la bienaventuranza del abrigo paterno.»
Así habla Pedro Crisólogo: comenta, exhorta, analiza. No le gusta discutir, ni se irrita, ni gesticula buscando efectos dramáticos. Su frase es rápida, nerviosa y llena de vida y movimiento. Tiene algunas alusiones a la herejía arriana y eutiquiana, pero pocas. No quiere intranquilizar los ánimos sin necesidad; le basta con exponer la buena doctrina en toda su pureza. En puntos de ortodoxia, tiene un seguro criterio de verdad: la adhesión a la cátedra apostólica. Eutiques le escribe con el fin de atraerle al monofisismo; y a esta solicitación zalamera e hipócrita contesta Pedro con una carta famosa: «Triste he leído tus tristes letras; porque así como la par; de la Iglesia, la concordia de los sacerdotes y la armonía del pueblo me llenan de alegría, del mismo modo la disensión fraterna me aflige y abate.»
También aquí el orador es enemigo de discutir. No comprende esa lucha secular acerca de la generación de Cristo, cuando en treinta años dirime la ley humana todas las cuestiones. A Orígenes le pierde su afán de escrutar los principios; a Nestorio, sus vanas sutilezas. Hay que dejarse de curiosidades, para adorar con los magos y cantar con los ángeles al que yace en un pesebre, siguiendo dócilmente las instrucciones del Pontífice de la ciudad de Roma, «puesto que el bienaventurado Pedro, que vive aún y preside su cátedra, comunica la verdad a los que la buscan. En cuanto a mí, el amor de la paz y de la verdad no me permite intervenir en cuestiones de fe sin el consentimiento del obispo de Roma.»
Aquel acento áureo vibra con una viveza especial cuando se levanta para condenar las últimas audacias del paganismo. «¡Qué vanidad, que demencia, qué ceguera!—clamaba el Crisólogo, indignado por las bacanales del primero de enero—. ¡Confiesan como dioses a quienes infaman con burlas exquisitas! Si no deseasen tener dioses criminales ¿cómo habían de llamar dioses a aquellos cuyos adulterios figuran en los juegos, cuyas fornicaciones representan en las imágenes, cuyos incestos reproducen en las pinturas, cuyas crueldades recuerdan en los libros, cuyos parricidios transmiten a los siglos, cuyas impiedades celebran en las tragedias, cuyas obscenidades conmemoran en sus fiestas? El que desea pecar, da culto al pecador, a Venus adúltera, a Marte sangriento. Y estáis engañados si creéis que en estas cosas no hay más que un legítimo regocijo por el principio del año. No son juegos, sino crímenes. ¿Quién juega con la impiedad, quién se divierte con el sacrilegio, quién llama reír al pecado? Es un tirano el que se viste de tirano. El que se hace dios, contradice al Dios verdadero. No podrá llevar la imagen de Dios el que toma la persona de un ídolo; el que quisiere divertirse con el diablo, no podrá gozar con Cristo. Nadie juega seguro con la serpiente; nadie se divierte impunemente con el demonio.»
Así entendía San Pedro Crisólogo el episcopado, y realizando su bello ideal, mereció que aun antes de su muerte se hiciese la apología de su vida. «En otros—decía un admirador—el nombre de Pedro es puro apelativo: en éste es una viva realidad. Mirad cómo se junta en él la santidad más amable con una austeridad monacal: rostro pálido por los ayunos, cuerpo enflaquecido por la penitencia, llanto que bautiza los pecados, limosnas que son una oración. Y no os extrañéis de esas lágrimas, sabiendo que si Pedro llora, es que le mira Cristo. Grato es el llanto con que se compra el gozo de la inmortalidad. Él es, pues, el custodio de la fe, la piedra de nuestra Iglesia, el que nos abre las puertas del Cielo; es el hábil pescador que con el anzuelo de su santidad atrae a las muchedumbres, sumergidas en las olas de los errores, y las recoge en la red de su doctrina; es el cazador apostólico que con la caña de la palabra divina alcanza las almas juveniles que atraviesan los aires. Siembra en los pueblos las leyes de la justicia, llena de luz las páginas oscuras de los sagrados libros, y las gentes llegan de regiones distantes para verle y oírle. Los mismos que se habían ocultado en la soledad, vuelven al siglo, no tanto por el siglo como por causa de este hombre admirable» (Sermón 107).
Algo de esa mágica influencia que ejercía el gran prelado sobre sus contemporáneos, podemos sentirla nosotros al leer los ciento ochenta sermones que de él nos quedan, y que con justicia le han dado el nombre de Crisólogo, el de la palabra de oro. Su voz se levanta solemne en medio de una civilización que se desmorona. Vive junto a una corte llena de intrigas y temores, en los últimos días de un Imperio, en un siglo que él llama hinchado de pompa, sublimado en el abismo, borrascoso en sectas, fluctuante en la ignorancia, clamoroso en las discordias, furioso en la ira, pérfido en la venganza, náufrago en los pecados, hundido en la impiedad. Los bárbaros recorren el imperio incendiando y matando; los descendientes de Teodosio son simples muñecos en sus manos; las provincias se les escapan como jirones de un manto gastado. El obispo, sin embargo, habla con serenidad, como si no se diese cuenta del espectáculo que se desarrolla ante sus ojos. Cuando otros anuncian el fin de los tiempos, él parece entrever la nueva organización social, el triunfo definitivo de Cristo. En su elocuencia no relumbran las espadas de los godos, ni tiembla el charrasco de los escudos, ni repercuten los llantos palatinos. Siembra seguro la cosecha, o acaso con la tranquilidad de quien sabe que cumple con su deber. «Los pasados vivieron para nosotros—dice estoicamente—; nosotros, para los venideros; nadie para sí.»
Las gentes se aglomeran, se sofocan y se pegan por oírle. un sermón suyo empieza con estas palabras: «Largo tiempo he callado mientras duraban los calores, para que no me echasen la culpa de ardores y enfermedades que pudieran originarse de la presión de las gentes, sedientas de escucharme; pero como el otoño va templando el ambiente, podemos coger de nuevo el hilo de la palabra divina.» Es la palabra divina la que anima los discursos de este gran orador; comenta los milagros evangélicos, explica las parábolas, ensalza la resistencia de los mártires, y, dirigiéndose a los catecúmenos, «su vida, su gloria, su salud», desenvuelve la doctrina del Símbolo y del Padrenuestro. No es la suya una palabra dogmática, como la de San León, su contemporáneo, ni tiene un período tan rítmico y estudiado; pero es más ágil, más afectiva, más popular. El pensamiento delicado y profundo relampaguea constantemente en su voz; pero es un pensamiento que sale empapado en sangre caliente.
Las siguientes ideas derramadas en su comentario de la parábola del hijo pródigo pueden servir de ejemplo de su estilo: «Sin el padre, el capital desnuda al hijo, no le enriquece; le arranca al regazo materno, le arroja de su casa, le saca de su tierra, le despoja de la fama, le quita la castidad. Nada queda ni de la vida, ni de las costumbres, ni de la piedad, ni de la libertad, ni de la gloria. El ciudadano se convierte en peregrino, el hijo en mercenario, el rico en pobre, el libre en esclavo. El que se desdeñó de acatar la santa piedad, se junta a una piara inmunda. En el padre es donde se encuentra la dulce condición, la servidumbre libre, la seguridad absoluta, el temor alegre, el blando castigo, la rica pobreza y la posesión segura. Pero el desertor del amor, el tránsfuga de la piedad, es destinado a servir a los puercos, a ser manchado y pisoteado por los puercos, para que sepa cuan amargo, cuan miserable es dejar la bienaventuranza del abrigo paterno.»
Así habla Pedro Crisólogo: comenta, exhorta, analiza. No le gusta discutir, ni se irrita, ni gesticula buscando efectos dramáticos. Su frase es rápida, nerviosa y llena de vida y movimiento. Tiene algunas alusiones a la herejía arriana y eutiquiana, pero pocas. No quiere intranquilizar los ánimos sin necesidad; le basta con exponer la buena doctrina en toda su pureza. En puntos de ortodoxia, tiene un seguro criterio de verdad: la adhesión a la cátedra apostólica. Eutiques le escribe con el fin de atraerle al monofisismo; y a esta solicitación zalamera e hipócrita contesta Pedro con una carta famosa: «Triste he leído tus tristes letras; porque así como la par; de la Iglesia, la concordia de los sacerdotes y la armonía del pueblo me llenan de alegría, del mismo modo la disensión fraterna me aflige y abate.»
También aquí el orador es enemigo de discutir. No comprende esa lucha secular acerca de la generación de Cristo, cuando en treinta años dirime la ley humana todas las cuestiones. A Orígenes le pierde su afán de escrutar los principios; a Nestorio, sus vanas sutilezas. Hay que dejarse de curiosidades, para adorar con los magos y cantar con los ángeles al que yace en un pesebre, siguiendo dócilmente las instrucciones del Pontífice de la ciudad de Roma, «puesto que el bienaventurado Pedro, que vive aún y preside su cátedra, comunica la verdad a los que la buscan. En cuanto a mí, el amor de la paz y de la verdad no me permite intervenir en cuestiones de fe sin el consentimiento del obispo de Roma.»
