El relato del horrible «proceso» y condena a muerte de los siete hermanos Macabeos y su madre juega con el simbolismo del número de la perfección y con las imágenes paradigmáticas de la maternidad y la juventud. No es extraño que haya ejercido una influencia tan grande en la reflexión, tanto judía como cristiana, sobre el martirio.
LA HORA DE LA PERSECUCIÓN
A la muerte del rey Seleuco IV, asesinado por Heliodoro, Antíoco regresó precipitadamente de Roma, donde había permanecido como rehén de los romanos, para usurpar el trono de Siria que correspondía a su sobrino Demetrio. Reinó con el nombre de Antíoco IV (175-164 a.C.). Él se hizo dar el nombre de Epífanes, que significa 'ilustre», pero el libro de Daniel lo califica como «hombre despreciable que se apodera de la realeza por la intriga« (Dn 11, 21).
Tras su victoria sobre Egipto, y con el beneplácito de Roma, pasó a ser dominador de la Celesiria, a la que pertenecía Judea. Así esta tierra pasó de pronto a estar gobernada por un tirano ambicioso e inhumano. Con la complicidad de Jasón, que compró para sí la dignidad de sumo sacerdote, y la de otros israelitas proclives a la cultura helénica, Antíoco IV decidió unificar y uniformar su reino. No solamente trataba de imponer a los judíos la lengua y las costumbres griegas, sino también su religión. El año 167 a.C., una guarnición siria se instaló en Jerusalén y en diciembre de aquel mismo año se implantó en el templo el culto al Zeus Olímpico.
Entre los que se sublevaron aquel mismo año ante aquella tiranía se encontraba Matatías, que alzó su grito de protesta por las colinas de Modín: «Aunque todos los súbditos de los dominios del rey le obedezcan, apostatando de la religión de sus padres, y aunque prefieran cumplir sus órdenes, yo, mis hijos y mis parientes viviremos según la alianza de nuestros padres. El cielo nos libre de abandonar la Ley y nuestras costumbres» (1M 2, 19-21).
Cuando murió Matatías, le sucedió al mando de la guerrilla su hijo Judas, apellidado el Macabeo. Fue valiente y piadoso, a la vez. Durante mucho tiempo, los suyos habrían de evocar su memoria con cantos populares como éste:
«Por sus hazañas se asemejó al león,
y al cachorro que ruge en busca de la presa» (1M 3, 4).
De forma menos poética, pero más cordial, se recordaba por todas partes que ,'en cuerpo y alma estaba atento a la defensa de sus conciudadanos y había guardado la generosidad de la juventud para sus connacionales» (2M 15, 30). El título de Macabeos se aplica también a los hermanos de Judas, que lo emularon en rebeldía frente al opresor, y también a todos los que, como ellos, lucharon por su fe y por su pueblo durante aquella misma época.
DE LA FIDELIDAD AL MARTIRIO
Entre ellos se cuentan los siete hermanos anónimos que hoy nos recuerda el calendario. Su muerte se narra en el libro segundo de los Macabeos, tras el martirio del anciano Eleazar. Evidentemente, se pretende subrayar que la fidelidad del pueblo a la Ley de Moisés fue mantenida hasta el heroísmo, tanto por los ancianos como por los jóvenes.
