Frecuentemente, los santos, lo mismo que los demás hombres, tardan en encontrar su camino. Así le sucedió a San Juan de Gorze. Hijo de un rico labrador de Lorena, tomó ojeriza al campo, y, contra la voluntad de su padre, se dio a peregrinar con ánimo de buscar sabiduría. Pero no era tarea fácil encontrar la sabiduría en aquellos primeros años del siglo X, que a él le habían tocado en suerte. Como el Imperio de Carlomagno, se había desvanecido también la ciencia de sus sabios, quedando, a lo más, algunas lucecitas escondidas acá y allá en los monasterios ruinosos. Juan pasaba de una escuela a otra, pero sin encontrar los maestros que necesitaba. Uno halló que parecía sobresalir entre sus contemporáneos; pero guardábase muy bien de enseñar a sus discípulos más que una parte de sus conocimientos. Ni aun a fuerza de oro pudo sacarle Juan otra cosa que los primeros rudimentos de la gramática.
A la muerte de su padre, cierra los libros, vuelve a casa, y, más por deber que por gusto, se entregaba a la administración de su hacienda, revelándose un talento organizador. Bajo su dirección, la riqueza afluye y la propiedad familiar se acrecienta. Su mirada está en la casa, en el campo, en los colonos y en los ganados. Pronto siente la añoranza de los libros, y sin descuidar los negocios, se pone de nuevo bajo la férula de los maestros. Busca la amistad de los hombres sabios, que son casi siempre los monjes, los hombres que se dedican a una vida de más perfección. De este modo empieza a sentir la inquietud religiosa. Entre sus propiedades hay una iglesia medio derruida. Él la restaura y recoge en ella a un monje anciano que venía huyendo de las hordas normandas. Este ermitaño se convierte en su director, le habla de Dios, le reprende ásperamente sus faltas y pone en su alma más altos anhelos. Juan se pasa las horas en la iglesia, oyendo el martilleo de la salmodia del viejo, que reza en voz alta, saboreando sílaba por sílaba la palabra de Dios. Va también con frecuencia a un monasterio de Metz, donde viven algunas monjas observantes. Hablando con una de ellas, observa en su pecho la extremidad de un vestido extraño; acerca la mano para examinar, y se estremece viendo que aquella religiosa delicada usaba un cilicio de duras cuerdas. Su turbación crece al leer las Sagradas Escrituras y las vidas de los Padres del yermo; se decide al fin, hace confesión general de sus pecados, va en peregrinación a Roma, visita Montecasino y las cuevas del Gárgano, llega hasta las cimas del Vesubio, y de vuelta en su tierra, se pone bajo la dirección de un anacoreta que vivía en un bosque, cercano a Verdún.
Este hombre era un gran penitente, pero no podía servir para maestro. Tenía, dice el biógrafo, una ignorancia grosera; y el estólido, hasta en sus ejercicios espirituales, parecía un irracional. Ni se preocupaba de comer ni de cubrir su cuerpo. Tal era su austeridad, que con un pan tenía para vivir dos meses, y en ocasiones se le ponía tan duro, que tenía que partirlo con un hacha. De cuando en cuando aparecía medio desnudo en los pueblos limítrofes, causando el espanto y la risa. Juan levantó una choza junto a la del loco, como llamaban al solitario, y vivió con él algún tiempo. La compañía no le llenaba por completo; pero no sabía qué hacer. Quería ser monje, y la vida monástica estaba entonces completamente olvidada en su tierra. De estas dudas vinieron a sacarle unos amigos, invitándole a pasar a Italia, donde los monasterios conservaban más pura la disciplina regular; y ya estaban a punto de realizar su propósito, cuando el arzobispo de Metz destruyó sus proyectos, recomendándole la restauración de una antigua abadía de Lorena, llamada Gorze. Aceptaron ellos, y Juan fue nombrado administrador de la hacienda monacal.
A los compañeros de la primera hora se juntaron pronto otros muchos, hombres de vasta cultura y de elevada posición social. Los monjes, que vegetaban anteriormente entre ruinas, se vieron obligados a abandonar la casa o a aceptar la nueva observancia: práctica perfecta de la Regla benedictina, vigilia perpetua, silencio estricto y predilección por la liturgia celebrada solemnemente y aumentada con multitud de salmos. Terminadas las vigilias de la noche, rezábanse treinta salmos más: diez por los difuntos, otros diez por los amigos y bienhechores, y los restantes por las necesidades generales. Las lecciones eran tan largas, que en una noche se leía todo el libro de Daniel. Además de esto, Juan decía, después de Prima, los siete salmos penitenciales y las letanías de los santos, y aún tenía tiempo para cumplir sus funciones de prior, decano, celerario, enfermero, hospedero y carnerario. Hasta el sueño que la Regla le concedía solía interrumpirlo para leer o rezar. Ayunaba a pan y agua constantemente. Rara vez consentía probar las legumbres y la sal. A pesar de su fuerte temperamento, una vez sucumbió a la debilidad. Él mismo limpiaba la cocina, traía agua del pozo, la colocaba a calentar, limpiaba y cocía las legumbres, amasaba el pan y lavaba los pies de los hermanos. Cuando a medianoche la campana tocaba a maitines, ya había pasado el ojo vigilante del mayordomo por la cocina, las cuadras y los talleres.
