Carlos, rey de los francos, el que más tarde había de restaurar el Imperio romano de Occidente, lo miraba con curiosidad y creía ver en la frente del joven no sé qué sombríos augurios de inquietud. Placíanle sus maneras delicadas, su habilidad para todo lo que emprendía, su modestia digna y noble, muy distinta de las vanas jactancias de sus companeros. Lo había visto crecer en el palacio de su padre Pepino desde los días de su infancia, sirviendo como paje a la reina; bueno, fiel, generoso, amigo de hacer a todos un favor. Todos lo amaban, y él lo amaba también. Habíale encantado la gracia con que presentaba la copa de oro en la mesa regia cuando lo nombraron escanciador. Después, llegado el tiempo de la mocedad, en su cuerpo se iba revelando una naturaleza fuerte, moderada por una educación exquisita. Entonces ciñe el cíngulo militar.
Pero Carlos observaba en él una honda preocupación, que no podían ahuyentar ni las cacerías ruidosas, ni el cuidado del halcón y del caballo, ni los ejercicios de la corte, ni las constantes campanas al otro lado del Rin o de los Alpes. A los veintidós años, una idea fija había brotado en su mente: dejar todas aquellas cosas, que no le daban la felicidad.
El futuro emperador lo encontró un día pensativo en los jardines del palacio de Aquisgrán, y, compadecido de su tristeza, le preguntó:
—¿Cómo te llamas, joven?
—Witiza—dijo él.
—Witiza, nombre godo; ¿es que perteneces a esa nación?
—Sí, señor; pertenezco a esa nación desgraciada.
—¿Y por qué andas triste? ¿No te tratan bien los francos?
—Al contrario, lo mismo de vos que de vuestro padre, sólo he recibido beneficios, que yo trato de pagaros sirviéndoos con fidelidad. Mi padre, el conde de Magalona, hace lo mismo, puedo aseguraros que es vuestro mejor servidor en los Pirineos. Si a veces me veis pensativo, es porque siento que Dios me llama a mayor perfección, y no sé por qué camino alcanzarla.
Esta franqueza le acabó de ganar las simpatías de Carlomagno, el cual trató de retenerlo en su corte, diciéndole que estaba buscando hombres buenos y sabios para hacer de la casa real una escuela y un monasterio. Pero medio siglo de desgracias pesaba sobre el alma de aquel joven. Veía destruida su raza, su tierra, su familia. Habían acabado aquellas cortes suntuosas, aquellos famosos concilios toledanos, a que asistieron sus abuelos; el suelo donde naciera había sido asolado por la invasión musulmana; su patria, Magalona, una ciudad floreciente, cerca del Mediterráneo, en la provincia visigótica de Narbona, estaba en escombros: allí tenían sus padres, que se gloriaban de la más noble sangre goda, las casas, las tierras, el condado; mucho de ello había perecido en la general catástrofe; y ahora su pueblo veíase obligado a humillarse ante los francos, enemigos de su raza, y ante los árabes, enemigo de su raza y de su fe.
La resolución estaba tomada: crear en su interior un reino que estuviese al abrigo de humanas vicisitudes. Pero, ¿cómo? Unas veces pensaba echarse a la espalda un manto de peregrino y pasar, errante, una vida de piedad y de penitencia; otras, le parecía mejor irse a una tierra desconocida y hacerse allí pastor de ovejas, sin exigir más soldada que el alimento cotidiano; y también le vino la idea de aprender el oficio de zapatero, de meterse en una buhardilla y pasar sus días haciendo zapatos para los pobres. Entre tanto, continuaba en el palacio haciendo penitencias de monje y huyendo cuanto podía del ruido de la gente. Un suceso desagradable vino a sacarle de sus dudas. Era el año 774, en que Carlos destruyó el reino de Lombardía. Witiza había pasado a Italia con un hermano suyo en las huestes del emperador. Un día quiso su hermano atravesar un río, sin fijarse en la profundidad; ya lo arrastraban las aguas, cuando, advirtiéndolo Witiza, se lanzó a salvarlo bien asido a su caballo. Poco faltó para que pereciesen ambos hermanos, pero lograron salir después de muchos esfuerzos.
