Cuando Juan Pablo II anunció su decisión de beatificar juntos a los papas Pío IX y Juan XXIII (-11 de octubre), los medios de comunicación social de todo el mundo pusieron el grito en el cielo y desataron un turbia polémica —una más— para golpear con ella el rostro de la Iglesia. Guiándose de sus peculiares criterios, como siempre, utilizaron el enfrentamiento para comparar a Juan XXIII con Pío IX, no queriendo recordar que precisamente éste fue uno de los papas que más interés y empeño tuvo en la beatificación de Pío IX. Pero esto les hubiera llevado a la integración, elemento que no suelen utilizar los medios de comunicación, porque lo que vende es el enfrentamiento y la polémica y lo que hace daño es el enfrentamiento y no la integración, que es precisamente la que lleva a la paz. Olvidada ya la polémica, podemos recordar que Pío IX fue beatificado el 3 de septiembre del año 2000 juntamente con Juan XXIII, Tomás Regio, arzobispo de Génova; Guillermo José Chaminade (-22 de enero), fundador de los marianistas, y Columba Marmión, monje benedictino.
ESTUDIAR PARA SERVIR A LOS DEMÁS
Juan María Mastai Ferretti, que así se llamaba quien fuera después el papa Pío IX, había nacido en Senigallia (Italia), el 13 de mayo de 1792, en una familia perteneciente a la nobleza local. De constitución física delicada, pero dotado de una gran inteligencia, la cultivó con esmero en los primeros estudios junto con una intensa vida piadosa. A los 15 años, en 1809, se trasladó a Roma para cursar estudios superiores. En 1810 hizo ejercicios espirituales de los cuales sacó algunos propósitos: luchar contra el pecado, estudiar no por ambición de saber, sino para poder servir a los demás y abandonarse en las manos de Dios. A los 20 años, una enfermedad no diagnosticada con precisión, le obligó en 1812 a suspender sus estudios y a conseguir la exención del servicio militar. Pero en 1815 ingresó en la Guardia Noble Pontificia, aunque pronto se vio obligado a dejarla por causa de su enfermedad. Por entonces, se encomendó a la Virgen de Loreto, y se fue curando gradualmente de su latosa enfermedad, mientras San Vicente Pallotti (r 22 de enero) le anunció que llegaría a papa. En 1816, participó como catequista en una importante misión en su ciudad natal, que le sirvió para descubrir su vocación eclesiástica, siendo ordenado sacerdote en 1819 y revelándose en seguida como un hombre de oración, dedicado al ministerio de la Palabra, al confesonario y, sobre todo, al servicio de los más humildes y necesitados. Supo unir admirablemente la acción y la contemplación, atender con esmero las necesidades pastorales y sociales de sus fieles, ser devoto de la Eucaristía y de María, y practicar diariamente la meditación y el examen de conciencia.
UN JOVEN OBISPO DE 35 AÑOS
Tras una breve estancia en Chile (1823-25), acompañando al nuncio Juan Muzzi, volvió a Italia para hacerse cargo del Hospicio de San Miguel, una grandiosa institución religiosa, pero necesitada de una reforma a fondo. Cuando estaba consiguiendo resultados satisfactorios en su tarea, León XII le nombró en 1827, a los 35 años de edad, arzobispo de Spoleto, donde desplegó su mejor celo pastoral y donde cosechó abundantes sufrimientos. Durante la revolución de 1831, el arzobispo Mastai no quiso derramamiento de sangre, sino que se dedicó a restañar las heridas de la violencia, a conseguir la calma social y a lograr la paz y el perdón para todos.
En 1832, fue trasladado como obispo a Ímola, donde continuó con su predicación persuasiva y fecunda, con su atención asidua al crecimiento material y espiritual de su diócesis, con su preocupación por el clero y los seminaristas, con su aliento a las comunidades religiosas, logrando ganarse los corazones de sus diocesanos con su bondad, su espíritu conciliador, su tendencia reformadora y su ausencia de espíritu partidista. Todo ello colaboró a que fuera nombrado cardenal cuando apenas había cumplido los 48 años.
EL PONTIFICADO MÁS LARGO DE LA HISTORIA
Cinco años más tarde, el 16 de junio de 1845, el cardenal Mastai era elegido papa por el cónclave de cardenales, eligiendo el nombre de Pío IX, en memoria de Pío VII. Su pontificado fue el más largo de la historia, 32 años, y ciertamente difícil, pero, por eso mismo, Pío IX fue uno de los grandes papas de la Iglesia.