Aquel acento áureo vibra con una viveza especial cuando se levanta para condenar las últimas audacias del paganismo. «¡Qué vanidad, que demencia, qué ceguera!—clamaba el Crisólogo, indignado por las bacanales del primero de enero—. ¡Confiesan como dioses a quienes infaman con burlas exquisitas! Si no deseasen tener dioses criminales ¿cómo habían de llamar dioses a aquellos cuyos adulterios figuran en los juegos, cuyas fornicaciones representan en las imágenes, cuyos incestos reproducen en las pinturas, cuyas crueldades recuerdan en los libros, cuyos parricidios transmiten a los siglos, cuyas impiedades celebran en las tragedias, cuyas obscenidades conmemoran en sus fiestas? El que desea pecar, da culto al pecador, a Venus adúltera, a Marte sangriento. Y estáis engañados si creéis que en estas cosas no hay más que un legítimo regocijo por el principio del año. No son juegos, sino crímenes. ¿Quién juega con la impiedad, quién se divierte con el sacrilegio, quién llama reír al pecado? Es un tirano el que se viste de tirano. El que se hace dios, contradice al Dios verdadero. No podrá llevar la imagen de Dios el que toma la persona de un ídolo; el que quisiere divertirse con el diablo, no podrá gozar con Cristo. Nadie juega seguro con la serpiente; nadie se divierte impunemente con el demonio.»
viernes, 29 de julio de 2016
Lecturas
Al comienzo del reinado de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, vino esta palabra del Señor a Jeremías:
En aquel tiempo, muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano.
Palabra del Señor.
-«Así dice el Señor: Ponte en el atrio del templo y di a todos los ciudadanos de Judá que entran en el templo para adorar, las palabras que yo te mande decirles; no dejes ni una sola.
A ver si escuchan y se convierte cada cual de su mala conducta, y me arrepiento del mal que medito hacerles a causa de sus malas acciones. Les dirás: “Así dice el Señor: Si no me obedecéis, cumpliendo la ley que os di en vuestra presencia, y escuchando las palabras de mis siervos, los profetas, que os enviaba sin cesar (y vosotros no escuchabais), entonces trataré a este templo como al de Silo, a esta ciudad la haré fórmula de maldición para todos los pueblos de la tierra.” »
Los profetas, los sacerdotes y el pueblo oyeron a Jeremías decir estas palabras, en el templo del Señor.
Y, cuando terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo,- diciendo:
-«Eres reo de muerte. ¿Por qué profetizas en nombre del Señor que este templo será como el de Silo, y esta ciudad quedará en ruinas, deshabitada? »
Y el pueblo se juntó contra Jeremías en el templo del Señor.
En aquel tiempo, muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano.
Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a
Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mi, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó:
-«Si, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Palabra del Señor.
Santa Marta de Betania
La tradición nos pinta la barca miserable luchando con las furias del mar, sin remos y sin velas. Desde las costas de Palestina hasta la desembocadura del Ródano. Un grupo de los que siguieron las huellas del divino sembrador de parábolas, de los que oyeron su voz junto al lago de Tiberíades, aguarda en ella la muerte; las mujeres llorando a ríos, los hombres levantando los ojos al Cielo. Marcial, el joven que sirvió el vino y el pez en la última cena, y Saturnino, hijo de príncipes, rezan en la proa postrados de hinojos; el anciano Trófimo contempla el mar adustamente, envuelto en su capa, y a sus pies se sienta el obispo Maximino. Enhiesto en el puente. Lázaro, que parece conservar todavía la palidez mortal de la mortaja, desafía los rugidos del abismo. Cerca de él, la Magdalena, echada por el suelo en un ángulo, continúa su llanto doloroso, y Marta, la otra hermana, se mueve como siempre, llevando de un lado para otro el optimismo y la confianza. El Espíritu de Dios va con ellos, y la frágil navecilla llega a una playa sin peñascos. Libertados de los terrores de la tempestad, aquellos extraños navegantes se arrodillan sobre la arena húmeda; levantan las manos al Cielo, rezan, cantan y hacen resonar por vez primera el nombre de Cristo en las tierras provenzales. Después se dan un postrer abrazo, y se derraman, embriagados de amor, para esparcir en su nueva patria algunos rayos de las eternas claridades que el Hijo de Dios dejó en sus almas. Marcial llega a Limoges para ser su primer obispo; Tolosa será la esposa de Saturnino; el nombre de Trófimo irá siempre unido al de la ciudad de Arlés, y el hombre que había visto a la muerte abrirá los ojos de los marselleses a las maravillas de la luz divina.
Y tú, pregunta el poeta, ¿adonde vas, oh dulce virgen? Con una cruz y con un hisopo, Marta, radiante de serenidad, se encamina intrépida al encuentro de la tarasca; los infieles, no pudiendo creer en su libertad, se suben a los pinos para ver aquel combate insigne. ¡Hubieseis visto saltar al monstruo sobresaltado en su modorra, hostigado en su cubil! Pero en vano se retuerce, rociado con el agua santa; en vano gruñe, silba y bufa; Marta le encadena con una leve atadura de mimbres tiernos y le arrastra, a pesar de sus resoplidos. El pueblo entero corrió a adorarla. «¿Quién eres tú?—decían—. ¿Eres la cazadora Diana? ¿Eres Minerva, la casta y la fuerte?» «No, no—respondía la doncella—, soy la esclava de mi Dios.» Y los tarasconenses creyeron y doblaron la rodilla ante el Dios a quien Marta había hospedado en su casa. Con su palabra de virgen hirió la roca de Aviñón, y la fe empezó a brotar con una abundancia caudalosa.
Entre tanto, allá lejos, junto al mar, entre los acantilados que protegen las murallas de Marsella, una mujer, los blancos brazos apretados contra el seno, ora en el fondo de una gruta. Sus rodillas se lastiman en la aspereza de la roca, no tiene más vestido que su cabellera de color de miel, y la luna la vela con su antorcha pálida. El bosque se inclina y calla para contemplarla; los ángeles, reteniendo el latido de su corazón, la admiran por una grieta, y cuando sobre la piedra cae, como una perla, una gota de su llanto, apresúranse a recogerla y a ponerla en un cáliz de oro. El viento llega, trayendo el perdón del Señor y murmurando la divina promesa: «Tu fe te ha salvado.» Pero las lágrimas siguen cayendo en la copa celeste, y eternamente brotarán de la roca llorosa, derramando candor sobre todo amor de mujer.
Así completaron la historia los gustos legendarios de la Edad Media; pero ni el Evangelio, ni los viejos relatos de la expansión del cristianismo a través del Imperio romano, se acuerdan del bajel milagroso que arribó a las playas de Occidente llevando a los discípulos de Jesús. El nombre de María Magdalena se pierde a nuestras miradas entre las luces gloriosas de la mañana de Pascua; el de Marta repercute por última vez en el salón del festín con que Simón el leproso agasajó al Maestro de Nazareth unos días antes de la Pascua. La vemos entrar y salir, unas veces llevando el pan en bandeja de plata, otras colocando en cada mesa las jarras de los vinos espumosos. Lo vigila todo, está en todo. Es siempre la mujer solícita, hacendosa, llena de energía y de actividad. El día de la resurrección de Lázaro se precipita fuera de casa en cuanto sabe que el Rabbí se acerca a Betania. Se diría que tiene azogue en el cuerpo. Su fe es ciega, aunque menos inteligente que la de su hermana. «Resucitará tu hermano», le dice Jesús. «Sí—responde ella—; ya sé que resucitará en el último día.» Había comprendido mal la promesa del Señor, considerándola como una de tantas fórmulas de consuelo como llegaron a sus oídos durante aquellos tres días. Jesús insistió con esta verdad maravillosa, que cayó en la tierra como un germen de alegría y de esperanza:
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí no morirá eternamente.» Entonces Marta, en medio de las tinieblas de su llanto, encontró una fórmula espléndida de fe comparable con la de Pedro junto a Cesaréa de Filipo:
«Señor—dijo—, yo creo que Tú eres Cristo el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo.»
