Idas y venidas, discusiones y cuchicheos; y, allá adentro, rumores de risas y voces infantiles y tecleos de clavicordios. Es en la portería del convento de las Hermanas del Niño Jesús, de Reims. Sencillez y limpieza: una mesa redonda, un sillón de cuero, unas butacas y, en la pared, pinturas no muy artísticas representando la Sagrada Familia de Nazaret, un grupo de niños en torno a Jesús, y otras escenas de asunto religioso. Las cábalas son en torno a la mesa. Un hombre de edad madura, de cara bondadosa, de gesto inquieto y nervioso y de casaca raída y descuidada, saca del seno una carta y la coloca en las manos finas de una monja. Esta recoge el escrito, le abre con elegancia y se lo entrega al tercer interlocutor, diciendo:
—Lea usted, señor canónigo; también para usted hay algo.
El canónigo es más joven que la monja y que el hombre de la casaca. Representa apenas treinta años, y su rostro hermoso respira bondad y confianza. Tiene una estatura regular, unos ojos azules muy dulces, nariz firme, abundante pelo castaño, ancha frente y un suave color dorado en la piel. Todo esto realzado por un gesto distinguido y un aire lleno de gracia y sencillez.
—Este asunto me encanta—dice pausadamente al terminar de leer la carta—; pero hay cosas que no me explico. Conozco muy bien a la señora Maillefer. Es parienta mía. En todo Rouen no hay mujer tan mundana. Toda su vida consiste en imaginar aderezos, en buscar perfumes, sedas, joyas, atavíos, en imitar el último uso de la corte. La vista de los pobres la irrita, y, en su frivolidad, jamás se ha detenido a pensar que hay desgraciados en este mundo.
—Eso era antes—replicó el de la casaca—. Ahora todo ha cambiado. Todo el mundo sabe allí un caso prodigioso: dicen que un pobre enfermo se presentó a pedir limosna en su casa. Rechazado por ella, fue alojado por el cochero en la caballeriza, y sucedió que al día siguiente le encontraron muerto. Irritada entonces la señora, despidió al criado y arrojó una sábana para dar tierra al importuno. Verificóse el entierro; pero, al ir a cenar, se encontró la sábana en la mesa. Nadie supo quién la había puesto allí; parecía como si el muerto hubiera rechazado el presente del orgullo y la necesidad. Desde entonces la señora Maillefer es una santa. Practica penitencias inverosímiles; se pasa la vida entre los pobres y los enfermos, y todo su afán es aliviar las necesidades de los desgraciados. Su amor a los niños abandonados le ha inspirado ahora la idea de fundar una escuela en esta ciudad de Reims.
Con admiración escucharon esta historia la monja y el canónigo, y, como era natural, una y otro se manifestaron dispuestos a secundar la idea de la dama convertida. La religiosa, que, como superiora de las Hermanas del Niño Jesús, tenía poderosas influencias, ofreció hablar a sus amistades del clero y de la aristocracia; el canónigo, hombre prudente a pesar de su edad, hizo algo más todavía: «Es preciso—dijo al enviado de la señora Maillefer—guardar un secreto absoluto sobre el motivo de vuestro viaje. La menor indiscreción podría ser causa de grandes obstáculos. Los hijos de los pobres tienen extrema necesidad de ser educados e instruidos; pero aquí no se aceptan con facilidad las nuevas instituciones. Por de pronto, venid a mi casa. Allí nadie os molestará; podréis recibir y devolver visitas, negociar vuestro asunto y reflexionar con toda libertad sobre él.»
El hombre de Rouen fijó en el joven canónigo una mirada tímida, que significaba al mismo tiempo sumisión, gratitud y docilidad. Tenía todo el aspecto de un maestro de escuela, pero sin el menor asomo de pedantería. Era el hombre en quien la señora Maillefer había pensado para dirigir su fundación. Se llamaba Adriano Nyel, y había dado ya notables muestras de su espíritu abnegado y entusiasta por la instrucción de los niños. Sin embargo, el canónigo había conocido pronto su defecto dominante: la inquietud, la inconstancia, la espontaneidad excesiva. Y le había hablado en consecuencia: «Muy bien, muy bien. La idea es magnífica; pero nada de ruido; con firmeza, pero lentamente.»