Como soberano de los Estados Pontificios, comenzó su pontificado con un acto de generosidad: la amnistía de todos los delitos políticos. Esto juntamente con su tendencia liberal despertó en muchos grandes esperanzas. En 1847, promulgó, para los Estados Pontificios, un decreto en defensa de una amplia libertad de prensa, y otro instituyendo la guardia civil, el consejo comunal, el Consejo de Estado y el Consejo de Ministros, y en 1848 intentó que se constituyera un Parlamento bicameral.
A Pío IX le preocupaba la cuestión de la independencia italiana, que él sentía y defendía, pero, cuando el rey del Piamonte, Carlos Alberto (1798-1849), quiso obligarle a que hiciera la guerra a los austriacos, se negó rotundamente, por lo que fue declarado traidor a Italia. Al ser asesinado el jefe de Estado, Pellegrino Rossi, el 15 de noviembre de 1848, Pío IX tuvo que refugiarse en Gaeta, en el reino de Nápoles, como huésped de Fernando II (1810-1859). Tras la proclamación de la República Romana, el 9 de febrero de 1849, se trasladó a Portici primero (4 de septiembre de 1849), desde donde regresó a Roma el 12 de abril de 1850, apoyado por los franceses, asumiendo desde entonces una posición hostil, como es comprensible, contra los liberales. No obstante, reordenó el Consejo de Estado, dio una nueva amnistía más amplia que la primera, y en 1856 aprobó los planes del ferrocarril Roma-Civitávecchia, que comenzó a funcionar en 1859. Y en 1857 visitó todos los Estados Pontificios, siendo aclamado por el pueblo en todas partes.
Pero la unificación de Italia era imparable. Víctor Manuel II (1820-1878), con su ministro Cavour, fue anexionándose inexorablemente por expropiación los diversos territorios pontificios, ante cuyo expolio Pío IX excomulgó a cuantos participaron en él. Y el 20 de septiembre de 1870 Pío IX vio cómo caía Roma en manos de los insurgentes y cómo perdía la Iglesia todos sus Estados Pontificios. La caída de los Estados Pontificios, desde el punto de vista histórico, fue un duro acto de violencia y rapiña sin paliativos. Pero, desde el punto de vista eclesial y espiritual, fue una bendición de Dios, algo providencial, pues liberó a la Iglesia de una enorme rémora que hipotecó durante doce siglos su independencia y la puso en contraste evidente con su misión de servicio universal de salvación para todos los hombres. El dolorido pontífice se encerró en el Vaticano y se consideró prisionero en él, se resistió al expolio y lo condenó, pues no era fácil para él comprender aquellos huracanes de libertad, generados en el siglo XIX ni su propia situación, en la que se sentía acosado, cercado y solo, en todos los frentes, a pesar de que tenía el cariño de todos los buenos católicos.
Sin embargo y a pesar de todo, el papa Pío IX no por eso dejó de ejercer su potestad espiritual en la Iglesia a lo largo de su larguísimo pontificado. Es más: desplegó una inmensa actividad. Su primera encíclica fue un anticipo de su programa papal y un anuncio de las condenas de la masonería y el comunismo. Firmó numerosos concordatos, como el de España en 1851, y el de Austria en 1855; restableció la jerarquía católica en Inglaterra en 1850; tres años más tarde, en 1853, en Holanda; en Escocia en 1878, y en otros muchos países de misión, a los que envió durante los años 1855 y 1856 misioneros al Polo Norte, a Birmania, a la India, a China y al Japón; definió en 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y consagró la basílica de San Pablo, después de reconstruirla de un incendio que sufrió en 1823.
Además, publicó una serie de notables documentos magisteriales como la encíclica Quanta cura y el Syllabus (1864), en el que condenaba lo errores del modernismo y el documento Non Fxpedit(1877), sobre la participación de los católicos en la vida pública; en 1862 instituyó un dicasterio para las cuestiones orientales y en 1867 celebró, con particular solemnidad, el XVIII centenario del martirio de los apóstoles San Pedro y San Pablo en Roma.