Aquella fe ardiente ponía alas en el alma y en los pies de esta mujer casera y trajinera. Nos la figuramos menuda y graciosa, midiendo las palabras en la boca húmeda y casta, apareciendo con su túnica ondulante en el comedor y en el jardín, en la cocina y en la puerta de la casa; observándolo todo con ojos ingenuos y sencillos, poniendo la limosna en las manos huesudas del pobre y recibiendo al peregrino con noble sonrisa de bondad. Si el peregrino es el divino peregrino de Galilea, entonces ya no descansa, ni duerme, ni para un momento. La casa de Lázaro estaba siempre abierta para Jesús y sus discípulos. Marta aguarda, impaciente, la llegada del Rabí; le recibe alegre y le hospeda orgullosa. Ella quisiera que anunciase siempre su venida para tenerlo todo de una manera impecable. Pero más de una vez los Doce llegan repentinamente, escoltando al Maestro. Así acaba de suceder ahora. Marta se ha puesto en movimiento con nerviosa solicitud. Corre a saludar al Señor, le trae agua para las abluciones, y toallas y perfumes, le guía al recibidor, le ofrece una silla y sale para capitanear el ejército de sus siervos y criadas. Hay que encender el fogón, buscar el más tierno recental, preparar huevos del día, traer higos maduros, ordenar la vaca, entrar en la alcoba para ver si hay bastante ropa en la cama donde va a dormir el Señor; sacar del arca la vajilla de plata, la escudilla de esmaltes y el mantel rameado que descansaba entre aromas de tomillo y romero. Marta se agita, cruza el portal afanosa y sofocada, se asoma a la puerta para ver si viene su hermano de la bodega con el vino añejo, entra en la habitación donde Jesús conversa con sus discípulos, y todo le parece poco para mostrar su devoción, la de su hermano y la de Magdalena.
La Magdalena, entre tanto, permanecía silenciosa, sentada a los pies de Jesús, escuchando embelesada con el rostro escondido entre las manos y mirando al Señor solamente con los ojos del alma. No se acuerda de que es necesario preparar la cena; el bullicioso ajetreo de su hermana llega casi a molestarla. Escucha, contempla y adora. Todo es paz en su interior; nada turba su alma. De pronto, Marta aparece sudorosa en el umbral. Aquella actitud de María acaba por enojarla un poco. Siempre va a ser la mimada, la preferida; ella, que arrastró por las calles el nombre de la familia, que nos hizo sufrir y llorar tanto. Y ahora se queda allí, tan tranquila, gozando de la presencia del Maestro, mientras los demás trabajan y se fatigan. «¿No os parece mal, Señor—dice con acento amargo—, que mi hermana me deje sola en estas tareas del servicio? Decidla que me ayude.» Jesús respondió: «Marta, Marta, estás inquieta y te agitas en demasiadas cosas, y, sin embargo, sólo hay una cosa necesaria. María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»
Marta comprendió. El Maestro no censuraba su ingenua actividad, sino el derramamiento de su alma en los negocios exteriores. Inclinada, por temperamento, a la acción, será siempre en la Iglesia el tipo de los espíritus abrasados por la fiebre de las obras; de los luchadores, de los destinados a los afanes de la vida activa. Pero desde aquel día supo poner en sus cuidados terrenos algo más dulce, más sereno, más profundo; en cualquiera de sus actos podía verse la perenne donación del alma. Todo para ella se había transformado en una oración, hasta el servicio más humilde de la vida cotidiana.
Y tú, pregunta el poeta, ¿adonde vas, oh dulce virgen? Con una cruz y con un hisopo, Marta, radiante de serenidad, se encamina intrépida al encuentro de la tarasca; los infieles, no pudiendo creer en su libertad, se suben a los pinos para ver aquel combate insigne. ¡Hubieseis visto saltar al monstruo sobresaltado en su modorra, hostigado en su cubil! Pero en vano se retuerce, rociado con el agua santa; en vano gruñe, silba y bufa; Marta le encadena con una leve atadura de mimbres tiernos y le arrastra, a pesar de sus resoplidos. El pueblo entero corrió a adorarla. «¿Quién eres tú?—decían—. ¿Eres la cazadora Diana? ¿Eres Minerva, la casta y la fuerte?» «No, no—respondía la doncella—, soy la esclava de mi Dios.» Y los tarasconenses creyeron y doblaron la rodilla ante el Dios a quien Marta había hospedado en su casa. Con su palabra de virgen hirió la roca de Aviñón, y la fe empezó a brotar con una abundancia caudalosa.
Entre tanto, allá lejos, junto al mar, entre los acantilados que protegen las murallas de Marsella, una mujer, los blancos brazos apretados contra el seno, ora en el fondo de una gruta. Sus rodillas se lastiman en la aspereza de la roca, no tiene más vestido que su cabellera de color de miel, y la luna la vela con su antorcha pálida. El bosque se inclina y calla para contemplarla; los ángeles, reteniendo el latido de su corazón, la admiran por una grieta, y cuando sobre la piedra cae, como una perla, una gota de su llanto, apresúranse a recogerla y a ponerla en un cáliz de oro. El viento llega, trayendo el perdón del Señor y murmurando la divina promesa: «Tu fe te ha salvado.» Pero las lágrimas siguen cayendo en la copa celeste, y eternamente brotarán de la roca llorosa, derramando candor sobre todo amor de mujer.
Así completaron la historia los gustos legendarios de la Edad Media; pero ni el Evangelio, ni los viejos relatos de la expansión del cristianismo a través del Imperio romano, se acuerdan del bajel milagroso que arribó a las playas de Occidente llevando a los discípulos de Jesús. El nombre de María Magdalena se pierde a nuestras miradas entre las luces gloriosas de la mañana de Pascua; el de Marta repercute por última vez en el salón del festín con que Simón el leproso agasajó al Maestro de Nazareth unos días antes de la Pascua. La vemos entrar y salir, unas veces llevando el pan en bandeja de plata, otras colocando en cada mesa las jarras de los vinos espumosos. Lo vigila todo, está en todo. Es siempre la mujer solícita, hacendosa, llena de energía y de actividad. El día de la resurrección de Lázaro se precipita fuera de casa en cuanto sabe que el Rabbí se acerca a Betania. Se diría que tiene azogue en el cuerpo. Su fe es ciega, aunque menos inteligente que la de su hermana. «Resucitará tu hermano», le dice Jesús. «Sí—responde ella—; ya sé que resucitará en el último día.» Había comprendido mal la promesa del Señor, considerándola como una de tantas fórmulas de consuelo como llegaron a sus oídos durante aquellos tres días. Jesús insistió con esta verdad maravillosa, que cayó en la tierra como un germen de alegría y de esperanza:
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí no morirá eternamente.» Entonces Marta, en medio de las tinieblas de su llanto, encontró una fórmula espléndida de fe comparable con la de Pedro junto a Cesaréa de Filipo:
«Señor—dijo—, yo creo que Tú eres Cristo el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo.»
Aquella fe ardiente ponía alas en el alma y en los pies de esta mujer casera y trajinera. Nos la figuramos menuda y graciosa, midiendo las palabras en la boca húmeda y casta, apareciendo con su túnica ondulante en el comedor y en el jardín, en la cocina y en la puerta de la casa; observándolo todo con ojos ingenuos y sencillos, poniendo la limosna en las manos huesudas del pobre y recibiendo al peregrino con noble sonrisa de bondad. Si el peregrino es el divino peregrino de Galilea, entonces ya no descansa, ni duerme, ni para un momento. La casa de Lázaro estaba siempre abierta para Jesús y sus discípulos. Marta aguarda, impaciente, la llegada del Rabí; le recibe alegre y le hospeda orgullosa. Ella quisiera que anunciase siempre su venida para tenerlo todo de una manera impecable. Pero más de una vez los Doce llegan repentinamente, escoltando al Maestro. Así acaba de suceder ahora. Marta se ha puesto en movimiento con nerviosa solicitud. Corre a saludar al Señor, le trae agua para las abluciones, y toallas y perfumes, le guía al recibidor, le ofrece una silla y sale para capitanear el ejército de sus siervos y criadas. Hay que encender el fogón, buscar el más tierno recental, preparar huevos del día, traer higos maduros, ordenar la vaca, entrar en la alcoba para ver si hay bastante ropa en la cama donde va a dormir el Señor; sacar del arca la vajilla de plata, la escudilla de esmaltes y el mantel rameado que descansaba entre aromas de tomillo y romero. Marta se agita, cruza el portal afanosa y sofocada, se asoma a la puerta para ver si viene su hermano de la bodega con el vino añejo, entra en la habitación donde Jesús conversa con sus discípulos, y todo le parece poco para mostrar su devoción, la de su hermano y la de Magdalena.
La Magdalena, entre tanto, permanecía silenciosa, sentada a los pies de Jesús, escuchando embelesada con el rostro escondido entre las manos y mirando al Señor solamente con los ojos del alma. No se acuerda de que es necesario preparar la cena; el bullicioso ajetreo de su hermana llega casi a molestarla. Escucha, contempla y adora. Todo es paz en su interior; nada turba su alma. De pronto, Marta aparece sudorosa en el umbral. Aquella actitud de María acaba por enojarla un poco. Siempre va a ser la mimada, la preferida; ella, que arrastró por las calles el nombre de la familia, que nos hizo sufrir y llorar tanto. Y ahora se queda allí, tan tranquila, gozando de la presencia del Maestro, mientras los demás trabajan y se fatigan. «¿No os parece mal, Señor—dice con acento amargo—, que mi hermana me deje sola en estas tareas del servicio? Decidla que me ayude.» Jesús respondió: «Marta, Marta, estás inquieta y te agitas en demasiadas cosas, y, sin embargo, sólo hay una cosa necesaria. María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»
Marta comprendió. El Maestro no censuraba su ingenua actividad, sino el derramamiento de su alma en los negocios exteriores. Inclinada, por temperamento, a la acción, será siempre en la Iglesia el tipo de los espíritus abrasados por la fiebre de las obras; de los luchadores, de los destinados a los afanes de la vida activa. Pero desde aquel día supo poner en sus cuidados terrenos algo más dulce, más sereno, más profundo; en cualquiera de sus actos podía verse la perenne donación del alma. Todo para ella se había transformado en una oración, hasta el servicio más humilde de la vida cotidiana.
jueves, 28 de julio de 2016
Lecturas
Palabra que el Señor dirigió a Jeremías:
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
Palabra del Señor.
