Paisaje invernal, frío intenso y callado, día de helada calma. Los álamos altos extienden sus brazos desnudos hacia un cielo plomizo, y en el silencio, juntamente con el caer de las aguas torrenciales, se escucha el estrépito de los molinos que se levantan sobre el Gave. Llegan ecos de la alegría popular que hierve en la plaza. Es el 11 de febrero, jueves de todos, precursor del martes de carnaval, en Lourdes, la pequeña ciudad pirenaica, que se asienta en el extremo de los siete valles de Lavedán, entre las últimas ondulaciones de las colinas que terminan la llanura de Tarbes y los primeros escarpes de la cordillera. A un lado se yergue una cima, y sobre la cima los muros desmantelados de una vieja fortaleza. La roca llamada de Masabielle está adornada de musgos y taladrada de nichos naturales; al pie, el río sombreado de olmos y fresnos, y más allá, praderas con setos y tapiales.
Por aquí yerran, en esta mañana de invierno, tres niñas, que buscan un poco de leña para el hogar de Francisco Soubirous, el molinero. Hija del molinero es una de ellas; Bernardita. Va a cumplir los catorce años, aunque no los representa. Es una naturaleza débil, pálida, enfermiza, pero en sus ojos claros se refleja la gracia de un alma inocente. Consagrada en sus días infantiles a apacentar el rebaño familiar, no sabe leer, pero siente el encanto de los corderillos y entiende el lenguaje de la Naturaleza.
Las tres niñas van haciendo su hato, cuando he aquí que al otro lado de la corriente divisan abundancia de ramas secas y de astillas esparcidas entre la hierba húmeda. Dos de ellas se descalzan para ganar la opuesta orilla; Bernardita quiere imitarlas, pero tiene miedo al agua. ¡Está tan fría, y ella tan enferma! Echa unas piedras al cauce para saltar por encima, pero todas desaparecen bajo las aguas. Al fin, se dispone a imitar a sus compañeras. Era la hora del ángelus. Empezaba la niña a descalzarse, cuando oyó en torno suyo un ruido de huracán; pero al levantar la cabeza, vio, con gran asombro, que los chopos del Gave estaban inmóviles. Quiso continuar su operación, y de nuevo se halló envuelta en aquella ráfaga fragorosa y misteriosa. Miró enfrente hacia la roca agujereada, y un grito de sorpresa quedó anudado a su garganta. Sus miembros empezaron a temblar; aterrada, desvanecida, abrumada, se inclinó sobre sí misma, se dobló completamente y cayó de rodillas. Ella misma nos dice lo que vio: «Alcé los ojos, miré hacia un hueco de la peña y vi que se movía un rosal silvestre que había a la entrada, mas no los zarzales de al lado. Advertí luego en el hueco un resplandor, y en seguida apareció sobre el rosal una mujer hermosísima, vestida de blanco, la cual me saludó inclinando la cabeza. Retrocedí asustada; quise llamar a mis compañeras y no pude. Creyendo engañarme, me restregué los ojos; pero al abrirlos de nuevo, vi que la aparición me sonreía y me hacía señas de que me acercase. Mas yo no me atrevía; y no es que tuviese miedo, pues el miedo nos hace huir; y yo me hubiera quedado mirándola toda la vida.»
Bernardita empezó el rosario, pero sus ojos no podían apartarse de la imagen que le sonreía en la boca de la gruta. Admiró y analizó todas sus perfecciones. Era una joven de mediana estatura, con la gracia de los veinte años. Brillaba sobre su frente un halo de infinita pureza, y en sus ojos azules el suave candor de la virginidad, con la gravedad tierna de la más alta de las maternidades. Sus labios respiraban bondad y mansedumbre divinas. Sus vestidos, fabricados tal vez en el taller misterioso donde se viste el lirio de los campos, eran blancos como la nieve inmaculada de las montañas. La falda, larga, de castos pliegues; un cinturón azul como el cielo, medio anudado alrededor del cuerpo, y dejando caer por delante las extremidades; por detrás, envolviendo en su vuelo la espalda y lo alto de los brazos, un blanco velo que bajaba de la cabeza; y sobre la virginal desnudez de los pies, dos rosas de color de oro. Ni sortijas, ni collar, ni diadema, ni joyas; sólo un rosario de cuentas blancas como la leche y de engarce amarillo, como las espigas maduras, pendía de sus manos, unidas en un gesto de oración.
