A la espalda el hatillo, el bastón en la mano y el sudor en la frente. De cuando en cuando se detiene junto al camino, buscando la sombra de un árbol, y echa de nuevo a andar. Así, hora tras hora. Salió por la mañana de Jerusalén, cruzando la puerta del Oriente. Bordeó la colina en que se asienta Betania, pensando en María Magdalena. «¡Oh —decía en su interior—, si yo pudiese arrojarme también delante de aquellos pies sagrados! ¡Cómo los regaría con mis lágrimas! ¡Cómo los secaría con mis cabellos!» Pasó adelante, sollozando, y no tardó en internarse en la «vía sangrienta», un camino que serpentea entre un caos de crestas amarillas y calvas, semejantes a las olas del mar agitado por la tormenta. Ahora piensa en Jesús, que también recorrió aquel camino, dirigiéndose de Perea a la Ciudad Santa, y de la Ciudad Santa a los montes de Galaad. Piensa en el Buen Samaritano, que en una de aquellas revueltas se encontró el cuerpo maltrecho del desventurado que había caído en manos de los ladrones. ¡Ay! También ella necesitaba aquella mirada compasiva, y aquel vino de fortaleza, y aquel bálsamo de suavidad. También ella necesitaba la ayuda misericordiosa del Samaritano evangélico.
En el khan, sentados a la puerta, algunos beduínos bebían en silencio. Ella siguió adelante, sin fijarse en sus miradas inflamadas, por la ruta que se retorcía sin cesar, bajando siempre, hasta desembocar en la fértil llanura de Jericó. Sus ojos se alegraron al ver las torres de las murallas y los jardines famosos, pero tampoco ahora quiso detenerse. Tomó el camino que se dirigía hacia el Jordán, y dos horas más tarde, cuando el sol se escondía detrás de las montañas de Judea, daba vista al río sagrado. Estaba en el lugar mismo donde el Bautista había comenzado su predicación. Al otro lado, rodeada de palmeras, se divisaba aún la Betania de Perea, «la casa de la barca». Junto a ella se alzaba el templo de San Juan, con su jardín en tomo, cultivado por los monjes que servían el santuario. Entró en él, rezó, lloró, recibió los santos misterios de la vida, y quedó luego como petrificada, con los ojos fijos en alguna cosa vaga e indecisa, que parecía flotar en el aire.
De aquel ensimismamiento vino a sacarla el sacristán, que se acercó a ella agitando las llaves y haciendo gestos de impaciencia. La devota peregrina comprendió, recogió su hatillo, salió de la iglesia y empezó a caminar a la buena ventura. Al llegar a la orilla del río, se lavó piadosamente la cara y las manos y se enjugó con su manto de seda. «Muchos hermanos y santos monjes —decía por estos días la española Eteria— vienen de diversos lugares para lavarse aquí mismo.» Así acababa de hacer esta mujer, por devoción. Después se sentó junto a un árbol, y sacando un pan de la bolsa que llevaba, se dispuso a tomar los primeros bocados que probaba aquel día. Sus ojos, de violeta viva, están hinchados de tanto llorar; tiene pálido el semblante, y a la luz de la luna parece más pálido todavía; todos sus rasgos revelan una gran belleza, pero una belleza cerca del ocaso.
Un sueño, entrecortado por imágenes dolientes, bajo la tibia placidez de una noche oriental, y a la mañana siguiente, al despertar, otra vez el llanto, un llanto hondo y amargo por algo que se fue y que el alma abandona con una pena indefinible. ¿Es la pena de perderlo? ¿Es la pena de haberlo conocido alguna vez? Un ahoguío, una congoja de muerte ensombrecía la vida de aquella pobre mujer. Su cuerpo temblaba, su corazón saltaba inquieto, le hervía la sangre, y la fiebre le enrojecía el semblante. Al fin se levantó bruscamente, y, crispando los dedos, agitando su revuelta caballera, pronunció estas palabras con resolución heroica: «No, no; aquellos días pasaron para siempre.» Y corrió a la orilla del río. Allí vio una barca sujeta al tronco de un árbol; desatóla, subió a ella y empezó a remar hacia la opuesta orilla. Por última vez vio ahora su rostro reflejado en el cristal de las aguas, ella, que tantas veces se había complacido mirándose en espejos de plata bruñida, o en vidrios de Tiro, encuadrados en marcos de ébano y de marfil. Pero ahora todo había cambiado: la cabeza, abrumada por el dolor; marchitas las rosas de las mejillas; los ojos, ojerosos; la nieve de la frente, entenebrecida, y los rizos colgando en desorden sobre la frente. Apartó la vista horrorizada y se odió a sí misma; odió aquella belleza efímera, aquella vida inconsciente y loca, aquellas noches de goces y orgías y aquella sed insaciable de placeres. Todo lo que antes había amado se le tornaba sombrío, triste, despreciable, abominable.
Al otro lado del río, el camino seguía hacia el monte, avanzando en dirección paralela a la corriente.