-«Anda, baja al taller del alfarero, que allí te comunicaré mi palabra».
Bajé al taller del alfarero, que en aquel momento estaba trabajando en el torno. Cuando le salía mal una vasija de barro que estaba torneando (como suele ocurrir al alafarero que trabaja con barro), volvía a hacer otra vasija, tal como a él le parecía.
Entonces el Señor me dirigió la palabra en estos términos:
-«¿No puedo yo trataros como este alfarero, casa de Israel? - oráculo del Señor -.
Pues lo mismo que está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel».
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?».
Ellos le responden:
«Sí».
Él les dijo:
«Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí.
Palabra del Señor.
Santa María Josefa Rosello
Esta activísima mujer tuvo el consuelo de que al morir ya había fundado 66 conventos de su comunidad. Es la fundadora de las Hermanas de la Misericordia.
En un retrato que le fue tomado, la santa aparece con un rostro firmemente perfilado y lleno de energía; sereno, y con la alegría de quien espera conseguir nuevos triunfos.
María Josefa nació en 1811 en Abisola, Italia, de familia pobre. Cuando todavía era muy jovencita, su papá la llamaba "la pequeña capitana", porque demostraba tener cualidades de líder y ejercía mucha influencia entre sus compañeras.
Un día todas las personas mayores del pueblo dispusieron irse en peregrinación a visitar un santuario de la Virgen, en otra población. Cuando ya los mayores se habían marchado, María Josefa organizó a las niñas de la población y con ellas se fue cantando y rezando, en peregrinación al templo del pueblo. Un joven subió a la torre e hizo repicar las campanas, y así también los menores tuvieron su fiesta religiosa.
Un par de esposos muy ricos sufrían porque el marido estaba paralizado y no tenían quien le hiciera de enfermera. Averiguaron qué mujer había de absoluta confianza y les recomendaron a Josefa. Y ella atendió con el más esmerado cariño al pobre paralítico durante ocho años. Los esposos en pago a tantas bondades, dispusieron hacerla heredera de sus cuantiosos bienes. Pero la joven les dijo que solamente había hecho esto por amor a Dios, y no les recibió nada.
Nuestra joven sentía un gran deseo de dedicarse a llevar una vida de soledad y oración, pero su confesor le dijo que eso no era lo mejor para su temperamento emprendedor. Entonces al saber que el señor obispo de Savona estaba aterrado al ver que había tantas niñas abandonadas por las calles, sin quién las educara, se le presentó para ofrecerle sus servicios. Al prelado le pareció muy buena su oferta y la encargó de conseguir otras jovenes que quisieran dedicarse a la educación de niñas abandonadas. Y así en 1837 con ella y varias de sus amigas quedó fundada la congregación de Nuestra Señora de la Merced o de las Misericordias, con el fin de atender a las jóvenes más pobres.
Con unos muebles viejos, una casona casi en ruinas, cuatro colchones de paja extendidos en el suelo, unos kilos de papas, un crucifijo y un cuadro de la Santísima Virgen, empezaron su nueva comunidad. Y Dios la bendijo tanto, que ya en vida de la fundadora se fundaron 66 casas de la comunidad. Sus biógrafos dicen que María Josefa no hizo milagros de curaciones, pero que obtuvo de Dios el milagro de que su congregación se multiplicara de manera admirable. Cada vez que tenía unos centavos sobrantes en una casa, ya pensaba en fundar otra para las gentes más pobres.
La esposa del paralítico al cual ella había atendido con tanta caridad cuando era joven, le dejó al morir toda su grande herencia y con eso pudo pagar terribles deudas que tenía y fundar nuevas casas.
La Madre Josefa tenía una confianza total en la Divina Providencia, o sea en el gran amor generoso con que Dios cuida de nosotros. Y aún en las circunstancias más difíciles no dudaba de que Dios iba a intervenir a ayudarla, y así sucedía.
En su escritorio tenía una calavera para recordar continuamente en que terminan las bellezas y vanidades del mundo.
Durante 40 años fue superiora general, pero aún teniendo tan alto cargo, en cada casa donde llegaba, se dedicaba a ayudar en los oficios más humildes: lavar, barrer, cocinar, atender a los enfermos más repugnantes, etc.
Ante tantos trabajos y afanes se enfermó gravemente. El obispo se dio cuenta de que se trataba de cansancio y exceso de trabajo. La envió a descansar varias semanas, y volvió llena de salud y de energías para seguir trabajando, por el Reino de Dios.
Los misioneros encontraban muchas niñas abandonadas y en graves peligros y las llevaban a la Madre Josefa. Y ella, aun con grandes sacrificios y endeudándose hasta el extremo, las recibía gratuitamente para educarlas.
Su gran deseo era el poder enviar misioneras a lejanas tierras. Y la ocasión se presentó en 1875 cuando desde Buenos Aires, Argentina, le rogaron que enviara a sus religiosas a atender a las niñas abandonadas. Y coincidió el envío de sus primeras misioneras con el primer grupo de misioneros salesianos que enviaba San Juan Bosco. Así que ellas en el barco recibieron la bendición y los consejos de este gran santo que estaba ese día despidiendo a sus primeros misioneros salesianos.
También en América sus religiosas fueron fundando hospitales, casas de refugio y obras de beneficiencia.
Sus últimos años padeció muy dolorosas enfermedades que la redujeron casi a total quietud. Y llegaron escrúpulos o falsos temores de que se iba a condenar. Era una pena más que le permitía Dios para que se santificara más y más. Pero venció esas tentaciones con gran confianza en Dios y murió diciendo: "Amemos a Jesús. Lo más importante es amar a Dios y salvar el alma". El 7 de diciembre de 1880 pasó a la eternidad. En 1949 fue declarada santa.
En un retrato que le fue tomado, la santa aparece con un rostro firmemente perfilado y lleno de energía; sereno, y con la alegría de quien espera conseguir nuevos triunfos.
María Josefa nació en 1811 en Abisola, Italia, de familia pobre. Cuando todavía era muy jovencita, su papá la llamaba "la pequeña capitana", porque demostraba tener cualidades de líder y ejercía mucha influencia entre sus compañeras.
Un día todas las personas mayores del pueblo dispusieron irse en peregrinación a visitar un santuario de la Virgen, en otra población. Cuando ya los mayores se habían marchado, María Josefa organizó a las niñas de la población y con ellas se fue cantando y rezando, en peregrinación al templo del pueblo. Un joven subió a la torre e hizo repicar las campanas, y así también los menores tuvieron su fiesta religiosa.
Un par de esposos muy ricos sufrían porque el marido estaba paralizado y no tenían quien le hiciera de enfermera. Averiguaron qué mujer había de absoluta confianza y les recomendaron a Josefa. Y ella atendió con el más esmerado cariño al pobre paralítico durante ocho años. Los esposos en pago a tantas bondades, dispusieron hacerla heredera de sus cuantiosos bienes. Pero la joven les dijo que solamente había hecho esto por amor a Dios, y no les recibió nada.
Nuestra joven sentía un gran deseo de dedicarse a llevar una vida de soledad y oración, pero su confesor le dijo que eso no era lo mejor para su temperamento emprendedor. Entonces al saber que el señor obispo de Savona estaba aterrado al ver que había tantas niñas abandonadas por las calles, sin quién las educara, se le presentó para ofrecerle sus servicios. Al prelado le pareció muy buena su oferta y la encargó de conseguir otras jovenes que quisieran dedicarse a la educación de niñas abandonadas. Y así en 1837 con ella y varias de sus amigas quedó fundada la congregación de Nuestra Señora de la Merced o de las Misericordias, con el fin de atender a las jóvenes más pobres.
Con unos muebles viejos, una casona casi en ruinas, cuatro colchones de paja extendidos en el suelo, unos kilos de papas, un crucifijo y un cuadro de la Santísima Virgen, empezaron su nueva comunidad. Y Dios la bendijo tanto, que ya en vida de la fundadora se fundaron 66 casas de la comunidad. Sus biógrafos dicen que María Josefa no hizo milagros de curaciones, pero que obtuvo de Dios el milagro de que su congregación se multiplicara de manera admirable. Cada vez que tenía unos centavos sobrantes en una casa, ya pensaba en fundar otra para las gentes más pobres.