Pasó un largo rato, el tiempo suficiente para rezar un rosario, y después la figura de la cueva desapareció. Bernardita tuvo la sensación del que desciende. Miró en torno suyo. El Gave seguía corriendo a través de los guijarros; pero nunca le había parecido tan duro el estruendo de las aguas. Vio luego a sus compañeras al otro lado del río, y se descalzó para ir en su busca. El agua le pareció caliente.
—Pero ¿no habéis visto nada?—preguntó a las dos niñas, que jugaban y danzaban al otro lado del río.
—¡Nada!—contestaron ellas—. ¿Y tú?
Bernardita quiso callar, pero era ya tarde; sus amiguitas le tiraron de la lengua y le robaron el secreto. El cuento llego hasta la madre, quien, como buena aldeana, contenta con los milagros del Evangelio, puso a su hija una cara muy seria y le dijo:
—Eso es una tontería; te prohibo ir hacia Masabielle.
No obstante, unos días después, la buena molinera levantó su prohibición. «Ve—dijo a su hija—; pero lleva un poco de agua bendita y échasela a la aparición. Si viene de parte del demonio, se desvanecerá.» Era la lógica cristiana de la gente sencilla. Así se hizo. Presentóse la «Señora», como Bernardita la llamaba; sonrió a la niña, y recibió, inclinando la cabeza, el rocío del agua santa. Las apariciones continuaron durante el mes de febrero. Bernardita llegaba, encendía una vela, empezaba el rosario y, a las pocas avemarías, la Señora se presentaba en la gruta. En la niña se verificaba entonces una verdadera transfiguración. Veíasela pálida como la cera, con los ojos muy abiertos y fijos en el hueco de la peña. Tenía las manos juntas y el rosario entre los dedos; y sonreía con una dulzura inefable. «No era ella—dice un testigo de vista—; era un ángel, que reflejaba en su rostro los resplandores de la gloria. Al verla, muchos que estaban en pie doblaban las rodillas. Su ademán, unas veces era de súplica; otras, de acción de gracias. Lloraba, reía, pero era evidente que contemplaba algo celestial. Esto, durante el éxtasis; después, ya no se ofrecía a nuestros ojos más que una pobre aldeana.»
A veces la aparición hablaba con la vidente: «Ven aquí durante quince días», le dijo una de las primeras veces. Otras llamábala por su nombre, la enseñaba a rezar, la mandaba besar el suelo, caminar de rodillas hasta la roca, o transmitir mensajes de penitencia. Un día, el 25 de febrero, le ordenó que se lavase en la fuente. No había fuente alguna en aquel lugar, pero Bernardita escarbó en el suelo con las manos y brotó un manantial abundante. En otra ocasión, Bernardita recibió el encargo de decir al párroco de Lourdes que levantase una iglesia en el lugar de las apariciones. A la intimación de arriba respondió el sacerdote: «Está bien; pero vas a decir a tu Señora que el cura de Lourdes no admite encargos de personas desconocidas. Que diga quién es, y entonces veremos.»
El cura era uno de los mayores adversarios que tenían aquellas visiones extraordinarias. Desde el primer momento la ciudad se había dividido en dos bandos, el de los amigos y el de los enemigos de Bernardita. Pronto la simpatía o la hostilidad se transmitieron a toda la comarca. Se hablaba de comedia, de negocio, de perturbaciones cerebrales o nerviosas, de intervención demoníaca. La ciencia y los periódicos empezaban a intervenir. Todo hace suponer, se decía en tono doctoral, que esta joven padece de catalepsia. Las autoridades tomaron cartas en el asunto: autoridades eclesiásticas y civiles. Se citó a la niña, se la interrogó, se la amenazó. Los Soubirous estaban consternados a consecuencia de aquella tormenta que se venía sobre su casa. «Esto tiene que acabar—decía el pobre molinero—. Ya estoy cansado de cuentos.» Adversarios y simpatizantes, todos tenían los ojos fijos en la gruta de Masabielle. Las turbas que acompañaban a la vidente en sus raptos se hacían cada vez más numerosas. Las dos niñas del primer día, eran doscientas personas en la segunda aparición y dos mil en la tercera. Después la concurrencia había ido creciendo: curiosos, devotos, escépticos y librepensadores.