Por el lado opuesto se escalonaba una cadena imponente de montañas, cortadas por valles áridos y silenciosos, pobladas, a lo más, de míseros arbustos, coronadas de rocas macizas, que enseñaban las bocas profundas de sus concavidades. Era una tierra desolada, sobre la cual el lago maldito parecía derramar el hálito pestilente que recordaba el castigo de Sodoma. Tal es el escenario en que aquella mujer escondió la tragedia de su vida, tragedia de perversión, de pecado, de tristeza en el placer, de dolor, de arrepentimiento. Trepó monte arriba, cruzó barrancos, atravesó gargantas y vallejos, escaló las altas cimas, temblando al extender desde ellas su mirada hacia el fondo de los precipicios. Había encontrado la perfecta soledad, el silencio completo. Sólo los chacales y los leones le disputaban las grutas de las montañas y las aguas de los torrentes. Ni una voz humana, ni una palabra, ni el palpitar de otro corazón más que el suyo.
Pero, en cambio, allí estaban los demonios, numerosos como bandadas de grullas y rebaños de antílopes. Ellos, sin duda, eran los que se encargaban de atormentar a la pobre penitente con el recuerdo de los días pasados en la abastanza de todos los placeres. ¡Oh, las horas fugaces de la ciudad cosmopolita, los dulces requiebros, los aplausos de los admiradores, las joyas deslumbrantes y los estuches de pinturas, los collares de perlas y las ajorcas de oro de los tobillos, y las cítaras y el cinturón de brillantes, y las largas cenas, alumbradas por candelabros de plata, en compañía de los galanes, con manjares exquisitos, y vinos de Chipre y de Italia, y charlas licenciosas, de las que brotan las risas locas y largas, y cantares eróticos y versos de amor, y bailes frenéticos sobre los mullidos tapices de Persia! Todo esto bullía ahora delante de sus ojos, con .una viveza, con un poder de seducción, que la estremecía y la acongojaba. Todo le parecía una incitación; en todo veía la llamada urgente de la pasión salvaje: en el aullido lejano de la fiera y en los suspiros mimosos del aire; en el murmullo de las aguas que bajaban de la montaña y en el graznar de los buitres sobre su cabeza; en los ardores del sol y en el callado y frío centellear de la noche. El silencio mismo la hacía temblar, evocando la imagen engañadora del pecado. Y entonces sus carnes ardían, se encrespaban sus cabellos, se cerraban violentamente sus ojos, de su garganta salían gritos ininteligibles, sus manos se retorcían agitadas por la cólera; y como empujada por un frenesí sagrado, se arrastraba por el suelo, se revolcaba entre las peñas y los arbustos, hasta que su cuerpo se cubría de sangre, o bien echaba a correr monte arriba como perseguida por un enemigo invisible, hasta que caía sin fuerzas, rendida de cansancio y sofocada por la congoja y por la fiebre. Luego, más tranquila, fijaba sus ojos en la lejanía, y rezaba: «Virgen piadosa, soberana Señora mía, que tuviste la dicha de llevar en tu seno al Verbo hecho carne; yo, miserable criatura, llena de impureza y de pecado, no merezco dirigirme a ti, la más casta y la más pura de las Vírgenes. Mas puesto que tu Hijo ha venido al mundo para salvar a los pecadores, yo te suplico que no me abandones en este momento de desolación terrible, que no apartes tu vista de esta pecadora abominable, digna de desprecio y horror.»
Así un día y otro día, rechazando implacablemente lo que antaño había buscado con frenesí. Lucha contra la rebeldía de la carne, contra los terrores de la soledad, contra el hambre y la sed, contra el frío y el calor. Los tres panes que llevaba en su saco al pasar el Jordán habían desaparecido a los pocos días; los vestidos que cubrían su cuerpo se habían ido cayendo a pedazos; los últimos rastros de su antigua belleza se habían desvanecido rápidamente. Ahora andaba desnuda; comía hierbas y frutas silvestres; estaba fea, enjuta, apergaminada, ennegrecida por el sol del día y la escarcha de la noche. El dolor había secado y arado sus mejillas; la penitencia y el llanto habían hundido sus ojos. Sólo le quedaba su espléndida cabellera, pero enmarañada, sucia, descuidada.
Pero fue entonces, al huir la belleza, cuando vino la dicha, la dicha verdadera. Habían pasado cerca de veinte años; la carne obedecía al espíritu; los demonios solicitaban inútilmente; la vida de la ciudad aparecía como algo lejano y borroso; a la lucha infernal había sucedido una serenidad celeste; se abría el paraíso sobre la montaña, el desierto se poblaba de maravillas; otra vez había cantos y charlas interminables y suspiros de amor, pero eran cantos de espíritus invisibles y charlas que dejan lleno el corazón, y amores que no manchan ni entristecen. ¡Qué ventura escuchar por las noches el lenguaje de oro de las estrellas, o sorprender los secretos del Amado en el roce de la brisa a través de las higueras, o contemplar en las aguas del arroyuelo la cara del Dios bondadoso que perdona! Esto era la felicidad, y no aquella vida, aquella pobre vida hundida en el lodazal de la carne.
