Hay santos cuya acción en el mundo tiene el brillo de un meteoro. Impelidos por el amor, dejan un instante la oscuridad de que se enamoraron, realizan su misión providencial y vuelven de nuevo a la oscuridad amada. Uno de estos santos es San Raimundo de Fitero.
En Castilla acababa de morir Alfonso VII el Emperador (1157), y su hijo Sancho el Deseado había acudido a Toledo para prepararse a sostener la lucha con los infieles. En torno suyo removíase lo más granado de su reino: condes, capitanes, caballeros, obispos, abades. «Et era entonces allí en Toledo Don Remond, abbad de Fitero, omme fraire et de religión et avie con ell un monge, a quien dizien Diago Velasquez, omme fijodalgo et noble et que fuera en otro tiempo al sieglo omme libre en fecho de caballería, et era natural de tierra de Burueva, et en su mancebía criarase con el rey Don Sancho.» Así dice la Crónica General.
Una noticia alarmante se extendió por la corte: los caballeros Templarios iban a abandonar la fortaleza de Calatrava. Los almohades caerían sobre ella, y Toledo quedaría en peligro. Los corazones estaban amilanados.
Pero Velázquez era un héroe y su abad un santo. Después de orar largo rato, tomaron una resolución heroica: la de obligarse a defender aquel castillo que era la llave del reino. El rey se lo había ofrecido al valiente que tuviese la audacia para aguardar en él a los musulmanes. Ningún príncipe, ningún conde, ningún obispo había osado acometer tan temeraria empresa. Sólo aquellos dos monjes. Al fin, San Benito decía que su institución era una «escuela de servicio divino», y luchar con los infieles, sin duda ninguna, una forma bella de servir a Dios; y servicio de Dios era también defender a la patria en peligro. Los medios. Dios los daría, una vez que la causa era buena. Don Sancho se sonrió al ver a los futuros defensores de Calatrava; pero ganado por el optimismo de su fe, acabó por hacerles entrega del castillo y la ciudad.
La noticia se extendió con rapidez. Los cortesanos la comentaban desfavorablemente y se burlaban de tan quijotesca aventura. En cierto modo, tenían razón. El nombre del abad Raimundo era para ellos perfectamente desconocido. Medio castellano, medio navarro, este monje era diestro en cantar salmos, no en empuñar las armas. Había pasado su juventud en el desierto. Luego, con otros anacoretas como él, había levantado el monasterio de Fitero, que estaba muy lejos del prestigio y la riqueza de las grandes abadías. «Evidentemente, esto es un disparate», decían los capitanes y hombres de guerra.
Él dejó decir, «et maguer que algunos lo tenian por locura, fuel después ende bien, como a Dios plogo». Raimundo predicó la cruzada, enfervorizó a la gente con su palabra patriótica y apostólica, y la gente iba a poner a disposición del abad su vaca, su caballo, su dinero, su espada y sus brazos. Mientras Raimundo predicaba, Velázquez organizaba la resistencia, armaba a los cruzados, abastecía la plaza, guerreaba con el enemigo y salvaba la fortaleza. Calatrava seguía siendo cristiana. Pero era preciso asegurarla definitivamente, y entonces es cuando el abad de Filero realizó una obra que le coloca entre los grandes bienhechores de la Iglesia y de la patria. «Entonces, muchos a quien veno de voluntad tomaron abbito, ligero e non pesado, asi como la orden de caballería lo demandaba.» Así nació la Orden militar de Calatrava, organizada por San Raimundo bajo la Regla de San Benito y las costumbres del Císter. Desde su retiro de Ciruelos, el santo vigilaba a los monjes caballeros, oraba por ellos en los días del combate, y en los días de paz les infundía aquel espíritu de fe que les haría vencedores en las luchas oscuras del claustro y en las gloriosas jornadas.
«Et empos esto—dice el Rey Sabio—murió, et enterráronle en la dicha villa; et assi como dicen, alli face Dios miraglos et vertudes por él.»
Su obra fue prosperando cada día. Los reyes y los Papas la favorecieron, porque aquellos monjes extraños; de túnica blanca y blanco escapulario, con la cruz roja al corazón, eran el mejor sostén de la patria y de la fe, «Su multiplicación—decía don Rodrigo Jiménez de Rada—es la corona del príncipe. Los que cantaban salmos ciñeron la espada, y los que gemían en la oración salieron animosos a defender su tierra. Mansos como los cordel os, fieros como los leones. Su alimento es pobre y la aspereza de la lana su vestido. Pruébalos la constante disciplina, y el culto del silencio los acompaña. Si la victoria los levanta, la postración frecuente los humilla y la vigilia de las noches los doblega. La oración devota los instruye y el trabajo continuo los ejercita.»