Al mismo tiempo seguía estudiando con avidez. Conocía casi de memoria los Morales de San Gregorio y sus Comentarios sobre Ezequiel, y profundizaba también en las obras de San Ambrosio y San Agustín. Leyó los veinte libros de La Ciudad de Dios, cosa que en aquel tiempo era una heroicidad; y su biógrafo nos cuenta que, habiéndose enfrascado en la obra De Trinitate, del doctor de Hipona, viendo que para entenderla le era necesario conocer la Isagoge aristotélica, empezó a estudiarla con entusiasmo, hasta que el abad, «juzgando que aquello era ocupar el tiempo inútilmente, moderó su curiosidad, encauzándola hacia las lecturas sagradas». No obstante, tenía, ante todo, el talento del administrador. Nadie como él para tratar con los siervos y los matricúlanos; nadie más experto en conocer la calidad de las tierras y su mejor utilización. Plantó viñas, amplió y explotó las salinas, formó grandes rebaños de vacas y ovejas, construyó estanques para proveer de pesca a los monjes, decoró la iglesia con toda suerte de objetos preciosos y rodeó el monasterio de un muro alto y sólido.
Tanta actividad, llegó a oídos de Otón el Grande, quien le envió a España en 956 con una misión cerca del califa Abderramán III. Éste se negó a recibirle si no renunciaba a presentar las cartas imperiales, en las que los musulmanes creían ver algunas cosas ofensivas para su religión. Juan permaneció inflexible y estuvo tres años enteros en Córdoba aguardando la audiencia. Admitido al fin, intentaron inútilmente los cortesanos persuadirle a que se lavase, se arreglase el cabello y se vistiese los vestidos nuevos que le ofrecían. El mismo califa le envió diez monedas de oro para comprar las cosas necesarias. Él las recibió, mandó que diesen las gracias de su parte al soberano y repartió el dinero a los pobres. Admirado de aquella entereza, Abderramán acabó por acceder. Vióse al hombre de Dios cruzando los dorados salones de Medina-Azzahara, caminando entre filas de guardias y visires, sin más adorno que el burdo sayal monástico. El califa, que estaba sentado sobre cojines con una pierna sobre otra, dióle a besar la palma de la mano, signo de honor que sólo se concedía a los grandes dignatarios, y habiendo mandado que le acercasen una silla, conferenció con él largo rato acerca de la organización del Imperio alemán.
Nombrado abad después de su vuelta a Gorze, tuvo la alegría de ver que su monasterio se convertía en centro de una gran renovación benedictina, y en alma de intensa vida religiosa y social.
A la muerte de su padre, cierra los libros, vuelve a casa, y, más por deber que por gusto, se entregaba a la administración de su hacienda, revelándose un talento organizador. Bajo su dirección, la riqueza afluye y la propiedad familiar se acrecienta. Su mirada está en la casa, en el campo, en los colonos y en los ganados. Pronto siente la añoranza de los libros, y sin descuidar los negocios, se pone de nuevo bajo la férula de los maestros. Busca la amistad de los hombres sabios, que son casi siempre los monjes, los hombres que se dedican a una vida de más perfección. De este modo empieza a sentir la inquietud religiosa. Entre sus propiedades hay una iglesia medio derruida. Él la restaura y recoge en ella a un monje anciano que venía huyendo de las hordas normandas. Este ermitaño se convierte en su director, le habla de Dios, le reprende ásperamente sus faltas y pone en su alma más altos anhelos. Juan se pasa las horas en la iglesia, oyendo el martilleo de la salmodia del viejo, que reza en voz alta, saboreando sílaba por sílaba la palabra de Dios. Va también con frecuencia a un monasterio de Metz, donde viven algunas monjas observantes. Hablando con una de ellas, observa en su pecho la extremidad de un vestido extraño; acerca la mano para examinar, y se estremece viendo que aquella religiosa delicada usaba un cilicio de duras cuerdas. Su turbación crece al leer las Sagradas Escrituras y las vidas de los Padres del yermo; se decide al fin, hace confesión general de sus pecados, va en peregrinación a Roma, visita Montecasino y las cuevas del Gárgano, llega hasta las cimas del Vesubio, y de vuelta en su tierra, se pone bajo la dirección de un anacoreta que vivía en un bosque, cercano a Verdún.
