Hijo de hidalgos, descendiente de guerreros y almogávares, José de Calasanz y Gastón llevaba en su sangre la llama de los viejos conquistadores. Los historiadores empiezan su vida con una gesta heroico-místico-jocosa. El niño ha oído hablar del demonio, tirano de la Humanidad, enemigo de Dios y de los hombres. La figura repugnante del feo gigante que se atreve a resistir a Cristo y a desafiar el poder de Felipe II, le impresiona, pero no le acobarda. Su único deseo es encontrarse frente a él para darle su merecido. Con gesto audaz, armado de un largo cuchillo, recorre la casona, registra las amplias estancias, adornadas de armarios y tapices; penetra en los establos y sube hasta los desvanes, llenos de sillas viejas, de armaduras rotas y de cacharros inútiles. De súbito, un ruido en la penumbra, un bulto negro que sale de entre las telarañas, un chillido y un aleteo, algo que cruza el aire rozando la frente del muchacho y que desaparece. Tal vez ha sido un murciélago; pero José grita entre alborozado y desilusionado: « ¿Huyes, cobarde? ¿No te atreves a arrostrar mis iras?» Pero hay que buscarle dondequiera que sea, en las calles de Peralta de la Sal, en el campo aragonés, en todos los escondrijos de España. José expone su plan de campaña a sus compañeros de juego, y les comunica su entusiasmo. Pronto el heredero de infanzones se encuentra al frente de un batallón. Cada uno de aquellos minúsculos soldados lleva en el bolso una docena de peladillas, y en la mano una estaca de roble. El jefe blande un puñal, que ha extraído de la panoplia de su padre. El pequeño ejército se pone en marcha camino de la victoria. Hay arrogancia en su andar y fuego en su mirada. Al entrar en el monte, se oye la voz del general: «¡Alto; aquí está!» Y señala a sus héroes el bulto de las alas negras en la copa de un árbol. Algunos huyen; pero él trepa por el tronco puñal en mano, se encarama entre el follaje y apostrofa al follón, que le mira con sorna desde la altura. De repente se oye un chasquido, se rompe una rama y el niño cae a tierra sangrando...
Cruel había sido la conducta del demonio, pero tenía que habérselas con un aragonés indómito y testarudo. No tardó en comprender que las espadas y los puñales no eran las armas más a propósito para vencer en aquel combate. Las arrinconó, con gran pena de su madre, con gran dolor de su padre, y en su lugar embrazó los libros, los rosarios y las disciplinas. Estudiando afanosamente, pasó de Peralta a Lérida y de Lérida a Valencia. En Valencia sale a su encuentro el enemigo. No es un buho ni un murciélago: es una mujer que le sonríe entre músicas y azahares. El que huye ahora es el joven estudiante: huye a Alcalá de Henares, desconfiando de las astucias del tentador. Sigue estudiando los cánones, escucha a los teólogos, discute con agudeza los sutiles problemas de la metafísica, hace versos, frecuenta el trato de los hombres sabios y santos, y a los veinte años tiene todo el prestigio de los grandes maestros.
Alto, robusto, atlético, ancha espalda, organismo de acero, cabellera rubia y abundante, José parecía llamado para aumentar con bélicas hazañas los blasones de sus antepasados. Nuevamente se presentan a sus ojos el brillo de las armas, las promesas de la ambición, la gloria de los capitanes de Flandes y el oro de los conquistadores de América. A todo renuncia él animosamente. Ordenado de sacerdote, trabaja en las diócesis de Huesca, de Albarracín y de Urgel; predica con todo el ardor de un misionero; es confesor de obispos, visitador, vicario y provisor, un provisor austero y amable a la vez; tan austero, que los relajados atenían contra su vida; tan amable, que cuando encuentra un grupo de sacerdotes jugando a la barra, no tiene inconveniente en jugar con ellos, para vencerlos, naturalmente, porque nadie puede resistir sus fuerzas de gigante.
