Vicente Ferrer, Bernardino de Siena y Juan Capistrano forman algo así como un triunvirato apostólico en los últimos años de la cristiandad medieval. Un mismo ímpetu los lanza de pueblo en pueblo, un mismo celo los abrasa, un mismo espíritu los mueve. Diríase que se le transmiten uno a uno como una linterna levantada sobre un siglo tenebroso: el de Valencia descubre al de Siena, predicando una vez en Alejandría del Piamonte, extiende las manos sobre su cabeza y deja en él una semilla que no tardará en fructificar; el de Siena encuentra al de Capistrano, le deja su gorro en herencia y, con el gorro, la vibración de su palabra y su fervor misionero. Tres grandes figuras de apóstoles, que tienen la llave de las almas, y el secreto que conmueve a los grandes pecadores, y la fuerza misteriosa que arrastra a las multitudes. Su elocuencia es espontánea, ardiente, popular; la de San Vicente, más austera; la de San Juan de Capistrano, más impetuosa; la de San Bernardino, más suave, más serena, más familiar. La misma presencia de aquellos hombres era ya un presagio de sus éxitos apostólicos. En cuanto a Bernardino, todos sus biógrafos nos hablan de su rara belleza: mediana estatura, rostro rubicundo, ojos alegres y voz poderosa. En la plaza de Siena oyó un día, siendo joven, una proposición, que hizo afluir la sangre a sus mejillas. «¿Por quién me has tomado?», gritó él y lanzándose iracundo contra el libertino, estampó en su rostro una sonora bofetada. Nos queda un retrato suyo hecho al fin de su vida. El capuchón le cubre la cabeza y la frente; sus ojos se están cerrados en el fervor de la meditación, su boca se pliega con energía y su barba se alarga hablando de bondad. La bondad se adivina también en los rasgos de su cara ampollada, y la firmeza en su nariz prominente. Delante de él se ven las tres mitras que renunció. y, sobre su cabeza, el símbolo del nombre de Jesús, que él paseó por toda Italia. Es el reflejo de aquel hombre «más bien divino que humano—según uno de sus biógrafos—, que se hacía querer de todos por su benignidad y admirar por la integridad de su vida, la gracia de su inocencia y el encanto de su virtud».
Otro contemporáneo, el humanista milanés Mafeo Vegio, se alarga en el elogio de su elocuencia. Lo que más admira en él es la pronunciación, el acento, la expresión de la idea en la voz. «Nada—nos dice—puede imaginarse más digno, más noble, más bello. Era su voz tan dulce, tan clara, tan sonora, tan distinta, tan matizada, tan segura, tan penetrante, tan llena, tan amplia y tan eficaz, que parecía acomodada a todos los sentimientos, a todas las ideas, a todas las delicadezas y a todos los terrores. Nada puede igualar al arte con que sabía manejarla y adaptarla a, todos los afectos para mover y deleitar al público; nada puede compararse a la naturalidad con que acertaba a realzar la fuerza del pensamiento con los movimientos y actitudes de su rostro, siempre alegre, y de todo su cuerpo, del que parecía desprenderse una irradiación celestial.» No le faltaba tampoco la doctrina. Antes de entrar en la Orden de San Francisco, Bernardino había estudiado en Siena la filosofía y el derecho; ya fraile, se entregó con ardor a los estudios teológicos, y no desconocía, dice su biógrafo, los poetas y los oradores clásicos. A diferencia de San Vicente Ferrer, Bernardino solía salpicar sus sermones de citas profanas, de cuentos y digresiones amenas, destinadas a sostener la atención del auditorio. Estudiaba también cuidadosamente las costumbres, las necesidades, el carácter de los pueblos a donde llegaba, y tenía el don infalible de discernir los efectos de su palabra en la multitud. Cuando la veía acongojada con exceso, acudía a un gracejo, a un chiste, a un rasgo de ingenio para templar el terror o la tristeza. Era siempre ingenioso y tenía una conversación chispeante y llena de gracia.
