Un joven de gran gentileza, túnica roja, daga al cinto, gorro de pieles, detiénese delante del palacio episcopal de Cantorbery, preguntando nervioso por el primado Athelmo. Athelmo es un anciano bondadoso y un buen prelado, como había pocos en aquella época. En cuanto vio aparecer al mancebo, reconoció en él los rasgos de su hermano Herstán. Efectivamente, aquél era hijo de su hermano. Se llamaba Dunstán.
—Tío, aquí vengo a ponerme bajo tu dirección—dijo Dunstn.
—Pero ¿qué te voy a enseñar yo? ¿No estabas mejor con aquellos buenos monjes de Glastonbury?—le dijo el buen arzobispo.
—Toda Inglaterra—contestó el sobrino—sabe que tiene el mejor maestro de la virtud en el jefe de su Iglesia. Yo, después de haber aprendido las letras, quiero que me enseñes a servir a Dios.
—Bueno, ¿y qué letras te han enseñado los benedictinos de Glastonbury?
—Puedes creerme que están orgullosos de su discípulo. Tal vez exageren, pero al partir me dijeron: «Vete en paz, hijo; sabes ya más latín que nosotros, más retórica que nosotros, más filosofía que nosotros; en cuanto a música, a pintura, a modelar los metales, no habrá nadie que te aventaje.»
Athelmo pudo ver que aquellos Padres no habían exagerado; y lo pudo ver, sobre todo, en lo que se refiere a la dialéctica. Tenía empeño en que su sobrino tomase el hábito, y le pintaba con hermosos colores las excelencias de la vida monástica; pero él se resistía torciendo los argumentos. «Es más perfecto—decía—vivir en el mundo como monje, que obedecer en un monasterio por necesidad.» Athelmo se lo negaba y añadía que, aun supuesto fuese más perfecto, era lo más peligroso y difícil; pero inútilmente. En vista de esta repugnancia, Athelmo lo dejó en paz y aun le envió a la corte con una carta en que decía al rey: «Recomiendo ante vuestra alteza a este joven, que es sobrino mío y tiene también algún parentesco con la familia real, a fin de que esté constantemente en vuestra presencia y oiga las palabras de la boca de mi señor, el rey. Me daréis en ello una prueba del favor que tantas veces me habéis mostrado y que espero seguiréis mostrándome en adelante.»
Era entonces rey de aquella parte de Inglaterra Athelstán, el que mandó traducir la Biblia al idioma sajón. Hizo al joven la más graciosa acogida, y bien pronto le tomó tal cariño, que no consentía se apartase de su lado, ni siquiera cuando juzgaba las causas de sus vasallos o entraba en los templos para encomendarse a Dios. Dunstán, por su parte, lo recreaba hablando de lo mucho que sabía, cantando o tocando varios instrumentos músicos, pues era muy diestro en ese arte.
Estas habilidades, tan por encima de los hombres de su época, así como sus vastos conocimientos y el verlo con frecuencia revolviendo códices viejos, celtas, latinos y sajones, le rodearon a los ojos de la gente cortesana de una aureola sobrenatural. Algunos envidiosos empezaron a pensar que aquel joven tenía tratos con el demonio, y apoyaban sus pensamientos en algunos sucesos milagrosos con que Dios había protegido la infancia de Dunstán. Un caso singular vino a confirmar, según ellos, sus sospechas. Dunstán poseía también admirablemente el arte de la pintura. Una matrona ilustre rogóle un día que fuese a su casa para que le hiciese el dibujo de una casulla que quería hacer para el culto divino. Dunstán accedió, y a la vez que los pinceles llevó el arpa, que dejó colgada en la pared. Estaba abstraído en la operación del dibujo, cuando el arpa, sin que nadie la pulsase, empezó a tocar de una manera prodigiosa aquella conocida antífona del Oficio de los Mártires:
Gaudent in coelis... El ama de la casa, las hijas y las criadas contaron el suceso, haciéndose lenguas del santo joven; pero sus émulos de la corte lo interpretaron siniestramente, y lograron retirarle el favor del rey. Dustán observó un día y otro que el rey estaba serio con él, y esto le movió a dejar aquel lugar de intrigas y retirarse a Glastonbury, donde había nacido y estudiado.