La esposa del paralítico al cual ella había atendido con tanta caridad cuando era joven, le dejó al morir toda su grande herencia y con eso pudo pagar terribles deudas que tenía y fundar nuevas casas.
La Madre Josefa tenía una confianza total en la Divina Providencia, o sea en el gran amor generoso con que Dios cuida de nosotros. Y aún en las circunstancias más difíciles no dudaba de que Dios iba a intervenir a ayudarla, y así sucedía.
En su escritorio tenía una calavera para recordar continuamente en que terminan las bellezas y vanidades del mundo.
Durante 40 años fue superiora general, pero aún teniendo tan alto cargo, en cada casa donde llegaba, se dedicaba a ayudar en los oficios más humildes: lavar, barrer, cocinar, atender a los enfermos más repugnantes, etc.
Ante tantos trabajos y afanes se enfermó gravemente. El obispo se dio cuenta de que se trataba de cansancio y exceso de trabajo. La envió a descansar varias semanas, y volvió llena de salud y de energías para seguir trabajando, por el Reino de Dios.
Los misioneros encontraban muchas niñas abandonadas y en graves peligros y las llevaban a la Madre Josefa. Y ella, aun con grandes sacrificios y endeudándose hasta el extremo, las recibía gratuitamente para educarlas.
Su gran deseo era el poder enviar misioneras a lejanas tierras. Y la ocasión se presentó en 1875 cuando desde Buenos Aires, Argentina, le rogaron que enviara a sus religiosas a atender a las niñas abandonadas. Y coincidió el envío de sus primeras misioneras con el primer grupo de misioneros salesianos que enviaba San Juan Bosco. Así que ellas en el barco recibieron la bendición y los consejos de este gran santo que estaba ese día despidiendo a sus primeros misioneros salesianos.
También en América sus religiosas fueron fundando hospitales, casas de refugio y obras de beneficiencia.
Sus últimos años padeció muy dolorosas enfermedades que la redujeron casi a total quietud. Y llegaron escrúpulos o falsos temores de que se iba a condenar. Era una pena más que le permitía Dios para que se santificara más y más. Pero venció esas tentaciones con gran confianza en Dios y murió diciendo: "Amemos a Jesús. Lo más importante es amar a Dios y salvar el alma". El 7 de diciembre de 1880 pasó a la eternidad. En 1949 fue declarada santa.
miércoles, 27 de julio de 2016
Lecturas
¡Ay de mí, madre mía, me has engendrado para discutir y pleitear por todo el país!
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
Palabra del Señor.
Ni he prestado ni me han prestado, en cambio, todos me maldicen.
Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón, y tu nombre era invocado sobre mí, Señor Dios del universo.
No me junté con la gente amiga de la juerga y el disfrute; me forzaste a vivi, pues me habías llenado de tu ira.
¿Por qué se ha hecho crónica mi llaga, enconada e incurable mi herida?
Te has vuelto para mi arroyo engañoso de aguas inconstantes.
Entonces respondió el Señor:
«Si vuelves, te dejaré volver, y así estarás a mi servicio; si separas la escoria del metal, yo hablaré por tu boca.
Ellos volverán a ti, pero tú no vuelvas a ellos.
Haré de ti frente al pueblo muralla de bronce inexpugnable: lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte y salvarte - oráculo del Señor -.
Te libraré de manos de los malvados, te rescataré del puño de los violentos».
En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
-«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra».
Palabra del Señor.
Santas Bartolomea Capitanio y Vicenta Gerosa
He aquí dos almas gemelas en santidad, en el lugar de cuna y muerte, en la fundación de un mismo Instituto religioso y hasta en su misma canonización, proclamada a la par en la fiesta de la Ascensión del Año Santo 1950 por Su Santidad Pío XII.
Ambas Santas son hijas de un mismo pueblo: Lóvere. Pocos paisajes hay más singularmente envidiables en el norte de Italia que el que corona el marco luminoso de esa villa recostada a lo largo de la orilla del Sebino, que desciende de los majestuosos Alpes del Bergamasco, al norte de la Lombardía. Es el 13 de enero de 1807 cuando viene al mundo Bartolomea Capitanio, en el seno de un hogar de mediana condición, elegida por Dios para resplandecer sobre las ruinas morales y sociales acumuladas al principio del 800 por el nefasto influjo de la Revolución francesa y el jansenismo, como faro de caridad.
Mas tanto Bartolomea como Vicenta Gerosa —anterior en nacimiento (29 de octubre de 1784)— serán desde sus primeros años como flores entre espinas. En sus hogares no reina la paz ni la armonía doméstica. El padre de Bartolomea, comerciante de comestibles, era demasiado aficionado a la bebida, lo que provocaba en casa turbaciones, disgustos, gritos y lágrimas de la paciente esposa y buena madre cristiana; la cual decidió, para alejar a la inocente criatura de tales escenas, recluir a Bartolomea en el pensionado de monjas clarisas de Lóvere, una vez reinstalado su monasterio tras el huracán napoleónico.
En cuanto al hogar de Vicenta Gerosa, su padre, Juan Antonio, era poco inteligente y práctico para los negocios de pieles, y su madre, Jaimina Macario, bastante inepta para las tareas domésticas, todo lo cual originaba continuos roces y mutuas incomprensiones de carácter. A los diecisiete años murió su padre, y entonces su madre, rechazada por sus parientes y tíos, que estaban en buena posición, tuvo que huir de casa e ir a mendigar, con gran pena de la hija, a la que sus tíos no quisieron soltar de su lado. En 1814, cuando Vicenta iba ya por los treinta años, moría su madre.
Volvamos ahora los ojos a Bartolomea, acogida a los once años al monasterio de clarisas de Lóvere. Cuando la maestra, sor Francisca Parpani, le abría sus puertas, poco pensaba que adquiría una joya preciosa, la que luego ella misma había de llamar orgullosamente la ragazza d'oro (joven de oro). Era, sí, la edificación de todos. Soportaba las molestias, castigos y aun golpes de sus compañeras en silencio. La maestra la probó con humillaciones, que sabía sobrellevar sin molestarse. "La humildad, la abnegación y la oración me han de santificar", decía ella misma.
Ya aquí, en el pensionado de las clarisas, aparece como confesor y director espiritual Dom Angelo Bosio, que fue puesto por la divina Providencia al lado de Bartolomea como su guía, consejero y ángel tutelar de su gran empresa apostólica. Preclaro en virtud y de certera intuición quedará indeleblemente grabada su figura en los anales del Instituto de las Hermanas de la Caridad, de la que fue su inspirador, su animador y su definitivo sostén. El intuyó con sagacidad de santo el fondo inmenso de aquella joven, y la ayudó en el camino de la perfección hasta llegar a la meta propuesta.
Mas, entretanto, su madre añoraba a la hija querida. Dos veces llamó a las puertas del pensionado para reclamarla. A la segunda vez, en 1823, Bartolomea, con los encantos de sus dieciséis años, pero más aún con los de su formación espiritual cabe aquellos santos muros, tuvo que regresar al hogar con cierta pena. Conocía la diferencia del remanso de paz del monasterio y la agitación de su casa paterna, a causa del mal ejemplo del padre; pero también aquí vio una gran oportunidad de conducir a su progenitor al buen camino. En efecto, para apartarle del vicio iba ella en su busca por tabernas y mesones, y con sus zalamerias y buenas mañas le convencía a seguirla para casa. Poco a poco el lobo se trocó en cordero, y en siete años la santidad de Bartolomea logró su cometido. El padre moría en 1831 en la paz del Señor, después de haber vivido días tranquilos en la armonía familiar.
Entretanto Bartolomea no se ceñía al apostolado doméstico. Con ser mucho no habría sido nada para su espíritu dinámico y emprendedor. El párroco de Lóvere le había propuesto sacar el título de maestra para consagrarse a la enseñanza. Parecióle acertada la idea, y así cursó los estudios necesarios para ello hasta obtener el diploma en Bérgamo; pero la enseñanza a los pobres era sólo una parte de su vasto programa. Día tras día confió sus planes a su confesor Dom Bosio. Ella quería abarcar toda clase de obras de misericordia corporal y espiritual.
Su corazón compasivo se estremecía ante tantas necesidades de alma y cuerpo, pero su director quería ver una mayor madurez en su dirigida y así aguardó hasta seis años —que le parecieron eternos—, al cabo de los cuales la autorizó, con la venia del prelado, monseñor Nava, para echar los primeros cimientos del Instituto religioso con la creación de un hospital a base de sus propias rentas, y del que ella fue su directora. Con el hospital nació también la idea del Instituto de las Hermanas de la Caridad, inspirándose en las reglas del Instituto que había fundado San Vicente de Paúl. Pero ella sola no podía dar un paso. Mas, ¿quién se pondría a su lado en tamaña empresa?
Fue entonces cuando Dom Bosio, que conocía a Catalina Gerosa —la que luego cambiaría su nombre en religión por el de Vicenta—, puso en contacto con Bartolomea a aquella mujer de cuarenta años, alma sencilla y humilde, desprovista de cultura, pero instruida con las luces del Señor en las cosas de Dios, y muy conocida en Lóvere también por sus generosas obras de misericordia, dada su mayor holgura económica como heredera del pingüe patrimonio de sus ricos tíos.
