Abad (287 - 347) Fundador del cenibitismo
Ya conocemos al viejo Palemón, el descubridor de los desiertos de la alta Tebaida. Le vimos en su choza, más allá de la famosa ciudad de Tebas, al otro lado de las ruinas imponentes de Luxor y Carnac, abriendo de par en par su espíritu a las divinas claridades, y abriendo de mala gana su celda a un joven extranjero que venía a ponerse bajo su dirección. Este importuno que venía a interrumpir la oración del hombre de Dios era también un predestinado. Dios le había escogido para ser el padre del cenobitismo egipcio. Ante los requerimientos del anciano, contó ahora esta historia, que después repetirá muchas veces a sus discípulos: «Nací en Esneh, junto al Nilo. Crecí oyendo las invocaciones de mis padres a los falsos dioses y asistiendo a las libaciones idolátricas; pero un instinto innato me decía que todo aquello era vanidad. Un día me llevaron a un templo en el cual se ofrecía un sacrificio ritual en honor de los que habitan bajo las aguas; pero en cuanto me vieron los demonios que hablaban por la boca del ídolo tutelar, huyeron amedrentados. El sacerdote oficiante, irritado por mi presencia, ordenó que me arrojasen del sagrado recinto. Mis padres, entristecidos y llorosos, vieron un mal augurio en este suceso, y se esforzaron en hacerme comprender los misterios del buey Serapis y de Isis, la de la cabeza de becerra. A los veinte años me alistaron para servir como remero en las galeras del Imperio. Entonces salí de mi tierra y visité, en compañía de otros mozos de mi edad, los puertos del Oriente. Como íbamos de mala gana, nos encerraron en una prisión, donde nos visitaban algunos hombres buenos, trayéndonos de comer. Esta bondad conmovió mi alma, y, lleno de curiosidad, pregunté qué dios era el que ponía aquellos sentimientos en el ánimo de sus fieles. Entonces fue cuando oí pronunciar por vez primera el nombre de Jesús. Sentíme alborozado como si me hubieran dicho una palabra que mi alma aguardara con impaciente anhelo. Poco después; hallándome de nuevo en la galera remando por el emperador, mis compañeros de servidumbre se rebelaron contra los oficiales, que los maltrataban, y, al llegar a un puerto de la Cirenaica, abandonaron los remos, llevando a los jefes atados. Yo, que había prometido a mi nuevo Dios no hacer nunca mal a mis semejantes, permanecí solo en la nave, y quiso la suerte que un viento ligero me condujese hasta Egipto. Dejé la galera en el puerto de Alejandría y me encaminé a mi país natal, resuelto a dedicarme de un modo absoluto al servicio de Jesús. Un sacerdote cristiano me inició en los misterios me bautizó y me enseñó a vivir evangélicamente. Después repartí mis bienes entre los pobres, comencé a vivir miserablemente y me puse a servir a los enfermos, hasta que, cierta noche, una voz que salía de entre las zarzas del camino me dijo: «Busca en el desierto a un santo hombre cuya vida es agradable delante del Señor.» Y aquí estoy, Padre, dispuesto a imitar esa santa vida.»
Este relato era muy a propósito para convencer a un hombre santo, y aun para halagarle, por muy santo que fuese. El mancebo se quedó con el anacoreta, imitando sus penitencias, sus oraciones, sus renunciamientos. Ayunaba, rezaba, trabajaba y leía en voz alta los libros santos en medio de las grandes montañas, y si una espina se le metía en el pie, sufríala sin arrancarla, en recuerdo de los clavos con que taladraron el Cuerpo del Señor sobre la cruz. Los primeros tiempos de su vida solitaria fueron difíciles. Su cuerpo era débil, y no podía siempre soportar el rigor de los ayunos. Viendo a su santo maestro doblegado bajo el peso de los años, se animaba con palabras como éstas: «Lo que hace este anciano exangüe, ¿cómo no lo he de hacer yo, que me hallo en plena juventud?» Pero pronto se dio cuenta de que más que la edad vale la virtud; y entonces cada una de sus debilidades empezó a parecerle un castigo de sus pecados. Sutiles escrúpulos le punzaban el alma. Al sorprenderse distraído durante largas horas del rezo, parecíale como si el Señor le hubiera abandonado y el Cielo se abriera súbitamente vacío para él; y lloraba, lloraba amargamente y su pecho se llenaba de agonías. Luego, en castigo, aumentaba sus vigilias y sus ayunos; pero las distracciones no desaparecían por completo, y aunque no eran más que leves desmayos de la voluntad, creyó que provenían de las astucias del espíritu malo, empeñado en apartarle de la presencia de Jesús. ¿No le había hablado el viejo Palemón de la sutileza con que los demonios se deslizaban en las celdas de los solitarios? A veces, cuando se arrodillaba para rezar, creía ver un abismo, que le llenaba de espanto, como si la tierra se hubiera abierto de repente a sus ojos. Cuando caminaba, parecíale que las legiones infernales iban delante de él dirigidas por un jefe que gritaba: «Dejad paso al hombre de Dios.» Pero el hombre de Dios seguía su camino sin levantar los ojos. Otra vez, mientras estaba en el trabajo, Satán le saltó a la cara cantando en la forma de un gallo. El animoso anacoreta estaba siempre en acecho para no dejarse sorprender. Hasta llegó a pedir al Señor que A poco, una puerta de oro se abre delante de ellos, y Pacomio, curadas las heridas, perfumados los cabellos, ungido el cuerpo con un bálsamo aromático, se encuentra en el Paraíso y exclama sin poderse contener: «¡Alabado sea Dios por los siglos de los siglos!» Imágenes espléndidas empiezan a pasar ante su vista: grupos de efebos coronados de jazmines, que llevaban en la diestra el lirio, símbolo de la pureza; asambleas de ancianos envueltos en túnicas que parecían tejidas de luz; cortejos de matronas, en cuyos labios las sonrisas de la felicidad florecían como rosas místicas; coros de vírgenes de cabelleras de oro y ojos de zafiro, que cantaban himnos maravillosos. Allí, David, un anciano de fulgente diadema y luminosa frente: más allá, el Bautista, de negro pelo rizado y ojos ardientes, que parecían iluminados con la vista del Cordero de Dios; luego. Moisés, alta figura coronada de cuernos de oro; y el senado de los Apostóles, y la majestad de los profetas, y la muchedumbre de los mártires; todos sonrientes, seráficos, luminosos, inefablemente bienaventurados.
