domingo, 10 de abril de 2016

Homilía


El evangelio de hoy refleja la realidad descarnada de la mayoría de nosotros a lo largo de la vida; de cómo profundas convicciones pueden llegar a tambalearse en el momento de la tribulación y de la prueba.

Los discípulos no son una excepción.

El Señor, el Maestro amado, ha muerto crucificado, después de ser escarnecido. Todo aparentemente termina para ellos: los sueños, las ilusiones...

Se sienten tristes y deprimidos por la ausencia del Señor. No aciertan a vivir sin él, pues son demasiados los recuerdos y profunda la añoranza.

¡Cómo evocan las experiencias vividas a su lado!

Ahora, con el vacío de la soledad atenazando sus mentes y corazones, son incapaces de reaccionar y superar la apatía y la frustración.

Pedro, que ejerce ya de jefe del grupo, ofrece una solución: ¡Me voy a pescar!

Los otros siguen su ejemplo.

Es, en estas circunstancias, su único recurso, lo que saben hacer y lo que hicieron sus padres.

Es normal y razonable que uno, tras un golpe del destino, o una fracaso se refugie en lo que sabe hacer como válvula de escape.

Esto ocurre cuando se rompe el amor, cuando da miedo un diagnóstico médico, cuando el hogar se convierte en una tortura, cuando se resienten las relaciones sociales...

El trabajo libera, pero no soluciona los problemas de fondo, más bien los acentúa, porque nos encierra en nosotros mismos.

Necesitamos un apoyo y la guía de alguien que nos motive e incentive para salir de ese pozo sin fondo y no ahogarnos en el dolor y en la depresión.

Un mal muy frecuente en la actualidad.

Cuando se experimenta una realidad, que llena y lleva a la persona hacia la plenitud y, de repente, se evapora, todo parece derrumbarse como un castillo de naipes.

No es fácil empezar de cero.

El evangelio nos habla del atardecer, la noche y la madrugada.

Está plagado de simbolismos, que conviene descifrar para comprender el mensaje que nos quiere transmitir.

El atardecer refleja la progresiva falta de luz de sus corazones, su desesperanza.

La noche retrata el fracaso y la inutilidad de su esfuerzo.

Antes de conocer a Jesús encontraban bancos de peces; ahora no.

El amanecer es el despunte de la esperanza, la iluminación de su vacío interior.

Mirándose, descubren que no tienen nada, pero ven, sin embargo, un camino.

Confesar las propias limitaciones es bueno y sanativo para iniciar el camino de la conversión.

Ningún alcohólico, drogadicto, ludópata... se cura si primero no reconoce su mal.

El personaje misterioso, que espera siempre en la playa, en el campo, en el mar, en la encrucijada de caminos... es el Señor.

Es como un faro, un semáforo, que nos recuerda que está ahí para encaminarnos.

Las miradas de dos de los Apóstoles son como las dos caras de la misma moneda.

Pedro mira desde fuera, con los ojos corporales: por eso no distingue la faz de Jesús. Juan, en cambio, mira por dentro, desde los ojos del corazón.

Tampoco distingue la figura, pero sabe que es el Señor.

El mar es el escenario de trabajo, el lugar simbólico, donde Pedro, primer Papa, toma la iniciativa de dirigir a los demás compañeros.

La pesca es una imagen de la actividad misionera de la Iglesia.

La noche también puede señalar la ausencia del Señor, sin el cual es imposible pescar algo.

El sólo esfuerzo humano -algo de lo que hace hincapié el evangelio- no logra nada.

Pero la aparición del Señor al amanecer en la playa de nuestra vida, viene a calmar los ánimos, a escudriñar los corazones y a colocar a cada uno en su lugar, empezando por Pedro.

El interrogatorio, al que le somete Jesús, pide una respuesta a sus tres preguntas.

Pedro ya no tiene miedo.

Ha sido un traidor a su Maestro, ha llorado amargamente y está arrepentido.

Y, por encima de todo, sabe que Jesús conoce sus negaciones y el amor que le profesa.

Un amor, que en este momento, no es puro sentimentalismo o dulce palabrería.

Ahora se entrega consciente a una causa, que trae consigo fuertes exigencias; las mismas que llevaron a Jesús a morir por nosotros.

La imagen del Buen Pastor, tan querida en la Biblia, es el pretexto al que recurre Jesús para ofrecer a Pedro la dirección del Nuevo Rebaño, del que sólo puede ser Pastor el que ama sin reservas y ha sido acrisolado en la prueba.

Un Pastor de los que nunca abandonan a su Rebaño y es fiel hasta la muerte, como Cristo.

Un pastor, que no es asalariado, ni actúa por presiones ideológicas o intereses partidistas, sino por amor

Hoy, como ayer, El Señor se dirige al Papa, sucesor de Pedro, y a todos los que pastoreamos la Iglesia: sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas, laicos comprometidos…para formularnos la misma pregunta: “¿Me amas más que éstos?

La Iglesia, que la formamos todos, sin este Amor Pascual confesado, perdería su razón de ser y volvería a la noche de la incertidumbre y la zozobra., que tanto daño le ha causado en varias épocas de su historia.

No olvidemos que la barca, que representa a la Iglesia en la simbología evangélica, sigue vigilada por la mirada atenta del Señor hasta que llegue a buen puerto, Él nos espera para compartir el pan, los peces de nuestro trabajo y las muestras de nuestro amor: “¡Señor, tú sabes que te amo!” (Juan 21, 15).


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