Así empezó San Juan Bautista de la Salle su carrera de fundador. Porque el canónigo era el mismo San Juan Bautista. Una casualidad, una simple recomendación, había sido la señal de la Providencia. Después el maestro y él hablaron largamente, y la escuela nació junto a la parroquia.
El canónigo daba consejos, entusiasmo y dinero. Aumentaron los niños y fue preciso crear otra escuela. Los maestros habían aumentado también. Juan Bautista de la Salle pensó en una organización del profesorado, en vista de una mayor eficacia. Él era, ante todo, un organizador, aunque no le faltaba cultura religiosa y eclesiástica. Siendo pequeño, su padre, un magistrado influyente, había intentado enseñarle a cantar y tocar el violín, pero él se juntaba de mejor gana a su madre, que le enseñaba el catecismo y le leía vidas de santos. Ya mozalbete, estudió teología en París con brillantez. En el seminario de San Sulpicio le recordaban como un estudiante aplicado, fino, piadoso y poco bullicioso. A los quince años, cosa antes corriente, le aseguraron el porvenir con una pingüe canonjía. A los veinte, muertos sus padres, quedó al frente de la familia. Entonces se vio al hombre de orden: en su casa todo se hacía a toque de campana, todo tenía una reglamentación rigurosa: el sueño, la comida, los recreos, los trabajos. Adriano Nyel se encontró a maravilla en este ambiente semiconventual. Sus coadjutores tuvieron también que someterse a él. Poco a poco se iba definiendo el instituto. Hubo, sin embargo, un momento difícil. Los parientes del canónigo estaban alarmados al ver su casa convertida en refugio de advenedizos. Habían soñado para su hermano más altas dignidades, un obispado tal vez, y he aquí que le veían ahora capitaneando, según su expresión, una cohorte de maestrillos hambrientos y una legión de muchachos sacados del arroyo, viciosos, legañosos, harapientos y desagradecidos. Un día hablaron seriamente a aquel hermano, que así desprestigiaba a la familia, y le amenazaron con el abandono y el desprecio. Juan Bautista recibió sus reproches con dulzura, según estaba en su carácter; pero su respuesta fue renunciar la canonjía y distribuir sus bienes entre los pobres, para entregarse por completo a la gran obra de su vida, que cada vez se le presentaba con mayor claridad. En 1684 daba el paso decisivo, haciendo profesión religiosa con doce de sus discípulos más fervorosos. Así quedaba fundada la Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Viene luego la época del desarrollo: treinta años de calvario, cuyas principales estaciones son París, Roma, Chartres, Marsella, Lyón. Para fundar una religión, decía Bonaparte, es preciso estar dispuesto a subir a la cruz. Algo de esto saben los fundadores de todas las Ordenes religiosas. San Juan Bautista de la Salle solía decir que si, al recibir la carta de su parienta de Rouen, hubiera previsto los padecimientos que le aguardaban, jamás habría tenido valor para dar un paso adelante. Contradicciones en las curias episcopales, procesos ruidosos, envidias profesionales, calumnias horribles, rivalidades de compañeros, deserciones de discípulos, traiciones de amigos, ultrajes, desprecios, dimisiones. Pero la humildad crecía con el sufrimiento. Suavemente, silenciosamente, el fundador ladeaba los obstáculos y caminaba incansable a su fin: hacer el bien a los pequeñitos y a los desamparados. Este era el ideal de su vida; su móvil, el amor de Cristo. Cristo, el alma y centro de su ser. Para triunfar en la lucha, tenía un extraño sistema, que consistía en mortificar el cuerpo, ayunar, humillarse, disciplinarse. Un cinturón de puntas de hierro rodeaba su carne para contrarrestar el cinturón de fuego que ahogaba su alma. Y cuando aparecía en medio del batallón infantil, sonreía bondadoso como si viviera en el mejor de los mundos. Así proseguía su obra, así la fecundaba y la propagaba. En el momento de su muerte, eran los guías de las juventudes francesas; la Revolución quiso destruirlos, pero, al aventarlos, sólo consiguió propagarlos; hoy forman un ejército numeroso, distribuido en todas las partes del mundo. Bajo su dirección, medio millón de niños aprenden a ser hombres y cristianos; reciben la luz de la inteligencia y el pan de la doctrina, aprenden a crearse una posición en la tierra y a ganar un puesto en el reino de los Cielos. Solícitos y abnegados, con la paciencia inagotable del fundador, los maestros caminan entre los batallones infantiles, sin que la fatiga los desaliente, sin que la ingratitud los acobarde, sin que la persecución los haga retroceder.