Después de algunas dificultades por causas familiares las dos almas entraron en contacto mutuo, y, compenetradas con el plan de un Instituto religioso de caridad, con el dinero de sus respectivos patrimonios compraron la casa De Gaya el 12 de marzo de 1832. El 21 de noviembre del mismo año emitían sus votos religiosos de pobreza, castidad, obediencia y caridad, obligándose a ofrecerse a sí mismas y sus bienes en servicio de los pobres. Así quedaba fundada la Obra en aquel pequeño nido, al que todos llamarían "conventito" para distinguirlo del convento de las clarisas. Bartolomea organizó el orfanato, la escuela y las congregaciones, dedicando algunas horas del día al hospital, y Vicenta, aunque designada superiora a pesar suyo, asumió las tareas más penosas de la casa, del huerto, de la cocina y asistencia a las huerfanitas y a los enfermos. Careciendo aún de capilla, de buena mañanita corrían a la iglesia de San Gregorio a practicar allí sus devociones y rezos.
La obra estaba en marcha. Cada día eran más las escolares y huerfanitas acogidas. Todo iba muy bien; pero he aquí que el Señor quería para sí a Bartolomea, flor lozana de virtud, a los veintiséis años tan sólo, tras unas fiebres malignas que habían de llevarla al sepulcro en cuatro meses. Resignada se dispuso a bien morir, consolando a su compañera y prometiendo ayudarla en el Instituto desde el cielo, más que si estuviera en la tierra, y que el Instituto duraría por los siglos de los siglos. Todo lo contrario, empero, parecía humanamente; muerta ella diríase que desaparecía la obra. Así, al menos, lo creían las gentes de Lóvere, que lloraron unánimemente su muerte; mas los caminos de Dios son muy distintos.
Hasta Vicenta pensó en volver al retiro de su hogar; pero Dora Bosio, aquel director espiritual de ambas almas, logró convencerla haciéndole ver claramente la voluntad divina, Ella debía continuar y perpetuar su empresa. Obedeció dócilmente. Al poco tiempo centenares de fervorosas doncellas llamaban a las puertas del "conventito" para enrolarse en sus filas. Elegida superiora general, presidió durante su vida la toma de hábito de 243 religiosas y fundó 24 comunidades por toda Italia. Se palpaba la promesa de Bartolomea en su lecho de muerte. Cuando Vicenta Gerosa dormía en la paz del Señor el 29 de julio de 1847, a los sesenta y tres años de edad, rica en méritos y en virtudes, el Instituto de las Hermanas de la Caridad quedaba consolidado y agrandado.
Porque si miramos el cuadro estadístico del Instituto hoy en día, es realmente impresionante. Sólo en Italia hay 566 Comunidades. En misiones de infieles (Bengala, China, etc.) hay setenta. En total, las religiosas son 8.665, No hay obra de misericordia que no caiga dentro del campo apostólico y caritativo del Instituto; desde los asilos, hospitales, enfermerías, orfanatos, leproserías y casas para viudas hasta los reformatorios y cárceles de mujeres, escuelas, colegios, cocinas económicas, comedores de obreras, etc., etc.
Ambas Santas son hijas de un mismo pueblo: Lóvere. Pocos paisajes hay más singularmente envidiables en el norte de Italia que el que corona el marco luminoso de esa villa recostada a lo largo de la orilla del Sebino, que desciende de los majestuosos Alpes del Bergamasco, al norte de la Lombardía. Es el 13 de enero de 1807 cuando viene al mundo Bartolomea Capitanio, en el seno de un hogar de mediana condición, elegida por Dios para resplandecer sobre las ruinas morales y sociales acumuladas al principio del 800 por el nefasto influjo de la Revolución francesa y el jansenismo, como faro de caridad.
Mas tanto Bartolomea como Vicenta Gerosa —anterior en nacimiento (29 de octubre de 1784)— serán desde sus primeros años como flores entre espinas. En sus hogares no reina la paz ni la armonía doméstica. El padre de Bartolomea, comerciante de comestibles, era demasiado aficionado a la bebida, lo que provocaba en casa turbaciones, disgustos, gritos y lágrimas de la paciente esposa y buena madre cristiana; la cual decidió, para alejar a la inocente criatura de tales escenas, recluir a Bartolomea en el pensionado de monjas clarisas de Lóvere, una vez reinstalado su monasterio tras el huracán napoleónico.
En cuanto al hogar de Vicenta Gerosa, su padre, Juan Antonio, era poco inteligente y práctico para los negocios de pieles, y su madre, Jaimina Macario, bastante inepta para las tareas domésticas, todo lo cual originaba continuos roces y mutuas incomprensiones de carácter. A los diecisiete años murió su padre, y entonces su madre, rechazada por sus parientes y tíos, que estaban en buena posición, tuvo que huir de casa e ir a mendigar, con gran pena de la hija, a la que sus tíos no quisieron soltar de su lado. En 1814, cuando Vicenta iba ya por los treinta años, moría su madre.
Volvamos ahora los ojos a Bartolomea, acogida a los once años al monasterio de clarisas de Lóvere. Cuando la maestra, sor Francisca Parpani, le abría sus puertas, poco pensaba que adquiría una joya preciosa, la que luego ella misma había de llamar orgullosamente la ragazza d'oro (joven de oro). Era, sí, la edificación de todos. Soportaba las molestias, castigos y aun golpes de sus compañeras en silencio. La maestra la probó con humillaciones, que sabía sobrellevar sin molestarse. "La humildad, la abnegación y la oración me han de santificar", decía ella misma.
Ya aquí, en el pensionado de las clarisas, aparece como confesor y director espiritual Dom Angelo Bosio, que fue puesto por la divina Providencia al lado de Bartolomea como su guía, consejero y ángel tutelar de su gran empresa apostólica. Preclaro en virtud y de certera intuición quedará indeleblemente grabada su figura en los anales del Instituto de las Hermanas de la Caridad, de la que fue su inspirador, su animador y su definitivo sostén. El intuyó con sagacidad de santo el fondo inmenso de aquella joven, y la ayudó en el camino de la perfección hasta llegar a la meta propuesta.
Mas, entretanto, su madre añoraba a la hija querida. Dos veces llamó a las puertas del pensionado para reclamarla. A la segunda vez, en 1823, Bartolomea, con los encantos de sus dieciséis años, pero más aún con los de su formación espiritual cabe aquellos santos muros, tuvo que regresar al hogar con cierta pena. Conocía la diferencia del remanso de paz del monasterio y la agitación de su casa paterna, a causa del mal ejemplo del padre; pero también aquí vio una gran oportunidad de conducir a su progenitor al buen camino. En efecto, para apartarle del vicio iba ella en su busca por tabernas y mesones, y con sus zalamerias y buenas mañas le convencía a seguirla para casa. Poco a poco el lobo se trocó en cordero, y en siete años la santidad de Bartolomea logró su cometido. El padre moría en 1831 en la paz del Señor, después de haber vivido días tranquilos en la armonía familiar.
Entretanto Bartolomea no se ceñía al apostolado doméstico. Con ser mucho no habría sido nada para su espíritu dinámico y emprendedor. El párroco de Lóvere le había propuesto sacar el título de maestra para consagrarse a la enseñanza. Parecióle acertada la idea, y así cursó los estudios necesarios para ello hasta obtener el diploma en Bérgamo; pero la enseñanza a los pobres era sólo una parte de su vasto programa. Día tras día confió sus planes a su confesor Dom Bosio. Ella quería abarcar toda clase de obras de misericordia corporal y espiritual.
Su corazón compasivo se estremecía ante tantas necesidades de alma y cuerpo, pero su director quería ver una mayor madurez en su dirigida y así aguardó hasta seis años —que le parecieron eternos—, al cabo de los cuales la autorizó, con la venia del prelado, monseñor Nava, para echar los primeros cimientos del Instituto religioso con la creación de un hospital a base de sus propias rentas, y del que ella fue su directora. Con el hospital nació también la idea del Instituto de las Hermanas de la Caridad, inspirándose en las reglas del Instituto que había fundado San Vicente de Paúl. Pero ella sola no podía dar un paso. Mas, ¿quién se pondría a su lado en tamaña empresa?
Fue entonces cuando Dom Bosio, que conocía a Catalina Gerosa —la que luego cambiaría su nombre en religión por el de Vicenta—, puso en contacto con Bartolomea a aquella mujer de cuarenta años, alma sencilla y humilde, desprovista de cultura, pero instruida con las luces del Señor en las cosas de Dios, y muy conocida en Lóvere también por sus generosas obras de misericordia, dada su mayor holgura económica como heredera del pingüe patrimonio de sus ricos tíos.