«Pero a todas estas cosas—dice Mafeo Vegio—superaba la integridad de su vida, su santidad. Nada pudo encontrarse en él digno de reprensión; nada que pudiese echar sombras en la sinceridad de su palabra.» Bernardino conocía y practicaba la sentencia de su Padre San Francisco: Ognuno sa quanto opera. Son las obras las que miden la ciencia del hombre. Primero en Massa, donde había nacido, siendo su padre gobernador de la ciudad; después en Siena, adonde le llevó su afán de saber, el joven se había distinguido por su piedad y por la pureza de sus costumbres. «Anda con mucho cuidado, hijo mío—le decía una tía suya monja—; tienes una cara demasiado guapa y un corazón demasiado tierno, y podrías perderte.» Y el mancebo, siempre divertido y jovial, respondía, asustando a la buena mujer: «Es tarde para oír tus consejos; el amor se ha apoderado de mí y moriría de pena si un día no pudiese ver a mi amada.» Y al marchar, añadía: «Voy a mi dama; es la más noble y la más bella de todas las hijas de Siena.» «¡Dios mío, Dios mío!—suspiraba entonces la monja—, este chico anda mal.» Pero pronto se tranquilizó al saber que aquella dama misteriosa no era otra que la imagen de la Virgen que se veneraba en un nicho de la Puerta Camila. Diariamente la visitaba el mancebo, y más de una vez le sorprendieron sus amigos hablando con ella.
A los veinte años, Bernardino, el vástago ilustre de los Albiceschi, servía a los apestados en el Hospital de la Scala. Todavía se ve hoy en Siena este grandioso edificio; su fachada gótica, de piedra y ladrillo, forma uno de los lados de la maravillosa plaza de la catedral. La antigua sala abovedada que servía de dormitorio a los peregrinos está intacta, y sus frescos, que se remontan a la primera mitad del siglo XV, nos hacen revivir la existencia del misericordioso mancebo: aquí un enfermero reparte la limosna a los pobres; allí entra otro llevando a la espalda un canasto de niños expósitos; más lejos aparece una sala donde se cura a los enfermos, y enfrente se ve un enfermo acostado con la cabeza vendada y el rostro amarillo y velloso, y a la cabecera una mesa llena de cajas de farmacia y frascos de licores claros. Allí encontró Bernardino el espíritu de una compatriota suya, Catalina, que treinta años antes había paseado por aquellas vastas galerías y cuya sonrisa recordaban aún algunos de los enfermos. Tal vez el piadoso enfermero cruzaba ahora por allí meditando las palabras de la santa, leyendo sus libros, rumiando las anécdotas edificantes de su vida. «Ni el Creador ni las criaturas pueden estar sin amor», había dicho el Dante, y con él coincidía la hija del tintorero sienés al decir: «El alma no puede vivir sin amor; porque hay que amar a Dios o al mundo. Si ama al mundo, no encontrará más que sufrimientos; Dios, en cambio, es la eterna suavidad, y el alma que le recibe mediante la gracia halla sus deseos satisfechos, porque no puede ser saciada más que por Dios, que es lo único más grande que ella. El mundo no la saciaría nunca, pues no hemos sido creados para comer polvo.» Así pensaba también Bernardino, y este pensamiento le sacó de la ciudad y le guió hasta un convento retirado que había en las cercanías, y que fue desde entonces el teatro de su vida austera e inflamada en el amor divino.
Tal era el hombre que, durante un cuarto de siglo, recorrió las ciudades italianas despertando el fervor religioso y llamando a los hombres a la penitencia. En su camino brotaban la paz y la limosna, se organizaban cofradías de caridad y congregaciones de misioneros, surgían iglesias, conventos y hospitales. Su revelación fue progresiva. En el primer sermón nadie pudo adivinar al futuro predicador. Se le vio pálido, tembloroso, vacilante. Después, durante catorce años, su prestigio no trasciende más allá de Siena y sus alrededores. «Permaneció oscuro durante mucho tiempo—dice su biógrafo—, hasta que le descubrieron los milaneses cuando tenía cerca de cuarenta años. Desde este momento su nombre se hizo el más glorioso de toda Italia. Su elocuencia, no sólo arrebataba al pueblo, sino que era el deleite de los doctos y los humanistas. En Milán, uno de los gramáticos más ilustres solía decir a sus discípulos: «Vamos, hijos, a oír a este frailecito, que aunque lleva un vestido tan miserable, habla con una gracia inimitable.» De Milán pasa a Venecia, a Pavía, a Florencia, a Nápoles. Todas las ciudades quieren oírle, los obispos se le disputan, las Repúblicas le llaman a apaciguar sus discordias.