Las apariciones continuaron en los primeros días de marzo. Luego cesaron. Bernardita iba diariamente, aunque sin oír la voz interior que la llamaba de una manera irresistible. Pero el 25 de marzo, día de la Anunciación, al despertarse muy de mañana, el corazón le dio un vuelco alborozado. «Es la voz», pensó ella con el rostro radiante de esperanza, y tomó el camino de las rocas. Las gentes que la espiaban se fueron tras de ella. Era una mañana primaveral. Una corona de nieve brillaba en lo alto de las montañas cercanas; ni una nube manchaba el azul del cielo; y el sol naciente teñía de oro los viejos y húmedos paredones del castillo. Un gozoso presentimiento henchía el corazón de la multitud. Cuando Bernardita llegó, la Señora estaba ya esperando. Nunca había sucedido esto. «Al punto me postré—dice la niña—y le pedí perdón de haber llegado tarde. Ella sonrió muy afable, y me hizo un movimiento de cabeza.» Esta actitud alentó a la vidente: «¡ Oh Señora mía!—le dijo—, ¿queréis decirme quién sois y cuál es vuestro nombre?» Otras veces había hecho la misma pregunta, porque el párroco de Lourdes apremiaba, pero no había recibido contestación. Ahora la repitió tres veces. Estaba convencida de que al fin iba a oír la revelación suspirada. La figura de la cueva tenía las manos unidas y en su rostro radiaba el brillo inefable de la beatitud. De pronto, al oír por tercera vez las palabras suplicantes de la niña, las manos se separan, se abren, se inclinan hacia el suelo, como para manifestar a los hombres las gracias de que estaban llenas. Luego se cierran de nuevo, se juntan, se elevan; la roca se ilumina con el fulgor de dos ojos clavados en el Cielo, y una voz vibra en el espacio, una voz que pronuncia estas palabras: «Yo soy la Inmaculada Concepción.» Un momento después, Bernardita estaba, como los demás, delante de la peña desnuda.
Aún hubo otras dos apariciones, pero ya no eran necesarias. Los prodigios han empezado a brotar en la roca, en la fuente, en la gruta de Masabielle. Bernardita vuelve a su oscuridad, se esconde en su pobreza. Ha sido el instrumento providencial de María. No floreció el rosal silvestre, como quería el párroco de Lourdes; pero empiezan a florecer las carnes marchitas de los tullidos, de los tísicos, de los leprosos. Florece el milagro y salta sin cesar del lugar bendito donde se posaron los pies rosados de la Inmaculada Concepción. Surge la iglesia, rueda el oro, empiezan las peregrinaciones, se transforma la gota en torrente, llegan los devotos a millares de todos los confines de la tierra, rezan ante la gruta, cantan, lloran, hacen penitencia, son curados de sus hidropesías, de sus tuberculosis, de sus cegueras de cuerpo y alma, y Lourdes se convierte en un foco mundial de vida religiosa, en una inmensa plegaria, en una oficina de lo sobrenatural, en uno de los mayores centros de movimiento espiritualista de los tiempos modernos.
Por aquí yerran, en esta mañana de invierno, tres niñas, que buscan un poco de leña para el hogar de Francisco Soubirous, el molinero. Hija del molinero es una de ellas; Bernardita. Va a cumplir los catorce años, aunque no los representa. Es una naturaleza débil, pálida, enfermiza, pero en sus ojos claros se refleja la gracia de un alma inocente. Consagrada en sus días infantiles a apacentar el rebaño familiar, no sabe leer, pero siente el encanto de los corderillos y entiende el lenguaje de la Naturaleza.
Las tres niñas van haciendo su hato, cuando he aquí que al otro lado de la corriente divisan abundancia de ramas secas y de astillas esparcidas entre la hierba húmeda. Dos de ellas se descalzan para ganar la opuesta orilla; Bernardita quiere imitarlas, pero tiene miedo al agua. ¡Está tan fría, y ella tan enferma! Echa unas piedras al cauce para saltar por encima, pero todas desaparecen bajo las aguas. Al fin, se dispone a imitar a sus compañeras. Era la hora del ángelus. Empezaba la niña a descalzarse, cuando oyó en torno suyo un ruido de huracán; pero al levantar la cabeza, vio, con gran asombro, que los chopos del Gave estaban inmóviles. Quiso continuar su operación, y de nuevo se halló envuelta en aquella ráfaga fragorosa y misteriosa. Miró enfrente hacia la roca agujereada, y un grito de sorpresa quedó anudado a su garganta. Sus miembros empezaron a temblar; aterrada, desvanecida, abrumada, se inclinó sobre sí misma, se dobló completamente y cayó de rodillas. Ella misma nos dice lo que vio: «Alcé los ojos, miré hacia un hueco de la peña y vi que se movía un rosal silvestre que había a la entrada, mas no los zarzales de al lado. Advertí luego en el hueco un resplandor, y en seguida apareció sobre el rosal una mujer hermosísima, vestida de blanco, la cual me saludó inclinando la cabeza. Retrocedí asustada; quise llamar a mis compañeras y no pude. Creyendo engañarme, me restregué los ojos; pero al abrirlos de nuevo, vi que la aparición me sonreía y me hacía señas de que me acercase. Mas yo no me atrevía; y no es que tuviese miedo, pues el miedo nos hace huir; y yo me hubiera quedado mirándola toda la vida.»
