En el concepto cristiano de la vida, el sacrificio es el sendero empinado que lleva a las alturas.
Sólo el perfecto renunciamiento—nos lo dice el místico Doctor San Juan de la Cruz—puede llevarnos a las cumbres del monte Carmelo y constituirnos en la atalaya del amor de Dios y del amor de nuestros hermanos, en Dios.
Renunciamiento, sacrificio, subida, esfuerzo, penitencia: tales son los rasgos con que se nos va presentando este ciclo litúrgico de la Santa Cuaresma.
Escaladores de Dios, hemos acompañado a Cristo hasta el monte de la tentación; hemos subido con Él al Tabor; hemos alimentado el espíritu con la esperanza del triunfo lejano, pero seguro, y hemos aquí ahora nuevamente delante del enemigo. La generosa resistencia de antes se ha convertido en agresión decidida y victoriosa.
«Jesús—dice el Evangelio de este tercer domingo—estaba lanzando un demonio, y el poseso estaba mudo; pero, habiendo salido el maligno espíritu, el mudo empezó a hablar y las turbas se llenaron de admiración.»
Aquí empiezan a aparecer ya los hombres cuyos ojos vamos a ver rojos de cólera durante los días de la Semana Santa: los fariseos.
Ahora están lívidos de envidia.
Desconcertados en el primer momento de las aclamaciones, se rehacen pronto, y con un razonamiento absurdo tratan de desacreditar el milagro:
«Este nazareno es un endemoniado; ¿cómo admirarse de que el príncipe de los demonios le ayude para arrojar a los demonios? Y Cristo responde con aquella sentencia profunda: «Todo reino dividido en sí mismo será desolado.»
Es verdad que el reino de Satán está lleno de confusión y de anarquía, pero hay una cosa que pone de acuerdo a todas las potencias de las tinieblas: es el odio de Dios.
No hay más que recoger el ejemplo de las experiencias actuales. Las palabras de Jesús son la lógica misma; y la frase con que cierra la disputa encierra un desafío lleno de grandeza y autoridad:
«El que no está conmigo, está contra Mí, y el que conmigo no congrega, desparrama.»
Sólo el perfecto renunciamiento—nos lo dice el místico Doctor San Juan de la Cruz—puede llevarnos a las cumbres del monte Carmelo y constituirnos en la atalaya del amor de Dios y del amor de nuestros hermanos, en Dios.
Renunciamiento, sacrificio, subida, esfuerzo, penitencia: tales son los rasgos con que se nos va presentando este ciclo litúrgico de la Santa Cuaresma.
Escaladores de Dios, hemos acompañado a Cristo hasta el monte de la tentación; hemos subido con Él al Tabor; hemos alimentado el espíritu con la esperanza del triunfo lejano, pero seguro, y hemos aquí ahora nuevamente delante del enemigo. La generosa resistencia de antes se ha convertido en agresión decidida y victoriosa.
«Jesús—dice el Evangelio de este tercer domingo—estaba lanzando un demonio, y el poseso estaba mudo; pero, habiendo salido el maligno espíritu, el mudo empezó a hablar y las turbas se llenaron de admiración.»
Aquí empiezan a aparecer ya los hombres cuyos ojos vamos a ver rojos de cólera durante los días de la Semana Santa: los fariseos.
Ahora están lívidos de envidia.
Desconcertados en el primer momento de las aclamaciones, se rehacen pronto, y con un razonamiento absurdo tratan de desacreditar el milagro:
«Este nazareno es un endemoniado; ¿cómo admirarse de que el príncipe de los demonios le ayude para arrojar a los demonios? Y Cristo responde con aquella sentencia profunda: «Todo reino dividido en sí mismo será desolado.»
Es verdad que el reino de Satán está lleno de confusión y de anarquía, pero hay una cosa que pone de acuerdo a todas las potencias de las tinieblas: es el odio de Dios.
No hay más que recoger el ejemplo de las experiencias actuales. Las palabras de Jesús son la lógica misma; y la frase con que cierra la disputa encierra un desafío lleno de grandeza y autoridad:
«El que no está conmigo, está contra Mí, y el que conmigo no congrega, desparrama.»
Hay un ataque contra los enemigos declarados, y otro contra los que dudan y contemporizan, contra los que se imaginan ser de Cristo, pero de un Cristo que ellos se forjan a su talante; un anatema contra el fariseo hipócrita, y una excomunión contra el saduceo materialista.
El fariseo se irrita al ver el milagro de Jesús; el saduceo levanta los hombros y sonríe escéptico y compasivo.
Sería cristiano, pero cristiano sin dogmas, sin milagros, y, naturalmente, sin demonios.
El diabólico no cree en el diablo, como el loco no cree en la locura.