Pero, en medio de sus correrías apostólicas, una obsesión persigue al misionero. En el campo y en la iglesia, una palabra pasa rozando su alma como una caricia, como una luz: Roma. En el sueño parécele que alguien le dice misteriosamente; «Ve a Roma.» Ni la vida de la parroquia ni la de la curia parecen hechas para él; una inquietud le escarabajea en el alma, y alguien le dice que aún no ha encontrado el objetivo de su vida. Sin saber a punto fijo lo que busca, el joven sacerdote llega a Roma en los primeros meses de 1592. Al principio se revela como ayo de príncipes y director de almas. Se le admira por su piedad profunda y por su ciencia de la vida espiritual. A la una de la mañana ya cruza por la ciudad visitando las basílicas y rezando las estaciones. La aurora le coge siempre cerca de la Confesión de San Pedro. Va luego de hospital en hospital, visita, alienta y catequiza a los presos; continúa en casa sus ejercicios de piedad, lee la Sagrada Escritura y responde a las consultas que se le hacen como teólogo y auditor de cardenales. Bajo su sotana lleva constantemente un áspero cilicio, y bajo el cilicio un cinturón de hierro, horadado y erizado como un rollo. El rígido asceta se mezcla en esto con el apóstol infatigable.
Cuando pasa por Transtévere su corazón tiembla de pena y sus ojos se arrasan de lágrimas. Catervas de chicuelos llenan la calle gritando, luchando, blasfemando. Muchas veces se ha visto abrumado por la agresión de las burlas infantiles. Sonriendo compasivo, se ha detenido con frecuencia en medio de sus pequeños agresores, les ha hablado con cariño, les ha dicho un chiste, una historia, y después de preguntarles muchas cosas, los ha convertido en sus mejores amigos. Cuando, unos días más tarde, el buen sacerdote español pasa por allí, todos los rapazuelos le rodean, diciendo alborozados: « ¡Don Giuseppe, don Giuseppe!» Y don José advierte que su alma se llena de amor para con aquellos pobres niños abandonados. ¡Qué buenos son, y qué ignorantes al mismo tiempo! No saben leer ni contar, no saben más que correr y pegarse. De catecismo, ni siquiera el Padrenuestro. Don José se haría su maestro, ¡pero son tantos! Lo único que puede hacer es hablar con los príncipes de la Iglesia, con los potentados del siglo, con los rectores de los colegios. Todas las puertas se le cierran: unos le despiden con buenas palabras, otros con un gesto de conmiseración, que parece decir: «Este español está loco.» Después de muchos paseos y muchas repulsas, un sacerdote se ofrece a secundar su pensamiento, y José de Calasanz abre su primera escuela en las dependencias de una iglesia parroquial. Era el primer germen de las Escuelas Pías de la Madre de Dios. Desde el primer momento los niños acuden por centenales, ávidos de cariño y de instrucción. Se les enseña, ante todo, la doctrina cristiana, y, juntamente con ella, los primeros rudimentos de las letras y las ciencias. Pronto se convierte en un colegio en forma, la obra se amplía sin cesar, y nuevos colaboradores vienen en ayuda del fundador. José vigila, instruye, organiza y va de puerta en puerta con la alforja al hombro, implorando la ayuda de las gentes para la nueva fundación. Pasa las noches en los divinos ocios de la contemplación, y apenas amanece se le ve, agitado por una actividad febril, barriendo las clases adornando la capilla, poniéndolo todo en orden para que cuando lleguen sus mil alumnos no tengan que empezar a trabajar.
Tras de una oposición enconada por parte de la enseñanza oficial, José de Calasanz triunfa completamente. La prosperidad le sonríe, su figura se hace popular en los palacios y en las plazas; los Papas aprueban y bendicen su instituto; se le ofrecen obispados, que él rechaza, lo mismo que los capelos; los monseñores se honran con su amistad; en los arrabales, los arrapiezos le llevan en triunfo, escoltando el jumento en que viaja cuando sale de Roma; los novicios vienen a pedirle el hábito, y el instituto se aumenta de una manera prodigiosa. A los veinte años de su fundación habia Escuelas Pías en la mayor parte de las ciudades italianas, en Francia, en Alemania, en Hungría y en Polonia. De España y de Bohemia llegaban peticiones insistentes, que era imposible satisfacer por falta de personal. Los obispos y los magistrados se disputaban a aquellos generosos trabajadores, que con el mayor desinterés, sin esperar más recompensa que el reino de los Cielos, se presentaban para luchar contra el mayor mal de la época: la ignorancia. En todas partes se les recibía como a verdaderos bienhechores de la Humanidad. En 1626 escribía Calasanz desde Nápoles: «Nos han ofrecido cinco o seis casas en diferentes puntos de la ciudad. El primer magistrado pone todo empeño en que escojamos su barrio. En quince días se ha elevado a quinientos el número de nuestros alumnos, y si hubiera lugar bastante, pronto tendríamos mil.»