Después de algunas dificultades por causas familiares las dos almas entraron en contacto mutuo, y, compenetradas con el plan de un Instituto religioso de caridad, con el dinero de sus respectivos patrimonios compraron la casa De Gaya el 12 de marzo de 1832. El 21 de noviembre del mismo año emitían sus votos religiosos de pobreza, castidad, obediencia y caridad, obligándose a ofrecerse a sí mismas y sus bienes en servicio de los pobres. Así quedaba fundada la Obra en aquel pequeño nido, al que todos llamarían "conventito" para distinguirlo del convento de las clarisas. Bartolomea organizó el orfanato, la escuela y las congregaciones, dedicando algunas horas del día al hospital, y Vicenta, aunque designada superiora a pesar suyo, asumió las tareas más penosas de la casa, del huerto, de la cocina y asistencia a las huerfanitas y a los enfermos. Careciendo aún de capilla, de buena mañanita corrían a la iglesia de San Gregorio a practicar allí sus devociones y rezos.
La obra estaba en marcha. Cada día eran más las escolares y huerfanitas acogidas. Todo iba muy bien; pero he aquí que el Señor quería para sí a Bartolomea, flor lozana de virtud, a los veintiséis años tan sólo, tras unas fiebres malignas que habían de llevarla al sepulcro en cuatro meses. Resignada se dispuso a bien morir, consolando a su compañera y prometiendo ayudarla en el Instituto desde el cielo, más que si estuviera en la tierra, y que el Instituto duraría por los siglos de los siglos. Todo lo contrario, empero, parecía humanamente; muerta ella diríase que desaparecía la obra. Así, al menos, lo creían las gentes de Lóvere, que lloraron unánimemente su muerte; mas los caminos de Dios son muy distintos.
Hasta Vicenta pensó en volver al retiro de su hogar; pero Dora Bosio, aquel director espiritual de ambas almas, logró convencerla haciéndole ver claramente la voluntad divina, Ella debía continuar y perpetuar su empresa. Obedeció dócilmente. Al poco tiempo centenares de fervorosas doncellas llamaban a las puertas del "conventito" para enrolarse en sus filas. Elegida superiora general, presidió durante su vida la toma de hábito de 243 religiosas y fundó 24 comunidades por toda Italia. Se palpaba la promesa de Bartolomea en su lecho de muerte. Cuando Vicenta Gerosa dormía en la paz del Señor el 29 de julio de 1847, a los sesenta y tres años de edad, rica en méritos y en virtudes, el Instituto de las Hermanas de la Caridad quedaba consolidado y agrandado.
Porque si miramos el cuadro estadístico del Instituto hoy en día, es realmente impresionante. Sólo en Italia hay 566 Comunidades. En misiones de infieles (Bengala, China, etc.) hay setenta. En total, las religiosas son 8.665, No hay obra de misericordia que no caiga dentro del campo apostólico y caritativo del Instituto; desde los asilos, hospitales, enfermerías, orfanatos, leproserías y casas para viudas hasta los reformatorios y cárceles de mujeres, escuelas, colegios, cocinas económicas, comedores de obreras, etc., etc.
martes, 26 de julio de 2016
Lecturas
Mis ojos se deshacen en lágrimas, de día y de noche no cesan: por la terrible desgracia que padece la doncella, hija de mi pueblo, una herida de fuertes dolores.
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
Palabra del Señor.
Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país.
¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación.
Reconocemos, Señor, nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti.
No nos rechaces, por tu nombre, no desprestigies tu trono glorioso; recuerda y no rompas tu alianza con nosotros.
¿Tienen los gentiles ídolos de la lluvia? ¿Dan los cielos de por sí los aguaceros?
¿No eres tú, Señor, Dios nuestro; tú, que eres nuestra esperanza, porque tú lo hiciste todo?
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Explícanos la parábola de la cizaña en el campo».
Él les contestó:
-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga».
Palabra del Señor.
Día de los Abuelos
La Asociación Edad Dorada-Mensajeros de la Paz quiere que se institucionalice el Día de los Abuelos, tanto en España como en el resto del mundo.
Creemos que igual que existe el día del «padre» o el día de la «madre», sería muy importante establecer el «Día de los Abuelos», sin intereses mercantilistas. Un día que nace del amor cristiano y de la gratitud humana.
RAZONES PARA EL «DÍA DE LOS ABUELOS»
A continuación unas cuantas razones por las que creemos que este día debería existir:
· Los valores humanos como el respeto y el cariño hacia nuestros mayores son algo importante y connatural a nuestra sociedad.
· La figura de los padres de nuestros padres está presente en la cercanía-lejanía de nuestra infancia. Nuestros abuelos son punto de referencia de nuestros primeros actos de toma de nuestra conciencia, nuestros primeros pasos, nuestros primeros juegos, nuestras primeras desobediencias, nuestras primeras alegrías, nuestros primeros castigos, nuestros primeros cumpleaños y tantas y tantas sensaciones más.
· Las nuevas generaciones conocen a sus bisabuelos, muchas veces en residencias, y a sus abuelos, detectando cada vez más ayuda y cariño hacia ellos. Se preocupan tanto o más que los padres.
· Nuestros padres, muchas veces a causa de sus trabajos, encomiendan a los abuelos el cuidado de los niños, el levantarles, llevarles y recogerles del colegio, el darles de comer o de merendar, etc.
· Infinidad de veces hacen las funciones de padres con todo el amor y dedicación, para ir educando a sus nietos con la ternura que se merecen, a fin de que descubran la vida sin traumas y sin complejos, ayudándoles en todo lo que pueden, mejorando incluso, en aquellas cosas que saben por experiencia que han de dar de otra manera, acordándose de errores que tuvieron con sus propios hijos.
Como estas razones, existen muchísimas más, que demuestran que la figura de los abuelos, en la actualidad, es muy importante.
El día 26 de julio, puede ser un gran día. La tradición cristiana celebra la festividad de San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Santísima Virgen María, Madre de Jesucristo, por tanto los abuelos del Niño Jesús. Esta festividad puede convertirse en un día muy bonito para celebrar toda la familia unida la fiesta de los abuelos.
UN DÍA PARA LA GRATITUD
Podemos convertir el día 26 de julio en la fiesta del agradecimiento: gracias a nuestros abuelos vinieron a la vida nuestros padres. Gracias a ellos nosotros hemos vivido muchas cosas.
Darles las gracias, compartir cada año un día de alegría, proporcionar unas horas de cariño, ternura, amor en sus soledades de personas mayores, logrando la sonrisa de su ancianidad, la chispa de viveza en sus ojos fatigados por su vejez, con-sumidos por sus años, pero siempre generosos con todos.
Día de acción de gracias por la vida, por los cuidados, por los desvelos, por los sufrimientos, por los sacrificios, por el derroche de amor y cariño de nuestros abuelos hacia nuestros padres y hacia nosotros. Por la indescriptible ayuda en nuestra educación y en la formación de nuestra personalidad.
Los abuelos de nuestra sociedad vuelven a vivir y a dar por segunda vez los mimos y los castigos que en su día ejercitaron con nuestros padres, rectificando y mejorando en todo aquello que para ellos, desde la óptica de la sabiduría que dan los años, han visto que es lo mejor para sus nietos. Su sensibilidad nos permite amarles más, y por ello nuestro agradecimiento ha de ser mucho mayor.
Celebrar la fiesta de los abuelos, es como un deber de agradecimiento, un acto de amor, una devolución de ternura y sobre todo, una acción de gracias respetuosa y alegre, para hacerles arrancar su mejor sonrisa en esta celebración íntima y familiar, donde vuelven a ser protagonistas en este día de los abuelos. Es una extensión justa, y cada día más necesaria, del cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre.
La sensibilidad de la sociedad actual nos pide que se establezca un reconocimiento público, universal y particular de cada nieto por sus abuelos –los padres de nuestros padres–. Ensalzar la figura de la abuela y del abuelo es tributar un cariño particular por la persona importante de nuestros recuerdos de infancia, personajes simpáticos a los que más de una vez hemos hecho rabiar», al igual que recordamos que les hemos hecho llorar de emoción y alegría. Su gran corazón se lo me-rece todo.
RELACIONES ENTRE GENERACIONES
La figura del abuelo es realmente una figura emblemática de la ternura humana: cuando está en la cima serena de los años contempla en los retoños de los nietos vivas prolongaciones de su propia existencia. Los latidos del corazón de los abuelos intentan prolongarse, en la vida y en la historia, durante siglos, en los mismos latidos del corazón de sus propios nietos. Es la voz del amor que resuena en todos los hogares y no se conforma con la indiferencia del olvido y menos todavía con el desdén, el desvío y la ausencia total de solidaridad humana.
Los ojos de los abuelos miran con redoblado amor la figura y presencia de los nietos. Con un amor que no es de signo paternal, sino más bien patriarcal y providencial, oteando horizontes que van más allá de la frontera del tiempo, porque rozan las mismas puertas de la trascendencia. Los abuelos, por la experiencia de sus corazones, intuyen que el amor reclama perennidad e inmortalidad. Todo ello en el ámbito entrañable de la vida. Y los nietos, al besar y abrazar con inmenso cariño a sus abuelitos, les están diciendo con esos humanísimos signos de amor: «Abuelito, yo quiero que tú vivas siempre, que tú no mueras. Que tú y yo vivamos siempre». Éste es el mensaje del verdadero amor.