Este suceso impresionó tan vivamente al joven soldado, que al terminar la campaña dejó los campamentos y se presentó a las puertas de la abadía de San Secuano, cerca de Dijón, cortándose la larga cabellera de los leudes y cambiando el hábito militar por el sayal monástico. Desde el primer instante se vio al converso acuciado por una celeste furia estilo de San Romualdo o del abad Raneé. Su ascesis rigurosa hería la conducta negligente de sus hermanos. Nombrado procurador, se negaba a darles el vino que les concedía la Regla. De noche, durante las horas del sueño, él les limpiaba el calzado, pero ellos se reían de él y le tiraban las sandalias a la cabeza. Por su parte, dormía en el suelo, se abstenía de carne, vestía la peor túnica del convento y su ideal era lo imposible. La Regla benedictina le pareció excesivamente suave. Como Fructuoso de Dumio, otro fundador de su raza, y como Romualdo más tarde, dirigía sus miradas hacia los monjes de Oriente.
Esto le movió a volver a su patria y a establecerse con algunos compañeros, partidarios de sus ideas, en una posesión que tenía a orillas del río Aniano. El rigor de su vida asustó a los que vivían con él; él mismo estaba a punto de abandonar su obra, cuando se le agregó un solitario austero que había en las cercanías. El régimen implantado se fundaba en la extrema pobreza: corrió único alimento, pan y agua, ayuno tan riguroso, que algunos monjes murieron de inanición; única posesión del monasterio, un asnillo. No obstante, las vocaciones afluían. Fue preciso agrandar el edificio, y los monjes mismos se encargaron de las obras. Con ellos trabajaba Witiza, trayendo piedras o haciendo la cocina, y aún tenía tiempo para escribir sus libros. Todo era pobre en el monasterio: ninguna imagen adornaba las paredes; ningún objeto de plata o seda en la iglesia; los mismos cálices eran de madera o estaño; y como los monjes ganaban el sustento con su trabajo, el abad rechazaba toda donación de siervos y matricularios. Es el mismo programa que, siglos más tarde, reaparecería en el Cister.
A los cuatro años, en 782, aparece un nuevo programa ascético en la vida del reformador visigodo. Su obra, dice Adsón, su biógrafo, sigue adelante, pero sobre nuevos fundamentos. Entonces empieza a llamarse Benito, y con el cambio de nombre va una transformación completa en las ideas. Levanta un nuevo monasterio y una nueva iglesia, donde hay arte, lujo, tapices de Oriente, columnas de mármol, cálices de oro, «siete candelabros de plata maravillosamente labrados, de cuyo tronco arrancan esbeltos brazos, globitos, lirios, cálamos y copas en forma de nuez, siete lámparas salomónicas y otras tantas en forma de corona, unidas por eslabones». Como protesta contra los errores que hacían presa entre los hombres de su raza, dedicó el templo a la Santísima Trinidad. Era una orientación contraria a la anterior, que se extiende a todo su ideal monástico. Abandonados sus primeros proyectos, «porque había llegado a ver que eran imposibles»—dice Adsón—, el abad de Aniano se vuelve a la Regla benedictina, y para conocer mejor su espíritu—nueva observación del biógrafo—, recorre los monasterios, inlerroga a los ancianos, escruta las bibliotecas y recoge las viejas tradiciones. El campeón de las ideas de los antiguos se hace discípulo de Benito de Nursia. Se despoja de los residuos orientales, que caracterizaban el monacato visigodo, para encajar plenamente en la atmósfera monacal del Imperio franco.
Esta transformación le saca de la oscuridad y le asegura el triunfo. Leidrado de Lyon, Teodulfo de Orleáns, Alcuino y el duque de San Guillermo de Aquitania, le piden monjes para realizar sus funciones. El emperador le alienta en su obra y le encomienda la reforma de todos los monasterios. Continuando la protección de su padre, y deseando tenerle a su lado, Ludovico Pío le construye un monasterio en Inden, cerca de Aquisgrán, «cuyos monjes debían ser los maestros de los demás en la doctrina de la salvación». Benito era el abad general del Imperio, el consejero del emperador, la regla viviente del monaquismo, con derecho absoluto de visitar, reformar y corregir. Con un espíritu clarividente, había llegado a comprender que su obra sería estéril si no tenía el valor de decir que se había equivocado. Ahora estaban recogiendo el fruto de aquella transformación repentina. Sus dos grandes obras, el Codex regularum y la Concordia regularum, nos revelan al hombre preciso y metódico, todo voluntad y acción. Una y otra tenían por objeto demostrar que San Benito no había hecho más que extraer la quintaesencia de los antiguos Padres y legisladores.