Ahora los días pasaban sin pensar, y los años sucedían a los años. Ya era vieja la penitente; los dientes se le habían caído; la luz empezaba a extinguirse en sus ojos; los músculos de su garganta parecían cuerdas de esparto, y hasta la cabellera se le iba deshilando. Más de cuarenta años hacía que no había visto rostro de hombres; pero no tenía ningún deseo de volverlos a ver. S. María Egipciaca, penitenteTodo su anhelo era gozar definitivamente de la visión que sacia los apetitos del alma. Pero un día oyó pasos cerca de ella. Era un día de invierno, cuando empezaban a florecer los almendros silvestres. Ella rezaba al abrigo de una roca. Los pasos se acercaban. No era el murmullo del viento entre las ramas, ni el aleteo de un pájaro, ni el andar de un gato montés. Ella conocía muy bien todos estos ruidos. De repente, una figura extraña aparece entre los arbustos. Parece una fiera, pero es un hombre; es un viejo: luenga barba de nieve, cabeza calva, vestido de pieles; ojos vueltos hacia el interior. La penitente huye a esconderse entre la cambronera cercana; él la persigue. Corren una y otra vez, y al fin ella se detiene detrás de un enebro, diciendo:
—Si eres un siervo de Dios, respeta mi desnudez. Tal vez quieres hablar conmigo; pero no está bien que te acerques si antes no me arrojas tu capa para cubrirme.
Era un siervo de Dios, efectivamente. Nadie sino un anacoreta se hubiera atrevido a internarse en aquellos parajes desolados. Se llamaba Zósimo. A él la vida se le iba pasando tranquilamente en el canto de la salmodia y en el ejercicio de la obediencia.
—Mi monasterio —decía a la anciana— está al otro lado del Jordán, en el lugar mismo donde el Bautista predicaba y bautizaba.
—Conozco el lugar y el monasterio —respondió ella—; pero, ¿por qué te veo ahora en estos montes, donde en cuarenta años no he encontrado ninguna persona humana?
—Porque estamos ahora en el santo tiempo de Cuaresma, durante el cual los mismos cenobitas buscamos la soledad del desierto para prepararnos a las alegrías de la Pascua.
Aquel encuentro había llenado de gozo a la penitente. Fuera de sí, empezó a alabar a Dios con las manos extendidas, mirando hacia el Oriente. Movía los labios, pero sin que se pudiese oír lo que decía; y su cuerpo se iba despegando de la tierra hasta quedar suspenso en el aire, en medio de una suave claridad. El viejo se arrojó en tierra, tembloroso, sin acertar a comprender lo que veía. De la larga oración sólo estas palabras pudo sorprender: «Señor, ten compasión de mí.»
—Pero, ¿quién eres? —preguntó cuando la orante salió de su arrobamiento—. ¿Eres mujer o espíritu?
—Soy polvo y ceniza, ¡oh hombre! —respondió ella, signando con la cruz los ojos, los labios, la frente y el pecho—; soy una pobre mujer pecadora, a quien Dios ha dado a conocer sus misericordias.
—Pues yo te ruego —dijo el monje— que me cuentes esas misericordias del Señor, por quien has extenuado tu carne y abrazado esa santa desnudez.
Negóse ella a satisfacer su curiosidad; pero de tal manera insistió el anciano, que se vio obligada a ceder.
—Mucho rubor —le dijo— me causa acceder a lo que me pides, pero puesto que has visto la desnudez de esta carne miserable, voy a descubrirte también la espantosa miseria de mi vida, segura de que, cuando la veas, huirás lejos de mí como del veneno de la serpiente.
El viejo había tomado asiento entre las ramas de un arbusto, y con los ojos fijos en la tierra y las manos apoyadas sobre el báculo, se disponía a escuchar. Delante de él corría un regato, y al otro lado, ella, sentada sobre la roca, después de trazar en el aire un jeroglífico con su mano descarnada, empezó a decir:
—Crecí en las orillas del Nilo. Todos en mi casa me querían y mimaban, porque decían que era hermosa. Y yo me lo creí. Y, ¡ay!, un día, dejando a hurtadillas la casa de mis padres, subí a una barca, donde me sonreía un joven, y con él llegué a la ciudad de Alejandría. Muy corta era entonces mi edad, pero mi malicia muy larga. Sólo tenía doce años cuando conocí todas las terribles fascinaciones de la vanidad.
Habló la anciana del desorden de su vida, del ímpetu de sus pasiones, de la insaciable voracidad del vicio. Desde el primer momento, su hermosura había sido el asombro de la ciudad. Con ingenuidad deliciosa la describe así el viejo poema castellano:
De aquel tiempo que fue ella después no nació tan bella. Redondas avíe las óreias, blancas como le leche de oveias, oios negros e sobreceías. Alva frente fasta las cerneías. La faz teníe colorada, como la rosa cuando es granada; boca chica, e por mesura muy fermosa la catadura, su cuello et su petrina tal como la flor de espina.
A la belleza del cuerpo se juntaba la gracia del trato, el don nativo de la palabra —era buena decidora—, la gentileza en el andar y la habilidad para tañer la cítara, para contar las más alegres historias que se hilvanaban en Cilicia o en Capadocia, y para cantar la última canción que aparecía en la corte de Constantinopla. Desde los días de Tais, la penitente, no se había visto tal poder de seducción en la gran ciudad emporio del Mediterráneo. Se buscaba su conversación, se la adoraba, se reñía y se moría por ella; y ella se entregaba lo mismo al cargador del muelle que al hijo del prefecto, más codiciosa de placer que de riquezas.