El texto comienza presentando escuetamente su situación: la fidelidad a la Ley de Moisés los llevó a ser torturados por orden del rey. Por cierto, no se ahorra la impresionante descripción de las más crueles formas de tortura. Pero no nos engañemos: no se trata de un ejercicio de sadismo gratuito. Al narrador le interesa subrayar dos cosas: la sinrazón de los castigos aplicados al hermano mayor y la reacción confiada y orante de los supervivientes:
«Sucedió también que siete hermanos, apresados junto con su madre, eran forzados por el rey, flagelados con azotes y nervios de buey, a probar carne de puerco (prohibida por la Ley). Uno de ellos, hablando en nombre de los demás, decía así: "¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres". El rey, fuera de sí, ordenó poner al fuego sartenes y calderas. En cuanto estuvieron al rojo, mandó cortar la lengua al que había hablado en nombre de los demás, arrancarle el cuero cabelludo y cortarle las extremidades de los miembros, en presencia de sus demás hermanos y de su madre. Cuando quedó totalmente inutilizado, pero respirando todavía, mandó que le acercaran al fuego y le tostaran en la sartén. Mientras el humo de la sartén se difundía lejos, los demás hermanos junto con su madre se animaban mutuamente a morir con generosidad, y decían: "El Señor Dios vela y con toda seguridad se apiadará de nosotros, como declaró Moisés en el cántico que atestigua claramente: `Se apiadará de sus siervos (2M 7, 1-6).
La narración de este martirio está llena de intención. Es a la vez una epopeya nacional y una profunda reflexión teológica.
Lo de epopeya se nos hace evidente al mostrarnos la saña del tirano extranjero contra unos jóvenes indefensos y también al recordar que los mártires se comunican entre sí en su lengua materna.
El mensaje teológico del texto nos lleva a constatar que en todo el pueblo se habían abierto camino dos creencias en cierto modo novedosas: la aceptación de la resurrección de entre los muertos y también la afirmación de Dios como creador del universo.
El pueblo de Israel, en efecto, había creído durante siglos en una retribución intrahistórica: Dios debía premiar al justo con larga vida, con buena descendencia y con bienes abundantes. Aquella antigua hipótesis había hecho crisis, como se puede ver por el libro de Job. Pero era difícil encontrar una respuesta aceptable que dejara en buen lugar el honor de Dios. El relato que nos ocupa nos lleva a presenciar la muerte del segundo de los hermanos. Pero antes pone en sus labios unas preciosas palabras que atestiguan que la fe en la resurrección de los muertos había llegado ya por entonces a las capas más sencillas del pueblo:
«Cuando el primero hizo así su tránsito, llevaron al segundo al suplicio y después de arrancarle la piel de la cabeza con los cabellos, le preguntaban: "¿Vas a comer antes de que tu cuerpo sea torturado miembro a miembro?" Él, respondiendo en su lenguaje patrio, dijo: "¡No!" Por ello, también éste sufrió a su vez la tortura, como el primero. Al llegar a su último suspiro dijo: "Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2M 7, 7-9).
Como se puede observar, la fe en la resurrección de los muertos habría brotado en un ambiente de martirio. A los que daban su vida por él, Dios no podía menos de devolverles la vida. En los breves discursos que se atribuyen al tercero, al cuarto y al quinto de los hermanos retornan tres afirmaciones importantes: en primer lugar, confiesan que Dios es el Señor y la fuente de la vida; profesan, además su esperanza de que un día la podrá devolver a los que la entregan por él, y, por fin, anuncian de forma profética la realización de la justicia de Dios:
«Después de éste, fue castigado el tercero; en cuanto se lo pidieron, presentó la lengua, tendió decidido las manos (y dijo con valentía: "Por don del cielo poseo estos miembros, por sus leyes los desdeño y de él espero recibirlos de nuevo)". Hasta el punto de que el rey y sus acompañantes estaban sorprendidos del ánimo de aquel muchacho que en nada temía los dolores. Llegado éste a su tránsito, maltrataron de igual modo con suplicios al cuarto. Cerca ya del fin, decía así: "Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida". En seguida llevaron al quinto y se pusieron a atormentarle. Él, mirando al rey, dijo: "Tú, porque tienes poder entre los hombres aunque eres mortal, haces lo que quieres. Pero no creas que Dios ha abandonado a nuestra raza. Aguarda tú y contemplarás su magnífico poder, cómo te atormentará a ti y a tu linaje (2M 7, 10-17).
