Esta gloria de la Orden Franciscana, a la que tanta devoción se le tiene en España, no menos que en Italia y hasta América, nació en un pueblecito de Mesina (Sicilia). Sus padres, esclavos manumitidos, aunque oriundos de moros, eran muy buenos cristianos. Caritativos con los pobres, fieles cumplidores de las leyes de la Iglesia, estaban de administradores de un rico señor, que les prometió dar libertad a sus hijos si los llegaban a tener.
Bien pronto nació Benito, negro como sus padres, pero prevenido con la gracia de Dios, porque, desde la más tierna edad, fue aficionado a la oración y a la más austera mortificación de su cuerpo. A los dieciséis años su padre le dio unos bueyes y un campo que labrar para su propio provecho, ocupándose desde entonces en el pastoreo y labores agrícolas. Aunque nunca supo leer ni escribir, siempre fue muy dado a las cosas de Dios, en las que aprovechaba con rapidez como divinamente instruido.
Un ermitaño que le visitó un día en el campo, le profetizó su futura santidad, y le persuadió a que le imitara en su vida ascética. Benito contaba a la sazón treinta y un años, vendió cuanto tenía, lo dio a los pobres y se retiró al desierto, llevando allí una vida más angélica que humana. Dormía en el suelo y poco tiempo, se vistió una túnica áspera, y ayunaba perpetuamente. Su fervorosa oración le llevó a una perfección altísima y a una comunicación íntima con Dios, lo que pronto conocieron los vecinos de aquellos contornos, que acudían a él en busca de remedio. Un pobre hombre le llevó unas uvas y el Santo le aceptó una pequeña ración para sus compañeros, devolviéndole las restantes «porque eran robadas», lo que conoció milagrosamente.
Hizo algunas curas prodigiosas que le valieron la aclamación de los hombres, huyendo de la cual se escondió en una ermita, cerca del lugar que siglos antes había hecho célebre Santa Rosalía. Allí permaneció hasta que una disposición de la Santa Sede obligó a los ermitaños a entrar en alguna de las Ordenes conocidas, por lo que Benito pidió ser admitido en el convento franciscano de Santa María de Jesús de Palermo, cuyos moradores, conociendo las prendas que adornaban al bendito ermitaño, le acogieron con los brazos abiertos.
En la vida regular aumentó, si cabe, las mortificaciones, ayunando las siete cuaresmas de San Francisco, y dedicándose a los más penosos oficios con sus hermanos. Su humildad profunda, su extremada caridad y celestial prudencia, indujeron a los religiosos a elegirle Guardián, aunque era lego e iliterato, y, a pesar de resistirse con todas sus fuerzas, le fue preciso aceptar el imperativo de la obediencia; pero la dignidad no le impidió, antes bien, le hizo progresar más y más en el desprecio de sí mismo y en todas las virtudes.
Encargado de la reforma de su convento, la llevó a cabo con suma suavidad sin dispensar en nada del rigor de la pobreza. Casto como un ángel e inocentísimo, captóse las voluntades de todos, haciéndoles volar por el camino de la perfección.
Dios quiso honrarle con sus dones pródigamente. Tenía tal luz para conocer la ciencia de las cosas divinas, que resolvía las dificultades y explicaba los lugares más oscuros de las Sagradas Escrituras a los hombres más doctos que iban a consultarle. Las curaciones milagrosas, la multiplicación de los alimentos, el discernimiento de los espíritus y penetración de los corazones, vinieron a ser en él familiares y comunes. Unos novicios tentados de Satanás determinaron dejar el claustro. Estaba el Santo en oración en el coro cuando supo por revelación que habían saltado las tapias del convento; en el mismo momento se les hizo encontradizo, recriminándoles su poca fortaleza, y los volvió al monasterio. A los pocos días consintiendo de nuevo en la tentación arrebataron las llaves del convento y salieron de él por la noche. Ya habían andado algún trecho cuando el Santo se les apareció de nuevo; los llevó a casa, les puso una buena penitencia, después de su merecida represión, oró por ellos y jamás volvieron a sentir deseos de dejar la Orden.
Llegó al año sesenta y tres de su edad habiendo permanecido en la religión seráfica veintidós, y conoció que se acercaba el momento de pasar de esta vida a la eterna. Se preparó, pues, fervorosamente y en el día y hora por él predichos, entregó su bendito espíritu a Dios; era el 4 de abril de 1589. Su cuerpo, que aún se conserva incorrupto en el convento de Santa María de Jesús junto a Palermo, empezó en el acto a ser objeto de la pública veneración de los palermitanos. Los innumerables milagros obrados por su intercesión obligaron a la Santidad de Benedictino XIV a beatificarlo; y después de nuevos prodigios, Pío VII le colocó en el catálogo de los Santos.
