Una flor a la orilla del Ebro, derramando su perfume a los pies de la Virgen del Pilar; una rosa llena de frescura mañanera: una figura luminosa, sangrante y sonriente. Es Santo Dominguito del Val. Su norte y su meta fue la cruz. Una cruz roja se destacaba sobre los jazmines de su carne infantil; una cinta de carmín se ocultaba bajo la corona de oro de sus cabellos. Y su madre, Isabel, veía en aquello un presagio, y se figuraba a su hijo emulando las glorias de los héroes de la Reconquista y penetrando en alguna ciudad mora, montado en un caballo blanco, con el casco empenachado, la coraza resplandeciente y en la mano el estandarte triunfador de la cruz. Su abuelo había sido un guerrero famoso. Vivió un siglo antes, cuando el Ebro aún era musulmán, cuando Alfonso el Batallador asedio la ciudad de Zaragoza. Los moros se resistieron; el sitio se prolongaba; muchos caballeros caían en el combate; otros, cansados y desalentados, abandonaban el campamento. Todos los cruzados de Francia se volvieron a su país; todos, menos uno. «Fue nuestro antepasado—decía Sancho del Val a su hijo, contándole esta historia—. El señor del Val, hijo de la fuerte Bretaña, sufrió inquebrantable el hambre y la sed, los hielos del invierno y los fuegos del verano, las vigilias prolongadas y los golpes de las armas enemigas. Y al rendirse la ciudad, el rey le hizo rico y noble, igualándole con los españoles más ilustres, y dándole casas, tierras y esclavos.» Y añadía, enseñándole los blasones de la familia: «Esas armas él las ganó para que sean nuestra enseñanza y nuestra fortaleza. La cruz debe ser el ideal que Donine nuestra vida; el color rojo de los gules quiere decir que por ella hemos de dar, si es, preciso, hasta la última gota de nuestra sangre; las cuatro estrellas son las cuatro vil ludes del caballero: la fe para con Dios, la lealtad cara con el rey, el amor de la gloria y la caridad para con los desvalidos.»
Sancho del Val es uno de los mejores vasallos de Jaime el Conquistador; ilustre y leal, inteligente y entero. Zaragozano de nacimiento, buscó para su hogar una mujer zaragozana, con quien se unió en su parroquia de San Miguel de los Navarros. Aunque admiraba las proezas de sus antepasados, él prefirió seguir la carrera de las letras: estudió latín, aprendió leyes, se hizo notario y puso su firma en las actas de las Cortes de Aragón, al lado de las firmas de los condes y prelados. Por la senda del estudio quiere encauzar también la vida de su hijo, la senda que lleva a las mitras, a los Consejos y a la confianza del príncipe. Todas las mañanas, al salir el sol, Dominguito, con sus apuntes bajo el brazo, recorre presuroso el camino que hay desde el barrio de San Miguel hasta la catedral. En la catedral cumple primero su oficio de monaguillo. Ayuda a misa con la misma gracia con que hubiera podido ayudar San Juan Evangelista; cuando en las procesiones lleva los cirios, se diría que la verdadera luz brilla en su frente; cuando toca la campanilla, parece como si hubiera aprendido a tocar en la misma gloria. Pero su placer más grande era cantar en el coro, alabar a Dios con aquella voz tan fresca, tan dulce, tan inocente, que parecía traer en las alas blancas de sus vibraciones ecos y añoranzas de un mundo donde no existe el pecado.