Bernardita empezó el rosario, pero sus ojos no podían apartarse de la imagen que le sonreía en la boca de la gruta. Admiró y analizó todas sus perfecciones. Era una joven de mediana estatura, con la gracia de los veinte años. Brillaba sobre su frente un halo de infinita pureza, y en sus ojos azules el suave candor de la virginidad, con la gravedad tierna de la más alta de las maternidades. Sus labios respiraban bondad y mansedumbre divinas. Sus vestidos, fabricados tal vez en el taller misterioso donde se viste el lirio de los campos, eran blancos como la nieve inmaculada de las montañas. La falda, larga, de castos pliegues; un cinturón azul como el cielo, medio anudado alrededor del cuerpo, y dejando caer por delante las extremidades; por detrás, envolviendo en su vuelo la espalda y lo alto de los brazos, un blanco velo que bajaba de la cabeza; y sobre la virginal desnudez de los pies, dos rosas de color de oro. Ni sortijas, ni collar, ni diadema, ni joyas; sólo un rosario de cuentas blancas como la leche y de engarce amarillo, como las espigas maduras, pendía de sus manos, unidas en un gesto de oración.
Pasó un largo rato, el tiempo suficiente para rezar un rosario, y después la figura de la cueva desapareció. Bernardita tuvo la sensación del que desciende. Miró en torno suyo. El Gave seguía corriendo a través de los guijarros; pero nunca le había parecido tan duro el estruendo de las aguas. Vio luego a sus compañeras al otro lado del río, y se descalzó para ir en su busca. El agua le pareció caliente.
—Pero ¿no habéis visto nada?—preguntó a las dos niñas, que jugaban y danzaban al otro lado del río.
—¡Nada!—contestaron ellas—. ¿Y tú?
Bernardita quiso callar, pero era ya tarde; sus amiguitas le tiraron de la lengua y le robaron el secreto. El cuento llego hasta la madre, quien, como buena aldeana, contenta con los milagros del Evangelio, puso a su hija una cara muy seria y le dijo:
—Eso es una tontería; te prohibo ir hacia Masabielle.
No obstante, unos días después, la buena molinera levantó su prohibición. «Ve—dijo a su hija—; pero lleva un poco de agua bendita y échasela a la aparición. Si viene de parte del demonio, se desvanecerá.» Era la lógica cristiana de la gente sencilla. Así se hizo. Presentóse la «Señora», como Bernardita la llamaba; sonrió a la niña, y recibió, inclinando la cabeza, el rocío del agua santa. Las apariciones continuaron durante el mes de febrero. Bernardita llegaba, encendía una vela, empezaba el rosario y, a las pocas avemarías, la Señora se presentaba en la gruta. En la niña se verificaba entonces una verdadera transfiguración. Veíasela pálida como la cera, con los ojos muy abiertos y fijos en el hueco de la peña. Tenía las manos juntas y el rosario entre los dedos; y sonreía con una dulzura inefable. «No era ella—dice un testigo de vista—; era un ángel, que reflejaba en su rostro los resplandores de la gloria. Al verla, muchos que estaban en pie doblaban las rodillas. Su ademán, unas veces era de súplica; otras, de acción de gracias. Lloraba, reía, pero era evidente que contemplaba algo celestial. Esto, durante el éxtasis; después, ya no se ofrecía a nuestros ojos más que una pobre aldeana.»
A veces la aparición hablaba con la vidente: «Ven aquí durante quince días», le dijo una de las primeras veces. Otras llamábala por su nombre, la enseñaba a rezar, la mandaba besar el suelo, caminar de rodillas hasta la roca, o transmitir mensajes de penitencia. Un día, el 25 de febrero, le ordenó que se lavase en la fuente. No había fuente alguna en aquel lugar, pero Bernardita escarbó en el suelo con las manos y brotó un manantial abundante. En otra ocasión, Bernardita recibió el encargo de decir al párroco de Lourdes que levantase una iglesia en el lugar de las apariciones. A la intimación de arriba respondió el sacerdote: «Está bien; pero vas a decir a tu Señora que el cura de Lourdes no admite encargos de personas desconocidas. Que diga quién es, y entonces veremos.»