—Lea usted, señor canónigo; también para usted hay algo.
El canónigo es más joven que la monja y que el hombre de la casaca. Representa apenas treinta años, y su rostro hermoso respira bondad y confianza. Tiene una estatura regular, unos ojos azules muy dulces, nariz firme, abundante pelo castaño, ancha frente y un suave color dorado en la piel. Todo esto realzado por un gesto distinguido y un aire lleno de gracia y sencillez.
—Este asunto me encanta—dice pausadamente al terminar de leer la carta—; pero hay cosas que no me explico. Conozco muy bien a la señora Maillefer. Es parienta mía. En todo Rouen no hay mujer tan mundana. Toda su vida consiste en imaginar aderezos, en buscar perfumes, sedas, joyas, atavíos, en imitar el último uso de la corte. La vista de los pobres la irrita, y, en su frivolidad, jamás se ha detenido a pensar que hay desgraciados en este mundo.
—Eso era antes—replicó el de la casaca—. Ahora todo ha cambiado. Todo el mundo sabe allí un caso prodigioso: dicen que un pobre enfermo se presentó a pedir limosna en su casa. Rechazado por ella, fue alojado por el cochero en la caballeriza, y sucedió que al día siguiente le encontraron muerto. Irritada entonces la señora, despidió al criado y arrojó una sábana para dar tierra al importuno. Verificóse el entierro; pero, al ir a cenar, se encontró la sábana en la mesa. Nadie supo quién la había puesto allí; parecía como si el muerto hubiera rechazado el presente del orgullo y la necesidad. Desde entonces la señora Maillefer es una santa. Practica penitencias inverosímiles; se pasa la vida entre los pobres y los enfermos, y todo su afán es aliviar las necesidades de los desgraciados. Su amor a los niños abandonados le ha inspirado ahora la idea de fundar una escuela en esta ciudad de Reims.
Con admiración escucharon esta historia la monja y el canónigo, y, como era natural, una y otro se manifestaron dispuestos a secundar la idea de la dama convertida. La religiosa, que, como superiora de las Hermanas del Niño Jesús, tenía poderosas influencias, ofreció hablar a sus amistades del clero y de la aristocracia; el canónigo, hombre prudente a pesar de su edad, hizo algo más todavía: «Es preciso—dijo al enviado de la señora Maillefer—guardar un secreto absoluto sobre el motivo de vuestro viaje. La menor indiscreción podría ser causa de grandes obstáculos. Los hijos de los pobres tienen extrema necesidad de ser educados e instruidos; pero aquí no se aceptan con facilidad las nuevas instituciones. Por de pronto, venid a mi casa. Allí nadie os molestará; podréis recibir y devolver visitas, negociar vuestro asunto y reflexionar con toda libertad sobre él.»
El hombre de Rouen fijó en el joven canónigo una mirada tímida, que significaba al mismo tiempo sumisión, gratitud y docilidad. Tenía todo el aspecto de un maestro de escuela, pero sin el menor asomo de pedantería. Era el hombre en quien la señora Maillefer había pensado para dirigir su fundación. Se llamaba Adriano Nyel, y había dado ya notables muestras de su espíritu abnegado y entusiasta por la instrucción de los niños. Sin embargo, el canónigo había conocido pronto su defecto dominante: la inquietud, la inconstancia, la espontaneidad excesiva. Y le había hablado en consecuencia: «Muy bien, muy bien. La idea es magnífica; pero nada de ruido; con firmeza, pero lentamente.»
Así empezó San Juan Bautista de la Salle su carrera de fundador. Porque el canónigo era el mismo San Juan Bautista. Una casualidad, una simple recomendación, había sido la señal de la Providencia. Después el maestro y él hablaron largamente, y la escuela nació junto a la parroquia.