Después, una puerta de hierro y un espacio caliginoso y una impresión de terror y un espantoso restallar de llamas: es el Amenti, el infierno. Pozos profundos, dragones de fauces horribles, calderas de pez hirviente, edificios inmensos, por cuyas ventanas se asomaban temblorosas lenguas de fuego, y una población heterogénea, que gritaba y gemía y hacía gestos inarmónicos y pronunciaba palabras sin orden; una inmensidad sin límites en que los avaros se imaginaban contar monedas impalpables y los golosos abrían la boca hasta desquiciarse las mandíbulas, como para devorarse a sí mismos, y los lujuriosos acariciaban desesperadamente formas aéreas, y los coléricos se revolvían en actitudes airadas, buscando en el vacío algo que les irritaba y que nunca lograban coger, y los perezosos trataban en vano de encontrar un sitio donde extender sus miembros hinchados. Nadie allí tenía nombre, aunque se veían cabezas adornadas con la tonsura de los sacerdotes y hombros cubiertos por la cogulla monacal. Entre ellos estaban los fundadores de herejías, lanzados al abismo por la tentación del orgullo.
El solitario temblaba al reconocer entre los habitantes de la ciudad maldita algunos compañeros suyos; se tapaba los ojos con las manos y el escalofrío estremecía lodo su cuerpo. Pero el ángel lo cogió entre sus brazos y alzó el vuelo hacia el desierto. Al depositarle de nuevo en el pedregal, entrególe una tabla de bronce, y le dijo: «Estas son las reglas de los monasterios que has de fundar. Hombres ávidos de perfección vendrán hacia ti y tú serás para ellos padre y maestro.» Pacomio despertó. Por los montes de Arabia una ola de luz subía lentamente, borrando las sombras. Las ondulaciones remotas de la Tebaida parecían surgir de entre los precipicios con alegre suavidad. Era el amanecer de nuevo día; era el principio de una nueva vida para el discípulo de Palemón. Tres lustros más tarde sus propios discípulos explicaban de esta manera milagrosa su vocación de fundador.
Hacia el año 320, muerto Palemón, Pacomio, seguido por sus primeros reclutas, se establece al norte de Tebas, cerca de Deuderah, en un oasis que llevaba el nombre de Tabenna o Tabennisi, «Jardín de las palmas de Isis». Bajo su manto llevaba la tabla celeste, cuyas prescripciones condensa Dionisio el Exiguo en estas frases: «Permite a cada uno que coma y beba según su necesidad. Haz trabajar a todos conforme a lo que comen. Constrúyeles celdas diversas y ponlos de tres en tres en cada celda. Que los alimentos sean preparados, en el mismo lugar, y que todos coman en común. Que duerman vestidos de túnicas de lino, con las cinturas ceñidas; que tengan todos un manto blanco de lana de cabra, y que, al acercarse a la santa Comunión, desaten sus cinturas y se quiten el manto. Que tus religiosos estén divididos en veinticuatro categorías, correspondientes a las letras del alfabeto, para que cada signo indique el grado de perfección a que hayan llegado. La rho, que se parezca a una maza, será el distintivo de los fuertes en los combates de Dios; la xi, que es tortuosa, significará a los que se extravían con frecuencia en los caminos de Dios. Nadie podrá leer las Escrituras Sagradas durante los tres primeros años de su vida religiosa, sino sólo trabajar con sencillez en las obras que le fueron confiadas. Durante las comidas, guarden absoluto silencio y coman cubiertos del capuchón, para que no vean lo que comen. Sus rezos serán doce durante el día, doce durante la tarde y doce durante la noche.»
Este programa coincide con la Regla que se nos conserva de San Pacomio. En ella, el visionario, el extático, el místico, se nos revela como un hombre esencialmente práctico, como un perfecto organizador. Todo está previsto con claridad, con precisión y con brevedad. Falta el orden lógico. Es una legislación que no se hizo en un solo día, sino que fue fijándose conforme lo dictaba la experiencia y la oportunidad. Nada en ella era absoluto y definitivo. Una decisión nueva venía con frecuencia a modificar, a precisar, a completar otras anteriores, y la mayor parte de las veces a atenuar su rigor. Es un perfeccionamiento dirigido siempre en un sentido de mayor discreción. Al principio, la separación del mundo era tal, que los monjes no podían ver siquiera a sus parientes. Un día llegó al monasterio la madre de Teodoro, el discípulo predilecto del abad. Con el fin de ver a su hijo, traía una recomendación del obispo de la diócesis. Pacomio hizo llamar a su discípulo y le dijo: «Si quieres, puedes salir a verla, pero ya sabes que no es la perfección del Evangelio.» «Padre—contestó el monje—, si fuese la voluntad de Dios, la mataría sin misericordia.» La pobre mujer hubo de contentarse con ver a su hijo marchando entre los demás camino del trabajo. Esto era al principio. Más tarde, el legislador se dio cuenta de que era mejor mostrarse condescendiente y humano. «Toda cosa —decía—es buena a su tiempo; porque seguimos un camino severo y difícil. Hacemos más de lo que está escrito en las Escrituras, y así, en adelante, os enseñaré lo que debemos hacer, es decir, caminar un poco con las gentes de fuera, de una manera más suave, sin exceso ni en el trabajo, ni en la oración, ni en la penitencia.»