Todavía, antes de caer Roma en poder de los insurgentes, en 1869 pudo recibir allí el homenaje de todo el mundo con motivo de sus bodas de oro sacerdotales y, el 8 de diciembre de 1869, inaugurar el Concilio Vaticano 1, la perla de su pontificado, que tuvo que suspenderse el 18 de julio de 1870, al estallar la guerra franco-prusiana. Este concilio definió como verdad dogmática la infalibilidad del papa en materia de fe y costumbres.
Ya enfermo, aún tuvo fuerzas para dirigir un discurso a los sacerdotes de la Ciudad Eterna (2 de febrero de 1878). Murió cinco días después en Roma, el 7 de febrero de 1878. Pío IX había vivido el pontificado más largo de la historia.
SEMBLANZA ESPIRITUAL
Después de más de un siglo, estudiando su vida y su obra, siempre con fama de hombre bondadoso y habiéndose probado la heroicidad de sus virtudes, Juan Pablo II lo declaró Beato el 3 de septiembre de 2000. Su semblanza espiritual la hizo Juan Pablo II el día de su beatificación al decir de Pío IX en la homilía: «En medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de incondicional adhesión al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel en toda circunstancia a los compromisos de su ministerio, supo siempre dar la supremacía absoluta a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no fue ciertamente fácil y tuvo que sufrir mucho en el cumplimiento de su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado. Pero fue precisamente en medio de estos contrastes donde brilló más resplandeciente la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones fortalecieron su confianza en la divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre las vicisitudes humanas nunca dudó. De aquí nacía la profunda serenidad de Pío IX, incluso en medio de las incomprensiones y los ataques de tantas personas hostiles. A quien estaba a su lado gustaba decir: "En las cosas humanas hay que contentarse con hacer lo mejor que se pueda y en el resto abandonarse a la Providencia, la cual saneará los defectos y las insuficiencias del hombre". Sostenido por esta interior convicción, convocó el Concilio Ecuménico Vaticano 1, que aclaró con magistral autoridad algunas cuestiones entonces debatidas, confirmando la armonía entre la fe y la razón. En los momentos de la prueba, Pío IX encontró apoyo en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que en las tempestades de la existencia humana brilla en la Virgen la luz de Cristo más fuerte que el pecado y que la muerte».
ORACIÓN. Señor Dios nuestro, que, en tiempos de grandes transformaciones culturales y sociales, guiaste el camino de tu Iglesia, confiándola al seguro magisterio, al infatigable celo apostólico y a la ferviente caridad de tu siervo el papa Pío IX, te pedimos humildemente, por la intercesión de la Santísima Virgen, a quien proclamó Inmaculada, que confirmes nuestra fe, que alimentes nuestra esperanza y fortalezcas nuestra caridad.
ESTUDIAR PARA SERVIR A LOS DEMÁS
Juan María Mastai Ferretti, que así se llamaba quien fuera después el papa Pío IX, había nacido en Senigallia (Italia), el 13 de mayo de 1792, en una familia perteneciente a la nobleza local. De constitución física delicada, pero dotado de una gran inteligencia, la cultivó con esmero en los primeros estudios junto con una intensa vida piadosa. A los 15 años, en 1809, se trasladó a Roma para cursar estudios superiores. En 1810 hizo ejercicios espirituales de los cuales sacó algunos propósitos: luchar contra el pecado, estudiar no por ambición de saber, sino para poder servir a los demás y abandonarse en las manos de Dios. A los 20 años, una enfermedad no diagnosticada con precisión, le obligó en 1812 a suspender sus estudios y a conseguir la exención del servicio militar. Pero en 1815 ingresó en la Guardia Noble Pontificia, aunque pronto se vio obligado a dejarla por causa de su enfermedad. Por entonces, se encomendó a la Virgen de Loreto, y se fue curando gradualmente de su latosa enfermedad, mientras San Vicente Pallotti (r 22 de enero) le anunció que llegaría a papa. En 1816, participó como catequista en una importante misión en su ciudad natal, que le sirvió para descubrir su vocación eclesiástica, siendo ordenado sacerdote en 1819 y revelándose en seguida como un hombre de oración, dedicado al ministerio de la Palabra, al confesonario y, sobre todo, al servicio de los más humildes y necesitados. Supo unir admirablemente la acción y la contemplación, atender con esmero las necesidades pastorales y sociales de sus fieles, ser devoto de la Eucaristía y de María, y practicar diariamente la meditación y el examen de conciencia.