Un detalle cualquiera con «mucho amor» no tiene precio, no hay dinero que lo pague y valore.
Los padres ancianos, elevados a la categoría de abuelos, merecen la expresión más fina, gentil y cariñosa de los nietos. Esta fineza hermosea la vida humana, enriquece el mundo y constituye un prestigio para los corazones agradecidos. Los nietos y los abuelos unidos en ese amor recíproco son auténticos mensajeros de la paz.
Los abuelos son un factor integrador de la vida familiar, a la que intentan sostener y fortalecer, siendo elementos creadores de afectividad, cariño y comprensión; su equilibrio emocional yde convivencia permite mantener un clima de tranquilidad y de sosiego en el hogar, que ayuda, colaborando con los padres, a obtener la madurez en la formación de los nietos.
Pero también las personas mayores precisan mantener relaciones intergeneracionales para renovar sus conocimientos. Por eso, armonizar todos los sectores demográficos de la sociedad, resulta necesario para obtener vivencias complementarias, que llenan la vida en sociedad.
La soledad de los abuelos suele ser su mayor pobreza, pues produce la sensación de vacío, difícil de sustituir. Esto se puede comprobar, si acudes a una residencia: observarás cómo esperan anhelantes la visita de un familiar.
Terminamos con estas bellas palabras de Juan Pablo II: «¡Nuestros abuelos! La Biblia les reserva el calificativo de ricos en sabiduría, maestros de la vida, testigos de la tradición de la fe y personas llenas de respeto a Dios... Es importante que se conserve, o se restablezca donde se haya perdido, un pacto entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron» (Juan Pablo II, Evangelium vitae).
«Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuentan nada. Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que "el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes". Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarles a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar (Carta de Juan Pablo II a los ancianos).
Creemos que igual que existe el día del «padre» o el día de la «madre», sería muy importante establecer el «Día de los Abuelos», sin intereses mercantilistas. Un día que nace del amor cristiano y de la gratitud humana.
RAZONES PARA EL «DÍA DE LOS ABUELOS»
A continuación unas cuantas razones por las que creemos que este día debería existir:
· Los valores humanos como el respeto y el cariño hacia nuestros mayores son algo importante y connatural a nuestra sociedad.
· La figura de los padres de nuestros padres está presente en la cercanía-lejanía de nuestra infancia. Nuestros abuelos son punto de referencia de nuestros primeros actos de toma de nuestra conciencia, nuestros primeros pasos, nuestros primeros juegos, nuestras primeras desobediencias, nuestras primeras alegrías, nuestros primeros castigos, nuestros primeros cumpleaños y tantas y tantas sensaciones más.
· Las nuevas generaciones conocen a sus bisabuelos, muchas veces en residencias, y a sus abuelos, detectando cada vez más ayuda y cariño hacia ellos. Se preocupan tanto o más que los padres.
· Nuestros padres, muchas veces a causa de sus trabajos, encomiendan a los abuelos el cuidado de los niños, el levantarles, llevarles y recogerles del colegio, el darles de comer o de merendar, etc.
· Infinidad de veces hacen las funciones de padres con todo el amor y dedicación, para ir educando a sus nietos con la ternura que se merecen, a fin de que descubran la vida sin traumas y sin complejos, ayudándoles en todo lo que pueden, mejorando incluso, en aquellas cosas que saben por experiencia que han de dar de otra manera, acordándose de errores que tuvieron con sus propios hijos.
Como estas razones, existen muchísimas más, que demuestran que la figura de los abuelos, en la actualidad, es muy importante.
El día 26 de julio, puede ser un gran día. La tradición cristiana celebra la festividad de San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Santísima Virgen María, Madre de Jesucristo, por tanto los abuelos del Niño Jesús. Esta festividad puede convertirse en un día muy bonito para celebrar toda la familia unida la fiesta de los abuelos.
UN DÍA PARA LA GRATITUD
Podemos convertir el día 26 de julio en la fiesta del agradecimiento: gracias a nuestros abuelos vinieron a la vida nuestros padres. Gracias a ellos nosotros hemos vivido muchas cosas.
Darles las gracias, compartir cada año un día de alegría, proporcionar unas horas de cariño, ternura, amor en sus soledades de personas mayores, logrando la sonrisa de su ancianidad, la chispa de viveza en sus ojos fatigados por su vejez, con-sumidos por sus años, pero siempre generosos con todos.
Día de acción de gracias por la vida, por los cuidados, por los desvelos, por los sufrimientos, por los sacrificios, por el derroche de amor y cariño de nuestros abuelos hacia nuestros padres y hacia nosotros. Por la indescriptible ayuda en nuestra educación y en la formación de nuestra personalidad.
Los abuelos de nuestra sociedad vuelven a vivir y a dar por segunda vez los mimos y los castigos que en su día ejercitaron con nuestros padres, rectificando y mejorando en todo aquello que para ellos, desde la óptica de la sabiduría que dan los años, han visto que es lo mejor para sus nietos. Su sensibilidad nos permite amarles más, y por ello nuestro agradecimiento ha de ser mucho mayor.
Celebrar la fiesta de los abuelos, es como un deber de agradecimiento, un acto de amor, una devolución de ternura y sobre todo, una acción de gracias respetuosa y alegre, para hacerles arrancar su mejor sonrisa en esta celebración íntima y familiar, donde vuelven a ser protagonistas en este día de los abuelos. Es una extensión justa, y cada día más necesaria, del cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre.
La sensibilidad de la sociedad actual nos pide que se establezca un reconocimiento público, universal y particular de cada nieto por sus abuelos –los padres de nuestros padres–. Ensalzar la figura de la abuela y del abuelo es tributar un cariño particular por la persona importante de nuestros recuerdos de infancia, personajes simpáticos a los que más de una vez hemos hecho rabiar», al igual que recordamos que les hemos hecho llorar de emoción y alegría. Su gran corazón se lo me-rece todo.
RELACIONES ENTRE GENERACIONES
La figura del abuelo es realmente una figura emblemática de la ternura humana: cuando está en la cima serena de los años contempla en los retoños de los nietos vivas prolongaciones de su propia existencia. Los latidos del corazón de los abuelos intentan prolongarse, en la vida y en la historia, durante siglos, en los mismos latidos del corazón de sus propios nietos. Es la voz del amor que resuena en todos los hogares y no se conforma con la indiferencia del olvido y menos todavía con el desdén, el desvío y la ausencia total de solidaridad humana.
Los ojos de los abuelos miran con redoblado amor la figura y presencia de los nietos. Con un amor que no es de signo paternal, sino más bien patriarcal y providencial, oteando horizontes que van más allá de la frontera del tiempo, porque rozan las mismas puertas de la trascendencia. Los abuelos, por la experiencia de sus corazones, intuyen que el amor reclama perennidad e inmortalidad. Todo ello en el ámbito entrañable de la vida. Y los nietos, al besar y abrazar con inmenso cariño a sus abuelitos, les están diciendo con esos humanísimos signos de amor: «Abuelito, yo quiero que tú vivas siempre, que tú no mueras. Que tú y yo vivamos siempre». Éste es el mensaje del verdadero amor.
Un detalle cualquiera con «mucho amor» no tiene precio, no hay dinero que lo pague y valore.
Los padres ancianos, elevados a la categoría de abuelos, merecen la expresión más fina, gentil y cariñosa de los nietos. Esta fineza hermosea la vida humana, enriquece el mundo y constituye un prestigio para los corazones agradecidos. Los nietos y los abuelos unidos en ese amor recíproco son auténticos mensajeros de la paz.
Los abuelos son un factor integrador de la vida familiar, a la que intentan sostener y fortalecer, siendo elementos creadores de afectividad, cariño y comprensión; su equilibrio emocional yde convivencia permite mantener un clima de tranquilidad y de sosiego en el hogar, que ayuda, colaborando con los padres, a obtener la madurez en la formación de los nietos.
Pero también las personas mayores precisan mantener relaciones intergeneracionales para renovar sus conocimientos. Por eso, armonizar todos los sectores demográficos de la sociedad, resulta necesario para obtener vivencias complementarias, que llenan la vida en sociedad.
La soledad de los abuelos suele ser su mayor pobreza, pues produce la sensación de vacío, difícil de sustituir. Esto se puede comprobar, si acudes a una residencia: observarás cómo esperan anhelantes la visita de un familiar.
Terminamos con estas bellas palabras de Juan Pablo II: «¡Nuestros abuelos! La Biblia les reserva el calificativo de ricos en sabiduría, maestros de la vida, testigos de la tradición de la fe y personas llenas de respeto a Dios... Es importante que se conserve, o se restablezca donde se haya perdido, un pacto entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron» (Juan Pablo II, Evangelium vitae).
«Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuentan nada. Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que "el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes". Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarles a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar (Carta de Juan Pablo II a los ancianos).
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