Pero lo que estaba escrito debían observarlo todos Inexorablemente. La mortificación más increíble no excusaba el cumplimiento de la Regla. Un día, al llegar Pacomio a uno de sus monasterios, le dijo un adolescente:
—Padre, desde que tú te marchaste no nos han dado las hierbas cocidas.
—¿Por qué así?—preguntó el abad, dirigiéndose al cocinero.
—Porque son tan penitentes los monjes de esta casa —dijo éste—, que casi nadie quiere probar cosa que haya pasado por el fuego; pero no creas que he perdido el tiempo: ahí tienes quinientas esteras que he hecho en dos meses.
—Pues estas esteras las vamos a quemar inmediatamente; porque nadie tiene derecho a quebrantar las prescripciones inviolables de la Regla.
En otra ocasión discutía Pacomio acerca de los santos libros con varios ancianos, mientras un hermano tejía esteras a la puerta de su celda. Ya había terminado una, y trabajaba en otra con afanosa actividad. De pronto el abad interrumpe su discurso y se dirige a los que le rodean, diciéndoles: «¿Veis ese desgraciado? Preocupado de merecer la alabanza de los hombres y no la de Dios, se fatiga inútilmente y pierde toda ganancia.» Después llamó al hermano, le reprendió, le acarició y le ordenó que cuando los demás estuviesen en la iglesia, entrase con las dos esteras, diciendo: « ¡Oh hermanos míos y padres!, yo os suplico que recéis a Dios por mi alma para que la cure por vuestras oraciones, porque he preferido estas dos esteras al Rey del Cielo.»
Así dirigía Pacomio las almas de sus discípulos. Su mirada estaba en todas partes; lo mismo en Tabennisi que en los demás monasterios escalonados a uno y otro lado del Nilo. Los postulantes acudían sin cesar. La mayoría eran fellahs de la llanura; pero había también muchos de Alejandría, de Roma y de Grecia, hombres de espíritu sutil, que habían aprendido filosofía y retórica y se expresaban, no en el copto del maestro, sino en la lengua de Platón. Pacomio los distribuía, por naciones, en monasterios diferentes. Una docena de monasterios acataban su voz y en ellos habitaban muchos miles de monjes. Sólo en Tabennisi eran mil cuatrocientas, y enfrente, al otro lado del río, vivían ochocientas religiosas. En todos se rezaban las mismas oraciones, se comía a la misma hora, se trabajaba con la misma actividad. Las barcas monacales surcaban constantemente el Nilo, llevando al puerto de Alejandría las sogas, los cilicios y las esteras. Pronto los monjes tuvieron una verdadera flota. Aquí estaba el peligro de aquella organización. Todo estaba orientado hacia el trabajo: los monjes eran trabajadores; los cenobios, oficinas y talleres; la confederación de monasterios, una especie de sociedad económica. La riqueza era inevitable, y no tardó en aparecer en aquella Tebaida antes desolada.
Pacomio había realizado una obra nueva y original, una verdadera creación. Había convertido el asceterio en cenobio; la vida solitaria, en vida común. Tenía todas las condiciones para ello: talento práctico, espíritu de sacrificio y un corazón abrasado en el amor de sus semejantes. Era un egipcio hecho para calcular, para mandar, para ordenar. Tenía los instintos del soldado.
Su ideal en el monasterio se flamaba el orden. Lo que el solitario practicaba siguiendo su capricho, todo estaba reglamentado para el cenobita. Una trompeta llamaba al trabajo, a la oración y a la comida; adondequiera que iban, los monjes caminaban ordenadamente; las herramientas se guardaban en una casa; en otra casa los libros. Esta organización introducía en el mundo de las ideas monásticas un concepto enteramente nuevo, el de la obediencia. Nadie podía levantar la túnica, ni sacar una pincha del pie, ni rasurarse la cabeza o la barba sin permiso del anciano. No sin motivo encontramos por vez primera en el valle del Nilo este carácter estricto de la obediencia monástica. El egipcio se figuraba a Dios como un dueño omnipotente; había obedecido a los faraones como vicarios de Ra, y su religiosidad estaba en servir, cumplir las órdenes de lo alto, someterse a la voluntad divina. Pero la obediencia que se enseñaba en Tabennisi; tenía, además, el sentido de una unión del alma del monje a Dios. «El que quiere conseguir la perfección debe renunciar a su voluntad propia, a sus ideales, a toda iniciativa personal.» Es el concepto que después propagarán todos los legisladores de la vida monástica. San Basilio, San Agustín, San Columbano, San Benito, San Isidoro y San Fructuoso no harán más que perfeccionar el sistema inaugurado por San Pacomio. Estudiarán su Regla, imitarán su régimen y plagiarán sus disposiciones, atenuándolas o robusteciéndolas según su temperamento.
El éxito de su obra había aureolado de un prestigio sobrenatural el nombre del insigne fundador. Sus discípulos le veneraban como un profeta; sus visiones se comentaban por el orbe entero; su vida penitente era conocida en todos los desiertos, y de los más apartados lugares venían los enfermos y los poseídos mendigando milagros. Sondeaba los corazones, hablaba con los bienaventurados, lanzaba los espíritus malignos y tenía palabras que iluminaban los corazones.