Allí, junto al monasterio de Santa María, construyó una celdilla que tenía cinco pies de largo, dos y medio de ancho, y de alto la talla de un hombre. En ella se consagró a la más estrecha penitencia, a la más encumbrada oración y a labrar objetos piadosos para iglesias, modelando alhajas delicadísimas en esmalte, repujado, pintura y orfebrería. Su minúscula habitación veíase constantemente rodeada de muchedumbres.
El diablo se le aparecía en formas diversas. Un día vino, sucesivamente, en figura de oso, de lobo y de zorra. La primera vez lo ahuyentó con la señal de la cruz; la segunda siguió cantando salmos, sin hacer caso de él, y la tercera, le dijo riendo: «Ahora has acertado; esa es la figura que te conviene.» Marchó, mas para venir luego en forma humana a asomarse a la ventanilla... El santo, en cuanto lo ve, coge unas tenazas ardientes que tenía para trabajar el hierro, le agarra con ellas la cara, y, a fuerza de tirar, le introduce en la celda. El otro chillaba y forcejeaba, hasta que logró escapar diciendo: « ¡Oh, qué cosas hace este calvo!» Eso de calvo era una calumnia del enemigo, porque Dunstán tenía una hermosa cabellera, aunque muy suave y entonces poco crecida. «Pobre de mí, pecador—dice su biógrafo—; yo confieso que vi la celda donde pasaron estas cosas; que toqué con mis manos pecadoras muchas joyas por él fabricadas; que las llevé a mis ojos; que las regué con mis lágrimas y que las adoré doblando las rodillas. Tal fue la casa del joven, tal fue su lecho; ningún palacio se les puede comparar; pues gracias a tales estrecheces reciben consuelo los enfermos y los desgraciados.»
Entre tanto, Athelstán había muerto, y su hermano Edmundo reinaba en su lugar. Y Edmundo, no solamente obligó a Dunstán a volver a su palacio, sino que le hizo el hombre de toda su confianza, le nombró su canciller y le dio la abadía más antigua de Inglaterra: la de Glastonbury. En ella y en otras cinco por él levantadas introdujo Dunstán todo el rigor de la Regla benedictina. Como canciller, aconsejaba al monarca en todos los negocios y escribía los documentos particulares y públicos y los confirmaba. En ellos aparece su firma en esta forma; «Yo, Dunstán, abad, aunque indigno, compuse esta carta y la escribí con mis propios dedos.» Esto era por los años de 945.
Una época de prosperidad moral y religiosa empieza entonces para Inglaterra. Una prosperidad basada en los principios de la diplomacia cristiana. La mitad de las ideas políticas del canciller estaban resumidas en aquella frase del salmo: «Si el Señor no defiende la ciudad, en vano vigilan las atalayas.» Dunstán procuraba el engrandecimiento de su pueblo; aconsejaba a los reyes, dirigía los negocios del Estado; sabio y artista, fomentaba el cultivo de las artes y de las letras, mantenía en respeto a los pueblos vecinos, levantaba santuarios magníficos y procuraba por todos los medios el bienestar material de los súbditos. Pero toda su política estaba ordenada a Dios. Su ideal de gobernante no se reducía a que en todas las mesas del reino se pudiese comer con seguridad una gallina gorda, sino que ambicionaba para todos los ingleses la tranquilidad de conciencia y la alegría del espíritu, sin las cuales poco vale todo el bienestar material. De esta manera pudo resolver la gran cuestión que después de él traerá revuelto al reino: la armonía de los intereses del Estado con los de la Iglesia, a la que representaba como arzobispo de Cantorbery.
Cerca de cuarenta años realizó este programa sublime de gobierno. En su tiempo los caminos estaban seguros, los nobles vieron enmohecerse sus armas en sus castillos, los clérigos observaron los cánones y los reyes se olvidaron de abusar del Poder.
Nada puede compararse a la energía de Dunstán. Los revoltosos pusieron todos los medios para derribarlo: conjuraciones, emboscadas, artificios. La calumnia le persiguió hasta Roma. Varias veces estuvo a punto de perder la vida, pero nadie podía quebrantar su voluntad. Sólo un instante se retiró de la corte, porque el rey Edwy no quería seguir sus consejos. Edwy era un joven disoluto. El mismo día de su coronación se levantó del convite para acudir al lado de una mala mujer. Los grandes y los prelados mordieron la injuria en silencio; sólo Dunstán se atrevió a ir en busca del rey, y arrancándole de los brazos de su querida, lo arrastró hasta la sala del banquete. Esta hazaña le valió el destierro.