UN JOVEN OBISPO DE 35 AÑOS
Tras una breve estancia en Chile (1823-25), acompañando al nuncio Juan Muzzi, volvió a Italia para hacerse cargo del Hospicio de San Miguel, una grandiosa institución religiosa, pero necesitada de una reforma a fondo. Cuando estaba consiguiendo resultados satisfactorios en su tarea, León XII le nombró en 1827, a los 35 años de edad, arzobispo de Spoleto, donde desplegó su mejor celo pastoral y donde cosechó abundantes sufrimientos. Durante la revolución de 1831, el arzobispo Mastai no quiso derramamiento de sangre, sino que se dedicó a restañar las heridas de la violencia, a conseguir la calma social y a lograr la paz y el perdón para todos.
En 1832, fue trasladado como obispo a Ímola, donde continuó con su predicación persuasiva y fecunda, con su atención asidua al crecimiento material y espiritual de su diócesis, con su preocupación por el clero y los seminaristas, con su aliento a las comunidades religiosas, logrando ganarse los corazones de sus diocesanos con su bondad, su espíritu conciliador, su tendencia reformadora y su ausencia de espíritu partidista. Todo ello colaboró a que fuera nombrado cardenal cuando apenas había cumplido los 48 años.
EL PONTIFICADO MÁS LARGO DE LA HISTORIA
Cinco años más tarde, el 16 de junio de 1845, el cardenal Mastai era elegido papa por el cónclave de cardenales, eligiendo el nombre de Pío IX, en memoria de Pío VII. Su pontificado fue el más largo de la historia, 32 años, y ciertamente difícil, pero, por eso mismo, Pío IX fue uno de los grandes papas de la Iglesia.
Como soberano de los Estados Pontificios, comenzó su pontificado con un acto de generosidad: la amnistía de todos los delitos políticos. Esto juntamente con su tendencia liberal despertó en muchos grandes esperanzas. En 1847, promulgó, para los Estados Pontificios, un decreto en defensa de una amplia libertad de prensa, y otro instituyendo la guardia civil, el consejo comunal, el Consejo de Estado y el Consejo de Ministros, y en 1848 intentó que se constituyera un Parlamento bicameral.
A Pío IX le preocupaba la cuestión de la independencia italiana, que él sentía y defendía, pero, cuando el rey del Piamonte, Carlos Alberto (1798-1849), quiso obligarle a que hiciera la guerra a los austriacos, se negó rotundamente, por lo que fue declarado traidor a Italia. Al ser asesinado el jefe de Estado, Pellegrino Rossi, el 15 de noviembre de 1848, Pío IX tuvo que refugiarse en Gaeta, en el reino de Nápoles, como huésped de Fernando II (1810-1859). Tras la proclamación de la República Romana, el 9 de febrero de 1849, se trasladó a Portici primero (4 de septiembre de 1849), desde donde regresó a Roma el 12 de abril de 1850, apoyado por los franceses, asumiendo desde entonces una posición hostil, como es comprensible, contra los liberales. No obstante, reordenó el Consejo de Estado, dio una nueva amnistía más amplia que la primera, y en 1856 aprobó los planes del ferrocarril Roma-Civitávecchia, que comenzó a funcionar en 1859. Y en 1857 visitó todos los Estados Pontificios, siendo aclamado por el pueblo en todas partes.
Pero la unificación de Italia era imparable. Víctor Manuel II (1820-1878), con su ministro Cavour, fue anexionándose inexorablemente por expropiación los diversos territorios pontificios, ante cuyo expolio Pío IX excomulgó a cuantos participaron en él. Y el 20 de septiembre de 1870 Pío IX vio cómo caía Roma en manos de los insurgentes y cómo perdía la Iglesia todos sus Estados Pontificios. La caída de los Estados Pontificios, desde el punto de vista histórico, fue un duro acto de violencia y rapiña sin paliativos. Pero, desde el punto de vista eclesial y espiritual, fue una bendición de Dios, algo providencial, pues liberó a la Iglesia de una enorme rémora que hipotecó durante doce siglos su independencia y la puso en contraste evidente con su misión de servicio universal de salvación para todos los hombres. El dolorido pontífice se encerró en el Vaticano y se consideró prisionero en él, se resistió al expolio y lo condenó, pues no era fácil para él comprender aquellos huracanes de libertad, generados en el siglo XIX ni su propia situación, en la que se sentía acosado, cercado y solo, en todos los frentes, a pesar de que tenía el cariño de todos los buenos católicos.