Su elocuencia era como una fuente irrestañable. Iba de un monasterio a otro enseñando los secretos de la vida interior y comentando las Escrituras. A veces, según leemos en sus Vidas antiguas, hablaba desde la aurora hasta el anochecer. «!Oh hermanos míos—decía—, la vida se pasa y la muerte llega! Mientras estemos en este cuerpo de polvo, tratemos de salvar nuestras almas. Recordad en todo momento los bienes que aguardan en el Cielo a los valientes. Visitad los sepulcros y mirad lo que encierran, para que sepáis lo que es el hombre y os deis cuenta de que somos nada. Despertemos de nuestra embriaguez, renunciemos a nuestra ignorancia, sacudamos nuestro sueño, lloremos sobre nuestras almas antes que nos sorprenda la muerte, a fin de que no encontremos cerrada la puerta. ¡Oh hermanos!, no nos dejemos seducir por las alucinaciones de esta vida, llena de humo y tinieblas. En verdad, me lleno de vergüenza y de terror al pensar que acaso nuestros amigos del mundo, que por nuestros hábitos había creído que éramos los amigos particulares del Mesías, nos echarán en cara nuestra flojedad, nuestras traiciones, nuestra hipocresía.»
Era aquélla una elocuencia austera, que hacía llorar y temblar, pero lo que caracterizaba a Pacomio era su corazón de padre, inflamado por un amor que no se cansaba nunca. Aunque miles de monjes se arrodillaban delante de él, aunque los cocodrilos se presentaban a él para trasladarle de un lado a otro del río, como habían hecho con Osiris en los tiempos mitológicos; aunque Dios multiplicaba sus obras maravillosas, jamás perdió la candorosa sencillez de los primeros días. Una paz inefable inundaba su alma, un candor infantil iluminaba sus ojos. Un día llegó a uno de sus monasterios y se puso a trenzar cuerdas con los demás hermanos. Un niño que le vio se acercó a él y le dijo:
—Padre, no se hace así.
—¿Cómo, hijo? Enséñame—replicó el abad con una Sonrisa beatífica, y empezó a trabajar como se lo decía, el muchacho.
Pero, aunque viejo, el demonio seguía molestándole con ataques encarnizados. «Aún tengo instantes de tentación dolorosa—decía a su amigo el obispo Paladio—. Durante algunas temporadas, después de los cincuenta años, el enemigo no dejó pasar una noche ni un día sin asediarme. En cierta ocasión, figurándome que Jesús me había abandonado, y prefiriendo morir antes que entregarme, salí de mi celda con el propósito de no volver a ella. Después de errar durante largas horas por el desierto, encontré una madriguera de hienas. Desnúdeme y me metí en ella para que, al volver, hambrientas y furiosas, me devorasen las fieras. Más cuando las hienas llegaron, en lugar de devorarme, se postraron humildes a mis pies. Entonces, lleno de confusión al ver que aquellos animales comprendían mejor que yo el secreto designio de Dios, les dije: Oremos. Y se estuvieron quedas mientras estuve entre ellas orando, y luego, al salir, me acompañaron hasta la puerta del monasterio. Después, durante algún tiempo, el diablo dejóme en paz. Oía sus alas crepitantes por encima de las celdas de los hermanos, pero diríase que no osaba acercarse al santo recinto. Hasta que un día que entraba en mi celda una zagala de Etiopía, a quien siendo joven había visto segando hierba fresca en un valle florido, llegó hasta mí, se sentó en mis rodillas y me echó los brazos al cuello. Aún siento la palpitación de todo mi ser al evocar este recuerdo. Eran tales sus fuerzas, que para huir de ella tuve que dejarle mi cogulla entre las garras, y salí corriendo por el yermo, loco de dolor. Anduve toda la noche y todo el día siguiente, hiriéndome los pies sobre las piedras y retorciéndome las manos con ira. Los solitarios, al verme pasar, hacían la señal de la cruz, figurándose que había perdido la razón. Como nada podía apagar la llama interna que me devoraba, cogí un áspid y lo apliqué, iracundo, a mi cuerpo. Tres veces me mordió; pero sin causarme el menor daño. En aquel instante, una gran claridad iluminó mi espíritu y oí una voz que me decía: «Vuelve a tu celda, lucha, mortifícate y ten confianza en tu Dios.»
A las visitas de los demonios sucedían las de los ángeles. Los mensajeros del Cielo le traían constantemente divinas alegrías. En cada momento grave de su carrera, un albo aleteo le rodeaba. Si los demonios derribaban un muro de su monasterio, los serafines llegaban para reconstruirlo. Pero él temblaba pensando en las asechanzas del enemigo y ayunaba sin tregua y se pasaba las noches rezando en pie, con una cuerda bajo los brazos, flacos y huesudos, que atada a una argolla, le sostenía a fin de no rendirse jamás; hasta que una mañana sus discípulos le encontraron muerto en esta actitud. Entonces su pueblo de penitentes se reunió en las llanuras de Tabennisi, cantando salmos, entrecortados por sollozos y gemidos. «Padre—clamaban unos—, ¿por qué nos abandonas?» Y otros decían: «Guíanos por los santos caminos desde el trono de tu gloria.» Y Teodoro, su discípulo, rezaba con voz llorosa: «Concede, ¡oh Señor, a su espíritu un lugar de reposo con Abraham. Isaac y Jacob, con todos sus elegidos, y resucita su cuerpo el día que has fijado según tu promesa, que no puede fallar, para darle la herencia de que es digno en los jardines eternos.» Y en este momento, un joven de candida y mística mirada gritó en medio de la multitud estremecida: «¡Vedlo, vedlo subir al Cielo entre un coro de ángeles!» Los ángeles, sus confidentes, sus guías, sus amigos, le llevaban hasta la última morada.