La tempestad pasó pronto. Al año, el nuevo rey Edgar lo llamaba a su lado. Edgar era todo lo contrario de su antecesor. Sin embargo, también él tuvo que escuchar el non licet del arzobispo-canciller. Habiendo ido una vez a visitar un monasterio, quedó perdidamente enamorado de una novicia, y no se detuvo ante el obstáculo del sacrilegio. Cuando Dunstán lo supo, marchó corriendo a palacio. Edgar le tendió la mano, pero el canciller se la rechazó. El rey, arrepentido, confesó su pecado. Entonces Dunstán lo abrazó imponiéndole una penitencia de siete años. Caracteres como éste era lo que necesitaban aquellos reyes, prontos a abusar de su poder absoluto; aquellos condes indómitos y avariciosos y aquellos clérigos habituados a saltar por encima de los cánones.
A pesar de todas sus exigencias y de todas las resistencias, Dunstán se ganó el amor del pueblo inglés. Buenas pruebas recibió de ello poco antes de morir. El día de la Ascensión del 988, el arzobispo dijo la misa solemne delante de la muchedumbre. Después del Evangelio, predicó con más unción que nunca, y su rostro parecía tan transformado, que todos creían ver el rostro de un ángel. En la ternura de su voz presentían algo triste; los rostros se ensombrecían, y bien pronto por toda la basílica no se oían más que sollozos. El santo anciano se volvió otras dos veces al pueblo durante la misa para consolarle con sus piadosas palabras. Las mismas escenas se repitieron en el Oficio de la tarde; y cuando los ministros se dirigían a la habitación contigua para descansar, según costumbre del verano, vieron al santo prelado levantarse en el aire, y quedar un gran rato suspendido. Ya pensaban que iba a subir al Cielo como el profeta Elías, cuando cayó de nuevo, con la misma suavidad con que ascendiera. Luego habló al pueblo, diciendo entre otras cosas:
«Hijos míos, ovejuelas del redil del Hijo de Dios, ya habéis visto a donde soy llamado y arrastrado. Conocéis mi camino y las obras que he practicado durante mi vida. Sólo me queda deciros, por lo que más améis, que hagáis vosotros lo mismo. Pido al Dios de las misericordias, el que me ha señalado el camino, que dirija vuestros cuerpos y vuestros corazones en paz y según su voluntad.» Todos respondieron: «Amén», y se quedaron llorando.
—Tío, aquí vengo a ponerme bajo tu dirección—dijo Dunstn.
—Pero ¿qué te voy a enseñar yo? ¿No estabas mejor con aquellos buenos monjes de Glastonbury?—le dijo el buen arzobispo.
—Toda Inglaterra—contestó el sobrino—sabe que tiene el mejor maestro de la virtud en el jefe de su Iglesia. Yo, después de haber aprendido las letras, quiero que me enseñes a servir a Dios.
—Bueno, ¿y qué letras te han enseñado los benedictinos de Glastonbury?
—Puedes creerme que están orgullosos de su discípulo. Tal vez exageren, pero al partir me dijeron: «Vete en paz, hijo; sabes ya más latín que nosotros, más retórica que nosotros, más filosofía que nosotros; en cuanto a música, a pintura, a modelar los metales, no habrá nadie que te aventaje.»
Athelmo pudo ver que aquellos Padres no habían exagerado; y lo pudo ver, sobre todo, en lo que se refiere a la dialéctica. Tenía empeño en que su sobrino tomase el hábito, y le pintaba con hermosos colores las excelencias de la vida monástica; pero él se resistía torciendo los argumentos. «Es más perfecto—decía—vivir en el mundo como monje, que obedecer en un monasterio por necesidad.» Athelmo se lo negaba y añadía que, aun supuesto fuese más perfecto, era lo más peligroso y difícil; pero inútilmente. En vista de esta repugnancia, Athelmo lo dejó en paz y aun le envió a la corte con una carta en que decía al rey: «Recomiendo ante vuestra alteza a este joven, que es sobrino mío y tiene también algún parentesco con la familia real, a fin de que esté constantemente en vuestra presencia y oiga las palabras de la boca de mi señor, el rey. Me daréis en ello una prueba del favor que tantas veces me habéis mostrado y que espero seguiréis mostrándome en adelante.»