Sin embargo y a pesar de todo, el papa Pío IX no por eso dejó de ejercer su potestad espiritual en la Iglesia a lo largo de su larguísimo pontificado. Es más: desplegó una inmensa actividad. Su primera encíclica fue un anticipo de su programa papal y un anuncio de las condenas de la masonería y el comunismo. Firmó numerosos concordatos, como el de España en 1851, y el de Austria en 1855; restableció la jerarquía católica en Inglaterra en 1850; tres años más tarde, en 1853, en Holanda; en Escocia en 1878, y en otros muchos países de misión, a los que envió durante los años 1855 y 1856 misioneros al Polo Norte, a Birmania, a la India, a China y al Japón; definió en 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, y consagró la basílica de San Pablo, después de reconstruirla de un incendio que sufrió en 1823.
Además, publicó una serie de notables documentos magisteriales como la encíclica Quanta cura y el Syllabus (1864), en el que condenaba lo errores del modernismo y el documento Non Fxpedit(1877), sobre la participación de los católicos en la vida pública; en 1862 instituyó un dicasterio para las cuestiones orientales y en 1867 celebró, con particular solemnidad, el XVIII centenario del martirio de los apóstoles San Pedro y San Pablo en Roma.
Todavía, antes de caer Roma en poder de los insurgentes, en 1869 pudo recibir allí el homenaje de todo el mundo con motivo de sus bodas de oro sacerdotales y, el 8 de diciembre de 1869, inaugurar el Concilio Vaticano 1, la perla de su pontificado, que tuvo que suspenderse el 18 de julio de 1870, al estallar la guerra franco-prusiana. Este concilio definió como verdad dogmática la infalibilidad del papa en materia de fe y costumbres.
Ya enfermo, aún tuvo fuerzas para dirigir un discurso a los sacerdotes de la Ciudad Eterna (2 de febrero de 1878). Murió cinco días después en Roma, el 7 de febrero de 1878. Pío IX había vivido el pontificado más largo de la historia.
SEMBLANZA ESPIRITUAL
Después de más de un siglo, estudiando su vida y su obra, siempre con fama de hombre bondadoso y habiéndose probado la heroicidad de sus virtudes, Juan Pablo II lo declaró Beato el 3 de septiembre de 2000. Su semblanza espiritual la hizo Juan Pablo II el día de su beatificación al decir de Pío IX en la homilía: «En medio de los acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de incondicional adhesión al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel en toda circunstancia a los compromisos de su ministerio, supo siempre dar la supremacía absoluta a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no fue ciertamente fácil y tuvo que sufrir mucho en el cumplimiento de su misión al servicio del Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado. Pero fue precisamente en medio de estos contrastes donde brilló más resplandeciente la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones fortalecieron su confianza en la divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre las vicisitudes humanas nunca dudó. De aquí nacía la profunda serenidad de Pío IX, incluso en medio de las incomprensiones y los ataques de tantas personas hostiles. A quien estaba a su lado gustaba decir: "En las cosas humanas hay que contentarse con hacer lo mejor que se pueda y en el resto abandonarse a la Providencia, la cual saneará los defectos y las insuficiencias del hombre". Sostenido por esta interior convicción, convocó el Concilio Ecuménico Vaticano 1, que aclaró con magistral autoridad algunas cuestiones entonces debatidas, confirmando la armonía entre la fe y la razón. En los momentos de la prueba, Pío IX encontró apoyo en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que en las tempestades de la existencia humana brilla en la Virgen la luz de Cristo más fuerte que el pecado y que la muerte».
ORACIÓN. Señor Dios nuestro, que, en tiempos de grandes transformaciones culturales y sociales, guiaste el camino de tu Iglesia, confiándola al seguro magisterio, al infatigable celo apostólico y a la ferviente caridad de tu siervo el papa Pío IX, te pedimos humildemente, por la intercesión de la Santísima Virgen, a quien proclamó Inmaculada, que confirmes nuestra fe, que alimentes nuestra esperanza y fortalezcas nuestra caridad.
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