Ya conocemos al viejo Palemón, el descubridor de los desiertos de la alta Tebaida. Le vimos en su choza, más allá de la famosa ciudad de Tebas, al otro lado de las ruinas imponentes de Luxor y Carnac, abriendo de par en par su espíritu a las divinas claridades, y abriendo de mala gana su celda a un joven extranjero que venía a ponerse bajo su dirección. Este importuno que venía a interrumpir la oración del hombre de Dios era también un predestinado. Dios le había escogido para ser el padre del cenobitismo egipcio. Ante los requerimientos del anciano, contó ahora esta historia, que después repetirá muchas veces a sus discípulos: «Nací en Esneh, junto al Nilo. Crecí oyendo las invocaciones de mis padres a los falsos dioses y asistiendo a las libaciones idolátricas; pero un instinto innato me decía que todo aquello era vanidad. Un día me llevaron a un templo en el cual se ofrecía un sacrificio ritual en honor de los que habitan bajo las aguas; pero en cuanto me vieron los demonios que hablaban por la boca del ídolo tutelar, huyeron amedrentados. El sacerdote oficiante, irritado por mi presencia, ordenó que me arrojasen del sagrado recinto. Mis padres, entristecidos y llorosos, vieron un mal augurio en este suceso, y se esforzaron en hacerme comprender los misterios del buey Serapis y de Isis, la de la cabeza de becerra. A los veinte años me alistaron para servir como remero en las galeras del Imperio. Entonces salí de mi tierra y visité, en compañía de otros mozos de mi edad, los puertos del Oriente. Como íbamos de mala gana, nos encerraron en una prisión, donde nos visitaban algunos hombres buenos, trayéndonos de comer. Esta bondad conmovió mi alma, y, lleno de curiosidad, pregunté qué dios era el que ponía aquellos sentimientos en el ánimo de sus fieles. Entonces fue cuando oí pronunciar por vez primera el nombre de Jesús. Sentíme alborozado como si me hubieran dicho una palabra que mi alma aguardara con impaciente anhelo. Poco después; hallándome de nuevo en la galera remando por el emperador, mis compañeros de servidumbre se rebelaron contra los oficiales, que los maltrataban, y, al llegar a un puerto de la Cirenaica, abandonaron los remos, llevando a los jefes atados. Yo, que había prometido a mi nuevo Dios no hacer nunca mal a mis semejantes, permanecí solo en la nave, y quiso la suerte que un viento ligero me condujese hasta Egipto. Dejé la galera en el puerto de Alejandría y me encaminé a mi país natal, resuelto a dedicarme de un modo absoluto al servicio de Jesús. Un sacerdote cristiano me inició en los misterios me bautizó y me enseñó a vivir evangélicamente. Después repartí mis bienes entre los pobres, comencé a vivir miserablemente y me puse a servir a los enfermos, hasta que, cierta noche, una voz que salía de entre las zarzas del camino me dijo: «Busca en el desierto a un santo hombre cuya vida es agradable delante del Señor.» Y aquí estoy, Padre, dispuesto a imitar esa santa vida.»
Este relato era muy a propósito para convencer a un hombre santo, y aun para halagarle, por muy santo que fuese. El mancebo se quedó con el anacoreta, imitando sus penitencias, sus oraciones, sus renunciamientos. Ayunaba, rezaba, trabajaba y leía en voz alta los libros santos en medio de las grandes montañas, y si una espina se le metía en el pie, sufríala sin arrancarla, en recuerdo de los clavos con que taladraron el Cuerpo del Señor sobre la cruz. Los primeros tiempos de su vida solitaria fueron difíciles. Su cuerpo era débil, y no podía siempre soportar el rigor de los ayunos. Viendo a su santo maestro doblegado bajo el peso de los años, se animaba con palabras como éstas: «Lo que hace este anciano exangüe, ¿cómo no lo he de hacer yo, que me hallo en plena juventud?» Pero pronto se dio cuenta de que más que la edad vale la virtud; y entonces cada una de sus debilidades empezó a parecerle un castigo de sus pecados. Sutiles escrúpulos le punzaban el alma. Al sorprenderse distraído durante largas horas del rezo, parecíale como si el Señor le hubiera abandonado y el Cielo se abriera súbitamente vacío para él; y lloraba, lloraba amargamente y su pecho se llenaba de agonías. Luego, en castigo, aumentaba sus vigilias y sus ayunos; pero las distracciones no desaparecían por completo, y aunque no eran más que leves desmayos de la voluntad, creyó que provenían de las astucias del espíritu malo, empeñado en apartarle de la presencia de Jesús. ¿No le había hablado el viejo Palemón de la sutileza con que los demonios se deslizaban en las celdas de los solitarios? A veces, cuando se arrodillaba para rezar, creía ver un abismo, que le llenaba de espanto, como si la tierra se hubiera abierto de repente a sus ojos. Cuando caminaba, parecíale que las legiones infernales iban delante de él dirigidas por un jefe que gritaba: «Dejad paso al hombre de Dios.» Pero el hombre de Dios seguía su camino sin levantar los ojos. Otra vez, mientras estaba en el trabajo, Satán le saltó a la cara cantando en la forma de un gallo. El animoso anacoreta estaba siempre en acecho para no dejarse sorprender. Hasta llegó a pedir al Señor que A poco, una puerta de oro se abre delante de ellos, y Pacomio, curadas las heridas, perfumados los cabellos, ungido el cuerpo con un bálsamo aromático, se encuentra en el Paraíso y exclama sin poderse contener: «¡Alabado sea Dios por los siglos de los siglos!» Imágenes espléndidas empiezan a pasar ante su vista: grupos de efebos coronados de jazmines, que llevaban en la diestra el lirio, símbolo de la pureza; asambleas de ancianos envueltos en túnicas que parecían tejidas de luz; cortejos de matronas, en cuyos labios las sonrisas de la felicidad florecían como rosas místicas; coros de vírgenes de cabelleras de oro y ojos de zafiro, que cantaban himnos maravillosos. Allí, David, un anciano de fulgente diadema y luminosa frente: más allá, el Bautista, de negro pelo rizado y ojos ardientes, que parecían iluminados con la vista del Cordero de Dios; luego. Moisés, alta figura coronada de cuernos de oro; y el senado de los Apostóles, y la majestad de los profetas, y la muchedumbre de los mártires; todos sonrientes, seráficos, luminosos, inefablemente bienaventurados.
