Entonces, dice San Lucas, es decir, después de haber — recibido la visita del ángel, levantóse María, y fue apresuradamente, a través de las montañas, a una aldea de Judá. Fue a saludar y felicitar a Isabel, la mujer de Zacarías, sacerdote y profeta. Largo viaje: varios días de marcha, desde Galilea hasta Judea, más allá de Jerusalén, más allá de Belén, algo más allá de Hebrón. Allí, entre la aspereza de la montaña, en un valle pedregoso y gris, está Juttah, villa sacerdotal, y en Juttah la casa de aquel descendente de Leví, que unos meses antes se había quedado mudo en el templo; la casa de la santa mujer cuyo nombre había pronunciado el celeste mensajero en aquella entrevista memorable: «Y he aquí que Isabel, tu prima, a pesar de su vejez, ha concebido también un hijo, y éste es el sexto mes para aquella a quien las gentes llamaban estéril.» Y María corre; ella, la virgen escondida, la enamorada del silencio la que parece vivir sumergida en un océano de paz infinita, quisiera ahora tenerlas para atravesar sin tocar el suelo aquellos campos de Samaría, aquellos montes de Efraim, aquellos caminos perfumados por los grandes recuerdos bíblicos. ¡Oh, el placer de alegrarse con su prima, de cantar juntamente con ella las misericordias de Yahvé, de ayudarla en el trance de su alumbramiento, de dejar en aquella casa de santos las primicias de aquel tesoro infinito que ya llevaba en su seno!
«Y entró María y saludó a Isabel.» ¿Qué virtud tan prodigiosa habría en aquella voz? Porque la anciana Isabel quedó como petrificada, y sus cabellos blancos se estremecieron, y su rostro arrugado se cubrió del color de la cera pálida, y no hizo más que cruzar las manos e inclinar la cabeza y dejar escapar aquel grito inarticulado de que nos habla el Evangelista, aquel «¡Ah!» fuerte y agudo, que era al mismo tiempo un grito de adoración; de asombro, de respeto y de amor. El Espíritu Santo la había llenado, la voz de María había sido para ella un divino amanecer, todo lo había comprendido, todo lo había adivinado en un instante. Así lo indican las primeras palabras que pudo pronunciar, unas palabras que condensan sublimes misterios, milenios de esperanzas, maravillas de eternas claridades. «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» No le pregunta qué es lo que pasa en Nazareth, ni se acuerda de José, el carpintero; ni le dice: Estarás muy fatigada, te ha puesto morena el sol, te ha maltratado el camino. Todo lo olvida, todo lo comprende; su mente se ha iluminado, su corazón se ha llenado de felicidad, su alma está anonadada; una criatura acaba de retozar en su seno otoñal, pero florido. Temblando todavía, fija sus ojos en la frente sonrosada de la doncella, que parece un espejo de la gloria celeste, y se atreve a sonreír. No es ella sólo la que se alegra; el niño que lleva en sus entrañas se ha estremecido de gozo, y a su manera ha empezado a cumplir ya su oficio de precursor. Todavía no ve la luz, y ya señala al sol: parece como si quisiese romper aquella cárcel que le encierra para anunciar la noticia sublime: He aquí el Cordero de Dios. Tiene infantiles impaciencias, y parece decir: ¿Qué hago yo aquí, preso y rodeado de tinieblas, cuando ha llegado el que es la luz del mundo y rompe las cadenas seculares?
Tal vez allí, en un rincón de la casa, el viejo sacerdote contempla la escena prodigiosa. En él piensa seguramente Isabel cuando dice a su prima: «Bienaventurada tú, que has creído.» Él no puede hablar; pero harto hablan sus ojos y sus manos y toda su actitud. Una dicha profunda conmueve también su ser; y tal vez repercuten en su memoria los versos que tantas veces ha oído al coro de los levitas delante del Santo: «Escucha, oh hija, y ve; inclina el oído de tu corazón y olvídate de la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura. He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será llamado Dios con nosotros. Fue exaltada como el cedro sobre el Líbano, y como el ciprés en el monte de Sión; fue elevada como la palmera de Cades y como planta de rosa en Jericó; fue sublimada como oliva vistosa en los campos y como plátano en las plazas, junto a la corriente. En mí toda gracia de luz y de verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud.»