Hay quienes han considerado a San Benito de Aniano como un innovador, y en realidad es más bien el fin de un período que el principio de una nueva era. Si hay algo nuevo en su programa, es sólo su actitud más clara y reverente con respecto a la Regla. La Regla debía ser observada a la letra; el monje no debía ser sólo monje, sino monje de San Benito, y únicamente de San Benito, de suerte que en los monasterios no hubiese más ley que su Regla. La Regla no debía ser explicada ni comentada, sino, sencillamente, observada, decía Ludovico Pío a los monjes de Fulda, recogiendo una expresión favorita del abad Aniano. Sin embargo, Benito de Nursia, con, una amplitud de espíritu que no fue una de las menores causas de su éxito, quiso dejar imprecisos muchos detalles de la observancia, y esto produjo en los monasterios una gran variedad de costumbres, que eran como el complemento de la Regla. Casino tenia las suyas, y se las expuso al emperador, sin intentar por eso imponerlas a las demás abadías. Pero el reformador visigodo pensaba de una manera diferente. «Una profesión y una costumbre», era el santo y sena de su reforma. Los monjes debían ser de tal manera, que se les pudiese considerar como formados por el mismo maestro y habitando el mismo lugar: unidad en la comida, en la bebida, en el sueño, en el canto, en el vestido, hasta en el andar y en la actitud entera. El escapulario debía tener dos codos de largo para todos. Era el espíritu de la disciplina germánica, frente a la sabia amplitud del legislador romano. Para mantenerlo, Benito de Aniano imaginó una centralización, que seguramente no le fue sugerida por la Regla benedictina. Todos los monasterios tenían sus abades, pero sobre todos los abades se hallaba él, que se llamaba el menor de los abades, y era el abad general. Sus inspectores, apoyados por la autoridad imperial, llegaban a todas partes, llevando órdenes de reforma y urgiendo su cumplimiento. Sin darse cuenta, Benito organizaba una congregación que anunciaba las de Cluny y el Cister, y que tenía un precedente, y acaso un modelo, en la que San Fructuoso había organizado para sus monasterios de España.
»El primero en llegar fue Helisacar, secretario regio y gran poeta de aquellos tiempos. Llegó también el camarero del emperador, en nombre de su amo. El 8 de febrero, a las nueve de la mañana, mandó que lo dejásemos solo, y así estuvo hasta las doce. A esta hora entró el prior, y como le preguntase qué tal se hallaba, contestó que mejor que nunca, y anadió: «Hasta ahora he estado delante del Señor, entre los coros de los santos.» Al día siguiente llamó a los hermanos para darles los últimos consejos, atestando que desde hacía cuarenta años no había probado un bocado de pan sin derramar lágrimas delante de Dios. El mismo día envió una admonición al emperador y otras a varios monasterios. A los monjes de Aniano les decía: «No hay nada que tanto abrase mi alma como la preocupación por el orden de vuestra vida regular. Sé muy bien que trabajáis generosamente; pero va a llegar mi última hora y creo que no os voy a volver a ver. Bien sabéis mi solicitud por vosotros; os la he demostrado con mis esfuerzos, con mis palabras, con los ejemplos de mi vida. Ahora ruego al Hijo de Dios, y por Él os conjuro, que guardéis el lazo de la caridad. Amad, sobre todo, a todos aquellos que me estuvieron unidos por la amistad en este mundo, y ya que Dios ha querido poner alguna regularidad por mi medio en los monasterios antes relajados, tened vosotros cuidado de que nunca se extravíen por caminos torcidos. No puedo deciros más. He sido atacado por una acerbísima dolencia, regalo de la divina misericordia, y ahora no me queda más que aguardar la muerte.»
La muerte llegó unas horas después de escritas estas palabras, en las que nos parece sentir la vibración de aquel gran espíritu. Su mejor elogio lo hizo en dos versos su amigo Teodulfo de Orleáns, visigodo como él: «Lo que fue el gran Benito en Italia lo eres tú entre nosotros; en ti ha vuelto a vivir el Padre de Nursia, como en Pitágoras, Euforbo, según creyeron los antiguos.»