Después, una puerta de hierro y un espacio caliginoso y una impresión de terror y un espantoso restallar de llamas: es el Amenti, el infierno. Pozos profundos, dragones de fauces horribles, calderas de pez hirviente, edificios inmensos, por cuyas ventanas se asomaban temblorosas lenguas de fuego, y una población heterogénea, que gritaba y gemía y hacía gestos inarmónicos y pronunciaba palabras sin orden; una inmensidad sin límites en que los avaros se imaginaban contar monedas impalpables y los golosos abrían la boca hasta desquiciarse las mandíbulas, como para devorarse a sí mismos, y los lujuriosos acariciaban desesperadamente formas aéreas, y los coléricos se revolvían en actitudes airadas, buscando en el vacío algo que les irritaba y que nunca lograban coger, y los perezosos trataban en vano de encontrar un sitio donde extender sus miembros hinchados. Nadie allí tenía nombre, aunque se veían cabezas adornadas con la tonsura de los sacerdotes y hombros cubiertos por la cogulla monacal. Entre ellos estaban los fundadores de herejías, lanzados al abismo por la tentación del orgullo.
El solitario temblaba al reconocer entre los habitantes de la ciudad maldita algunos compañeros suyos; se tapaba los ojos con las manos y el escalofrío estremecía lodo su cuerpo. Pero el ángel lo cogió entre sus brazos y alzó el vuelo hacia el desierto. Al depositarle de nuevo en el pedregal, entrególe una tabla de bronce, y le dijo: «Estas son las reglas de los monasterios que has de fundar. Hombres ávidos de perfección vendrán hacia ti y tú serás para ellos padre y maestro.» Pacomio despertó. Por los montes de Arabia una ola de luz subía lentamente, borrando las sombras. Las ondulaciones remotas de la Tebaida parecían surgir de entre los precipicios con alegre suavidad. Era el amanecer de nuevo día; era el principio de una nueva vida para el discípulo de Palemón. Tres lustros más tarde sus propios discípulos explicaban de esta manera milagrosa su vocación de fundador.
Hacia el año 320, muerto Palemón, Pacomio, seguido por sus primeros reclutas, se establece al norte de Tebas, cerca de Deuderah, en un oasis que llevaba el nombre de Tabenna o Tabennisi, «Jardín de las palmas de Isis». Bajo su manto llevaba la tabla celeste, cuyas prescripciones condensa Dionisio el Exiguo en estas frases: «Permite a cada uno que coma y beba según su necesidad. Haz trabajar a todos conforme a lo que comen. Constrúyeles celdas diversas y ponlos de tres en tres en cada celda. Que los alimentos sean preparados, en el mismo lugar, y que todos coman en común. Que duerman vestidos de túnicas de lino, con las cinturas ceñidas; que tengan todos un manto blanco de lana de cabra, y que, al acercarse a la santa Comunión, desaten sus cinturas y se quiten el manto. Que tus religiosos estén divididos en veinticuatro categorías, correspondientes a las letras del alfabeto, para que cada signo indique el grado de perfección a que hayan llegado. La rho, que se parezca a una maza, será el distintivo de los fuertes en los combates de Dios; la xi, que es tortuosa, significará a los que se extravían con frecuencia en los caminos de Dios. Nadie podrá leer las Escrituras Sagradas durante los tres primeros años de su vida religiosa, sino sólo trabajar con sencillez en las obras que le fueron confiadas. Durante las comidas, guarden absoluto silencio y coman cubiertos del capuchón, para que no vean lo que comen. Sus rezos serán doce durante el día, doce durante la tarde y doce durante la noche.»
Este programa coincide con la Regla que se nos conserva de San Pacomio. En ella, el visionario, el extático, el místico, se nos revela como un hombre esencialmente práctico, como un perfecto organizador. Todo está previsto con claridad, con precisión y con brevedad. Falta el orden lógico. Es una legislación que no se hizo en un solo día, sino que fue fijándose conforme lo dictaba la experiencia y la oportunidad. Nada en ella era absoluto y definitivo. Una decisión nueva venía con frecuencia a modificar, a precisar, a completar otras anteriores, y la mayor parte de las veces a atenuar su rigor. Es un perfeccionamiento dirigido siempre en un sentido de mayor discreción. Al principio, la separación del mundo era tal, que los monjes no podían ver siquiera a sus parientes. Un día llegó al monasterio la madre de Teodoro, el discípulo predilecto del abad. Con el fin de ver a su hijo, traía una recomendación del obispo de la diócesis. Pacomio hizo llamar a su discípulo y le dijo: «Si quieres, puedes salir a verla, pero ya sabes que no es la perfección del Evangelio.» «Padre—contestó el monje—, si fuese la voluntad de Dios, la mataría sin misericordia.» La pobre mujer hubo de contentarse con ver a su hijo marchando entre los demás camino del trabajo. Esto era al principio. Más tarde, el legislador se dio cuenta de que era mejor mostrarse condescendiente y humano. «Toda cosa —decía—es buena a su tiempo; porque seguimos un camino severo y difícil. Hacemos más de lo que está escrito en las Escrituras, y así, en adelante, os enseñaré lo que debemos hacer, es decir, caminar un poco con las gentes de fuera, de una manera más suave, sin exceso ni en el trabajo, ni en la oración, ni en la penitencia.»