—Y así viví diecisiete años —añadía la anciana—, revolcándome en la ciénaga de la lujuria y deshonrando la naturaleza con mis infames costumbres. Mi único anhelo era gozar. No me importaban ni el oro, ni las dracmas: sólo una cosa miraba con cariño; era una alondra, que me hablaba siempre de amor. Pero, en realidad, yo no amaba a nadie. Ni siquiera sentía compasión cuando alguno de mis amantes caía herido a la puerta de mi casa por otro más afortunado. Los más nobles instintos habían quedado, poco a poco, sofocados dentro de mí.
No obstante, un día sentí ganas de marchar lejos de Alejandría. No sé cuál era el móvil que me aguijoneaba. Dios, sin duda, velaba por mí, cuando yo estaba tan lejos de Él. Pero acaso pensé que iba a cumplir treinta años, que empezaba a rizarse el cutis de mi cara, que se amortiguaba el ardor de mis adoradores. El hecho es que, estando una vez paseando por la playa —era una tarde de fines de abril—, viendo una nave cargada de peregrinos que se dirigían a Jerusalén, se me ocurrió marcharme con ellos. No era la devoción lo que me empujaba, sino un afán inquieto de novedad y aventura. Pero, ¡ay!, me horroriza tener que decir cosas con las cuales estoy manchando el aire puro de las sierras.
Sigue, ¡oh madre! —dijo el viejo Zósimo, levantando por primera vez la cabeza desde que empezó el relato—; no cortes el hilo de tan saludable argumento. Y la vieja penitente prosiguió su relato:
—Acerquéme a la nave de los peregrinos, y viendo a varios pasajeros que charlaban cerca de ella, pregunté: «¿No podría embarcarme yo también?» «Naturalmente—me dijeron ellos; con tal que tengas el dinero suficiente para pagar la travesía.» ¡Qué iba a tener yo dinero! Jamás me preocupé de ahorrar una dracma. Vivía al día, locamente, inconscientemente. Más de una vez me vi obligada a hilar o tejer; pero, de ordinario, no me faltaban galas, vinos, manjares y golosinas. «No tengo una blanca —les dije—; pero, ¡qué!, ¿no soy bella? ¿Acaso he envejecido ya? ¿No puedo ofrecer a nadie mis servicios?» Dije estas y otras cosas con tal desenvoltura, que todos se echaron a reír. Cuando poco después el capitán llamó a los pasajeros para continuar el viaje, aquellos hombres se apoderaron de mí y me subieron a la nave. Cuando pienso en mi vida de a bordo, no puedo menos de preguntarme por qué no me tragaron las aguas. Alegrábame viendo a pobres infelices que se habían lanzado a una larga peregrinación envueltos en las redes malditas de mi amor. Era yo entonces maestra en todas las artes del engaño. Manché mis labios, más y más profané mi cuerpo, ofrecí el amor, destrozando verdaderos amores y amores santos...
Nuevamente se detuvo en su relato, ahogada por los sollozos, y su oyente parecía sollozar también. Pero, terminada la larga historia de sus extravíos, se detuvo en el episodio de su conversión milagrosa e inesperada.
Desde que entró en Jerusalén había sentido una nerviosidad extraña, una profunda inquietud, que ella no sabía explicarse. Era una mezcla de tristeza e incertidumbre, un agobio físico y una postración moral, un pesar indefinible, que jamás había sentido en la atmósfera pagana de la ciudad de Alejandría. Dos días después de su llegada se celebraba la fiesta de la Santa Cruz. La muchedumbre desfilaba sin cesar por la iglesia del Calvario para venerar el sagrado madero. Ella, en tanto, paseaba por el atrio, pintada y engalanada, dirigiendo a uno y otro lado miradas de fuego. Esforzábase por ahogar aquella turbación interna, pero sin conseguirlo. Después de muchas dudas, quiso también ella adorar el leño donde había muerto el Salvador, y se dirigió a la puerta, uniéndose al oleaje de los peregrinos. Sin embargo, una y otra vez es rechazada, y se queda sola en el pórtico. Piensa en una fuerza misteriosa, se turba, empieza a atormentarse con la idea de su indignidad, y llora. No obstante, quiere hacer un último esfuerzo, pero, al pisar el umbral le parece ver un grupo de legionarios que le impide el paso con sus espadas desenvainadas. En su turbación, clava los ojos en una imagen de María pintada en los muros del atrio, y cae delante de ella implorando perdón y llorando amargamente. Al levantarse, libre ya de un peso que la abrumaba, entra en el templo sin dificultad, adora la cruz; allí mismo oye una voz interior que le dice: «Ve al otro lado del Jordán, y allí encontrarás el descanso.»
—Al día siguiente —añadió la santa vieja, con sonrisa beatífica— hice mi hatillo y me vine a este desierto, donde vivo aguardando a mi Dios, el que salva a los que se llegan a Él huyendo de la pusilanimidad del espíritu y de la tempestad. Aquí su bondad me persigue amorosamente, y es ella para mí como un alimento delicioso, como un vestido sagrado, mucho más precioso que los armiños y cachemiras de mi existencia de pecado. Pero veo —añadió, dirigiéndose al cenobita— que Dios te ha traído para que reces por mí, para que me des tu santa bendición de sacerdote al terminarse los días de mi destierro, para que alegres el fin de mi vida con los santos misterios del Cuerpo y la Sangre de Cristo...