Después, el pequeño artista bajaba al claustro, y allí se encontraba con sus compañeros. A la sombra de las arcadas elegantes, o entre los arbustos del jardín capitular, los niños charlaban, jugaban y corrían, hasta que llegaba el capiscol o el maestro de canto para llamarles a las tareas cotidianas. Entonces Domingo cogía las tablillas o los pergaminos y se sentaba a estudiar: se esforzaba por retener en la memoria los salmos, aprendía a leer, a contar, a escribir, empezaba a penetrar en las primeras dificultades de la gramática latina y se adiestraba con particular deleite en la música de la Iglesia. Esta era su vida mañana y tarde. En casa, unas veces seguía trabajando y leyendo en alta voz; otras pasaba el rato contando a su madre lo que le ocurría con sus condiscípulos o repitiendo las muchas cosas de que se iba llenando su rubia cabecita. No siempre llegaba solo: sucedíale ver que algún compañero suyo, pobre o huérfano acaso, se quedaba jugando en la calle, y le decía: « ¿Por qué no vas a comer?» Pronto se daba cuenta de la realidad: era que en casa no tenía nada, o tenía una madrastra iracunda y cruel, o bien el padre se había ido a trabajar lejos; teniendo que cerrar la puerta hasta la noche. «Ven conmigo—decía entonces el bondadoso muchacho—; mi comida servirá para los dos.» Una tarde, según iba a su casa, vio un niño que tiritaba junto a la Cruz de los Mártires. Lleno de compasión, se acercó a él y le dijo: « ¿Tienes padres? «Sí—respondió el desconocido—; pero mi padre está en la cárcel, donde le metió un judío, porque le debía unos sueldos y no podía pagar, y mi madre se quedó enferma en la cama.» « ¡Pobrecillo! Ven a mi casa; mi padre podrá hacer algo por ti.» Así dijo el amable muchacho, derramando casi lágrimas de sentimiento y cogiendo de la mano a aquel infeliz.
En su sentir, no había cosa imposible para la influencia y el saber de su padre. Y, ciertamente, por su oficio, Sancho del Val conocía a maravilla las trapisondas de los hebreos, y con su espíritu de justicia había deshecho muchas de sus intrigas y especulaciones Por eso en el barrio de la judería se le odiaba cordialmente. Todo un cuartel de la ciudad pertenecía a aquella gente sin entrañas. Dominguito conocía bien aquellas calles de la Verónica, de los Callizos, de la Sartén, del Cíngulo, de los Graneros, donde se escondía la población de los circuncisos. A veces, atravesaba por ellas cuando volvía de la catedral a su casa, porque era un camino más corto. Lo que más le repugnaba en aquellas gentes era el odio que tenían a la cruz, que llevaba en su corazón, en su cuerpo y en su escudo. Muchas veces veía a los hebreos entregados a sus ritos y abluciones, o escuchaba los sonidos guturales de sus rezos, pronunciados en un lenguaje desconocido para él. Entonces sus sentimientos cristianos se exacerbaban, y, como una protesta para todo aquello, se ponía a cantar las cosas que le enseñaban en la catedral: antífonas, motetes, himnos a la Virgen y a los santos. Aquello podía significar un desafío, y así lo tomaron efectivamente los habitantes del barrio. Por las estrechas ventanucas salían dardos de miradas inflamadas, manos amenazantes, gritos de venganza.
Un sábado celebraban los judíos su función semanal bajo las bóvedas de la sinagoga. Comenzó, como de costumbre, con el cántico de los salmos; después, uno de los ancianos que presidían leyó varios capítulos de la Torah; cantóse nuevamente, y a continuación otro anciano, perteneciente a la tribu de Leví, dio comienzo a la lectura de los profetas. Levantóse, finalmente, el gran rabino, y gravemente, reposadamente, empezó a comentar los textos que se acababan de leer. Tal vez en su discurso hubo alguna alusión al odiado notario de San Miguel; tal vez habló de la audacia de su hijo, que se atrevía a turbar las calles del ghetto con los himnos litúrgicos de los cristianos. «Además —dijo—, necesitamos sangre cristiana. Si celebramos sin ella la fiesta de la Pascua, Yahvé podrá echarnos en cara nuestra negligencia.» Este argumento convenció a toda la asamblea. Para mantener vivo el odio contra los discípulos del Crucificado, los judíos solían amasar los panes ázimos con la sangre de un niño robado a los cristianos. La Historia ha conservado los nombres de algunas de estas víctimas inocentes, y entre ellas figuran Simón el Livolés, Ricardo de Norwirk y el niño de La Guardia. Como no era posible encontrar víctimas todos los días, se transmitía de unas sinagogas a otras, y aunque se secase en las botellas o reDonas, no por eso perdía su virtud. De cuando en cuando, un niño desaparecía misteriosamente; ya nadie volvía a hablar más de él. A veces era imposible evitar imprudencias, y el crimen se descubría, despertando la indignación popular. «Oyemos decir—escribía Alfonso el Sabio en aquellos mismos días de Santo Dominguito del Val—que los judíos ficieron et facen el día de Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro Señor, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, et faciendo imágenes de cera et crucificándolas, cuando los niños non pueden haver.»