El sínodo de Aquisgrán de 817, en que quedó consagrada la reforma de Benito de Aniano, fue la coronación de toda su vida. Ya no le quedaba más que hacer, y poco después iba a recibir la corona del Cielo. Cuatro discípulos suyos comunicaban la noticia a todos los monasterios, dando interesantes pormenores de sus últimos días: «Estaba con frecuencia—nos dicen—en el palacio del rey. Algo antes de morir, le repitió cuatro cosas que solía recordarle. Aquel mismo día le cogió la fiebre, pero aún pudo llegar hasta su celda. En cuanto se supo en la corte, vinieron a visitarle los magnates, y tanta era la afluencia de obispos, abades y monjes, que nosotros no podíamos acercarnos a él.
Pero Carlos observaba en él una honda preocupación, que no podían ahuyentar ni las cacerías ruidosas, ni el cuidado del halcón y del caballo, ni los ejercicios de la corte, ni las constantes campanas al otro lado del Rin o de los Alpes. A los veintidós años, una idea fija había brotado en su mente: dejar todas aquellas cosas, que no le daban la felicidad.
El futuro emperador lo encontró un día pensativo en los jardines del palacio de Aquisgrán, y, compadecido de su tristeza, le preguntó:
—¿Cómo te llamas, joven?
—Witiza—dijo él.
—Witiza, nombre godo; ¿es que perteneces a esa nación?
—Sí, señor; pertenezco a esa nación desgraciada.
—¿Y por qué andas triste? ¿No te tratan bien los francos?
—Al contrario, lo mismo de vos que de vuestro padre, sólo he recibido beneficios, que yo trato de pagaros sirviéndoos con fidelidad. Mi padre, el conde de Magalona, hace lo mismo, puedo aseguraros que es vuestro mejor servidor en los Pirineos. Si a veces me veis pensativo, es porque siento que Dios me llama a mayor perfección, y no sé por qué camino alcanzarla.
Esta franqueza le acabó de ganar las simpatías de Carlomagno, el cual trató de retenerlo en su corte, diciéndole que estaba buscando hombres buenos y sabios para hacer de la casa real una escuela y un monasterio. Pero medio siglo de desgracias pesaba sobre el alma de aquel joven. Veía destruida su raza, su tierra, su familia. Habían acabado aquellas cortes suntuosas, aquellos famosos concilios toledanos, a que asistieron sus abuelos; el suelo donde naciera había sido asolado por la invasión musulmana; su patria, Magalona, una ciudad floreciente, cerca del Mediterráneo, en la provincia visigótica de Narbona, estaba en escombros: allí tenían sus padres, que se gloriaban de la más noble sangre goda, las casas, las tierras, el condado; mucho de ello había perecido en la general catástrofe; y ahora su pueblo veíase obligado a humillarse ante los francos, enemigos de su raza, y ante los árabes, enemigo de su raza y de su fe.
La resolución estaba tomada: crear en su interior un reino que estuviese al abrigo de humanas vicisitudes. Pero, ¿cómo? Unas veces pensaba echarse a la espalda un manto de peregrino y pasar, errante, una vida de piedad y de penitencia; otras, le parecía mejor irse a una tierra desconocida y hacerse allí pastor de ovejas, sin exigir más soldada que el alimento cotidiano; y también le vino la idea de aprender el oficio de zapatero, de meterse en una buhardilla y pasar sus días haciendo zapatos para los pobres. Entre tanto, continuaba en el palacio haciendo penitencias de monje y huyendo cuanto podía del ruido de la gente. Un suceso desagradable vino a sacarle de sus dudas. Era el año 774, en que Carlos destruyó el reino de Lombardía. Witiza había pasado a Italia con un hermano suyo en las huestes del emperador. Un día quiso su hermano atravesar un río, sin fijarse en la profundidad; ya lo arrastraban las aguas, cuando, advirtiéndolo Witiza, se lanzó a salvarlo bien asido a su caballo. Poco faltó para que pereciesen ambos hermanos, pero lograron salir después de muchos esfuerzos.
Este suceso impresionó tan vivamente al joven soldado, que al terminar la campaña dejó los campamentos y se presentó a las puertas de la abadía de San Secuano, cerca de Dijón, cortándose la larga cabellera de los leudes y cambiando el hábito militar por el sayal monástico. Desde el primer instante se vio al converso acuciado por una celeste furia estilo de San Romualdo o del abad Raneé. Su ascesis rigurosa hería la conducta negligente de sus hermanos. Nombrado procurador, se negaba a darles el vino que les concedía la Regla. De noche, durante las horas del sueño, él les limpiaba el calzado, pero ellos se reían de él y le tiraban las sandalias a la cabeza. Por su parte, dormía en el suelo, se abstenía de carne, vestía la peor túnica del convento y su ideal era lo imposible. La Regla benedictina le pareció excesivamente suave. Como Fructuoso de Dumio, otro fundador de su raza, y como Romualdo más tarde, dirigía sus miradas hacia los monjes de Oriente.