El canónigo daba consejos, entusiasmo y dinero. Aumentaron los niños y fue preciso crear otra escuela. Los maestros habían aumentado también. Juan Bautista de la Salle pensó en una organización del profesorado, en vista de una mayor eficacia. Él era, ante todo, un organizador, aunque no le faltaba cultura religiosa y eclesiástica. Siendo pequeño, su padre, un magistrado influyente, había intentado enseñarle a cantar y tocar el violín, pero él se juntaba de mejor gana a su madre, que le enseñaba el catecismo y le leía vidas de santos. Ya mozalbete, estudió teología en París con brillantez. En el seminario de San Sulpicio le recordaban como un estudiante aplicado, fino, piadoso y poco bullicioso. A los quince años, cosa antes corriente, le aseguraron el porvenir con una pingüe canonjía. A los veinte, muertos sus padres, quedó al frente de la familia. Entonces se vio al hombre de orden: en su casa todo se hacía a toque de campana, todo tenía una reglamentación rigurosa: el sueño, la comida, los recreos, los trabajos. Adriano Nyel se encontró a maravilla en este ambiente semiconventual. Sus coadjutores tuvieron también que someterse a él. Poco a poco se iba definiendo el instituto. Hubo, sin embargo, un momento difícil. Los parientes del canónigo estaban alarmados al ver su casa convertida en refugio de advenedizos. Habían soñado para su hermano más altas dignidades, un obispado tal vez, y he aquí que le veían ahora capitaneando, según su expresión, una cohorte de maestrillos hambrientos y una legión de muchachos sacados del arroyo, viciosos, legañosos, harapientos y desagradecidos. Un día hablaron seriamente a aquel hermano, que así desprestigiaba a la familia, y le amenazaron con el abandono y el desprecio. Juan Bautista recibió sus reproches con dulzura, según estaba en su carácter; pero su respuesta fue renunciar la canonjía y distribuir sus bienes entre los pobres, para entregarse por completo a la gran obra de su vida, que cada vez se le presentaba con mayor claridad. En 1684 daba el paso decisivo, haciendo profesión religiosa con doce de sus discípulos más fervorosos. Así quedaba fundada la Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Viene luego la época del desarrollo: treinta años de calvario, cuyas principales estaciones son París, Roma, Chartres, Marsella, Lyón. Para fundar una religión, decía Bonaparte, es preciso estar dispuesto a subir a la cruz. Algo de esto saben los fundadores de todas las Ordenes religiosas. San Juan Bautista de la Salle solía decir que si, al recibir la carta de su parienta de Rouen, hubiera previsto los padecimientos que le aguardaban, jamás habría tenido valor para dar un paso adelante. Contradicciones en las curias episcopales, procesos ruidosos, envidias profesionales, calumnias horribles, rivalidades de compañeros, deserciones de discípulos, traiciones de amigos, ultrajes, desprecios, dimisiones. Pero la humildad crecía con el sufrimiento. Suavemente, silenciosamente, el fundador ladeaba los obstáculos y caminaba incansable a su fin: hacer el bien a los pequeñitos y a los desamparados. Este era el ideal de su vida; su móvil, el amor de Cristo. Cristo, el alma y centro de su ser. Para triunfar en la lucha, tenía un extraño sistema, que consistía en mortificar el cuerpo, ayunar, humillarse, disciplinarse. Un cinturón de puntas de hierro rodeaba su carne para contrarrestar el cinturón de fuego que ahogaba su alma. Y cuando aparecía en medio del batallón infantil, sonreía bondadoso como si viviera en el mejor de los mundos. Así proseguía su obra, así la fecundaba y la propagaba. En el momento de su muerte, eran los guías de las juventudes francesas; la Revolución quiso destruirlos, pero, al aventarlos, sólo consiguió propagarlos; hoy forman un ejército numeroso, distribuido en todas las partes del mundo. Bajo su dirección, medio millón de niños aprenden a ser hombres y cristianos; reciben la luz de la inteligencia y el pan de la doctrina, aprenden a crearse una posición en la tierra y a ganar un puesto en el reino de los Cielos. Solícitos y abnegados, con la paciencia inagotable del fundador, los maestros caminan entre los batallones infantiles, sin que la fatiga los desaliente, sin que la ingratitud los acobarde, sin que la persecución los haga retroceder.
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