Y sucedió que una tarde cruzaba Domingo por el barrio hebreo, cuando, de súbito, un lienzo cayó sobre su rostro; oyó una carcajada burlona y sintióse arrastrado por una mano brutal que le oprimía el cuello. Quiso gritar, pero sólo pudo exhalar un débil quejido: « ¡Madre mía!» El agresor era Mosé Albayucet, un usurero de cara demacrada y cerosa, en la cual era fácil ver el reflejo de la astucia y la crueldad. Sus ojos, pequeños y escondidos entre enormes pestañas, despedían ese brillo pálido que parece dejar la contemplación voluptuosa del oro. Su nariz le daba aspecto de ave de presa. Su nido estaba en un baburril lóbrego de la calle que hoy se llama de Santo Dominguito del Val. En la reunión del último sábado, Albayucet había prometido aprontar la víctima reclamada por el rabino. Y he aquí que cumplía su palabra. Varios días se pasó en acecho. Al fin, aquella tarde sintió pasos, pasos de niño. Sacó la nariz para olfatear en la calle. Todo estaba tranquilo. Como un relámpago, cayó sobre el infeliz rapazuelo, le llevó a su casa y le metió dentro de un cofre, en espera del momento oportuno para el rito sanguinario. Al principio, el muchacho lloró todo lo que puede llorar un niño; después pensó en la cruz de su cuerpo y en la de su escudo, y ofreció generosamente su vida.
Aquella misma noche, a favor de las sombras, Domingo fue trasladado a la casa de uno de los rabinos principales, un edificio suntuoso que se alzaba en aquella misma calle. Allí aguardaban los príncipes de la sinagoga; vientres abultados, rostros amarillentos, narices ganchudas, luengas barbas, arrugadas frentes, cabezas peladas y ojos rebosantes de alegría cruel y experiencia maliciosa. Dominguito temblaba, apretando entre sus manos el crucifijo que colgaba de su cuello.
—Querido niño—le dijo una voz zalamera—, no queremos hacerte mal ninguno; pero si quieres salir de aquí tienes que pisar ese Cristo.
—Eso, nunca—dijo Domingo con una energía impropia de sus años—. Es mi Dios.
—Pues tienes que pisar a tu Dios.
—No, no y mil veces no.
Entre tanto, aquellos malvados se impacientaban, «Acabemos pronto», decían, no sin cierta nervosidad. Y empezó la trágica y sacrilega parodia. Alguien presentó el martillo y los clavos; otro rodeó las sienes del niño con una corona de zarzas; otro sujetó las tiernas manos, y Mosé Albayucet las clavó al muro de cuatro golpes. Después algunos recibieron el encargo de abrir las venas y recoger en frascos y copas la sangre que caía. El pequeño cuerpo se estremece en espasmos de dolor. Domingo reza en voz baja y suspira. Se oyen algunas de su palabras: « ¡Madre mía!... ¡Jesús mío!... ¡Santa María!... Vuelve a nosotros esos tus ojos...» Los suyos están cerrados; pero de cuando en cuando se abren para dirigirse suplicantes hacia el Cielo. Su respiración se hacía más débil por momentos, la vida se le escapaba, su cuerpo se iba quedando sin sangre y sin fuerzas, los vasos estaban llenos, la rubia cabecita colgaba inerte sobre el pecho como una rosa tronchada. Mientras los demás verdugos se lavaban las manos, Albayucet desclavó el yerto cadáver y le mutiló. Quedóse él con la cabeza y las manos y entregó el tronco a uno de sus compañeros. Rápidamente desaparecieron las manchas sanguinolentas del suelo y de la pared, y daban las doce en el reloj de la Seo cuando los rabinos desfilaban silenciosamente hacia sus casas. Así terminaba en la judería zaragozana el 31 de agosto y empezaba el 1 de septiembre. Era en el año de gracia de 1250.