Esto le movió a volver a su patria y a establecerse con algunos compañeros, partidarios de sus ideas, en una posesión que tenía a orillas del río Aniano. El rigor de su vida asustó a los que vivían con él; él mismo estaba a punto de abandonar su obra, cuando se le agregó un solitario austero que había en las cercanías. El régimen implantado se fundaba en la extrema pobreza: corrió único alimento, pan y agua, ayuno tan riguroso, que algunos monjes murieron de inanición; única posesión del monasterio, un asnillo. No obstante, las vocaciones afluían. Fue preciso agrandar el edificio, y los monjes mismos se encargaron de las obras. Con ellos trabajaba Witiza, trayendo piedras o haciendo la cocina, y aún tenía tiempo para escribir sus libros. Todo era pobre en el monasterio: ninguna imagen adornaba las paredes; ningún objeto de plata o seda en la iglesia; los mismos cálices eran de madera o estaño; y como los monjes ganaban el sustento con su trabajo, el abad rechazaba toda donación de siervos y matricularios. Es el mismo programa que, siglos más tarde, reaparecería en el Cister.
A los cuatro años, en 782, aparece un nuevo programa ascético en la vida del reformador visigodo. Su obra, dice Adsón, su biógrafo, sigue adelante, pero sobre nuevos fundamentos. Entonces empieza a llamarse Benito, y con el cambio de nombre va una transformación completa en las ideas. Levanta un nuevo monasterio y una nueva iglesia, donde hay arte, lujo, tapices de Oriente, columnas de mármol, cálices de oro, «siete candelabros de plata maravillosamente labrados, de cuyo tronco arrancan esbeltos brazos, globitos, lirios, cálamos y copas en forma de nuez, siete lámparas salomónicas y otras tantas en forma de corona, unidas por eslabones». Como protesta contra los errores que hacían presa entre los hombres de su raza, dedicó el templo a la Santísima Trinidad. Era una orientación contraria a la anterior, que se extiende a todo su ideal monástico. Abandonados sus primeros proyectos, «porque había llegado a ver que eran imposibles»—dice Adsón—, el abad de Aniano se vuelve a la Regla benedictina, y para conocer mejor su espíritu—nueva observación del biógrafo—, recorre los monasterios, inlerroga a los ancianos, escruta las bibliotecas y recoge las viejas tradiciones. El campeón de las ideas de los antiguos se hace discípulo de Benito de Nursia. Se despoja de los residuos orientales, que caracterizaban el monacato visigodo, para encajar plenamente en la atmósfera monacal del Imperio franco.
Esta transformación le saca de la oscuridad y le asegura el triunfo. Leidrado de Lyon, Teodulfo de Orleáns, Alcuino y el duque de San Guillermo de Aquitania, le piden monjes para realizar sus funciones. El emperador le alienta en su obra y le encomienda la reforma de todos los monasterios. Continuando la protección de su padre, y deseando tenerle a su lado, Ludovico Pío le construye un monasterio en Inden, cerca de Aquisgrán, «cuyos monjes debían ser los maestros de los demás en la doctrina de la salvación». Benito era el abad general del Imperio, el consejero del emperador, la regla viviente del monaquismo, con derecho absoluto de visitar, reformar y corregir. Con un espíritu clarividente, había llegado a comprender que su obra sería estéril si no tenía el valor de decir que se había equivocado. Ahora estaban recogiendo el fruto de aquella transformación repentina. Sus dos grandes obras, el Codex regularum y la Concordia regularum, nos revelan al hombre preciso y metódico, todo voluntad y acción. Una y otra tenían por objeto demostrar que San Benito no había hecho más que extraer la quintaesencia de los antiguos Padres y legisladores.