Pero aquel desarrollo sin precedentes encerraba grandes gérmenes de inquietud. El mismo fundador temblaba pensando en los peligros que podían surgir. Sin darse cuenta, empujado por la generosidad de su corazón, se había dejado llevar por la fuerza de aquel movimiento, que él debiera haber contenido y encauzado. Por satisfacer a las solicitudes que le llegaban cada día, lanzó a su gente en todas direcciones, sin proveerla siempre de la debida formación espiritual y profesional, y no tardó en ver las consecuencias de aquel entusiasmo excesivo. Lo que le sucedió es una de esas cosas que Dios permite para purificar un alma y levantarla a las cumbres más altas del heroísmo. Toda una Orden va a ser sacudida y zarandeada por las tormentas más furiosas de la pasión, para descubrir en toda su belleza maravillosa la paciencia y la humildad del fundador.
Por obediencia, José de Calasanz había aceptado el cargo de superior perpetuo del nuevo instituto. La responsabilidad le aterraba.
«Es tan grande esta solicitud—escribía en 1631—, que con frecuencia me hace faltar a mi principal obligación, que es ayudar a los demás con mis ejemplos. Muchas veces he deseado ser enfermero o portero de cualquier, casa antes que general; y de estos sentimientos no es testigo Dios, cuya misericordia ha querido no tener en cuenta mis pecados.» En su gobierno hay una mezcla de severidad y condescendencia que nos desconcierta. Le vemos castigar a un superior a permanecer un día tras otro en el refectorio con una soga al cuello mientras come la comunidad; y al mismo tiempo su bondad le hace parecer hasta débil. Su conducta con los que fueron causantes de su martirio debe calificarse, por lo menos, de excesiva generosidad, aunque también es preciso tener en cuenta que José tenía las manos atadas por las influencias externas, por las intervenciones, no siempre acertadas, de la curia romana y por las coacciones de príncipes y obispos, aprovechadas hábilmente por los descontentos. No hay que olvidar tampoco que era un español y que la mayor parte de sus subditos procedían de origen italiano.
Al principio, los alborotos tuvieron un carácter que pudiéramos llamar democrático y social. Fue una lucha de clases de legos contra clérigos, de coadjutores contra sacerdotes. La escasez del personal docente hizo que algunos de los Hermanos más inteligentes que habían entrado para servir en las tareas domésticas fuesen destinados a la enseñanza. Primer error. Como era de esperar, estos Hermanos empezaron a manifestar deseos de equipararse con los demás profesores. Pidieron bonete, y lo obtuvieron. Parecía una cosa sin importancia, pero las exigencias continuaron. Más tarde exigieron la tonsura, y aparecieron tonsurados. Pero no quedaron contentos todavía. Después aspiraron al sacerdocio. Un Hermano se murió de pena porque le preguntó su madre: «Y tú, ¿cuándo cantas misa?» Pero no todos se resignaban a morir. Hubo muchos que, resueltos a conquistar la igualdad suspirada, empezaron a conjurar, a rebelarse, a inquietar el instituto y a buscar los apoyos de las gentes del siglo. José resistía, apurando todos los medios para apaciguar a los revoltosos. Unas veces le parecía que con la suavidad se calmaría todo, y así, escribiendo a un provincial en 1635, le trazaba este programa de gobierno: «Deben ser conducidos los religiosos a la sumisión voluntaria que han profesado