En Roma tuvo que pasar unos días difíciles. Como todo hombre admirado, también él tiene enemigos que le llaman charlatán, novador, agitador de conciencias; se le acusa de ignorante, de irrespetuoso para con los poderes públicos, de poco serio en la exposición de la palabra divina. Un sabio de aquellos días, Bracciolini, decía en uno de sus diálogos:
«A mi ver, lo mismo Bernardino de Siena que otros muchos predicadores, andan por un camino falso al buscar la brillantez más que la utilidad; se preocupan menos de curar las enfermedades de las almas que de obtener los aplausos del vulgo; tratan a veces materias abstractas y difíciles, reprenden los vicios de una manera que parece enseñarlos, y, en su deseo de agradarles, pierden de vista el fin verdadero de su misión, que es hacer a los hombres mejores.» Aún Conservamos algunos tratados piadosos de San Bernardino, y aunque no es posible encontrar en ellos aquella llama que abrasaba a las almas y transformaba los pueblos, hay que reconocer que no faltan en ellos doctrina, seriedad y esa huella de la unción, que nos revela el paso de un santo. No obstante, los émulos trabajaban en Roma para hacer condenar al predicador sienés, y consiguieron que Martino V le prohibiese hablar nuevamente en público. Lejos de empezar con distingos, o declararse en franca rebelión, como algo más tarde Savonarola, Bernardino se sometió humildemente:
«Veo—decía—que estas contradicciones me son muy útiles para librarme de la condenación eterna»; y como algunos amigos le preguntasen cómo podía permanecer estudiando y meditando en su celda asediado por tantas amarguras, respondía él: «Es que cuando en ella entro, las injurias y los odios se quedan a la puerta.»
Afortunadamente, la tormenta pasó pronto. Una comisión de cardenales declaró que ni en la predicación ni en los escritos del franciscano había una sola proposición reprensible. Entonces Bernardino empezó de nuevo sus peregrinaciones apostólicas, embrazó su Biblia, cogió su asnillo y caminó de pueblo en pueblo continuando su obra reformadora, propagando la devoción al nombre de Jesús. Aquí estaba su única innovación. Cuando entraba en una iglesia, lo primero que hacía era sacar una tabla, donde estaba escrito el monograma del Salvador con los círculos y los rayos que todos conocemos. La muerte le cogió peregrinando. Pasó de Milán a Pavía, estrenó en Perusa un pulpito de mármol, que la ciudad había hecho para él, y desde allí se dirigió a Reate. Preguntáronle si entraría en Reate a pie o montado en su asno, y respondió que montado, añadiendo:
«Cuando voy en mi asno me reciben diez veces mejor que cuando voy a pie. He observado que el animalito se merece las nueve partes de los honores.» Aun tenía humor para hacer chistes; y, sin embargo, la fiebre le consumía. El camino de Reate a Aquila fue para él el camino del Cielo. Murió al entrar en esta última ciudad, en la tarde de la vigilia de la Ascensión, cuando la Iglesia cantaba esta antífona: «Padre, manifesté tu nombre a los hombres que me diste, y ahora voy a Ti.» Estas palabras parecían el resumen de su vida.
Otro contemporáneo, el humanista milanés Mafeo Vegio, se alarga en el elogio de su elocuencia. Lo que más admira en él es la pronunciación, el acento, la expresión de la idea en la voz. «Nada—nos dice—puede imaginarse más digno, más noble, más bello. Era su voz tan dulce, tan clara, tan sonora, tan distinta, tan matizada, tan segura, tan penetrante, tan llena, tan amplia y tan eficaz, que parecía acomodada a todos los sentimientos, a todas las ideas, a todas las delicadezas y a todos los terrores. Nada puede igualar al arte con que sabía manejarla y adaptarla a, todos los afectos para mover y deleitar al público; nada puede compararse a la naturalidad con que acertaba a realzar la fuerza del pensamiento con los movimientos y actitudes de su rostro, siempre alegre, y de todo su cuerpo, del que parecía desprenderse una irradiación celestial.» No le faltaba tampoco la doctrina. Antes de entrar en la Orden de San Francisco, Bernardino había estudiado en Siena la filosofía y el derecho; ya fraile, se entregó con ardor a los estudios teológicos, y no desconocía, dice su biógrafo, los poetas y los oradores clásicos. A diferencia de San Vicente Ferrer, Bernardino solía salpicar sus sermones de citas profanas, de cuentos y digresiones amenas, destinadas a sostener la atención del auditorio. Estudiaba también cuidadosamente las costumbres, las necesidades, el carácter de los pueblos a donde llegaba, y tenía el don infalible de discernir los efectos de su palabra en la multitud. Cuando la veía acongojada con exceso, acudía a un gracejo, a un chiste, a un rasgo de ingenio para templar el terror o la tristeza. Era siempre ingenioso y tenía una conversación chispeante y llena de gracia.