Como él es un juguete del diablo, se imagina que el diablo es un juguete para él.
Le imagina como el coco con que las madres amenazan a sus hijos pequeñitos para tenerles más sumisos y obedientes.
Pero él es ya demasiado grande para creer en cocos, en espectros ni en fantasmas.
Demasiado grande en un mundo muy pequeño.
Precisamente no está con Cristo, porque no puede atravesar las fronteras de su reino, oscuro y mezquino; no congrega ni atesora, sino que se empobrece y se encoge; no amplía los horizontes de su ser, sino que reduce sus posibilidades, encerrándose en un círculo donde, además de endemoniado, se volvería pronto loco si se parase a considerar la gravedad de su caso.
El fariseo se irrita al ver el milagro de Jesús; el saduceo levanta los hombros y sonríe escéptico y compasivo.
Sería cristiano, pero cristiano sin dogmas, sin milagros, y, naturalmente, sin demonios.
El diabólico no cree en el diablo, como el loco no cree en la locura.
Como él es un juguete del diablo, se imagina que el diablo es un juguete para él.
Le imagina como el coco con que las madres amenazan a sus hijos pequeñitos para tenerles más sumisos y obedientes.
Pero él es ya demasiado grande para creer en cocos, en espectros ni en fantasmas.
Demasiado grande en un mundo muy pequeño.
Precisamente no está con Cristo, porque no puede atravesar las fronteras de su reino, oscuro y mezquino; no congrega ni atesora, sino que se empobrece y se encoge; no amplía los horizontes de su ser, sino que reduce sus posibilidades, encerrándose en un círculo donde, además de endemoniado, se volvería pronto loco si se parase a considerar la gravedad de su caso.
Contra esta limitación, en el fondo aniquiladora y acongojante, la liturgia cuaresmal, al leernos este pasaje de la vida de Cristo, nos invita a considerar el mundo de nuestro ser en sus verdaderas y grandiosas proporciones: lo visible y lo invisible, lo exterior y lo interior, lo natural, lo preternatural y lo sobrenatural.
Poco a poco, el sentido de la Cuaresma se va precisando y completando.
Atención, reflexión, vigilancia, parece decirnos hoy la Iglesia.
Tal vez la fortaleza está libre de enemigos; pero en las cercanías pueden fraguarse nuevos combates. Espíritu alerta en el portillo, ojo avizor en la atalaya.
Es decir, que estamos en un tiempo de especulación y de contemplación, en el sentido primitivo de estas palabras. Especular es mirar, y de ahí viene espejo.
Debemos tomar nuestro ser en las manos y ponerle delante de nosotros como un espejo.
Esto es reflexionar, replegarse sobre sí mismo, contemplar su propio yo: contemplarle en el reposo, en el cuidado de una observación escrutadora, en aquella «devoción segura» de que nos hablaba ya la colecta del Miércoles de Ceniza al ponernos en la puerta del templo cuaresmal. En la agitación, en el torbellino.
No podríamos fácilmente distinguir los matices, las sinuosidades, los movimientos, las agitaciones de nuestro mundo religioso, los peligros de las fronteras y las rebeldías del interior.
El alma es como un lago de aguas dormidas.
Basta una brizna, una hoja que cae del árbol, para rizar y enturbiar la superficie. Cualquier cosa podría halar el espejo de nuestra especulación.
«Tiempo de paz es éste—decía San León—; tiempo de tranquilidad y de calma.»
Pero el reposo no es somnolencia.
En el centro de su tela, la araña no duerme, no está inactiva; observa, aguarda impaciente, espía cualquier movimiento que pueda poner en conmoción los hilos sutiles en cuyo centro se ha colocado. «Meditaré como la paloma», decía el rey de Jerusalén hablando de un recogimiento amoroso, dolorido y anhelante.
Es el trabajo ansioso y ardiente del alma que investiga los principios de la fe, que se asimila en rumia vital las leyes fundamentales del mundo invisible, que penetra con respeto religioso en este templo de la ciencia de los santos, cuyas principales columnas son el poder de la fe, aun en este mundo material; la realidad de las esperanzas divinas, la eficacia de la oración, la providencia de Dios, la asistencia de los ángeles y la convicción de la recompensa que, infaliblemente, sigue a la virtud.
Pero se necesita, además, esa inmovilidad escrutadora, esa actitud vigilante de la araña, atenta a la primera palpitación de la presa, o a la violencia del insecto enemigo que viene a destruir su artilugio.
Poco a poco, el sentido de la Cuaresma se va precisando y completando.
Atención, reflexión, vigilancia, parece decirnos hoy la Iglesia.
Tal vez la fortaleza está libre de enemigos; pero en las cercanías pueden fraguarse nuevos combates. Espíritu alerta en el portillo, ojo avizor en la atalaya.