Era entonces rey de aquella parte de Inglaterra Athelstán, el que mandó traducir la Biblia al idioma sajón. Hizo al joven la más graciosa acogida, y bien pronto le tomó tal cariño, que no consentía se apartase de su lado, ni siquiera cuando juzgaba las causas de sus vasallos o entraba en los templos para encomendarse a Dios. Dunstán, por su parte, lo recreaba hablando de lo mucho que sabía, cantando o tocando varios instrumentos músicos, pues era muy diestro en ese arte.
Estas habilidades, tan por encima de los hombres de su época, así como sus vastos conocimientos y el verlo con frecuencia revolviendo códices viejos, celtas, latinos y sajones, le rodearon a los ojos de la gente cortesana de una aureola sobrenatural. Algunos envidiosos empezaron a pensar que aquel joven tenía tratos con el demonio, y apoyaban sus pensamientos en algunos sucesos milagrosos con que Dios había protegido la infancia de Dunstán. Un caso singular vino a confirmar, según ellos, sus sospechas. Dunstán poseía también admirablemente el arte de la pintura. Una matrona ilustre rogóle un día que fuese a su casa para que le hiciese el dibujo de una casulla que quería hacer para el culto divino. Dunstán accedió, y a la vez que los pinceles llevó el arpa, que dejó colgada en la pared. Estaba abstraído en la operación del dibujo, cuando el arpa, sin que nadie la pulsase, empezó a tocar de una manera prodigiosa aquella conocida antífona del Oficio de los Mártires:
Gaudent in coelis... El ama de la casa, las hijas y las criadas contaron el suceso, haciéndose lenguas del santo joven; pero sus émulos de la corte lo interpretaron siniestramente, y lograron retirarle el favor del rey. Dustán observó un día y otro que el rey estaba serio con él, y esto le movió a dejar aquel lugar de intrigas y retirarse a Glastonbury, donde había nacido y estudiado.
Allí, junto al monasterio de Santa María, construyó una celdilla que tenía cinco pies de largo, dos y medio de ancho, y de alto la talla de un hombre. En ella se consagró a la más estrecha penitencia, a la más encumbrada oración y a labrar objetos piadosos para iglesias, modelando alhajas delicadísimas en esmalte, repujado, pintura y orfebrería. Su minúscula habitación veíase constantemente rodeada de muchedumbres.
El diablo se le aparecía en formas diversas. Un día vino, sucesivamente, en figura de oso, de lobo y de zorra. La primera vez lo ahuyentó con la señal de la cruz; la segunda siguió cantando salmos, sin hacer caso de él, y la tercera, le dijo riendo: «Ahora has acertado; esa es la figura que te conviene.» Marchó, mas para venir luego en forma humana a asomarse a la ventanilla... El santo, en cuanto lo ve, coge unas tenazas ardientes que tenía para trabajar el hierro, le agarra con ellas la cara, y, a fuerza de tirar, le introduce en la celda. El otro chillaba y forcejeaba, hasta que logró escapar diciendo: « ¡Oh, qué cosas hace este calvo!» Eso de calvo era una calumnia del enemigo, porque Dunstán tenía una hermosa cabellera, aunque muy suave y entonces poco crecida. «Pobre de mí, pecador—dice su biógrafo—; yo confieso que vi la celda donde pasaron estas cosas; que toqué con mis manos pecadoras muchas joyas por él fabricadas; que las llevé a mis ojos; que las regué con mis lágrimas y que las adoré doblando las rodillas. Tal fue la casa del joven, tal fue su lecho; ningún palacio se les puede comparar; pues gracias a tales estrecheces reciben consuelo los enfermos y los desgraciados.»
Entre tanto, Athelstán había muerto, y su hermano Edmundo reinaba en su lugar. Y Edmundo, no solamente obligó a Dunstán a volver a su palacio, sino que le hizo el hombre de toda su confianza, le nombró su canciller y le dio la abadía más antigua de Inglaterra: la de Glastonbury. En ella y en otras cinco por él levantadas introdujo Dunstán todo el rigor de la Regla benedictina. Como canciller, aconsejaba al monarca en todos los negocios y escribía los documentos particulares y públicos y los confirmaba. En ellos aparece su firma en esta forma; «Yo, Dunstán, abad, aunque indigno, compuse esta carta y la escribí con mis propios dedos.» Esto era por los años de 945.