Las noches siguientes, llantos en la casa del notario, inquietud en la ciudad, luminarias a orillas del Ebro, y en un patio del ghetto, junto a un pozo profundo, un porrazo negro que no cesaba de lanzar alaridos. Era el perro del notario de San Miguel. Sólo el notario pudo hacerle callar. Se agotó el pozo, y en el fondo aparecieron las dos manilas taladradas y la cabeza coronada de espinas. Después, unos pescadores vinieron con el cuerpo magullado, truncado y agujereado por las navajas y los puñales. Todo estaba descubierto. El mismo Albayucet no tenía más que repetir lo que adivinaba el vulgo.
—Sí, yo he sido—decía, agitándose como un epiléptico—. Matadme, me es igual; la mirada del muerto me persigue, y el sueño ha huido de mis ojos.
Era una persecución de amor. El mártir mereció el arrepentimiento para su asesino. Albayucet fue bautizado, y después subió tranquilo a la horca.
En el barrio de la judería de Zaragoza se puede ver todavía la calle de Santo Dominguito del Val, estrecha y lortuosa, como cuando el niño la atravesaba con las tablillas de cera bajo el brazo. En ella se abre una mansión con aspecto de palacio: amplia fachada de ladrillo, grandiosa portada, arco flanqueado de finas pilastras del Renacimiento, y, arriba, una victoria y dos ángeles con palmas y coronas. Es la antigua casa del Talmud, un lugar santo regado con la sangre del pequeño atleta. Allí fue martirizado y crucificado. En un patio contiguo hay un pozo, cerrado con una bovedilla: el que ocultó antaño durante dos días la cabeza de Domingo y sus manos agujereadas. El agua conserva todavía para los devotos del niño efluvios de gracia y de inocencia. La presencia de aquel héroe infantil es tan viva en la catedral, que se os figura escuchar su voz bajo las bóvedas ojivales y llegáis a pensar que; al trasponer algunos de aquellos pilares macizos, vais a sorprender su mirada sonriente. Y es verdad: los aleteos de su gracia, blancos como antaño, los rizos de su roquete, os rozan suavemente el corazón. A mano derecha hallaréis la capilla del santo: bello altar adornado con profusión; columnas torneadas y cubiertas de racimos y follajes; un nicho protegido por una reja de hierro artísticamente labrada; una urna de alabastro, recubierta de cristal; sobre la urna, un ángel con un cartelón, y sobre el cartelón esta leyenda: «Aquí yace el bienaventurado niño Domingo del Val, mártir por el nombre de Cristo.» Y recordamos la estrofa de Prudencio, el gran poeta hispanolatino: «Alcázar poblado de protectores poderosos, esta ciudad no teme la suerte del mundo perecedero, pues para retener las iras del Cielo le basta ofrecer a Cristo las joyas brillantes que en su seno guarda. Es Cristo, sí, es Cristo quien ha dotado a Zaragoza de una nueva gloria: ella es la mansión sagrada del mártir siempre viviente.»
Sancho del Val es uno de los mejores vasallos de Jaime el Conquistador; ilustre y leal, inteligente y entero. Zaragozano de nacimiento, buscó para su hogar una mujer zaragozana, con quien se unió en su parroquia de San Miguel de los Navarros. Aunque admiraba las proezas de sus antepasados, él prefirió seguir la carrera de las letras: estudió latín, aprendió leyes, se hizo notario y puso su firma en las actas de las Cortes de Aragón, al lado de las firmas de los condes y prelados. Por la senda del estudio quiere encauzar también la vida de su hijo, la senda que lleva a las mitras, a los Consejos y a la confianza del príncipe. Todas las mañanas, al salir el sol, Dominguito, con sus apuntes bajo el brazo, recorre presuroso el camino que hay desde el barrio de San Miguel hasta la catedral. En la catedral cumple primero su oficio de monaguillo. Ayuda a misa con la misma gracia con que hubiera podido ayudar San Juan Evangelista; cuando en las procesiones lleva los cirios, se diría que la verdadera luz brilla en su frente; cuando toca la campanilla, parece como si hubiera aprendido a tocar en la misma gloria. Pero su placer más grande era cantar en el coro, alabar a Dios con aquella voz tan fresca, tan dulce, tan inocente, que parecía traer en las alas blancas de sus vibraciones ecos y añoranzas de un mundo donde no existe el pecado.