como hombres razonables que se dejan convencer por la verdad manifestada con paternal amor, mejor que con palabras duras y amenazadoras. Es gran arte saber llevar las almas con toda suavidad al servicio de Dios. Debe el superior ser superior a los demás en la paciencia, en la caridad, en la humildad y en las demás virtudes. Ha de compadecerse de sus subditos cuando cometen alguna falta, corrigiéndoles con amor.» Pero dos meses después decía a uno de sus fieles colaboradores: «Comunico a vuestra reverencia que muchos de los nuestros se hallan en las más tristes disposiciones. No pueden ir peor las cosas, y sólo de la mano de Dios espero el remedio.» En Roma, un coadjutor intentó quitarle la vida; otros le amenazaron descaradamente; otro se le acercó una vez, estando en la sacristía, para decirle que era un inútil y que debía renunciar. «Salió él de la sacristía—dice un testigo—para dirigirse a su habitación, y en cada peldaño de la escalera decía aquel miserable: «Renuncie, Padre, renuncie.» Mientras yo le vi, el venerable Padre no parecía resentirse de aquella insolencia, y se contentaba con responder: «ándate, ándate.» Comprendiendo que había sido demasiado fácil en la admisión del personal, el fundador se esforzaba ahora por seleccionarle, animando a los disidentes a pasar a otras órdenes, y mostrándose más riguroso con los novicios. «No temáis—escribía a sus lugartenientes—abrir cien puertas en lugar de una para que salgan todos los religiosos y cerrar noventa y nueve y media para permitir la entrada a los que se presenten.»
En lo más fuerte de la crisis, apareció un jefe dispuesto a recoger todos aquellos elementos de discordia para encumbrarse él en medio de la perturbación general. Fue uno de los provinciales del fundador, hombre hipócrita, ambicioso, intrigante y corrompido. Su caso es tan monstruoso como increíble su triunfo. Este agitador contaba con el apoyo del Santo Oficio, que, imponiéndose a Calasanz, le había colocado en los principales puestos de la Orden. No contento con eso, se propuso derrocar al fundador. Empezó hablando de su imbecilidad; presentóle después como un tirano, lleno de odio y de envidia, haciéndose pasar a sí mismo como un mártir. Envueltos en la red de sus manejos, los inquisidores le prometieron justicia sonada y fulminante. El hombre a quien veinte años antes se ofrecían mitras y capelos, iba a ser ahora víctima de los tratos más violentos. Una mañana, el asesor del Santo Oficio se presentó en la casa de los escolapios de Roma preguntando por el general. José, que estaba en la iglesia, presentóse a la puerta, pero fue recibido con este lacónico saludo: «Sois preso.» Inmediatamente se encontró rodeado de soldados, que se apoderaron de él para llevarle a las prisiones de la Inquisición, sin darle tiempo para coger el capote ni el sombrero. La multitud se agolpaba en las calles atraída por el súbito infortunio de aquel anciano de ochenta y seis años, que era uno de los hombres más populares de Roma. Él iba sereno, con los ojos inclinados, recibiendo los rayos del sol en la cabeza de nieve. Años más tarde, recordando esta escena, decía un testigo: «Marchaba el siervo de Dios, sin turbarse, a la hora del mediodía, en lo más fuerte del calor, por la larga calle de Bianchi, con la cabeza descubierta y el semblante tranquilo y alegre. Algo de angelical se reflejaba en su rostro.»