«Pero a todas estas cosas—dice Mafeo Vegio—superaba la integridad de su vida, su santidad. Nada pudo encontrarse en él digno de reprensión; nada que pudiese echar sombras en la sinceridad de su palabra.» Bernardino conocía y practicaba la sentencia de su Padre San Francisco: Ognuno sa quanto opera. Son las obras las que miden la ciencia del hombre. Primero en Massa, donde había nacido, siendo su padre gobernador de la ciudad; después en Siena, adonde le llevó su afán de saber, el joven se había distinguido por su piedad y por la pureza de sus costumbres. «Anda con mucho cuidado, hijo mío—le decía una tía suya monja—; tienes una cara demasiado guapa y un corazón demasiado tierno, y podrías perderte.» Y el mancebo, siempre divertido y jovial, respondía, asustando a la buena mujer: «Es tarde para oír tus consejos; el amor se ha apoderado de mí y moriría de pena si un día no pudiese ver a mi amada.» Y al marchar, añadía: «Voy a mi dama; es la más noble y la más bella de todas las hijas de Siena.» «¡Dios mío, Dios mío!—suspiraba entonces la monja—, este chico anda mal.» Pero pronto se tranquilizó al saber que aquella dama misteriosa no era otra que la imagen de la Virgen que se veneraba en un nicho de la Puerta Camila. Diariamente la visitaba el mancebo, y más de una vez le sorprendieron sus amigos hablando con ella.
A los veinte años, Bernardino, el vástago ilustre de los Albiceschi, servía a los apestados en el Hospital de la Scala. Todavía se ve hoy en Siena este grandioso edificio; su fachada gótica, de piedra y ladrillo, forma uno de los lados de la maravillosa plaza de la catedral. La antigua sala abovedada que servía de dormitorio a los peregrinos está intacta, y sus frescos, que se remontan a la primera mitad del siglo XV, nos hacen revivir la existencia del misericordioso mancebo: aquí un enfermero reparte la limosna a los pobres; allí entra otro llevando a la espalda un canasto de niños expósitos; más lejos aparece una sala donde se cura a los enfermos, y enfrente se ve un enfermo acostado con la cabeza vendada y el rostro amarillo y velloso, y a la cabecera una mesa llena de cajas de farmacia y frascos de licores claros. Allí encontró Bernardino el espíritu de una compatriota suya, Catalina, que treinta años antes había paseado por aquellas vastas galerías y cuya sonrisa recordaban aún algunos de los enfermos. Tal vez el piadoso enfermero cruzaba ahora por allí meditando las palabras de la santa, leyendo sus libros, rumiando las anécdotas edificantes de su vida. «Ni el Creador ni las criaturas pueden estar sin amor», había dicho el Dante, y con él coincidía la hija del tintorero sienés al decir: «El alma no puede vivir sin amor; porque hay que amar a Dios o al mundo. Si ama al mundo, no encontrará más que sufrimientos; Dios, en cambio, es la eterna suavidad, y el alma que le recibe mediante la gracia halla sus deseos satisfechos, porque no puede ser saciada más que por Dios, que es lo único más grande que ella. El mundo no la saciaría nunca, pues no hemos sido creados para comer polvo.» Así pensaba también Bernardino, y este pensamiento le sacó de la ciudad y le guió hasta un convento retirado que había en las cercanías, y que fue desde entonces el teatro de su vida austera e inflamada en el amor divino.