Después, el pequeño artista bajaba al claustro, y allí se encontraba con sus compañeros. A la sombra de las arcadas elegantes, o entre los arbustos del jardín capitular, los niños charlaban, jugaban y corrían, hasta que llegaba el capiscol o el maestro de canto para llamarles a las tareas cotidianas. Entonces Domingo cogía las tablillas o los pergaminos y se sentaba a estudiar: se esforzaba por retener en la memoria los salmos, aprendía a leer, a contar, a escribir, empezaba a penetrar en las primeras dificultades de la gramática latina y se adiestraba con particular deleite en la música de la Iglesia. Esta era su vida mañana y tarde. En casa, unas veces seguía trabajando y leyendo en alta voz; otras pasaba el rato contando a su madre lo que le ocurría con sus condiscípulos o repitiendo las muchas cosas de que se iba llenando su rubia cabecita. No siempre llegaba solo: sucedíale ver que algún compañero suyo, pobre o huérfano acaso, se quedaba jugando en la calle, y le decía: « ¿Por qué no vas a comer?» Pronto se daba cuenta de la realidad: era que en casa no tenía nada, o tenía una madrastra iracunda y cruel, o bien el padre se había ido a trabajar lejos; teniendo que cerrar la puerta hasta la noche. «Ven conmigo—decía entonces el bondadoso muchacho—; mi comida servirá para los dos.» Una tarde, según iba a su casa, vio un niño que tiritaba junto a la Cruz de los Mártires. Lleno de compasión, se acercó a él y le dijo: « ¿Tienes padres? «Sí—respondió el desconocido—; pero mi padre está en la cárcel, donde le metió un judío, porque le debía unos sueldos y no podía pagar, y mi madre se quedó enferma en la cama.» « ¡Pobrecillo! Ven a mi casa; mi padre podrá hacer algo por ti.» Así dijo el amable muchacho, derramando casi lágrimas de sentimiento y cogiendo de la mano a aquel infeliz.
En su sentir, no había cosa imposible para la influencia y el saber de su padre. Y, ciertamente, por su oficio, Sancho del Val conocía a maravilla las trapisondas de los hebreos, y con su espíritu de justicia había deshecho muchas de sus intrigas y especulaciones Por eso en el barrio de la judería se le odiaba cordialmente. Todo un cuartel de la ciudad pertenecía a aquella gente sin entrañas. Dominguito conocía bien aquellas calles de la Verónica, de los Callizos, de la Sartén, del Cíngulo, de los Graneros, donde se escondía la población de los circuncisos. A veces, atravesaba por ellas cuando volvía de la catedral a su casa, porque era un camino más corto. Lo que más le repugnaba en aquellas gentes era el odio que tenían a la cruz, que llevaba en su corazón, en su cuerpo y en su escudo. Muchas veces veía a los hebreos entregados a sus ritos y abluciones, o escuchaba los sonidos guturales de sus rezos, pronunciados en un lenguaje desconocido para él. Entonces sus sentimientos cristianos se exacerbaban, y, como una protesta para todo aquello, se ponía a cantar las cosas que le enseñaban en la catedral: antífonas, motetes, himnos a la Virgen y a los santos. Aquello podía significar un desafío, y así lo tomaron efectivamente los habitantes del barrio. Por las estrechas ventanucas salían dardos de miradas inflamadas, manos amenazantes, gritos de venganza.