Aquella serenidad desconcertó a los jueces. El interrogatorio sólo sirvió para poner en claro su inocencia. Se le dejó libre aquella misma tarde, pero sin darle la debida satisfacción. Por otra parte, sus enemigos seguían trabajando desesperadamente, y al fin consiguieron el Breve de deposición que anhelaban. Calasanz quedaba reducido a la categoría de un simple religioso, mientras el jefe de los rebeldes asume las riendas del gobierno. La revolución había triunfado, los descontentos se apoderaban de los puestos principales y la Orden caminaba en dirección a la ruina. Lejos de establecer la paz, el cambio sólo había servido para empeorar. Llenos de indignación ante semejante injusticia, muchos se negaron a obedecer; pero, lejos de ponerse al frente de la reacción, el fundador dio un espectáculo maravilloso de ecuanimidad, de sumisión y de mansedumbre. Se le trataba despóticamente, se le tenía de rodillas como a un culpable, se le vigilaba como a un malhechor. «Viejo chocho—le decía el nuevo superior—, no quieren obedecerme y usted no los sosiega.» José callaba, obedecía y se esforzaba por hacer obedecer a los demás. Cuando una lepra inmunda apareció en el cuerpo del que le había suplantado, se le vio correr hacia él, con el peso de sus noventa años, para visitarle, consolarle y aconsejarle. Pero todo fue inútil: la lucha seguía, los partidos se enconaban más cada vez, la rebelión se levantaba contra el despotismo; hasta que un día vino el rayo temido, la supresión de la Orden por el Papa Inocencio X (1646). José asistió a este último golpe, que venía a deshacer todos sus sueños, a inutilizar sus trabajos de medio siglo. Pero murió tranquilo, porque había cumplido la voluntad de Dios; murió alegre, porque sabía, y asi se lo decía a cuantos le rodeaban, que su obra resucitaría de nuevo. Y así fue: la tempestad sólo había servido para purificar el aire. A los dos lustros las Escuelas Pías recobraban una vida nueva, y un decreto de Roma consolidaba la gloria de su fundador.
Cruel había sido la conducta del demonio, pero tenía que habérselas con un aragonés indómito y testarudo. No tardó en comprender que las espadas y los puñales no eran las armas más a propósito para vencer en aquel combate. Las arrinconó, con gran pena de su madre, con gran dolor de su padre, y en su lugar embrazó los libros, los rosarios y las disciplinas. Estudiando afanosamente, pasó de Peralta a Lérida y de Lérida a Valencia. En Valencia sale a su encuentro el enemigo. No es un buho ni un murciélago: es una mujer que le sonríe entre músicas y azahares. El que huye ahora es el joven estudiante: huye a Alcalá de Henares, desconfiando de las astucias del tentador. Sigue estudiando los cánones, escucha a los teólogos, discute con agudeza los sutiles problemas de la metafísica, hace versos, frecuenta el trato de los hombres sabios y santos, y a los veinte años tiene todo el prestigio de los grandes maestros.
Alto, robusto, atlético, ancha espalda, organismo de acero, cabellera rubia y abundante, José parecía llamado para aumentar con bélicas hazañas los blasones de sus antepasados. Nuevamente se presentan a sus ojos el brillo de las armas, las promesas de la ambición, la gloria de los capitanes de Flandes y el oro de los conquistadores de América. A todo renuncia él animosamente. Ordenado de sacerdote, trabaja en las diócesis de Huesca, de Albarracín y de Urgel; predica con todo el ardor de un misionero; es confesor de obispos, visitador, vicario y provisor, un provisor austero y amable a la vez; tan austero, que los relajados atenían contra su vida; tan amable, que cuando encuentra un grupo de sacerdotes jugando a la barra, no tiene inconveniente en jugar con ellos, para vencerlos, naturalmente, porque nadie puede resistir sus fuerzas de gigante.
Pero, en medio de sus correrías apostólicas, una obsesión persigue al misionero. En el campo y en la iglesia, una palabra pasa rozando su alma como una caricia, como una luz: Roma. En el sueño parécele que alguien le dice misteriosamente; «Ve a Roma.» Ni la vida de la parroquia ni la de la curia parecen hechas para él; una inquietud le escarabajea en el alma, y alguien le dice que aún no ha encontrado el objetivo de su vida. Sin saber a punto fijo lo que busca, el joven sacerdote llega a Roma en los primeros meses de 1592. Al principio se revela como ayo de príncipes y director de almas. Se le admira por su piedad profunda y por su ciencia de la vida espiritual. A la una de la mañana ya cruza por la ciudad visitando las basílicas y rezando las estaciones. La aurora le coge siempre cerca de la Confesión de San Pedro. Va luego de hospital en hospital, visita, alienta y catequiza a los presos; continúa en casa sus ejercicios de piedad, lee la Sagrada Escritura y responde a las consultas que se le hacen como teólogo y auditor de cardenales. Bajo su sotana lleva constantemente un áspero cilicio, y bajo el cilicio un cinturón de hierro, horadado y erizado como un rollo. El rígido asceta se mezcla en esto con el apóstol infatigable.