Pero lo que estaba escrito debían observarlo todos Inexorablemente. La mortificación más increíble no excusaba el cumplimiento de la Regla. Un día, al llegar Pacomio a uno de sus monasterios, le dijo un adolescente:
—Padre, desde que tú te marchaste no nos han dado las hierbas cocidas.
—¿Por qué así?—preguntó el abad, dirigiéndose al cocinero.
—Porque son tan penitentes los monjes de esta casa —dijo éste—, que casi nadie quiere probar cosa que haya pasado por el fuego; pero no creas que he perdido el tiempo: ahí tienes quinientas esteras que he hecho en dos meses.
—Pues estas esteras las vamos a quemar inmediatamente; porque nadie tiene derecho a quebrantar las prescripciones inviolables de la Regla.
En otra ocasión discutía Pacomio acerca de los santos libros con varios ancianos, mientras un hermano tejía esteras a la puerta de su celda. Ya había terminado una, y trabajaba en otra con afanosa actividad. De pronto el abad interrumpe su discurso y se dirige a los que le rodean, diciéndoles: «¿Veis ese desgraciado? Preocupado de merecer la alabanza de los hombres y no la de Dios, se fatiga inútilmente y pierde toda ganancia.» Después llamó al hermano, le reprendió, le acarició y le ordenó que cuando los demás estuviesen en la iglesia, entrase con las dos esteras, diciendo: « ¡Oh hermanos míos y padres!, yo os suplico que recéis a Dios por mi alma para que la cure por vuestras oraciones, porque he preferido estas dos esteras al Rey del Cielo.»
Así dirigía Pacomio las almas de sus discípulos. Su mirada estaba en todas partes; lo mismo en Tabennisi que en los demás monasterios escalonados a uno y otro lado del Nilo. Los postulantes acudían sin cesar. La mayoría eran fellahs de la llanura; pero había también muchos de Alejandría, de Roma y de Grecia, hombres de espíritu sutil, que habían aprendido filosofía y retórica y se expresaban, no en el copto del maestro, sino en la lengua de Platón. Pacomio los distribuía, por naciones, en monasterios diferentes. Una docena de monasterios acataban su voz y en ellos habitaban muchos miles de monjes. Sólo en Tabennisi eran mil cuatrocientas, y enfrente, al otro lado del río, vivían ochocientas religiosas. En todos se rezaban las mismas oraciones, se comía a la misma hora, se trabajaba con la misma actividad. Las barcas monacales surcaban constantemente el Nilo, llevando al puerto de Alejandría las sogas, los cilicios y las esteras. Pronto los monjes tuvieron una verdadera flota. Aquí estaba el peligro de aquella organización. Todo estaba orientado hacia el trabajo: los monjes eran trabajadores; los cenobios, oficinas y talleres; la confederación de monasterios, una especie de sociedad económica. La riqueza era inevitable, y no tardó en aparecer en aquella Tebaida antes desolada.
Pacomio había realizado una obra nueva y original, una verdadera creación. Había convertido el asceterio en cenobio; la vida solitaria, en vida común. Tenía todas las condiciones para ello: talento práctico, espíritu de sacrificio y un corazón abrasado en el amor de sus semejantes. Era un egipcio hecho para calcular, para mandar, para ordenar. Tenía los instintos del soldado.
Su ideal en el monasterio se flamaba el orden. Lo que el solitario practicaba siguiendo su capricho, todo estaba reglamentado para el cenobita. Una trompeta llamaba al trabajo, a la oración y a la comida; adondequiera que iban, los monjes caminaban ordenadamente; las herramientas se guardaban en una casa; en otra casa los libros. Esta organización introducía en el mundo de las ideas monásticas un concepto enteramente nuevo, el de la obediencia. Nadie podía levantar la túnica, ni sacar una pincha del pie, ni rasurarse la cabeza o la barba sin permiso del anciano. No sin motivo encontramos por vez primera en el valle del Nilo este carácter estricto de la obediencia monástica. El egipcio se figuraba a Dios como un dueño omnipotente; había obedecido a los faraones como vicarios de Ra, y su religiosidad estaba en servir, cumplir las órdenes de lo alto, someterse a la voluntad divina. Pero la obediencia que se enseñaba en Tabennisi; tenía, además, el sentido de una unión del alma del monje a Dios. «El que quiere conseguir la perfección debe renunciar a su voluntad propia, a sus ideales, a toda iniciativa personal.» Es el concepto que después propagarán todos los legisladores de la vida monástica. San Basilio, San Agustín, San Columbano, San Benito, San Isidoro y San Fructuoso no harán más que perfeccionar el sistema inaugurado por San Pacomio. Estudiarán su Regla, imitarán su régimen y plagiarán sus disposiciones, atenuándolas o robusteciéndolas según su temperamento.
El éxito de su obra había aureolado de un prestigio sobrenatural el nombre del insigne fundador. Sus discípulos le veneraban como un profeta; sus visiones se comentaban por el orbe entero; su vida penitente era conocida en todos los desiertos, y de los más apartados lugares venían los enfermos y los poseídos mendigando milagros. Sondeaba los corazones, hablaba con los bienaventurados, lanzaba los espíritus malignos y tenía palabras que iluminaban los corazones.