En las palabras del sexto de los hermanos se encuentra un eco de la antigua teología de Israel, en la que los males históricos se vinculaban espontáneamente al mal moral. Como se sabe, la tradición solía repetir que los pecados eran el motivo de las enfermedades que azotaban a las personas. De modo semejante, se pensaba que la infidelidad del pueblo a la alianza con su Dios era la causa de las derrotas que padecía en el campo de batalla, de las catástrofes naturales o del exilio que lo había llevado lejos de su patria. En consecuencia, el joven macabeo reconoce su solidaridad en los pecados de su pueblo. Pero, al mismo tiempo, considera que la justicia de Dios no puede ignorar la arrogancia de aquel rey tirano y blasfemo:
«Después de éste, trajeron al sexto, que estando a punto de morir decía: "No te hagas ilusiones, pues nosotros por nuestra propia culpa padecemos; por haber pecado contra nuestro Dios (nos suceden cosas sorprendentes). Pero no pienses quedar impune tú que te has atrevido a luchar contra Dios (2M 7, 18-19).
EL VALOR DE UNA MADRE CREYENTE
El relato bíblico no es tan sólo la memoria del valor de los jóvenes macabeos. Construido con una cierta maestría literaria, introduce en el momento justo una preciosa consideración sobre la madre de aquellos valientes. Con trazos sobrios y conmovedores se alaba su fortaleza de ánimo, al tiempo que se ensalza la fuerza de su esperanza.
Por otro lado, es importante subrayar que, en sus labios se colocan algunas expresiones cargadas de sentido teológico. La madre proclama a Dios como Señor de la vida humana. Vincula de forma nueva la fe en el Dios creador con la fe en la resurrección, y ofrece el atisbo de la seguridad que une ambas afirmaciones: el Dios de la vida no se dejará vencer en generosidad por los que han entregado su vida por fidelidad a su voluntad:
«Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía: "Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (2M 7, 20-23).
Quien haya elaborado esta narración, tan popular y atrayente, era ciertamente un maestro en el arte de contar historias.
Justamente en este momento de máxima tensión, el relato introduce una pausa para obligarnos a prestar atención al tirano que ha motivado tanto dolor y tan asombroso heroísmo:
«Antíoco creía que se le despreciaba a él y sospechaba que eran palabras injuriosas. Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía hacerle rico y muy feliz, con tal de que abandonara las tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría altos cargos. Pero como el muchacho no le hacía ningún caso, el rey llamó a la madre y la invitó a que aconsejara al adolescente para salvar su vida. Después de instarle él varias veces, ella aceptó el persuadir a su hijo» (2M 7, 24-26).
Como se puede observar, el autor de este relato ha sabido jugar con la ansiedad de los lectores. El rey trata de ganarse la influencia de la madre para salvar al menos sus apariencias de justicia y compasión. La seducción del menor de los hermanos hubiera podido aportar una cierta satisfacción a aquel tirano. Al lector se le hace creer por un momento que, a la vista de tanta sangre, la mujer tratará de salvar la vida de su hijo menor.
La fuerza irónica del texto es sorprendente. Efectivamente, la madre pone los ojos en la salvación de su hijo. Pero se trata de una salvación muy lejana de la que sugiere y sospecha el rey.
Por otra parte, el autor aprovecha la intervención de la madre para insistir en la confesión del Dios creador de todo el universo. Por primera vez se pone en boca de una persona hebrea la afirmación de que las cosas han sido creadas «de la nada, o más literalmente, a partir «de lo no existente». Se diría que el proceso de helenización de la sociedad promovido por el rey Antíoco IV está dando sus frutos. Pero no para llevar a los hebreos a la idolatría, sino para enriquecer su vocabulario de modo que puedan expresar su fe tradicional con mayor propiedad:
«Se inclinó sobre él y burlándose del cruel tirano, le dijo en su lengua patria: "Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crie y te eduqué hasta la edad que tienes (y te alimenté). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia (2M 7, 27-29).