Cuando pasa por Transtévere su corazón tiembla de pena y sus ojos se arrasan de lágrimas. Catervas de chicuelos llenan la calle gritando, luchando, blasfemando. Muchas veces se ha visto abrumado por la agresión de las burlas infantiles. Sonriendo compasivo, se ha detenido con frecuencia en medio de sus pequeños agresores, les ha hablado con cariño, les ha dicho un chiste, una historia, y después de preguntarles muchas cosas, los ha convertido en sus mejores amigos. Cuando, unos días más tarde, el buen sacerdote español pasa por allí, todos los rapazuelos le rodean, diciendo alborozados: « ¡Don Giuseppe, don Giuseppe!» Y don José advierte que su alma se llena de amor para con aquellos pobres niños abandonados. ¡Qué buenos son, y qué ignorantes al mismo tiempo! No saben leer ni contar, no saben más que correr y pegarse. De catecismo, ni siquiera el Padrenuestro. Don José se haría su maestro, ¡pero son tantos! Lo único que puede hacer es hablar con los príncipes de la Iglesia, con los potentados del siglo, con los rectores de los colegios. Todas las puertas se le cierran: unos le despiden con buenas palabras, otros con un gesto de conmiseración, que parece decir: «Este español está loco.» Después de muchos paseos y muchas repulsas, un sacerdote se ofrece a secundar su pensamiento, y José de Calasanz abre su primera escuela en las dependencias de una iglesia parroquial. Era el primer germen de las Escuelas Pías de la Madre de Dios. Desde el primer momento los niños acuden por centenales, ávidos de cariño y de instrucción. Se les enseña, ante todo, la doctrina cristiana, y, juntamente con ella, los primeros rudimentos de las letras y las ciencias. Pronto se convierte en un colegio en forma, la obra se amplía sin cesar, y nuevos colaboradores vienen en ayuda del fundador. José vigila, instruye, organiza y va de puerta en puerta con la alforja al hombro, implorando la ayuda de las gentes para la nueva fundación. Pasa las noches en los divinos ocios de la contemplación, y apenas amanece se le ve, agitado por una actividad febril, barriendo las clases adornando la capilla, poniéndolo todo en orden para que cuando lleguen sus mil alumnos no tengan que empezar a trabajar.
Tras de una oposición enconada por parte de la enseñanza oficial, José de Calasanz triunfa completamente. La prosperidad le sonríe, su figura se hace popular en los palacios y en las plazas; los Papas aprueban y bendicen su instituto; se le ofrecen obispados, que él rechaza, lo mismo que los capelos; los monseñores se honran con su amistad; en los arrabales, los arrapiezos le llevan en triunfo, escoltando el jumento en que viaja cuando sale de Roma; los novicios vienen a pedirle el hábito, y el instituto se aumenta de una manera prodigiosa. A los veinte años de su fundación habia Escuelas Pías en la mayor parte de las ciudades italianas, en Francia, en Alemania, en Hungría y en Polonia. De España y de Bohemia llegaban peticiones insistentes, que era imposible satisfacer por falta de personal. Los obispos y los magistrados se disputaban a aquellos generosos trabajadores, que con el mayor desinterés, sin esperar más recompensa que el reino de los Cielos, se presentaban para luchar contra el mayor mal de la época: la ignorancia. En todas partes se les recibía como a verdaderos bienhechores de la Humanidad. En 1626 escribía Calasanz desde Nápoles: «Nos han ofrecido cinco o seis casas en diferentes puntos de la ciudad. El primer magistrado pone todo empeño en que escojamos su barrio. En quince días se ha elevado a quinientos el número de nuestros alumnos, y si hubiera lugar bastante, pronto tendríamos mil.»
Pero aquel desarrollo sin precedentes encerraba grandes gérmenes de inquietud. El mismo fundador temblaba pensando en los peligros que podían surgir. Sin darse cuenta, empujado por la generosidad de su corazón, se había dejado llevar por la fuerza de aquel movimiento, que él debiera haber contenido y encauzado. Por satisfacer a las solicitudes que le llegaban cada día, lanzó a su gente en todas direcciones, sin proveerla siempre de la debida formación espiritual y profesional, y no tardó en ver las consecuencias de aquel entusiasmo excesivo. Lo que le sucedió es una de esas cosas que Dios permite para purificar un alma y levantarla a las cumbres más altas del heroísmo. Toda una Orden va a ser sacudida y zarandeada por las tormentas más furiosas de la pasión, para descubrir en toda su belleza maravillosa la paciencia y la humildad del fundador.