María se siente abrumada ante aquellos transportes de júbilo; pero sabe que todo aquello es verdad, que su fe ha tenido como consecuencia la Encarnación, que el Verbo habita en sus entrañas, que es bendita entre todas las mujeres; y ella, la humilde doncella de Nazareth, la desconocida, la que a duras penas ha podido conseguir la mano de un modesto carpintero, recoge todos aquellos homenajes para colocarlos a los pies de Dios, y proclama, en el éxtasis de inspiración, que el saludo de su prima no es más que el principio de un himno gigantesco en que todos los siglos mezclarán sus voces, en que el Cielo juntará sus armonías infinitas, en que la tierra pondrá lo más grande, lo más bello, lo más puro que puede producir. Eso es el Magníficat. «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador; porque Él ha mirado la humildad de su sierva, y he aquí que en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes prodigios.» No es Débora, la amazona terrible del Antiguo Testamento, quien canta; ni es tampoco Judit, la que llevó las manos ensangrentadas con la muerte de su enemigo; es María, la amadora de la paz, la que por ninguna hazaña brillante se ha atraído las miradas del mundo; las que unos días antes ha pronunciado estas sencillas palabras: «He aquí la esclava del Señor.» Ahora dos abismos la anonadan y confunden: reconoce su humildad, pero tiene además la conciencia de su grandeza, y no puede callarla, porque es el testimonio de la omnipotencia divina, y despierta y recoge y consagra con un cántico sublime el himno universal que estallará entre los hombres y los ángeles ante el espectáculo de su hermosura, porque en él ve la respuesta del mundo a la obra de la eterna sabiduría y del eterno amor. Pronto se olvida de sí misma para pensar sólo en la gloria de Dios y en la salvación de los hombres. Remontándose con vuelo prodigioso por encima del espacio y del tiempo, dominando con una sola mirada todos los acontecimientos de la Historia, contempla el triunfo de aquel Hijo que lleva en sus entrañas, instaurado el imperio de la justicia y de la humildad, derribados los tronos de la violencia y del orgullo, invertidos todos los valores humanos y cumplidas, finalmente, las palabras de los profetas en el encumbramiento de los verdaderos hijos de Abraham.
Después calló. Aquellos labios que sabían decir cosas tan sublimes, volvieron al silencio amado. Pero la casa del sacerdote se iluminó todavía durante tres meses con la gracia inefable «de la Madre de nuestro Señor», hasta que nació Juan y habló Zacarías, y se celebró la circuncisión del recién nacido, entre regocijo de vecinos y parientes y profecías inspiradas y jubilosos pronósticos. Pero cuando las vecinas felicitaban a Isabel y la decían: «¿Qué destino será el de este niño?», la vieja, mirando a la Virgen, que se sentaba junto a la cabecera de su lecho, parecía decir: «¿Y el tuyo? Si así hablan del amigo del Esposo, ¿qué dirán cuando el Esposo venga?» Y, confusa, seguía repitiendo la palabra del primer día:Unde hoc mihi?
Feliz mujer, que la primera fuiste en saber el misterio; y antes que nadie oíste, eco maravilloso del salterio, perenne flor de nuestro valle triste, el himno que a María inspiró el que su casto seno henchía.
Plegué al Cielo piadoso que nosotros también en nuestro día, cuando llegue el momento del reposo, gocemos de esta gracia celestial de la santa visita de María.
Concédanos que, el corazón abriendo, cual vaso de cristal, a sus benignos ojos, y sintiendo en los nuestros su mano maternal, le digamos también: Bendita eres, ¡oh María!, entre todas las mujeres.
«Y entró María y saludó a Isabel.» ¿Qué virtud tan prodigiosa habría en aquella voz? Porque la anciana Isabel quedó como petrificada, y sus cabellos blancos se estremecieron, y su rostro arrugado se cubrió del color de la cera pálida, y no hizo más que cruzar las manos e inclinar la cabeza y dejar escapar aquel grito inarticulado de que nos habla el Evangelista, aquel «¡Ah!» fuerte y agudo, que era al mismo tiempo un grito de adoración; de asombro, de respeto y de amor. El Espíritu Santo la había llenado, la voz de María había sido para ella un divino amanecer, todo lo había comprendido, todo lo había adivinado en un instante. Así lo indican las primeras palabras que pudo pronunciar, unas palabras que condensan sublimes misterios, milenios de esperanzas, maravillas de eternas claridades. «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» No le pregunta qué es lo que pasa en Nazareth, ni se acuerda de José, el carpintero; ni le dice: Estarás muy fatigada, te ha puesto morena el sol, te ha maltratado el camino. Todo lo olvida, todo lo comprende; su mente se ha iluminado, su corazón se ha llenado de felicidad, su alma está anonadada; una criatura acaba de retozar en su seno otoñal, pero florido. Temblando todavía, fija sus ojos en la frente sonrosada de la doncella, que parece un espejo de la gloria celeste, y se atreve a sonreír. No es ella sólo la que se alegra; el niño que lleva en sus entrañas se ha estremecido de gozo, y a su manera ha empezado a cumplir ya su oficio de precursor. Todavía no ve la luz, y ya señala al sol: parece como si quisiese romper aquella cárcel que le encierra para anunciar la noticia sublime: He aquí el Cordero de Dios. Tiene infantiles impaciencias, y parece decir: ¿Qué hago yo aquí, preso y rodeado de tinieblas, cuando ha llegado el que es la luz del mundo y rompe las cadenas seculares?