Unos días después el monje entraba de nuevo en el desierto llevando la sagrada Eucaristía. Y al año siguiente, al acercarse la Pascua, volvió de nuevo; pero sólo halló el cuerpo yerto de la penitente, y junto a él esta inscripción grabada en la arena: «Abad Zósimo, entierra aquí el cuerpo de María la pecadora, devolviendo la tierra a la tierra; y reza por mí.» Obedeció el monje, y entre tanto murmuraba:
Rezemos a esta María cada noche e cada día; agora creyó en mi creyencia que santa cosa es penitencia.
En el khan, sentados a la puerta, algunos beduínos bebían en silencio. Ella siguió adelante, sin fijarse en sus miradas inflamadas, por la ruta que se retorcía sin cesar, bajando siempre, hasta desembocar en la fértil llanura de Jericó. Sus ojos se alegraron al ver las torres de las murallas y los jardines famosos, pero tampoco ahora quiso detenerse. Tomó el camino que se dirigía hacia el Jordán, y dos horas más tarde, cuando el sol se escondía detrás de las montañas de Judea, daba vista al río sagrado. Estaba en el lugar mismo donde el Bautista había comenzado su predicación. Al otro lado, rodeada de palmeras, se divisaba aún la Betania de Perea, «la casa de la barca». Junto a ella se alzaba el templo de San Juan, con su jardín en tomo, cultivado por los monjes que servían el santuario. Entró en él, rezó, lloró, recibió los santos misterios de la vida, y quedó luego como petrificada, con los ojos fijos en alguna cosa vaga e indecisa, que parecía flotar en el aire.
De aquel ensimismamiento vino a sacarla el sacristán, que se acercó a ella agitando las llaves y haciendo gestos de impaciencia. La devota peregrina comprendió, recogió su hatillo, salió de la iglesia y empezó a caminar a la buena ventura. Al llegar a la orilla del río, se lavó piadosamente la cara y las manos y se enjugó con su manto de seda. «Muchos hermanos y santos monjes —decía por estos días la española Eteria— vienen de diversos lugares para lavarse aquí mismo.» Así acababa de hacer esta mujer, por devoción. Después se sentó junto a un árbol, y sacando un pan de la bolsa que llevaba, se dispuso a tomar los primeros bocados que probaba aquel día. Sus ojos, de violeta viva, están hinchados de tanto llorar; tiene pálido el semblante, y a la luz de la luna parece más pálido todavía; todos sus rasgos revelan una gran belleza, pero una belleza cerca del ocaso.
Un sueño, entrecortado por imágenes dolientes, bajo la tibia placidez de una noche oriental, y a la mañana siguiente, al despertar, otra vez el llanto, un llanto hondo y amargo por algo que se fue y que el alma abandona con una pena indefinible. ¿Es la pena de perderlo? ¿Es la pena de haberlo conocido alguna vez? Un ahoguío, una congoja de muerte ensombrecía la vida de aquella pobre mujer. Su cuerpo temblaba, su corazón saltaba inquieto, le hervía la sangre, y la fiebre le enrojecía el semblante. Al fin se levantó bruscamente, y, crispando los dedos, agitando su revuelta caballera, pronunció estas palabras con resolución heroica: «No, no; aquellos días pasaron para siempre.» Y corrió a la orilla del río. Allí vio una barca sujeta al tronco de un árbol; desatóla, subió a ella y empezó a remar hacia la opuesta orilla. Por última vez vio ahora su rostro reflejado en el cristal de las aguas, ella, que tantas veces se había complacido mirándose en espejos de plata bruñida, o en vidrios de Tiro, encuadrados en marcos de ébano y de marfil. Pero ahora todo había cambiado: la cabeza, abrumada por el dolor; marchitas las rosas de las mejillas; los ojos, ojerosos; la nieve de la frente, entenebrecida, y los rizos colgando en desorden sobre la frente. Apartó la vista horrorizada y se odió a sí misma; odió aquella belleza efímera, aquella vida inconsciente y loca, aquellas noches de goces y orgías y aquella sed insaciable de placeres. Todo lo que antes había amado se le tornaba sombrío, triste, despreciable, abominable.
Al otro lado del río, el camino seguía hacia el monte, avanzando en dirección paralela a la corriente.
Por el lado opuesto se escalonaba una cadena imponente de montañas, cortadas por valles áridos y silenciosos, pobladas, a lo más, de míseros arbustos, coronadas de rocas macizas, que enseñaban las bocas profundas de sus concavidades. Era una tierra desolada, sobre la cual el lago maldito parecía derramar el hálito pestilente que recordaba el castigo de Sodoma. Tal es el escenario en que aquella mujer escondió la tragedia de su vida, tragedia de perversión, de pecado, de tristeza en el placer, de dolor, de arrepentimiento. Trepó monte arriba, cruzó barrancos, atravesó gargantas y vallejos, escaló las altas cimas, temblando al extender desde ellas su mirada hacia el fondo de los precipicios. Había encontrado la perfecta soledad, el silencio completo. Sólo los chacales y los leones le disputaban las grutas de las montañas y las aguas de los torrentes. Ni una voz humana, ni una palabra, ni el palpitar de otro corazón más que el suyo.