El cura era uno de los mayores adversarios que tenían aquellas visiones extraordinarias. Desde el primer momento la ciudad se había dividido en dos bandos, el de los amigos y el de los enemigos de Bernardita. Pronto la simpatía o la hostilidad se transmitieron a toda la comarca. Se hablaba de comedia, de negocio, de perturbaciones cerebrales o nerviosas, de intervención demoníaca. La ciencia y los periódicos empezaban a intervenir. Todo hace suponer, se decía en tono doctoral, que esta joven padece de catalepsia. Las autoridades tomaron cartas en el asunto: autoridades eclesiásticas y civiles. Se citó a la niña, se la interrogó, se la amenazó. Los Soubirous estaban consternados a consecuencia de aquella tormenta que se venía sobre su casa. «Esto tiene que acabar—decía el pobre molinero—. Ya estoy cansado de cuentos.» Adversarios y simpatizantes, todos tenían los ojos fijos en la gruta de Masabielle. Las turbas que acompañaban a la vidente en sus raptos se hacían cada vez más numerosas. Las dos niñas del primer día, eran doscientas personas en la segunda aparición y dos mil en la tercera. Después la concurrencia había ido creciendo: curiosos, devotos, escépticos y librepensadores.
Las apariciones continuaron en los primeros días de marzo. Luego cesaron. Bernardita iba diariamente, aunque sin oír la voz interior que la llamaba de una manera irresistible. Pero el 25 de marzo, día de la Anunciación, al despertarse muy de mañana, el corazón le dio un vuelco alborozado. «Es la voz», pensó ella con el rostro radiante de esperanza, y tomó el camino de las rocas. Las gentes que la espiaban se fueron tras de ella. Era una mañana primaveral. Una corona de nieve brillaba en lo alto de las montañas cercanas; ni una nube manchaba el azul del cielo; y el sol naciente teñía de oro los viejos y húmedos paredones del castillo. Un gozoso presentimiento henchía el corazón de la multitud. Cuando Bernardita llegó, la Señora estaba ya esperando. Nunca había sucedido esto. «Al punto me postré—dice la niña—y le pedí perdón de haber llegado tarde. Ella sonrió muy afable, y me hizo un movimiento de cabeza.» Esta actitud alentó a la vidente: «¡ Oh Señora mía!—le dijo—, ¿queréis decirme quién sois y cuál es vuestro nombre?» Otras veces había hecho la misma pregunta, porque el párroco de Lourdes apremiaba, pero no había recibido contestación. Ahora la repitió tres veces. Estaba convencida de que al fin iba a oír la revelación suspirada. La figura de la cueva tenía las manos unidas y en su rostro radiaba el brillo inefable de la beatitud. De pronto, al oír por tercera vez las palabras suplicantes de la niña, las manos se separan, se abren, se inclinan hacia el suelo, como para manifestar a los hombres las gracias de que estaban llenas. Luego se cierran de nuevo, se juntan, se elevan; la roca se ilumina con el fulgor de dos ojos clavados en el Cielo, y una voz vibra en el espacio, una voz que pronuncia estas palabras: «Yo soy la Inmaculada Concepción.» Un momento después, Bernardita estaba, como los demás, delante de la peña desnuda.
Aún hubo otras dos apariciones, pero ya no eran necesarias. Los prodigios han empezado a brotar en la roca, en la fuente, en la gruta de Masabielle. Bernardita vuelve a su oscuridad, se esconde en su pobreza. Ha sido el instrumento providencial de María. No floreció el rosal silvestre, como quería el párroco de Lourdes; pero empiezan a florecer las carnes marchitas de los tullidos, de los tísicos, de los leprosos. Florece el milagro y salta sin cesar del lugar bendito donde se posaron los pies rosados de la Inmaculada Concepción. Surge la iglesia, rueda el oro, empiezan las peregrinaciones, se transforma la gota en torrente, llegan los devotos a millares de todos los confines de la tierra, rezan ante la gruta, cantan, lloran, hacen penitencia, son curados de sus hidropesías, de sus tuberculosis, de sus cegueras de cuerpo y alma, y Lourdes se convierte en un foco mundial de vida religiosa, en una inmensa plegaria, en una oficina de lo sobrenatural, en uno de los mayores centros de movimiento espiritualista de los tiempos modernos.
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