Tal vez allí, en un rincón de la casa, el viejo sacerdote contempla la escena prodigiosa. En él piensa seguramente Isabel cuando dice a su prima: «Bienaventurada tú, que has creído.» Él no puede hablar; pero harto hablan sus ojos y sus manos y toda su actitud. Una dicha profunda conmueve también su ser; y tal vez repercuten en su memoria los versos que tantas veces ha oído al coro de los levitas delante del Santo: «Escucha, oh hija, y ve; inclina el oído de tu corazón y olvídate de la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura. He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será llamado Dios con nosotros. Fue exaltada como el cedro sobre el Líbano, y como el ciprés en el monte de Sión; fue elevada como la palmera de Cades y como planta de rosa en Jericó; fue sublimada como oliva vistosa en los campos y como plátano en las plazas, junto a la corriente. En mí toda gracia de luz y de verdad; en mí toda esperanza de vida y de virtud.»
María se siente abrumada ante aquellos transportes de júbilo; pero sabe que todo aquello es verdad, que su fe ha tenido como consecuencia la Encarnación, que el Verbo habita en sus entrañas, que es bendita entre todas las mujeres; y ella, la humilde doncella de Nazareth, la desconocida, la que a duras penas ha podido conseguir la mano de un modesto carpintero, recoge todos aquellos homenajes para colocarlos a los pies de Dios, y proclama, en el éxtasis de inspiración, que el saludo de su prima no es más que el principio de un himno gigantesco en que todos los siglos mezclarán sus voces, en que el Cielo juntará sus armonías infinitas, en que la tierra pondrá lo más grande, lo más bello, lo más puro que puede producir. Eso es el Magníficat. «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi Salvador; porque Él ha mirado la humildad de su sierva, y he aquí que en adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha obrado en mí grandes prodigios.» No es Débora, la amazona terrible del Antiguo Testamento, quien canta; ni es tampoco Judit, la que llevó las manos ensangrentadas con la muerte de su enemigo; es María, la amadora de la paz, la que por ninguna hazaña brillante se ha atraído las miradas del mundo; las que unos días antes ha pronunciado estas sencillas palabras: «He aquí la esclava del Señor.» Ahora dos abismos la anonadan y confunden: reconoce su humildad, pero tiene además la conciencia de su grandeza, y no puede callarla, porque es el testimonio de la omnipotencia divina, y despierta y recoge y consagra con un cántico sublime el himno universal que estallará entre los hombres y los ángeles ante el espectáculo de su hermosura, porque en él ve la respuesta del mundo a la obra de la eterna sabiduría y del eterno amor. Pronto se olvida de sí misma para pensar sólo en la gloria de Dios y en la salvación de los hombres. Remontándose con vuelo prodigioso por encima del espacio y del tiempo, dominando con una sola mirada todos los acontecimientos de la Historia, contempla el triunfo de aquel Hijo que lleva en sus entrañas, instaurado el imperio de la justicia y de la humildad, derribados los tronos de la violencia y del orgullo, invertidos todos los valores humanos y cumplidas, finalmente, las palabras de los profetas en el encumbramiento de los verdaderos hijos de Abraham.
Después calló. Aquellos labios que sabían decir cosas tan sublimes, volvieron al silencio amado. Pero la casa del sacerdote se iluminó todavía durante tres meses con la gracia inefable «de la Madre de nuestro Señor», hasta que nació Juan y habló Zacarías, y se celebró la circuncisión del recién nacido, entre regocijo de vecinos y parientes y profecías inspiradas y jubilosos pronósticos. Pero cuando las vecinas felicitaban a Isabel y la decían: «¿Qué destino será el de este niño?», la vieja, mirando a la Virgen, que se sentaba junto a la cabecera de su lecho, parecía decir: «¿Y el tuyo? Si así hablan del amigo del Esposo, ¿qué dirán cuando el Esposo venga?» Y, confusa, seguía repitiendo la palabra del primer día:Unde hoc mihi?
Feliz mujer, que la primera fuiste en saber el misterio; y antes que nadie oíste, eco maravilloso del salterio, perenne flor de nuestro valle triste, el himno que a María inspiró el que su casto seno henchía.
Plegué al Cielo piadoso que nosotros también en nuestro día, cuando llegue el momento del reposo, gocemos de esta gracia celestial de la santa visita de María.
Concédanos que, el corazón abriendo, cual vaso de cristal, a sus benignos ojos, y sintiendo en los nuestros su mano maternal, le digamos también: Bendita eres, ¡oh María!, entre todas las mujeres.
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