Es decir, que estamos en un tiempo de especulación y de contemplación, en el sentido primitivo de estas palabras. Especular es mirar, y de ahí viene espejo.
Debemos tomar nuestro ser en las manos y ponerle delante de nosotros como un espejo.
Esto es reflexionar, replegarse sobre sí mismo, contemplar su propio yo: contemplarle en el reposo, en el cuidado de una observación escrutadora, en aquella «devoción segura» de que nos hablaba ya la colecta del Miércoles de Ceniza al ponernos en la puerta del templo cuaresmal. En la agitación, en el torbellino.
No podríamos fácilmente distinguir los matices, las sinuosidades, los movimientos, las agitaciones de nuestro mundo religioso, los peligros de las fronteras y las rebeldías del interior.
El alma es como un lago de aguas dormidas.
Basta una brizna, una hoja que cae del árbol, para rizar y enturbiar la superficie. Cualquier cosa podría halar el espejo de nuestra especulación.
«Tiempo de paz es éste—decía San León—; tiempo de tranquilidad y de calma.»
Pero el reposo no es somnolencia.
En el centro de su tela, la araña no duerme, no está inactiva; observa, aguarda impaciente, espía cualquier movimiento que pueda poner en conmoción los hilos sutiles en cuyo centro se ha colocado. «Meditaré como la paloma», decía el rey de Jerusalén hablando de un recogimiento amoroso, dolorido y anhelante.
Es el trabajo ansioso y ardiente del alma que investiga los principios de la fe, que se asimila en rumia vital las leyes fundamentales del mundo invisible, que penetra con respeto religioso en este templo de la ciencia de los santos, cuyas principales columnas son el poder de la fe, aun en este mundo material; la realidad de las esperanzas divinas, la eficacia de la oración, la providencia de Dios, la asistencia de los ángeles y la convicción de la recompensa que, infaliblemente, sigue a la virtud.
Pero se necesita, además, esa inmovilidad escrutadora, esa actitud vigilante de la araña, atenta a la primera palpitación de la presa, o a la violencia del insecto enemigo que viene a destruir su artilugio.
Nuestra alma debe destacar a los carabineros de sus potencias en las fronteras de nuestro ser, en aquellas zonas indecisas donde es más fácil el contrabando, donde se insinúan constantemente influencias de otros mundos distintos del nuestro, reinos de luz y regiones de tinieblas, iluminaciones súbitas, generosidades, resoluciones que nosotros no sabemos explicarnos, y sugestiones malignas, cegueras, desalientos, rebeldías, que no siempre brotan en nosotros como vegetación espontánea de nuestra naturaleza.
Y aquí vuelve a reaparecer el demonio. Cristo nos pone en guardia revelándonos su estrategia.
Cuando sale arrojado de un hombre, no tarda en volver acompañado de otros siete espíritus peores que él.
La lucha entonces se hace más terrible, porque también a esas bestias inmundas les gusta una casa lujosa y bien barrida.
Ser tentados por Satanás es indicio de pureza y prueba de ascensión. Para triunfar, dice la liturgia cuaresmal, vigilancia y reflexión.
Se habla de crisis económica, pero más terrible acaso es la crisis moral; y esa crisis moral viene de la crisis del espíritu.
Al olvidarnos del mundo invisible, ya no nos interesa lo que puede llevarnos a él; y, además, hemos llenado de tristeza nuestro mundo empequeñecido.
Es la confesión extraña que acaba de hacer un socialista belga: «Hemos errado dando al socialismo un ideal puramente material. Hemos creado un mundo sin alegría. La victoria es espíritu; y la lucha había que haberla empezado en nosotros, contra cada uno de nosotros.»
Y aquí vuelve a reaparecer el demonio. Cristo nos pone en guardia revelándonos su estrategia.
Cuando sale arrojado de un hombre, no tarda en volver acompañado de otros siete espíritus peores que él.
La lucha entonces se hace más terrible, porque también a esas bestias inmundas les gusta una casa lujosa y bien barrida.
Ser tentados por Satanás es indicio de pureza y prueba de ascensión. Para triunfar, dice la liturgia cuaresmal, vigilancia y reflexión.
Se habla de crisis económica, pero más terrible acaso es la crisis moral; y esa crisis moral viene de la crisis del espíritu.
Al olvidarnos del mundo invisible, ya no nos interesa lo que puede llevarnos a él; y, además, hemos llenado de tristeza nuestro mundo empequeñecido.
Es la confesión extraña que acaba de hacer un socialista belga: «Hemos errado dando al socialismo un ideal puramente material. Hemos creado un mundo sin alegría. La victoria es espíritu; y la lucha había que haberla empezado en nosotros, contra cada uno de nosotros.»
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