Pero, en cambio, allí estaban los demonios, numerosos como bandadas de grullas y rebaños de antílopes. Ellos, sin duda, eran los que se encargaban de atormentar a la pobre penitente con el recuerdo de los días pasados en la abastanza de todos los placeres. ¡Oh, las horas fugaces de la ciudad cosmopolita, los dulces requiebros, los aplausos de los admiradores, las joyas deslumbrantes y los estuches de pinturas, los collares de perlas y las ajorcas de oro de los tobillos, y las cítaras y el cinturón de brillantes, y las largas cenas, alumbradas por candelabros de plata, en compañía de los galanes, con manjares exquisitos, y vinos de Chipre y de Italia, y charlas licenciosas, de las que brotan las risas locas y largas, y cantares eróticos y versos de amor, y bailes frenéticos sobre los mullidos tapices de Persia! Todo esto bullía ahora delante de sus ojos, con .una viveza, con un poder de seducción, que la estremecía y la acongojaba. Todo le parecía una incitación; en todo veía la llamada urgente de la pasión salvaje: en el aullido lejano de la fiera y en los suspiros mimosos del aire; en el murmullo de las aguas que bajaban de la montaña y en el graznar de los buitres sobre su cabeza; en los ardores del sol y en el callado y frío centellear de la noche. El silencio mismo la hacía temblar, evocando la imagen engañadora del pecado. Y entonces sus carnes ardían, se encrespaban sus cabellos, se cerraban violentamente sus ojos, de su garganta salían gritos ininteligibles, sus manos se retorcían agitadas por la cólera; y como empujada por un frenesí sagrado, se arrastraba por el suelo, se revolcaba entre las peñas y los arbustos, hasta que su cuerpo se cubría de sangre, o bien echaba a correr monte arriba como perseguida por un enemigo invisible, hasta que caía sin fuerzas, rendida de cansancio y sofocada por la congoja y por la fiebre. Luego, más tranquila, fijaba sus ojos en la lejanía, y rezaba: «Virgen piadosa, soberana Señora mía, que tuviste la dicha de llevar en tu seno al Verbo hecho carne; yo, miserable criatura, llena de impureza y de pecado, no merezco dirigirme a ti, la más casta y la más pura de las Vírgenes. Mas puesto que tu Hijo ha venido al mundo para salvar a los pecadores, yo te suplico que no me abandones en este momento de desolación terrible, que no apartes tu vista de esta pecadora abominable, digna de desprecio y horror.»
Así un día y otro día, rechazando implacablemente lo que antaño había buscado con frenesí. Lucha contra la rebeldía de la carne, contra los terrores de la soledad, contra el hambre y la sed, contra el frío y el calor. Los tres panes que llevaba en su saco al pasar el Jordán habían desaparecido a los pocos días; los vestidos que cubrían su cuerpo se habían ido cayendo a pedazos; los últimos rastros de su antigua belleza se habían desvanecido rápidamente. Ahora andaba desnuda; comía hierbas y frutas silvestres; estaba fea, enjuta, apergaminada, ennegrecida por el sol del día y la escarcha de la noche. El dolor había secado y arado sus mejillas; la penitencia y el llanto habían hundido sus ojos. Sólo le quedaba su espléndida cabellera, pero enmarañada, sucia, descuidada.
Pero fue entonces, al huir la belleza, cuando vino la dicha, la dicha verdadera. Habían pasado cerca de veinte años; la carne obedecía al espíritu; los demonios solicitaban inútilmente; la vida de la ciudad aparecía como algo lejano y borroso; a la lucha infernal había sucedido una serenidad celeste; se abría el paraíso sobre la montaña, el desierto se poblaba de maravillas; otra vez había cantos y charlas interminables y suspiros de amor, pero eran cantos de espíritus invisibles y charlas que dejan lleno el corazón, y amores que no manchan ni entristecen. ¡Qué ventura escuchar por las noches el lenguaje de oro de las estrellas, o sorprender los secretos del Amado en el roce de la brisa a través de las higueras, o contemplar en las aguas del arroyuelo la cara del Dios bondadoso que perdona! Esto era la felicidad, y no aquella vida, aquella pobre vida hundida en el lodazal de la carne.
Ahora los días pasaban sin pensar, y los años sucedían a los años. Ya era vieja la penitente; los dientes se le habían caído; la luz empezaba a extinguirse en sus ojos; los músculos de su garganta parecían cuerdas de esparto, y hasta la cabellera se le iba deshilando. Más de cuarenta años hacía que no había visto rostro de hombres; pero no tenía ningún deseo de volverlos a ver. S. María Egipciaca, penitenteTodo su anhelo era gozar definitivamente de la visión que sacia los apetitos del alma. Pero un día oyó pasos cerca de ella. Era un día de invierno, cuando empezaban a florecer los almendros silvestres. Ella rezaba al abrigo de una roca. Los pasos se acercaban. No era el murmullo del viento entre las ramas, ni el aleteo de un pájaro, ni el andar de un gato montés. Ella conocía muy bien todos estos ruidos. De repente, una figura extraña aparece entre los arbustos. Parece una fiera, pero es un hombre; es un viejo: luenga barba de nieve, cabeza calva, vestido de pieles; ojos vueltos hacia el interior. La penitente huye a esconderse entre la cambronera cercana; él la persigue. Corren una y otra vez, y al fin ella se detiene detrás de un enebro, diciendo:
—Si eres un siervo de Dios, respeta mi desnudez. Tal vez quieres hablar conmigo; pero no está bien que te acerques si antes no me arrojas tu capa para cubrirme.