Una época de prosperidad moral y religiosa empieza entonces para Inglaterra. Una prosperidad basada en los principios de la diplomacia cristiana. La mitad de las ideas políticas del canciller estaban resumidas en aquella frase del salmo: «Si el Señor no defiende la ciudad, en vano vigilan las atalayas.» Dunstán procuraba el engrandecimiento de su pueblo; aconsejaba a los reyes, dirigía los negocios del Estado; sabio y artista, fomentaba el cultivo de las artes y de las letras, mantenía en respeto a los pueblos vecinos, levantaba santuarios magníficos y procuraba por todos los medios el bienestar material de los súbditos. Pero toda su política estaba ordenada a Dios. Su ideal de gobernante no se reducía a que en todas las mesas del reino se pudiese comer con seguridad una gallina gorda, sino que ambicionaba para todos los ingleses la tranquilidad de conciencia y la alegría del espíritu, sin las cuales poco vale todo el bienestar material. De esta manera pudo resolver la gran cuestión que después de él traerá revuelto al reino: la armonía de los intereses del Estado con los de la Iglesia, a la que representaba como arzobispo de Cantorbery.
Cerca de cuarenta años realizó este programa sublime de gobierno. En su tiempo los caminos estaban seguros, los nobles vieron enmohecerse sus armas en sus castillos, los clérigos observaron los cánones y los reyes se olvidaron de abusar del Poder.
Nada puede compararse a la energía de Dunstán. Los revoltosos pusieron todos los medios para derribarlo: conjuraciones, emboscadas, artificios. La calumnia le persiguió hasta Roma. Varias veces estuvo a punto de perder la vida, pero nadie podía quebrantar su voluntad. Sólo un instante se retiró de la corte, porque el rey Edwy no quería seguir sus consejos. Edwy era un joven disoluto. El mismo día de su coronación se levantó del convite para acudir al lado de una mala mujer. Los grandes y los prelados mordieron la injuria en silencio; sólo Dunstán se atrevió a ir en busca del rey, y arrancándole de los brazos de su querida, lo arrastró hasta la sala del banquete. Esta hazaña le valió el destierro.
La tempestad pasó pronto. Al año, el nuevo rey Edgar lo llamaba a su lado. Edgar era todo lo contrario de su antecesor. Sin embargo, también él tuvo que escuchar el non licet del arzobispo-canciller. Habiendo ido una vez a visitar un monasterio, quedó perdidamente enamorado de una novicia, y no se detuvo ante el obstáculo del sacrilegio. Cuando Dunstán lo supo, marchó corriendo a palacio. Edgar le tendió la mano, pero el canciller se la rechazó. El rey, arrepentido, confesó su pecado. Entonces Dunstán lo abrazó imponiéndole una penitencia de siete años. Caracteres como éste era lo que necesitaban aquellos reyes, prontos a abusar de su poder absoluto; aquellos condes indómitos y avariciosos y aquellos clérigos habituados a saltar por encima de los cánones.
A pesar de todas sus exigencias y de todas las resistencias, Dunstán se ganó el amor del pueblo inglés. Buenas pruebas recibió de ello poco antes de morir. El día de la Ascensión del 988, el arzobispo dijo la misa solemne delante de la muchedumbre. Después del Evangelio, predicó con más unción que nunca, y su rostro parecía tan transformado, que todos creían ver el rostro de un ángel. En la ternura de su voz presentían algo triste; los rostros se ensombrecían, y bien pronto por toda la basílica no se oían más que sollozos. El santo anciano se volvió otras dos veces al pueblo durante la misa para consolarle con sus piadosas palabras. Las mismas escenas se repitieron en el Oficio de la tarde; y cuando los ministros se dirigían a la habitación contigua para descansar, según costumbre del verano, vieron al santo prelado levantarse en el aire, y quedar un gran rato suspendido. Ya pensaban que iba a subir al Cielo como el profeta Elías, cuando cayó de nuevo, con la misma suavidad con que ascendiera. Luego habló al pueblo, diciendo entre otras cosas:
«Hijos míos, ovejuelas del redil del Hijo de Dios, ya habéis visto a donde soy llamado y arrastrado. Conocéis mi camino y las obras que he practicado durante mi vida. Sólo me queda deciros, por lo que más améis, que hagáis vosotros lo mismo. Pido al Dios de las misericordias, el que me ha señalado el camino, que dirija vuestros cuerpos y vuestros corazones en paz y según su voluntad.» Todos respondieron: «Amén», y se quedaron llorando.
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