Bien pronto nació Benito, negro como sus padres, pero prevenido con la gracia de Dios, porque, desde la más tierna edad, fue aficionado a la oración y a la más austera mortificación de su cuerpo. A los dieciséis años su padre le dio unos bueyes y un campo que labrar para su propio provecho, ocupándose desde entonces en el pastoreo y labores agrícolas. Aunque nunca supo leer ni escribir, siempre fue muy dado a las cosas de Dios, en las que aprovechaba con rapidez como divinamente instruido.
Un ermitaño que le visitó un día en el campo, le profetizó su futura santidad, y le persuadió a que le imitara en su vida ascética. Benito contaba a la sazón treinta y un años, vendió cuanto tenía, lo dio a los pobres y se retiró al desierto, llevando allí una vida más angélica que humana. Dormía en el suelo y poco tiempo, se vistió una túnica áspera, y ayunaba perpetuamente. Su fervorosa oración le llevó a una perfección altísima y a una comunicación íntima con Dios, lo que pronto conocieron los vecinos de aquellos contornos, que acudían a él en busca de remedio. Un pobre hombre le llevó unas uvas y el Santo le aceptó una pequeña ración para sus compañeros, devolviéndole las restantes «porque eran robadas», lo que conoció milagrosamente.
Hizo algunas curas prodigiosas que le valieron la aclamación de los hombres, huyendo de la cual se escondió en una ermita, cerca del lugar que siglos antes había hecho célebre Santa Rosalía. Allí permaneció hasta que una disposición de la Santa Sede obligó a los ermitaños a entrar en alguna de las Ordenes conocidas, por lo que Benito pidió ser admitido en el convento franciscano de Santa María de Jesús de Palermo, cuyos moradores, conociendo las prendas que adornaban al bendito ermitaño, le acogieron con los brazos abiertos.
En la vida regular aumentó, si cabe, las mortificaciones, ayunando las siete cuaresmas de San Francisco, y dedicándose a los más penosos oficios con sus hermanos. Su humildad profunda, su extremada caridad y celestial prudencia, indujeron a los religiosos a elegirle Guardián, aunque era lego e iliterato, y, a pesar de resistirse con todas sus fuerzas, le fue preciso aceptar el imperativo de la obediencia; pero la dignidad no le impidió, antes bien, le hizo progresar más y más en el desprecio de sí mismo y en todas las virtudes.
Encargado de la reforma de su convento, la llevó a cabo con suma suavidad sin dispensar en nada del rigor de la pobreza. Casto como un ángel e inocentísimo, captóse las voluntades de todos, haciéndoles volar por el camino de la perfección.
Dios quiso honrarle con sus dones pródigamente. Tenía tal luz para conocer la ciencia de las cosas divinas, que resolvía las dificultades y explicaba los lugares más oscuros de las Sagradas Escrituras a los hombres más doctos que iban a consultarle. Las curaciones milagrosas, la multiplicación de los alimentos, el discernimiento de los espíritus y penetración de los corazones, vinieron a ser en él familiares y comunes. Unos novicios tentados de Satanás determinaron dejar el claustro. Estaba el Santo en oración en el coro cuando supo por revelación que habían saltado las tapias del convento; en el mismo momento se les hizo encontradizo, recriminándoles su poca fortaleza, y los volvió al monasterio. A los pocos días consintiendo de nuevo en la tentación arrebataron las llaves del convento y salieron de él por la noche. Ya habían andado algún trecho cuando el Santo se les apareció de nuevo; los llevó a casa, les puso una buena penitencia, después de su merecida represión, oró por ellos y jamás volvieron a sentir deseos de dejar la Orden.
Llegó al año sesenta y tres de su edad habiendo permanecido en la religión seráfica veintidós, y conoció que se acercaba el momento de pasar de esta vida a la eterna. Se preparó, pues, fervorosamente y en el día y hora por él predichos, entregó su bendito espíritu a Dios; era el 4 de abril de 1589. Su cuerpo, que aún se conserva incorrupto en el convento de Santa María de Jesús junto a Palermo, empezó en el acto a ser objeto de la pública veneración de los palermitanos. Los innumerables milagros obrados por su intercesión obligaron a la Santidad de Benedictino XIV a beatificarlo; y después de nuevos prodigios, Pío VII le colocó en el catálogo de los Santos.
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