Era un siervo de Dios, efectivamente. Nadie sino un anacoreta se hubiera atrevido a internarse en aquellos parajes desolados. Se llamaba Zósimo. A él la vida se le iba pasando tranquilamente en el canto de la salmodia y en el ejercicio de la obediencia.
—Mi monasterio —decía a la anciana— está al otro lado del Jordán, en el lugar mismo donde el Bautista predicaba y bautizaba.
—Conozco el lugar y el monasterio —respondió ella—; pero, ¿por qué te veo ahora en estos montes, donde en cuarenta años no he encontrado ninguna persona humana?
—Porque estamos ahora en el santo tiempo de Cuaresma, durante el cual los mismos cenobitas buscamos la soledad del desierto para prepararnos a las alegrías de la Pascua.
Aquel encuentro había llenado de gozo a la penitente. Fuera de sí, empezó a alabar a Dios con las manos extendidas, mirando hacia el Oriente. Movía los labios, pero sin que se pudiese oír lo que decía; y su cuerpo se iba despegando de la tierra hasta quedar suspenso en el aire, en medio de una suave claridad. El viejo se arrojó en tierra, tembloroso, sin acertar a comprender lo que veía. De la larga oración sólo estas palabras pudo sorprender: «Señor, ten compasión de mí.»
—Pero, ¿quién eres? —preguntó cuando la orante salió de su arrobamiento—. ¿Eres mujer o espíritu?
—Soy polvo y ceniza, ¡oh hombre! —respondió ella, signando con la cruz los ojos, los labios, la frente y el pecho—; soy una pobre mujer pecadora, a quien Dios ha dado a conocer sus misericordias.
—Pues yo te ruego —dijo el monje— que me cuentes esas misericordias del Señor, por quien has extenuado tu carne y abrazado esa santa desnudez.
Negóse ella a satisfacer su curiosidad; pero de tal manera insistió el anciano, que se vio obligada a ceder.
—Mucho rubor —le dijo— me causa acceder a lo que me pides, pero puesto que has visto la desnudez de esta carne miserable, voy a descubrirte también la espantosa miseria de mi vida, segura de que, cuando la veas, huirás lejos de mí como del veneno de la serpiente.
El viejo había tomado asiento entre las ramas de un arbusto, y con los ojos fijos en la tierra y las manos apoyadas sobre el báculo, se disponía a escuchar. Delante de él corría un regato, y al otro lado, ella, sentada sobre la roca, después de trazar en el aire un jeroglífico con su mano descarnada, empezó a decir:
—Crecí en las orillas del Nilo. Todos en mi casa me querían y mimaban, porque decían que era hermosa. Y yo me lo creí. Y, ¡ay!, un día, dejando a hurtadillas la casa de mis padres, subí a una barca, donde me sonreía un joven, y con él llegué a la ciudad de Alejandría. Muy corta era entonces mi edad, pero mi malicia muy larga. Sólo tenía doce años cuando conocí todas las terribles fascinaciones de la vanidad.
Habló la anciana del desorden de su vida, del ímpetu de sus pasiones, de la insaciable voracidad del vicio. Desde el primer momento, su hermosura había sido el asombro de la ciudad. Con ingenuidad deliciosa la describe así el viejo poema castellano:
De aquel tiempo que fue ella después no nació tan bella. Redondas avíe las óreias, blancas como le leche de oveias, oios negros e sobreceías. Alva frente fasta las cerneías. La faz teníe colorada, como la rosa cuando es granada; boca chica, e por mesura muy fermosa la catadura, su cuello et su petrina tal como la flor de espina.
A la belleza del cuerpo se juntaba la gracia del trato, el don nativo de la palabra —era buena decidora—, la gentileza en el andar y la habilidad para tañer la cítara, para contar las más alegres historias que se hilvanaban en Cilicia o en Capadocia, y para cantar la última canción que aparecía en la corte de Constantinopla. Desde los días de Tais, la penitente, no se había visto tal poder de seducción en la gran ciudad emporio del Mediterráneo. Se buscaba su conversación, se la adoraba, se reñía y se moría por ella; y ella se entregaba lo mismo al cargador del muelle que al hijo del prefecto, más codiciosa de placer que de riquezas.
—Y así viví diecisiete años —añadía la anciana—, revolcándome en la ciénaga de la lujuria y deshonrando la naturaleza con mis infames costumbres. Mi único anhelo era gozar. No me importaban ni el oro, ni las dracmas: sólo una cosa miraba con cariño; era una alondra, que me hablaba siempre de amor. Pero, en realidad, yo no amaba a nadie. Ni siquiera sentía compasión cuando alguno de mis amantes caía herido a la puerta de mi casa por otro más afortunado. Los más nobles instintos habían quedado, poco a poco, sofocados dentro de mí.