Tan sólo nos falta presenciar la reacción del hijo menor. Es verdad que, llegados a este momento, la hemos adivinado, pero no deja de atraer nuestra curiosidad. El itinerario ha sido bien trazado. Llega el momento de la última confesión de fe. El hermano menor parece hablar en nombre de todo el pueblo judío. Reconoce de nuevo la responsabilidad colectiva en el pecado y la vinculación de su infidelidad nacional con el «castiga» que les aflige, al tiempo que espera que su propio sacrificio sea el último que aflija a su pueblo. Con el joven hebreo, el pueblo entero confía en la misericordia de Dios y espera que el mismo tirano pueda un día confesar la majestad del único Dios:
«En cuanto ella terminó de hablar, el muchacho dijo: "¿Qué esperáis? No obedezco el mandato del rey; obedezco el mandato de la Ley dada a nuestros padres por medio de Moisés. Y tú, que eres el causante de todas las desgracias de los hebreos, no escaparás de las manos de Dios. (Cierto que nosotros padecemos por nuestros pecados). Si es verdad que nuestro Señor, que vive, está momentáneamente irritado para castigarnos y corregirnos, también se reconciliará de nuevo con sus siervos. Pero tú, ¡oh impío y el más criminal de todos los hombres!, no te engrías neciamente, entregándote a vanas esperanzas y alzando la mano contra sus siervos; porque todavía no has escapado del juicio del Dios que todo lo puede y todo lo ve. Pues ahora nuestros hermanos, después de haber soportado una corta pena por una vida perenne, cayeron por la alianza de Dios; tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la pena merecida por tu soberbia. Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de mis padres, invocando a Dios para que pronto se muestre propicio con nuestra nación, y que tú con pruebas y azotes llegues a confesar que él es el único Dios. Que en mí y en mis hermanos se detenga la cólera del Todopoderoso justamente descargada sobre toda nuestra raza (2M 7, 30-38).
Para terminar, el narrador subraya una observación sobre la reacción desalmada de aquel rey inicuo y concluye, dejando bien claro, que ha tratado de ofrecernos un relato ejemplar:
«El rey, fuera de sí, se ensañó con éste con mayor crueldad que con los demás, por resultarle amargo el sarcasmo. También éste tuvo un limpio tránsito, con entera confianza en el Señor. Por último, después de los hijos murió la madre. Sea esto bastante para tener noticia de los banquetes sacrificiales y de las crueldades sin medida» (2M 7, 39-42).
UNA PARÁBOLA TEOLÓGICA
Los siete hermanos macabeos y su madre se convierten así en una especie de parábola sobre la fidelidad a la Ley del Señor en momentos de persecución. Este precioso relato contiene también una breve teología del martirio, expuesta por boca de los hermanos, siguiendo unos pasos progresivos: 1: El justo prefiere morir antes que pecar (7, 2). 2: Dios sale en su defensa (7, 6). 3: Los justos resucitarán (7, 11). 4: Los malos no resucitarán para la vida (7, 14). 5: Los malvados serán castigados por Dios (7, 17). 6: Tanto los buenos como los malos sufren por sus pecados (7, 18-19). 7: La muerte de los justos tiene un valor expiatorio (7, 37-38).
Los hermanos macabeos y su madre son para la tradición hebrea lo que Antígona era en la cultura griega: la proclamación de la supremacía de la conciencia por encima de las exigencias de los gobernantes. En este caso, la autoridad de la conciencia prevalece sobre la autoridad de los paganos. Un día la tradición cristiana pondrá en boca de Pedro y de los apóstoles unas palabras en las que la conciencia desafía también a la autoridad del Sanedrín: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).
Los jóvenes hermanos recibieron un culto cristiano bajo el nombre de «los siete hermanos Macabeos. Se les dedicó iglesias en Antioquía, Roma y Lyon. Se dice que sus reliquias llegaron a Colonia, gracias al arzobispo Rainald von Dassel. Se conservan en la iglesia de San Andrés, en Colonia. La preciosa urna que las contiene fue realizada en torno al año 1520 y en cuarenta paneles de plata dorada describe con estupendo realismo las torturas sufridas por los jóvenes y su madre.