Tal era el hombre que, durante un cuarto de siglo, recorrió las ciudades italianas despertando el fervor religioso y llamando a los hombres a la penitencia. En su camino brotaban la paz y la limosna, se organizaban cofradías de caridad y congregaciones de misioneros, surgían iglesias, conventos y hospitales. Su revelación fue progresiva. En el primer sermón nadie pudo adivinar al futuro predicador. Se le vio pálido, tembloroso, vacilante. Después, durante catorce años, su prestigio no trasciende más allá de Siena y sus alrededores. «Permaneció oscuro durante mucho tiempo—dice su biógrafo—, hasta que le descubrieron los milaneses cuando tenía cerca de cuarenta años. Desde este momento su nombre se hizo el más glorioso de toda Italia. Su elocuencia, no sólo arrebataba al pueblo, sino que era el deleite de los doctos y los humanistas. En Milán, uno de los gramáticos más ilustres solía decir a sus discípulos: «Vamos, hijos, a oír a este frailecito, que aunque lleva un vestido tan miserable, habla con una gracia inimitable.» De Milán pasa a Venecia, a Pavía, a Florencia, a Nápoles. Todas las ciudades quieren oírle, los obispos se le disputan, las Repúblicas le llaman a apaciguar sus discordias.
En Roma tuvo que pasar unos días difíciles. Como todo hombre admirado, también él tiene enemigos que le llaman charlatán, novador, agitador de conciencias; se le acusa de ignorante, de irrespetuoso para con los poderes públicos, de poco serio en la exposición de la palabra divina. Un sabio de aquellos días, Bracciolini, decía en uno de sus diálogos:
«A mi ver, lo mismo Bernardino de Siena que otros muchos predicadores, andan por un camino falso al buscar la brillantez más que la utilidad; se preocupan menos de curar las enfermedades de las almas que de obtener los aplausos del vulgo; tratan a veces materias abstractas y difíciles, reprenden los vicios de una manera que parece enseñarlos, y, en su deseo de agradarles, pierden de vista el fin verdadero de su misión, que es hacer a los hombres mejores.» Aún Conservamos algunos tratados piadosos de San Bernardino, y aunque no es posible encontrar en ellos aquella llama que abrasaba a las almas y transformaba los pueblos, hay que reconocer que no faltan en ellos doctrina, seriedad y esa huella de la unción, que nos revela el paso de un santo. No obstante, los émulos trabajaban en Roma para hacer condenar al predicador sienés, y consiguieron que Martino V le prohibiese hablar nuevamente en público. Lejos de empezar con distingos, o declararse en franca rebelión, como algo más tarde Savonarola, Bernardino se sometió humildemente:
«Veo—decía—que estas contradicciones me son muy útiles para librarme de la condenación eterna»; y como algunos amigos le preguntasen cómo podía permanecer estudiando y meditando en su celda asediado por tantas amarguras, respondía él: «Es que cuando en ella entro, las injurias y los odios se quedan a la puerta.»
Afortunadamente, la tormenta pasó pronto. Una comisión de cardenales declaró que ni en la predicación ni en los escritos del franciscano había una sola proposición reprensible. Entonces Bernardino empezó de nuevo sus peregrinaciones apostólicas, embrazó su Biblia, cogió su asnillo y caminó de pueblo en pueblo continuando su obra reformadora, propagando la devoción al nombre de Jesús. Aquí estaba su única innovación. Cuando entraba en una iglesia, lo primero que hacía era sacar una tabla, donde estaba escrito el monograma del Salvador con los círculos y los rayos que todos conocemos. La muerte le cogió peregrinando. Pasó de Milán a Pavía, estrenó en Perusa un pulpito de mármol, que la ciudad había hecho para él, y desde allí se dirigió a Reate. Preguntáronle si entraría en Reate a pie o montado en su asno, y respondió que montado, añadiendo:
«Cuando voy en mi asno me reciben diez veces mejor que cuando voy a pie. He observado que el animalito se merece las nueve partes de los honores.» Aun tenía humor para hacer chistes; y, sin embargo, la fiebre le consumía. El camino de Reate a Aquila fue para él el camino del Cielo. Murió al entrar en esta última ciudad, en la tarde de la vigilia de la Ascensión, cuando la Iglesia cantaba esta antífona: «Padre, manifesté tu nombre a los hombres que me diste, y ahora voy a Ti.» Estas palabras parecían el resumen de su vida.
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