No obstante, un día sentí ganas de marchar lejos de Alejandría. No sé cuál era el móvil que me aguijoneaba. Dios, sin duda, velaba por mí, cuando yo estaba tan lejos de Él. Pero acaso pensé que iba a cumplir treinta años, que empezaba a rizarse el cutis de mi cara, que se amortiguaba el ardor de mis adoradores. El hecho es que, estando una vez paseando por la playa —era una tarde de fines de abril—, viendo una nave cargada de peregrinos que se dirigían a Jerusalén, se me ocurrió marcharme con ellos. No era la devoción lo que me empujaba, sino un afán inquieto de novedad y aventura. Pero, ¡ay!, me horroriza tener que decir cosas con las cuales estoy manchando el aire puro de las sierras.
Sigue, ¡oh madre! —dijo el viejo Zósimo, levantando por primera vez la cabeza desde que empezó el relato—; no cortes el hilo de tan saludable argumento. Y la vieja penitente prosiguió su relato:
—Acerquéme a la nave de los peregrinos, y viendo a varios pasajeros que charlaban cerca de ella, pregunté: «¿No podría embarcarme yo también?» «Naturalmente—me dijeron ellos; con tal que tengas el dinero suficiente para pagar la travesía.» ¡Qué iba a tener yo dinero! Jamás me preocupé de ahorrar una dracma. Vivía al día, locamente, inconscientemente. Más de una vez me vi obligada a hilar o tejer; pero, de ordinario, no me faltaban galas, vinos, manjares y golosinas. «No tengo una blanca —les dije—; pero, ¡qué!, ¿no soy bella? ¿Acaso he envejecido ya? ¿No puedo ofrecer a nadie mis servicios?» Dije estas y otras cosas con tal desenvoltura, que todos se echaron a reír. Cuando poco después el capitán llamó a los pasajeros para continuar el viaje, aquellos hombres se apoderaron de mí y me subieron a la nave. Cuando pienso en mi vida de a bordo, no puedo menos de preguntarme por qué no me tragaron las aguas. Alegrábame viendo a pobres infelices que se habían lanzado a una larga peregrinación envueltos en las redes malditas de mi amor. Era yo entonces maestra en todas las artes del engaño. Manché mis labios, más y más profané mi cuerpo, ofrecí el amor, destrozando verdaderos amores y amores santos...
Nuevamente se detuvo en su relato, ahogada por los sollozos, y su oyente parecía sollozar también. Pero, terminada la larga historia de sus extravíos, se detuvo en el episodio de su conversión milagrosa e inesperada.
Desde que entró en Jerusalén había sentido una nerviosidad extraña, una profunda inquietud, que ella no sabía explicarse. Era una mezcla de tristeza e incertidumbre, un agobio físico y una postración moral, un pesar indefinible, que jamás había sentido en la atmósfera pagana de la ciudad de Alejandría. Dos días después de su llegada se celebraba la fiesta de la Santa Cruz. La muchedumbre desfilaba sin cesar por la iglesia del Calvario para venerar el sagrado madero. Ella, en tanto, paseaba por el atrio, pintada y engalanada, dirigiendo a uno y otro lado miradas de fuego. Esforzábase por ahogar aquella turbación interna, pero sin conseguirlo. Después de muchas dudas, quiso también ella adorar el leño donde había muerto el Salvador, y se dirigió a la puerta, uniéndose al oleaje de los peregrinos. Sin embargo, una y otra vez es rechazada, y se queda sola en el pórtico. Piensa en una fuerza misteriosa, se turba, empieza a atormentarse con la idea de su indignidad, y llora. No obstante, quiere hacer un último esfuerzo, pero, al pisar el umbral le parece ver un grupo de legionarios que le impide el paso con sus espadas desenvainadas. En su turbación, clava los ojos en una imagen de María pintada en los muros del atrio, y cae delante de ella implorando perdón y llorando amargamente. Al levantarse, libre ya de un peso que la abrumaba, entra en el templo sin dificultad, adora la cruz; allí mismo oye una voz interior que le dice: «Ve al otro lado del Jordán, y allí encontrarás el descanso.»
—Al día siguiente —añadió la santa vieja, con sonrisa beatífica— hice mi hatillo y me vine a este desierto, donde vivo aguardando a mi Dios, el que salva a los que se llegan a Él huyendo de la pusilanimidad del espíritu y de la tempestad. Aquí su bondad me persigue amorosamente, y es ella para mí como un alimento delicioso, como un vestido sagrado, mucho más precioso que los armiños y cachemiras de mi existencia de pecado. Pero veo —añadió, dirigiéndose al cenobita— que Dios te ha traído para que reces por mí, para que me des tu santa bendición de sacerdote al terminarse los días de mi destierro, para que alegres el fin de mi vida con los santos misterios del Cuerpo y la Sangre de Cristo...
Unos días después el monje entraba de nuevo en el desierto llevando la sagrada Eucaristía. Y al año siguiente, al acercarse la Pascua, volvió de nuevo; pero sólo halló el cuerpo yerto de la penitente, y junto a él esta inscripción grabada en la arena: «Abad Zósimo, entierra aquí el cuerpo de María la pecadora, devolviendo la tierra a la tierra; y reza por mí.» Obedeció el monje, y entre tanto murmuraba:
Rezemos a esta María cada noche e cada día; agora creyó en mi creyencia que santa cosa es penitencia.
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