LA HORA DE LA PERSECUCIÓN
A la muerte del rey Seleuco IV, asesinado por Heliodoro, Antíoco regresó precipitadamente de Roma, donde había permanecido como rehén de los romanos, para usurpar el trono de Siria que correspondía a su sobrino Demetrio. Reinó con el nombre de Antíoco IV (175-164 a.C.). Él se hizo dar el nombre de Epífanes, que significa 'ilustre», pero el libro de Daniel lo califica como «hombre despreciable que se apodera de la realeza por la intriga« (Dn 11, 21).
Tras su victoria sobre Egipto, y con el beneplácito de Roma, pasó a ser dominador de la Celesiria, a la que pertenecía Judea. Así esta tierra pasó de pronto a estar gobernada por un tirano ambicioso e inhumano. Con la complicidad de Jasón, que compró para sí la dignidad de sumo sacerdote, y la de otros israelitas proclives a la cultura helénica, Antíoco IV decidió unificar y uniformar su reino. No solamente trataba de imponer a los judíos la lengua y las costumbres griegas, sino también su religión. El año 167 a.C., una guarnición siria se instaló en Jerusalén y en diciembre de aquel mismo año se implantó en el templo el culto al Zeus Olímpico.
Entre los que se sublevaron aquel mismo año ante aquella tiranía se encontraba Matatías, que alzó su grito de protesta por las colinas de Modín: «Aunque todos los súbditos de los dominios del rey le obedezcan, apostatando de la religión de sus padres, y aunque prefieran cumplir sus órdenes, yo, mis hijos y mis parientes viviremos según la alianza de nuestros padres. El cielo nos libre de abandonar la Ley y nuestras costumbres» (1M 2, 19-21).
Cuando murió Matatías, le sucedió al mando de la guerrilla su hijo Judas, apellidado el Macabeo. Fue valiente y piadoso, a la vez. Durante mucho tiempo, los suyos habrían de evocar su memoria con cantos populares como éste:
«Por sus hazañas se asemejó al león,
y al cachorro que ruge en busca de la presa» (1M 3, 4).
De forma menos poética, pero más cordial, se recordaba por todas partes que ,'en cuerpo y alma estaba atento a la defensa de sus conciudadanos y había guardado la generosidad de la juventud para sus connacionales» (2M 15, 30). El título de Macabeos se aplica también a los hermanos de Judas, que lo emularon en rebeldía frente al opresor, y también a todos los que, como ellos, lucharon por su fe y por su pueblo durante aquella misma época.
DE LA FIDELIDAD AL MARTIRIO
Entre ellos se cuentan los siete hermanos anónimos que hoy nos recuerda el calendario. Su muerte se narra en el libro segundo de los Macabeos, tras el martirio del anciano Eleazar. Evidentemente, se pretende subrayar que la fidelidad del pueblo a la Ley de Moisés fue mantenida hasta el heroísmo, tanto por los ancianos como por los jóvenes.
El texto comienza presentando escuetamente su situación: la fidelidad a la Ley de Moisés los llevó a ser torturados por orden del rey. Por cierto, no se ahorra la impresionante descripción de las más crueles formas de tortura. Pero no nos engañemos: no se trata de un ejercicio de sadismo gratuito. Al narrador le interesa subrayar dos cosas: la sinrazón de los castigos aplicados al hermano mayor y la reacción confiada y orante de los supervivientes:
«Sucedió también que siete hermanos, apresados junto con su madre, eran forzados por el rey, flagelados con azotes y nervios de buey, a probar carne de puerco (prohibida por la Ley). Uno de ellos, hablando en nombre de los demás, decía así: "¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres". El rey, fuera de sí, ordenó poner al fuego sartenes y calderas. En cuanto estuvieron al rojo, mandó cortar la lengua al que había hablado en nombre de los demás, arrancarle el cuero cabelludo y cortarle las extremidades de los miembros, en presencia de sus demás hermanos y de su madre. Cuando quedó totalmente inutilizado, pero respirando todavía, mandó que le acercaran al fuego y le tostaran en la sartén. Mientras el humo de la sartén se difundía lejos, los demás hermanos junto con su madre se animaban mutuamente a morir con generosidad, y decían: "El Señor Dios vela y con toda seguridad se apiadará de nosotros, como declaró Moisés en el cántico que atestigua claramente: `Se apiadará de sus siervos (2M 7, 1-6).