Un sábado celebraban los judíos su función semanal bajo las bóvedas de la sinagoga. Comenzó, como de costumbre, con el cántico de los salmos; después, uno de los ancianos que presidían leyó varios capítulos de la Torah; cantóse nuevamente, y a continuación otro anciano, perteneciente a la tribu de Leví, dio comienzo a la lectura de los profetas. Levantóse, finalmente, el gran rabino, y gravemente, reposadamente, empezó a comentar los textos que se acababan de leer. Tal vez en su discurso hubo alguna alusión al odiado notario de San Miguel; tal vez habló de la audacia de su hijo, que se atrevía a turbar las calles del ghetto con los himnos litúrgicos de los cristianos. «Además —dijo—, necesitamos sangre cristiana. Si celebramos sin ella la fiesta de la Pascua, Yahvé podrá echarnos en cara nuestra negligencia.» Este argumento convenció a toda la asamblea. Para mantener vivo el odio contra los discípulos del Crucificado, los judíos solían amasar los panes ázimos con la sangre de un niño robado a los cristianos. La Historia ha conservado los nombres de algunas de estas víctimas inocentes, y entre ellas figuran Simón el Livolés, Ricardo de Norwirk y el niño de La Guardia. Como no era posible encontrar víctimas todos los días, se transmitía de unas sinagogas a otras, y aunque se secase en las botellas o reDonas, no por eso perdía su virtud. De cuando en cuando, un niño desaparecía misteriosamente; ya nadie volvía a hablar más de él. A veces era imposible evitar imprudencias, y el crimen se descubría, despertando la indignación popular. «Oyemos decir—escribía Alfonso el Sabio en aquellos mismos días de Santo Dominguito del Val—que los judíos ficieron et facen el día de Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro Señor, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, et faciendo imágenes de cera et crucificándolas, cuando los niños non pueden haver.»
Y sucedió que una tarde cruzaba Domingo por el barrio hebreo, cuando, de súbito, un lienzo cayó sobre su rostro; oyó una carcajada burlona y sintióse arrastrado por una mano brutal que le oprimía el cuello. Quiso gritar, pero sólo pudo exhalar un débil quejido: « ¡Madre mía!» El agresor era Mosé Albayucet, un usurero de cara demacrada y cerosa, en la cual era fácil ver el reflejo de la astucia y la crueldad. Sus ojos, pequeños y escondidos entre enormes pestañas, despedían ese brillo pálido que parece dejar la contemplación voluptuosa del oro. Su nariz le daba aspecto de ave de presa. Su nido estaba en un baburril lóbrego de la calle que hoy se llama de Santo Dominguito del Val. En la reunión del último sábado, Albayucet había prometido aprontar la víctima reclamada por el rabino. Y he aquí que cumplía su palabra. Varios días se pasó en acecho. Al fin, aquella tarde sintió pasos, pasos de niño. Sacó la nariz para olfatear en la calle. Todo estaba tranquilo. Como un relámpago, cayó sobre el infeliz rapazuelo, le llevó a su casa y le metió dentro de un cofre, en espera del momento oportuno para el rito sanguinario. Al principio, el muchacho lloró todo lo que puede llorar un niño; después pensó en la cruz de su cuerpo y en la de su escudo, y ofreció generosamente su vida.
Aquella misma noche, a favor de las sombras, Domingo fue trasladado a la casa de uno de los rabinos principales, un edificio suntuoso que se alzaba en aquella misma calle. Allí aguardaban los príncipes de la sinagoga; vientres abultados, rostros amarillentos, narices ganchudas, luengas barbas, arrugadas frentes, cabezas peladas y ojos rebosantes de alegría cruel y experiencia maliciosa. Dominguito temblaba, apretando entre sus manos el crucifijo que colgaba de su cuello.
—Querido niño—le dijo una voz zalamera—, no queremos hacerte mal ninguno; pero si quieres salir de aquí tienes que pisar ese Cristo.
—Eso, nunca—dijo Domingo con una energía impropia de sus años—. Es mi Dios.
—Pues tienes que pisar a tu Dios.
—No, no y mil veces no.