En Castilla acababa de morir Alfonso VII el Emperador (1157), y su hijo Sancho el Deseado había acudido a Toledo para prepararse a sostener la lucha con los infieles. En torno suyo removíase lo más granado de su reino: condes, capitanes, caballeros, obispos, abades. «Et era entonces allí en Toledo Don Remond, abbad de Fitero, omme fraire et de religión et avie con ell un monge, a quien dizien Diago Velasquez, omme fijodalgo et noble et que fuera en otro tiempo al sieglo omme libre en fecho de caballería, et era natural de tierra de Burueva, et en su mancebía criarase con el rey Don Sancho.» Así dice la Crónica General.
Una noticia alarmante se extendió por la corte: los caballeros Templarios iban a abandonar la fortaleza de Calatrava. Los almohades caerían sobre ella, y Toledo quedaría en peligro. Los corazones estaban amilanados.
Pero Velázquez era un héroe y su abad un santo. Después de orar largo rato, tomaron una resolución heroica: la de obligarse a defender aquel castillo que era la llave del reino. El rey se lo había ofrecido al valiente que tuviese la audacia para aguardar en él a los musulmanes. Ningún príncipe, ningún conde, ningún obispo había osado acometer tan temeraria empresa. Sólo aquellos dos monjes. Al fin, San Benito decía que su institución era una «escuela de servicio divino», y luchar con los infieles, sin duda ninguna, una forma bella de servir a Dios; y servicio de Dios era también defender a la patria en peligro. Los medios. Dios los daría, una vez que la causa era buena. Don Sancho se sonrió al ver a los futuros defensores de Calatrava; pero ganado por el optimismo de su fe, acabó por hacerles entrega del castillo y la ciudad.
La noticia se extendió con rapidez. Los cortesanos la comentaban desfavorablemente y se burlaban de tan quijotesca aventura. En cierto modo, tenían razón. El nombre del abad Raimundo era para ellos perfectamente desconocido. Medio castellano, medio navarro, este monje era diestro en cantar salmos, no en empuñar las armas. Había pasado su juventud en el desierto. Luego, con otros anacoretas como él, había levantado el monasterio de Fitero, que estaba muy lejos del prestigio y la riqueza de las grandes abadías. «Evidentemente, esto es un disparate», decían los capitanes y hombres de guerra.
Él dejó decir, «et maguer que algunos lo tenian por locura, fuel después ende bien, como a Dios plogo». Raimundo predicó la cruzada, enfervorizó a la gente con su palabra patriótica y apostólica, y la gente iba a poner a disposición del abad su vaca, su caballo, su dinero, su espada y sus brazos. Mientras Raimundo predicaba, Velázquez organizaba la resistencia, armaba a los cruzados, abastecía la plaza, guerreaba con el enemigo y salvaba la fortaleza. Calatrava seguía siendo cristiana. Pero era preciso asegurarla definitivamente, y entonces es cuando el abad de Filero realizó una obra que le coloca entre los grandes bienhechores de la Iglesia y de la patria. «Entonces, muchos a quien veno de voluntad tomaron abbito, ligero e non pesado, asi como la orden de caballería lo demandaba.» Así nació la Orden militar de Calatrava, organizada por San Raimundo bajo la Regla de San Benito y las costumbres del Císter. Desde su retiro de Ciruelos, el santo vigilaba a los monjes caballeros, oraba por ellos en los días del combate, y en los días de paz les infundía aquel espíritu de fe que les haría vencedores en las luchas oscuras del claustro y en las gloriosas jornadas.
«Et empos esto—dice el Rey Sabio—murió, et enterráronle en la dicha villa; et assi como dicen, alli face Dios miraglos et vertudes por él.»
Su obra fue prosperando cada día. Los reyes y los Papas la favorecieron, porque aquellos monjes extraños; de túnica blanca y blanco escapulario, con la cruz roja al corazón, eran el mejor sostén de la patria y de la fe, «Su multiplicación—decía don Rodrigo Jiménez de Rada—es la corona del príncipe. Los que cantaban salmos ciñeron la espada, y los que gemían en la oración salieron animosos a defender su tierra. Mansos como los cordel os, fieros como los leones. Su alimento es pobre y la aspereza de la lana su vestido. Pruébalos la constante disciplina, y el culto del silencio los acompaña. Si la victoria los levanta, la postración frecuente los humilla y la vigilia de las noches los doblega. La oración devota los instruye y el trabajo continuo los ejercita.»
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