Su elocuencia era como una fuente irrestañable. Iba de un monasterio a otro enseñando los secretos de la vida interior y comentando las Escrituras. A veces, según leemos en sus Vidas antiguas, hablaba desde la aurora hasta el anochecer. «!Oh hermanos míos—decía—, la vida se pasa y la muerte llega! Mientras estemos en este cuerpo de polvo, tratemos de salvar nuestras almas. Recordad en todo momento los bienes que aguardan en el Cielo a los valientes. Visitad los sepulcros y mirad lo que encierran, para que sepáis lo que es el hombre y os deis cuenta de que somos nada. Despertemos de nuestra embriaguez, renunciemos a nuestra ignorancia, sacudamos nuestro sueño, lloremos sobre nuestras almas antes que nos sorprenda la muerte, a fin de que no encontremos cerrada la puerta. ¡Oh hermanos!, no nos dejemos seducir por las alucinaciones de esta vida, llena de humo y tinieblas. En verdad, me lleno de vergüenza y de terror al pensar que acaso nuestros amigos del mundo, que por nuestros hábitos había creído que éramos los amigos particulares del Mesías, nos echarán en cara nuestra flojedad, nuestras traiciones, nuestra hipocresía.»
Era aquélla una elocuencia austera, que hacía llorar y temblar, pero lo que caracterizaba a Pacomio era su corazón de padre, inflamado por un amor que no se cansaba nunca. Aunque miles de monjes se arrodillaban delante de él, aunque los cocodrilos se presentaban a él para trasladarle de un lado a otro del río, como habían hecho con Osiris en los tiempos mitológicos; aunque Dios multiplicaba sus obras maravillosas, jamás perdió la candorosa sencillez de los primeros días. Una paz inefable inundaba su alma, un candor infantil iluminaba sus ojos. Un día llegó a uno de sus monasterios y se puso a trenzar cuerdas con los demás hermanos. Un niño que le vio se acercó a él y le dijo:
—Padre, no se hace así.
—¿Cómo, hijo? Enséñame—replicó el abad con una Sonrisa beatífica, y empezó a trabajar como se lo decía, el muchacho.
Pero, aunque viejo, el demonio seguía molestándole con ataques encarnizados. «Aún tengo instantes de tentación dolorosa—decía a su amigo el obispo Paladio—. Durante algunas temporadas, después de los cincuenta años, el enemigo no dejó pasar una noche ni un día sin asediarme. En cierta ocasión, figurándome que Jesús me había abandonado, y prefiriendo morir antes que entregarme, salí de mi celda con el propósito de no volver a ella. Después de errar durante largas horas por el desierto, encontré una madriguera de hienas. Desnúdeme y me metí en ella para que, al volver, hambrientas y furiosas, me devorasen las fieras. Más cuando las hienas llegaron, en lugar de devorarme, se postraron humildes a mis pies. Entonces, lleno de confusión al ver que aquellos animales comprendían mejor que yo el secreto designio de Dios, les dije: Oremos. Y se estuvieron quedas mientras estuve entre ellas orando, y luego, al salir, me acompañaron hasta la puerta del monasterio. Después, durante algún tiempo, el diablo dejóme en paz. Oía sus alas crepitantes por encima de las celdas de los hermanos, pero diríase que no osaba acercarse al santo recinto. Hasta que un día que entraba en mi celda una zagala de Etiopía, a quien siendo joven había visto segando hierba fresca en un valle florido, llegó hasta mí, se sentó en mis rodillas y me echó los brazos al cuello. Aún siento la palpitación de todo mi ser al evocar este recuerdo. Eran tales sus fuerzas, que para huir de ella tuve que dejarle mi cogulla entre las garras, y salí corriendo por el yermo, loco de dolor. Anduve toda la noche y todo el día siguiente, hiriéndome los pies sobre las piedras y retorciéndome las manos con ira. Los solitarios, al verme pasar, hacían la señal de la cruz, figurándose que había perdido la razón. Como nada podía apagar la llama interna que me devoraba, cogí un áspid y lo apliqué, iracundo, a mi cuerpo. Tres veces me mordió; pero sin causarme el menor daño. En aquel instante, una gran claridad iluminó mi espíritu y oí una voz que me decía: «Vuelve a tu celda, lucha, mortifícate y ten confianza en tu Dios.»
A las visitas de los demonios sucedían las de los ángeles. Los mensajeros del Cielo le traían constantemente divinas alegrías. En cada momento grave de su carrera, un albo aleteo le rodeaba. Si los demonios derribaban un muro de su monasterio, los serafines llegaban para reconstruirlo. Pero él temblaba pensando en las asechanzas del enemigo y ayunaba sin tregua y se pasaba las noches rezando en pie, con una cuerda bajo los brazos, flacos y huesudos, que atada a una argolla, le sostenía a fin de no rendirse jamás; hasta que una mañana sus discípulos le encontraron muerto en esta actitud. Entonces su pueblo de penitentes se reunió en las llanuras de Tabennisi, cantando salmos, entrecortados por sollozos y gemidos. «Padre—clamaban unos—, ¿por qué nos abandonas?» Y otros decían: «Guíanos por los santos caminos desde el trono de tu gloria.» Y Teodoro, su discípulo, rezaba con voz llorosa: «Concede, ¡oh Señor, a su espíritu un lugar de reposo con Abraham. Isaac y Jacob, con todos sus elegidos, y resucita su cuerpo el día que has fijado según tu promesa, que no puede fallar, para darle la herencia de que es digno en los jardines eternos.» Y en este momento, un joven de candida y mística mirada gritó en medio de la multitud estremecida: «¡Vedlo, vedlo subir al Cielo entre un coro de ángeles!» Los ángeles, sus confidentes, sus guías, sus amigos, le llevaban hasta la última morada.
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