La narración de este martirio está llena de intención. Es a la vez una epopeya nacional y una profunda reflexión teológica.
Lo de epopeya se nos hace evidente al mostrarnos la saña del tirano extranjero contra unos jóvenes indefensos y también al recordar que los mártires se comunican entre sí en su lengua materna.
El mensaje teológico del texto nos lleva a constatar que en todo el pueblo se habían abierto camino dos creencias en cierto modo novedosas: la aceptación de la resurrección de entre los muertos y también la afirmación de Dios como creador del universo.
El pueblo de Israel, en efecto, había creído durante siglos en una retribución intrahistórica: Dios debía premiar al justo con larga vida, con buena descendencia y con bienes abundantes. Aquella antigua hipótesis había hecho crisis, como se puede ver por el libro de Job. Pero era difícil encontrar una respuesta aceptable que dejara en buen lugar el honor de Dios. El relato que nos ocupa nos lleva a presenciar la muerte del segundo de los hermanos. Pero antes pone en sus labios unas preciosas palabras que atestiguan que la fe en la resurrección de los muertos había llegado ya por entonces a las capas más sencillas del pueblo:
«Cuando el primero hizo así su tránsito, llevaron al segundo al suplicio y después de arrancarle la piel de la cabeza con los cabellos, le preguntaban: "¿Vas a comer antes de que tu cuerpo sea torturado miembro a miembro?" Él, respondiendo en su lenguaje patrio, dijo: "¡No!" Por ello, también éste sufrió a su vez la tortura, como el primero. Al llegar a su último suspiro dijo: "Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2M 7, 7-9).
Como se puede observar, la fe en la resurrección de los muertos habría brotado en un ambiente de martirio. A los que daban su vida por él, Dios no podía menos de devolverles la vida. En los breves discursos que se atribuyen al tercero, al cuarto y al quinto de los hermanos retornan tres afirmaciones importantes: en primer lugar, confiesan que Dios es el Señor y la fuente de la vida; profesan, además su esperanza de que un día la podrá devolver a los que la entregan por él, y, por fin, anuncian de forma profética la realización de la justicia de Dios:
«Después de éste, fue castigado el tercero; en cuanto se lo pidieron, presentó la lengua, tendió decidido las manos (y dijo con valentía: "Por don del cielo poseo estos miembros, por sus leyes los desdeño y de él espero recibirlos de nuevo)". Hasta el punto de que el rey y sus acompañantes estaban sorprendidos del ánimo de aquel muchacho que en nada temía los dolores. Llegado éste a su tránsito, maltrataron de igual modo con suplicios al cuarto. Cerca ya del fin, decía así: "Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida". En seguida llevaron al quinto y se pusieron a atormentarle. Él, mirando al rey, dijo: "Tú, porque tienes poder entre los hombres aunque eres mortal, haces lo que quieres. Pero no creas que Dios ha abandonado a nuestra raza. Aguarda tú y contemplarás su magnífico poder, cómo te atormentará a ti y a tu linaje (2M 7, 10-17).