Entre tanto, aquellos malvados se impacientaban, «Acabemos pronto», decían, no sin cierta nervosidad. Y empezó la trágica y sacrilega parodia. Alguien presentó el martillo y los clavos; otro rodeó las sienes del niño con una corona de zarzas; otro sujetó las tiernas manos, y Mosé Albayucet las clavó al muro de cuatro golpes. Después algunos recibieron el encargo de abrir las venas y recoger en frascos y copas la sangre que caía. El pequeño cuerpo se estremece en espasmos de dolor. Domingo reza en voz baja y suspira. Se oyen algunas de su palabras: « ¡Madre mía!... ¡Jesús mío!... ¡Santa María!... Vuelve a nosotros esos tus ojos...» Los suyos están cerrados; pero de cuando en cuando se abren para dirigirse suplicantes hacia el Cielo. Su respiración se hacía más débil por momentos, la vida se le escapaba, su cuerpo se iba quedando sin sangre y sin fuerzas, los vasos estaban llenos, la rubia cabecita colgaba inerte sobre el pecho como una rosa tronchada. Mientras los demás verdugos se lavaban las manos, Albayucet desclavó el yerto cadáver y le mutiló. Quedóse él con la cabeza y las manos y entregó el tronco a uno de sus compañeros. Rápidamente desaparecieron las manchas sanguinolentas del suelo y de la pared, y daban las doce en el reloj de la Seo cuando los rabinos desfilaban silenciosamente hacia sus casas. Así terminaba en la judería zaragozana el 31 de agosto y empezaba el 1 de septiembre. Era en el año de gracia de 1250.
Las noches siguientes, llantos en la casa del notario, inquietud en la ciudad, luminarias a orillas del Ebro, y en un patio del ghetto, junto a un pozo profundo, un porrazo negro que no cesaba de lanzar alaridos. Era el perro del notario de San Miguel. Sólo el notario pudo hacerle callar. Se agotó el pozo, y en el fondo aparecieron las dos manilas taladradas y la cabeza coronada de espinas. Después, unos pescadores vinieron con el cuerpo magullado, truncado y agujereado por las navajas y los puñales. Todo estaba descubierto. El mismo Albayucet no tenía más que repetir lo que adivinaba el vulgo.
—Sí, yo he sido—decía, agitándose como un epiléptico—. Matadme, me es igual; la mirada del muerto me persigue, y el sueño ha huido de mis ojos.
Era una persecución de amor. El mártir mereció el arrepentimiento para su asesino. Albayucet fue bautizado, y después subió tranquilo a la horca.
En el barrio de la judería de Zaragoza se puede ver todavía la calle de Santo Dominguito del Val, estrecha y lortuosa, como cuando el niño la atravesaba con las tablillas de cera bajo el brazo. En ella se abre una mansión con aspecto de palacio: amplia fachada de ladrillo, grandiosa portada, arco flanqueado de finas pilastras del Renacimiento, y, arriba, una victoria y dos ángeles con palmas y coronas. Es la antigua casa del Talmud, un lugar santo regado con la sangre del pequeño atleta. Allí fue martirizado y crucificado. En un patio contiguo hay un pozo, cerrado con una bovedilla: el que ocultó antaño durante dos días la cabeza de Domingo y sus manos agujereadas. El agua conserva todavía para los devotos del niño efluvios de gracia y de inocencia. La presencia de aquel héroe infantil es tan viva en la catedral, que se os figura escuchar su voz bajo las bóvedas ojivales y llegáis a pensar que; al trasponer algunos de aquellos pilares macizos, vais a sorprender su mirada sonriente. Y es verdad: los aleteos de su gracia, blancos como antaño, los rizos de su roquete, os rozan suavemente el corazón. A mano derecha hallaréis la capilla del santo: bello altar adornado con profusión; columnas torneadas y cubiertas de racimos y follajes; un nicho protegido por una reja de hierro artísticamente labrada; una urna de alabastro, recubierta de cristal; sobre la urna, un ángel con un cartelón, y sobre el cartelón esta leyenda: «Aquí yace el bienaventurado niño Domingo del Val, mártir por el nombre de Cristo.» Y recordamos la estrofa de Prudencio, el gran poeta hispanolatino: «Alcázar poblado de protectores poderosos, esta ciudad no teme la suerte del mundo perecedero, pues para retener las iras del Cielo le basta ofrecer a Cristo las joyas brillantes que en su seno guarda. Es Cristo, sí, es Cristo quien ha dotado a Zaragoza de una nueva gloria: ella es la mansión sagrada del mártir siempre viviente.»
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