Por obediencia, José de Calasanz había aceptado el cargo de superior perpetuo del nuevo instituto. La responsabilidad le aterraba.
«Es tan grande esta solicitud—escribía en 1631—, que con frecuencia me hace faltar a mi principal obligación, que es ayudar a los demás con mis ejemplos. Muchas veces he deseado ser enfermero o portero de cualquier, casa antes que general; y de estos sentimientos no es testigo Dios, cuya misericordia ha querido no tener en cuenta mis pecados.» En su gobierno hay una mezcla de severidad y condescendencia que nos desconcierta. Le vemos castigar a un superior a permanecer un día tras otro en el refectorio con una soga al cuello mientras come la comunidad; y al mismo tiempo su bondad le hace parecer hasta débil. Su conducta con los que fueron causantes de su martirio debe calificarse, por lo menos, de excesiva generosidad, aunque también es preciso tener en cuenta que José tenía las manos atadas por las influencias externas, por las intervenciones, no siempre acertadas, de la curia romana y por las coacciones de príncipes y obispos, aprovechadas hábilmente por los descontentos. No hay que olvidar tampoco que era un español y que la mayor parte de sus subditos procedían de origen italiano.
Al principio, los alborotos tuvieron un carácter que pudiéramos llamar democrático y social. Fue una lucha de clases de legos contra clérigos, de coadjutores contra sacerdotes. La escasez del personal docente hizo que algunos de los Hermanos más inteligentes que habían entrado para servir en las tareas domésticas fuesen destinados a la enseñanza. Primer error. Como era de esperar, estos Hermanos empezaron a manifestar deseos de equipararse con los demás profesores. Pidieron bonete, y lo obtuvieron. Parecía una cosa sin importancia, pero las exigencias continuaron. Más tarde exigieron la tonsura, y aparecieron tonsurados. Pero no quedaron contentos todavía. Después aspiraron al sacerdocio. Un Hermano se murió de pena porque le preguntó su madre: «Y tú, ¿cuándo cantas misa?» Pero no todos se resignaban a morir. Hubo muchos que, resueltos a conquistar la igualdad suspirada, empezaron a conjurar, a rebelarse, a inquietar el instituto y a buscar los apoyos de las gentes del siglo. José resistía, apurando todos los medios para apaciguar a los revoltosos. Unas veces le parecía que con la suavidad se calmaría todo, y así, escribiendo a un provincial en 1635, le trazaba este programa de gobierno: «Deben ser conducidos los religiosos a la sumisión voluntaria que han profesado como hombres razonables que se dejan convencer por la verdad manifestada con paternal amor, mejor que con palabras duras y amenazadoras. Es gran arte saber llevar las almas con toda suavidad al servicio de Dios. Debe el superior ser superior a los demás en la paciencia, en la caridad, en la humildad y en las demás virtudes. Ha de compadecerse de sus subditos cuando cometen alguna falta, corrigiéndoles con amor.» Pero dos meses después decía a uno de sus fieles colaboradores: «Comunico a vuestra reverencia que muchos de los nuestros se hallan en las más tristes disposiciones. No pueden ir peor las cosas, y sólo de la mano de Dios espero el remedio.» En Roma, un coadjutor intentó quitarle la vida; otros le amenazaron descaradamente; otro se le acercó una vez, estando en la sacristía, para decirle que era un inútil y que debía renunciar. «Salió él de la sacristía—dice un testigo—para dirigirse a su habitación, y en cada peldaño de la escalera decía aquel miserable: «Renuncie, Padre, renuncie.» Mientras yo le vi, el venerable Padre no parecía resentirse de aquella insolencia, y se contentaba con responder: «ándate, ándate.» Comprendiendo que había sido demasiado fácil en la admisión del personal, el fundador se esforzaba ahora por seleccionarle, animando a los disidentes a pasar a otras órdenes, y mostrándose más riguroso con los novicios. «No temáis—escribía a sus lugartenientes—abrir cien puertas en lugar de una para que salgan todos los religiosos y cerrar noventa y nueve y media para permitir la entrada a los que se presenten.»