En las palabras del sexto de los hermanos se encuentra un eco de la antigua teología de Israel, en la que los males históricos se vinculaban espontáneamente al mal moral. Como se sabe, la tradición solía repetir que los pecados eran el motivo de las enfermedades que azotaban a las personas. De modo semejante, se pensaba que la infidelidad del pueblo a la alianza con su Dios era la causa de las derrotas que padecía en el campo de batalla, de las catástrofes naturales o del exilio que lo había llevado lejos de su patria. En consecuencia, el joven macabeo reconoce su solidaridad en los pecados de su pueblo. Pero, al mismo tiempo, considera que la justicia de Dios no puede ignorar la arrogancia de aquel rey tirano y blasfemo:
«Después de éste, trajeron al sexto, que estando a punto de morir decía: "No te hagas ilusiones, pues nosotros por nuestra propia culpa padecemos; por haber pecado contra nuestro Dios (nos suceden cosas sorprendentes). Pero no pienses quedar impune tú que te has atrevido a luchar contra Dios (2M 7, 18-19).
EL VALOR DE UNA MADRE CREYENTE
El relato bíblico no es tan sólo la memoria del valor de los jóvenes macabeos. Construido con una cierta maestría literaria, introduce en el momento justo una preciosa consideración sobre la madre de aquellos valientes. Con trazos sobrios y conmovedores se alaba su fortaleza de ánimo, al tiempo que se ensalza la fuerza de su esperanza.
Por otro lado, es importante subrayar que, en sus labios se colocan algunas expresiones cargadas de sentido teológico. La madre proclama a Dios como Señor de la vida humana. Vincula de forma nueva la fe en el Dios creador con la fe en la resurrección, y ofrece el atisbo de la seguridad que une ambas afirmaciones: el Dios de la vida no se dejará vencer en generosidad por los que han entregado su vida por fidelidad a su voluntad:
«Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor. Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de mujer, les decía: "Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (2M 7, 20-23).
Quien haya elaborado esta narración, tan popular y atrayente, era ciertamente un maestro en el arte de contar historias.
Justamente en este momento de máxima tensión, el relato introduce una pausa para obligarnos a prestar atención al tirano que ha motivado tanto dolor y tan asombroso heroísmo:
«Antíoco creía que se le despreciaba a él y sospechaba que eran palabras injuriosas. Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía hacerle rico y muy feliz, con tal de que abandonara las tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría altos cargos. Pero como el muchacho no le hacía ningún caso, el rey llamó a la madre y la invitó a que aconsejara al adolescente para salvar su vida. Después de instarle él varias veces, ella aceptó el persuadir a su hijo» (2M 7, 24-26).
Como se puede observar, el autor de este relato ha sabido jugar con la ansiedad de los lectores. El rey trata de ganarse la influencia de la madre para salvar al menos sus apariencias de justicia y compasión. La seducción del menor de los hermanos hubiera podido aportar una cierta satisfacción a aquel tirano. Al lector se le hace creer por un momento que, a la vista de tanta sangre, la mujer tratará de salvar la vida de su hijo menor.
La fuerza irónica del texto es sorprendente. Efectivamente, la madre pone los ojos en la salvación de su hijo. Pero se trata de una salvación muy lejana de la que sugiere y sospecha el rey.
Por otra parte, el autor aprovecha la intervención de la madre para insistir en la confesión del Dios creador de todo el universo. Por primera vez se pone en boca de una persona hebrea la afirmación de que las cosas han sido creadas «de la nada, o más literalmente, a partir «de lo no existente». Se diría que el proceso de helenización de la sociedad promovido por el rey Antíoco IV está dando sus frutos. Pero no para llevar a los hebreos a la idolatría, sino para enriquecer su vocabulario de modo que puedan expresar su fe tradicional con mayor propiedad:
«Se inclinó sobre él y burlándose del cruel tirano, le dijo en su lengua patria: "Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crie y te eduqué hasta la edad que tienes (y te alimenté). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia (2M 7, 27-29).