Hay quienes han considerado a San Benito de Aniano como un innovador, y en realidad es más bien el fin de un período que el principio de una nueva era. Si hay algo nuevo en su programa, es sólo su actitud más clara y reverente con respecto a la Regla. La Regla debía ser observada a la letra; el monje no debía ser sólo monje, sino monje de San Benito, y únicamente de San Benito, de suerte que en los monasterios no hubiese más ley que su Regla. La Regla no debía ser explicada ni comentada, sino, sencillamente, observada, decía Ludovico Pío a los monjes de Fulda, recogiendo una expresión favorita del abad Aniano. Sin embargo, Benito de Nursia, con, una amplitud de espíritu que no fue una de las menores causas de su éxito, quiso dejar imprecisos muchos detalles de la observancia, y esto produjo en los monasterios una gran variedad de costumbres, que eran como el complemento de la Regla. Casino tenia las suyas, y se las expuso al emperador, sin intentar por eso imponerlas a las demás abadías. Pero el reformador visigodo pensaba de una manera diferente. «Una profesión y una costumbre», era el santo y sena de su reforma. Los monjes debían ser de tal manera, que se les pudiese considerar como formados por el mismo maestro y habitando el mismo lugar: unidad en la comida, en la bebida, en el sueño, en el canto, en el vestido, hasta en el andar y en la actitud entera. El escapulario debía tener dos codos de largo para todos. Era el espíritu de la disciplina germánica, frente a la sabia amplitud del legislador romano. Para mantenerlo, Benito de Aniano imaginó una centralización, que seguramente no le fue sugerida por la Regla benedictina. Todos los monasterios tenían sus abades, pero sobre todos los abades se hallaba él, que se llamaba el menor de los abades, y era el abad general. Sus inspectores, apoyados por la autoridad imperial, llegaban a todas partes, llevando órdenes de reforma y urgiendo su cumplimiento. Sin darse cuenta, Benito organizaba una congregación que anunciaba las de Cluny y el Cister, y que tenía un precedente, y acaso un modelo, en la que San Fructuoso había organizado para sus monasterios de España.
»El primero en llegar fue Helisacar, secretario regio y gran poeta de aquellos tiempos. Llegó también el camarero del emperador, en nombre de su amo. El 8 de febrero, a las nueve de la mañana, mandó que lo dejásemos solo, y así estuvo hasta las doce. A esta hora entró el prior, y como le preguntase qué tal se hallaba, contestó que mejor que nunca, y anadió: «Hasta ahora he estado delante del Señor, entre los coros de los santos.» Al día siguiente llamó a los hermanos para darles los últimos consejos, atestando que desde hacía cuarenta años no había probado un bocado de pan sin derramar lágrimas delante de Dios. El mismo día envió una admonición al emperador y otras a varios monasterios. A los monjes de Aniano les decía: «No hay nada que tanto abrase mi alma como la preocupación por el orden de vuestra vida regular. Sé muy bien que trabajáis generosamente; pero va a llegar mi última hora y creo que no os voy a volver a ver. Bien sabéis mi solicitud por vosotros; os la he demostrado con mis esfuerzos, con mis palabras, con los ejemplos de mi vida. Ahora ruego al Hijo de Dios, y por Él os conjuro, que guardéis el lazo de la caridad. Amad, sobre todo, a todos aquellos que me estuvieron unidos por la amistad en este mundo, y ya que Dios ha querido poner alguna regularidad por mi medio en los monasterios antes relajados, tened vosotros cuidado de que nunca se extravíen por caminos torcidos. No puedo deciros más. He sido atacado por una acerbísima dolencia, regalo de la divina misericordia, y ahora no me queda más que aguardar la muerte.»
La muerte llegó unas horas después de escritas estas palabras, en las que nos parece sentir la vibración de aquel gran espíritu. Su mejor elogio lo hizo en dos versos su amigo Teodulfo de Orleáns, visigodo como él: «Lo que fue el gran Benito en Italia lo eres tú entre nosotros; en ti ha vuelto a vivir el Padre de Nursia, como en Pitágoras, Euforbo, según creyeron los antiguos.»
El sínodo de Aquisgrán de 817, en que quedó consagrada la reforma de Benito de Aniano, fue la coronación de toda su vida. Ya no le quedaba más que hacer, y poco después iba a recibir la corona del Cielo. Cuatro discípulos suyos comunicaban la noticia a todos los monasterios, dando interesantes pormenores de sus últimos días: «Estaba con frecuencia—nos dicen—en el palacio del rey. Algo antes de morir, le repitió cuatro cosas que solía recordarle. Aquel mismo día le cogió la fiebre, pero aún pudo llegar hasta su celda. En cuanto se supo en la corte, vinieron a visitarle los magnates, y tanta era la afluencia de obispos, abades y monjes, que nosotros no podíamos acercarnos a él.
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