En lo más fuerte de la crisis, apareció un jefe dispuesto a recoger todos aquellos elementos de discordia para encumbrarse él en medio de la perturbación general. Fue uno de los provinciales del fundador, hombre hipócrita, ambicioso, intrigante y corrompido. Su caso es tan monstruoso como increíble su triunfo. Este agitador contaba con el apoyo del Santo Oficio, que, imponiéndose a Calasanz, le había colocado en los principales puestos de la Orden. No contento con eso, se propuso derrocar al fundador. Empezó hablando de su imbecilidad; presentóle después como un tirano, lleno de odio y de envidia, haciéndose pasar a sí mismo como un mártir. Envueltos en la red de sus manejos, los inquisidores le prometieron justicia sonada y fulminante. El hombre a quien veinte años antes se ofrecían mitras y capelos, iba a ser ahora víctima de los tratos más violentos. Una mañana, el asesor del Santo Oficio se presentó en la casa de los escolapios de Roma preguntando por el general. José, que estaba en la iglesia, presentóse a la puerta, pero fue recibido con este lacónico saludo: «Sois preso.» Inmediatamente se encontró rodeado de soldados, que se apoderaron de él para llevarle a las prisiones de la Inquisición, sin darle tiempo para coger el capote ni el sombrero. La multitud se agolpaba en las calles atraída por el súbito infortunio de aquel anciano de ochenta y seis años, que era uno de los hombres más populares de Roma. Él iba sereno, con los ojos inclinados, recibiendo los rayos del sol en la cabeza de nieve. Años más tarde, recordando esta escena, decía un testigo: «Marchaba el siervo de Dios, sin turbarse, a la hora del mediodía, en lo más fuerte del calor, por la larga calle de Bianchi, con la cabeza descubierta y el semblante tranquilo y alegre. Algo de angelical se reflejaba en su rostro.»
Aquella serenidad desconcertó a los jueces. El interrogatorio sólo sirvió para poner en claro su inocencia. Se le dejó libre aquella misma tarde, pero sin darle la debida satisfacción. Por otra parte, sus enemigos seguían trabajando desesperadamente, y al fin consiguieron el Breve de deposición que anhelaban. Calasanz quedaba reducido a la categoría de un simple religioso, mientras el jefe de los rebeldes asume las riendas del gobierno. La revolución había triunfado, los descontentos se apoderaban de los puestos principales y la Orden caminaba en dirección a la ruina. Lejos de establecer la paz, el cambio sólo había servido para empeorar. Llenos de indignación ante semejante injusticia, muchos se negaron a obedecer; pero, lejos de ponerse al frente de la reacción, el fundador dio un espectáculo maravilloso de ecuanimidad, de sumisión y de mansedumbre. Se le trataba despóticamente, se le tenía de rodillas como a un culpable, se le vigilaba como a un malhechor. «Viejo chocho—le decía el nuevo superior—, no quieren obedecerme y usted no los sosiega.» José callaba, obedecía y se esforzaba por hacer obedecer a los demás. Cuando una lepra inmunda apareció en el cuerpo del que le había suplantado, se le vio correr hacia él, con el peso de sus noventa años, para visitarle, consolarle y aconsejarle. Pero todo fue inútil: la lucha seguía, los partidos se enconaban más cada vez, la rebelión se levantaba contra el despotismo; hasta que un día vino el rayo temido, la supresión de la Orden por el Papa Inocencio X (1646). José asistió a este último golpe, que venía a deshacer todos sus sueños, a inutilizar sus trabajos de medio siglo. Pero murió tranquilo, porque había cumplido la voluntad de Dios; murió alegre, porque sabía, y asi se lo decía a cuantos le rodeaban, que su obra resucitaría de nuevo. Y así fue: la tempestad sólo había servido para purificar el aire. A los dos lustros las Escuelas Pías recobraban una vida nueva, y un decreto de Roma consolidaba la gloria de su fundador.
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