domingo, 3 de abril de 2016

Homilía


Una ola de ateísmo práctico invade nuestro mundo occidental, muy metido, desde luego, en el folklore religioso y en la conservación de tradiciones, que nacieron en épocas de profunda fe, llevada a la vida.

Hoy se conservan tradiciones sin fe, ritos sin fe, a menudo vacíos de contenido.

Hay quien confiesa que es ateo-cristiano, que cree en Jesús, pero no cree en la Iglesia, que la fe se puede vivir sin relacionarse para nada con la comunidad.

Muestra clara de este ateísmo práctico es la globalización mediática del capital, con un denominador común: el egoísmo acaparador y sojuzgante, que permite el crecimiento de unos cuantos poderosos y la esclavitud de la mayoría.

Contra esta globalización mediática del capital, aglutinado en torno a las Multinacionales y los Bancos, existe otra globalización: la de la solidaridad, que propugna soltar amarras, romper cadenas y caminar hacia una nueva libertad.

Es la gran esperanza para que el mundo resucite de su postración y entone la buena nueva del anuncio. Llegará otro amanecer.

Luis Betés agrupa varias iniciativas modernas para cambiar el mundo:

-          El “dinero ético”, que apuesta por algo que no sea el lucro, la rentabilidad, el beneficio, el dinero.

-          Los “bancos éticos”, que prestan dinero a clientes sin nómina y a pobres, para que puedan crear sus pequeñas empresas

-          El comercio justo”, que protege a los pequeños productores del Tercer Mundo contra los abusos proteccionistas de los países ricos y hacen gala de la libertad de mercado.

-          Las “inversiones solidarias”, que buscan algo más que la rentabilidad económica y tratan de salvaguardar la honestidad de aquellos inversores, que no quieren implicarse en la financiación de las guerras, de la droga, de las armas, de la explotación de sexo...

-          La “soberanía monetaria”, que es una apuesta por resituar la economía en su sitio, que es la distribución de los medios de vida entre los habitantes del planeta, antes de cualquier otra consideración de producción, lucro o poder.

Todos estos son gestos que nos hacen pensar en una resurrección moral para echar las campanas al vuelo y situarnos en la Pascua del Señor.

El protagonista de este domingo es el apóstol Tomás, prototipo de la incredulidad humana.

Hemos leído el relato evangélico.

Este Apóstol no estaba presente en la primera aparición de Jesús a los demás compañeros del Colegio Apostólico, desoye los testimonios de María Magdalena y de los que afirman con contundencia que han visto al Resucitado.

Se niega, sin embargo a creer.

Hay cosas que resultan increíbles, porque parecen demasiado hermosas, para creerlas, y ante esta tesitura existencialista, es más fácil negar lo que no se ve o se capte que creer, con todo lo que la fe implica de cambio de vida.

Tomás, se siente seducido por Jesús al conocerle, le sigue con honestidad, entrega e ilusión, comulga con su mensaje salvador y está dispuesto a dar la vida por El.

Su seguimiento entra en el terreno de la lógica diaria y de la convivencia, pero la muerte de Jesús rompe sus planes lógicos, para dar paso a la duda metódica, y entra en un dinamismo empobrecedor.

Se cierra en sí mismo, en su cabezonería y testarudez para desembocar en un pasotismo alarmante.

¿Se había enamorado de verdad de Jesús?

¿Confiaba plenamente en El?

¿O confiaba tan sólo en sí mismo, en la sensatez de su lógica y en un discurso pesimista?

El relato de San Juan describe muy bien el problema de Tomás. Puntualiza claramente los fallos del discípulo, que empiezan por su desubicación: no está donde debería haber estado cuando se aparece Jesús.

No está en el grupo, pues se había ido a su casa desanimado, ni tampoco hace caso del testimonio unánime de todos sus compañeros, que aseguran haber visto vivo a Jesús.

No debate, no indaga, cuestiona o pregunta, ni se toma en serio ni abre puertas a la credibilidad.

Afirma -eso sí- con rotundidad su incredulidad; tan sólo se fía de sí mismo.

Es un engreído y un autosuficiente, que desconfía de todos.

Ha caído en un vacío inmenso, que ensombrece su presente y su futuro.

Y encima se atreve a poner condiciones a la fe.

Es la arrogancia propia del incrédulo o de los que piensan que todo debe ser como ellos dicen.

No es ajeno este planteamiento al mundo en que vivimos: autosuficiente, arrogante, falto de interés, incrédulo en lo esencial y crédulo y supersticioso en lo efímero.

Cuando se apaga la fe, crecen como chinches los magos, los adivinos, los futurólogos, los amantes de los horóscopos y el tarot, del espiritismo o las ciencias oscurantistas.

Necesitamos un asidero, una justificación para eternizar la esperanza y asegurar la felicidad definitiva.

Frente a la lógica, de la razón está la lógica de la fe, una bienaventuranza que debería añadirse a las ocho contempladas en el evangelio según San Mateo.

María es llamada “bienaventurada” por su prima Isabel, “porque creyó”.

La fe se mueve en otros parámetros que la razón.

Tomás accede a ella desde el momento en que se integra en la comunidad y abandona su tozudez; cuando se abre al misterio y permite que la esperanza anide en su corazón; cuando se mira a sí mismo en el espejo de sus compañeros y en el mensaje y las promesas de Jesús.

Sin esperanza, sin fe, sin motivación auténtica para vivir es imposible la regeneración del mundo.

Aferrados tan sólo a lo material y tangible, no lograremos nunca que los ideales altruistas germinen y prosperen.

Por ello es tan crucial la luz de la fe como don y como salvación suprema en Cristo resucitado. La necesitamos con urgencia.


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