Este hombre era un gran penitente, pero no podía servir para maestro. Tenía, dice el biógrafo, una ignorancia grosera; y el estólido, hasta en sus ejercicios espirituales, parecía un irracional. Ni se preocupaba de comer ni de cubrir su cuerpo. Tal era su austeridad, que con un pan tenía para vivir dos meses, y en ocasiones se le ponía tan duro, que tenía que partirlo con un hacha. De cuando en cuando aparecía medio desnudo en los pueblos limítrofes, causando el espanto y la risa. Juan levantó una choza junto a la del loco, como llamaban al solitario, y vivió con él algún tiempo. La compañía no le llenaba por completo; pero no sabía qué hacer. Quería ser monje, y la vida monástica estaba entonces completamente olvidada en su tierra. De estas dudas vinieron a sacarle unos amigos, invitándole a pasar a Italia, donde los monasterios conservaban más pura la disciplina regular; y ya estaban a punto de realizar su propósito, cuando el arzobispo de Metz destruyó sus proyectos, recomendándole la restauración de una antigua abadía de Lorena, llamada Gorze. Aceptaron ellos, y Juan fue nombrado administrador de la hacienda monacal.
A los compañeros de la primera hora se juntaron pronto otros muchos, hombres de vasta cultura y de elevada posición social. Los monjes, que vegetaban anteriormente entre ruinas, se vieron obligados a abandonar la casa o a aceptar la nueva observancia: práctica perfecta de la Regla benedictina, vigilia perpetua, silencio estricto y predilección por la liturgia celebrada solemnemente y aumentada con multitud de salmos. Terminadas las vigilias de la noche, rezábanse treinta salmos más: diez por los difuntos, otros diez por los amigos y bienhechores, y los restantes por las necesidades generales. Las lecciones eran tan largas, que en una noche se leía todo el libro de Daniel. Además de esto, Juan decía, después de Prima, los siete salmos penitenciales y las letanías de los santos, y aún tenía tiempo para cumplir sus funciones de prior, decano, celerario, enfermero, hospedero y carnerario. Hasta el sueño que la Regla le concedía solía interrumpirlo para leer o rezar. Ayunaba a pan y agua constantemente. Rara vez consentía probar las legumbres y la sal. A pesar de su fuerte temperamento, una vez sucumbió a la debilidad. Él mismo limpiaba la cocina, traía agua del pozo, la colocaba a calentar, limpiaba y cocía las legumbres, amasaba el pan y lavaba los pies de los hermanos. Cuando a medianoche la campana tocaba a maitines, ya había pasado el ojo vigilante del mayordomo por la cocina, las cuadras y los talleres.
Al mismo tiempo seguía estudiando con avidez. Conocía casi de memoria los Morales de San Gregorio y sus Comentarios sobre Ezequiel, y profundizaba también en las obras de San Ambrosio y San Agustín. Leyó los veinte libros de La Ciudad de Dios, cosa que en aquel tiempo era una heroicidad; y su biógrafo nos cuenta que, habiéndose enfrascado en la obra De Trinitate, del doctor de Hipona, viendo que para entenderla le era necesario conocer la Isagoge aristotélica, empezó a estudiarla con entusiasmo, hasta que el abad, «juzgando que aquello era ocupar el tiempo inútilmente, moderó su curiosidad, encauzándola hacia las lecturas sagradas». No obstante, tenía, ante todo, el talento del administrador. Nadie como él para tratar con los siervos y los matricúlanos; nadie más experto en conocer la calidad de las tierras y su mejor utilización. Plantó viñas, amplió y explotó las salinas, formó grandes rebaños de vacas y ovejas, construyó estanques para proveer de pesca a los monjes, decoró la iglesia con toda suerte de objetos preciosos y rodeó el monasterio de un muro alto y sólido.
Tanta actividad, llegó a oídos de Otón el Grande, quien le envió a España en 956 con una misión cerca del califa Abderramán III. Éste se negó a recibirle si no renunciaba a presentar las cartas imperiales, en las que los musulmanes creían ver algunas cosas ofensivas para su religión. Juan permaneció inflexible y estuvo tres años enteros en Córdoba aguardando la audiencia. Admitido al fin, intentaron inútilmente los cortesanos persuadirle a que se lavase, se arreglase el cabello y se vistiese los vestidos nuevos que le ofrecían. El mismo califa le envió diez monedas de oro para comprar las cosas necesarias. Él las recibió, mandó que diesen las gracias de su parte al soberano y repartió el dinero a los pobres. Admirado de aquella entereza, Abderramán acabó por acceder. Vióse al hombre de Dios cruzando los dorados salones de Medina-Azzahara, caminando entre filas de guardias y visires, sin más adorno que el burdo sayal monástico. El califa, que estaba sentado sobre cojines con una pierna sobre otra, dióle a besar la palma de la mano, signo de honor que sólo se concedía a los grandes dignatarios, y habiendo mandado que le acercasen una silla, conferenció con él largo rato acerca de la organización del Imperio alemán.
Nombrado abad después de su vuelta a Gorze, tuvo la alegría de ver que su monasterio se convertía en centro de una gran renovación benedictina, y en alma de intensa vida religiosa y social.
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