Tan sólo nos falta presenciar la reacción del hijo menor. Es verdad que, llegados a este momento, la hemos adivinado, pero no deja de atraer nuestra curiosidad. El itinerario ha sido bien trazado. Llega el momento de la última confesión de fe. El hermano menor parece hablar en nombre de todo el pueblo judío. Reconoce de nuevo la responsabilidad colectiva en el pecado y la vinculación de su infidelidad nacional con el «castiga» que les aflige, al tiempo que espera que su propio sacrificio sea el último que aflija a su pueblo. Con el joven hebreo, el pueblo entero confía en la misericordia de Dios y espera que el mismo tirano pueda un día confesar la majestad del único Dios:
«En cuanto ella terminó de hablar, el muchacho dijo: "¿Qué esperáis? No obedezco el mandato del rey; obedezco el mandato de la Ley dada a nuestros padres por medio de Moisés. Y tú, que eres el causante de todas las desgracias de los hebreos, no escaparás de las manos de Dios. (Cierto que nosotros padecemos por nuestros pecados). Si es verdad que nuestro Señor, que vive, está momentáneamente irritado para castigarnos y corregirnos, también se reconciliará de nuevo con sus siervos. Pero tú, ¡oh impío y el más criminal de todos los hombres!, no te engrías neciamente, entregándote a vanas esperanzas y alzando la mano contra sus siervos; porque todavía no has escapado del juicio del Dios que todo lo puede y todo lo ve. Pues ahora nuestros hermanos, después de haber soportado una corta pena por una vida perenne, cayeron por la alianza de Dios; tú, en cambio, por el justo juicio de Dios cargarás con la pena merecida por tu soberbia. Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de mis padres, invocando a Dios para que pronto se muestre propicio con nuestra nación, y que tú con pruebas y azotes llegues a confesar que él es el único Dios. Que en mí y en mis hermanos se detenga la cólera del Todopoderoso justamente descargada sobre toda nuestra raza (2M 7, 30-38).
Para terminar, el narrador subraya una observación sobre la reacción desalmada de aquel rey inicuo y concluye, dejando bien claro, que ha tratado de ofrecernos un relato ejemplar:
«El rey, fuera de sí, se ensañó con éste con mayor crueldad que con los demás, por resultarle amargo el sarcasmo. También éste tuvo un limpio tránsito, con entera confianza en el Señor. Por último, después de los hijos murió la madre. Sea esto bastante para tener noticia de los banquetes sacrificiales y de las crueldades sin medida» (2M 7, 39-42).
UNA PARÁBOLA TEOLÓGICA
Los siete hermanos macabeos y su madre se convierten así en una especie de parábola sobre la fidelidad a la Ley del Señor en momentos de persecución. Este precioso relato contiene también una breve teología del martirio, expuesta por boca de los hermanos, siguiendo unos pasos progresivos: 1: El justo prefiere morir antes que pecar (7, 2). 2: Dios sale en su defensa (7, 6). 3: Los justos resucitarán (7, 11). 4: Los malos no resucitarán para la vida (7, 14). 5: Los malvados serán castigados por Dios (7, 17). 6: Tanto los buenos como los malos sufren por sus pecados (7, 18-19). 7: La muerte de los justos tiene un valor expiatorio (7, 37-38).
Los hermanos macabeos y su madre son para la tradición hebrea lo que Antígona era en la cultura griega: la proclamación de la supremacía de la conciencia por encima de las exigencias de los gobernantes. En este caso, la autoridad de la conciencia prevalece sobre la autoridad de los paganos. Un día la tradición cristiana pondrá en boca de Pedro y de los apóstoles unas palabras en las que la conciencia desafía también a la autoridad del Sanedrín: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).
Los jóvenes hermanos recibieron un culto cristiano bajo el nombre de «los siete hermanos Macabeos. Se les dedicó iglesias en Antioquía, Roma y Lyon. Se dice que sus reliquias llegaron a Colonia, gracias al arzobispo Rainald von Dassel. Se conservan en la iglesia de San Andrés, en Colonia. La preciosa urna que las contiene fue realizada en torno al año 1520 y en cuarenta paneles de plata dorada describe con estupendo realismo las torturas sufridas por los jóvenes y su madre.
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