domingo, 16 de agosto de 2015

Homilía


El libro de los Proverbios, que hoy hemos escuchado, es como una premonición de la Eucaristía:

“Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado”

La comida ha tenido siempre un significado humano, familiar, social y de amistad.

El pan es el fruto del trabajo de cada día, expresión de algo que se ha adquirido con esfuerzo.

Por eso, compartir el pan, los alimentos, la bebida... en torno a una mesa fortalece la amistad, crea lazos familiares y hace que la vida sea más agradable.

Nadie invita a su casa a un desconocido y, cuando lo hace, es como consecuencia de unas previas y gratas relaciones humanas.

Jesús, que no es ajeno al sentir, al “alma” del pueblo, suele participar en banquetes, donde la comunión fraterna es más visible, al igual que el sentido festivo.

No es un aguafiestas que viene a enturbiar el vino de la alegría humana, como podemos comprobar leyendo el relato de las bodas de Caná.

Durante el Exodo, realizado bajo el caudillaje de Moisés, el pueblo de Israel sella con Yahvé-Dios la Alianza del Sinaí.

“Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ezequiel 36, 28).

Las ofrendas de animales sacrificados y presentados ante Yahvé son consumidas posteriormente por el pueblo, que cree participar así de la vida de la misma divinidad.

La Eucaristía es un banquete de hermanos que se quieren; en él compartimos la misma vida de Jesucristo.

“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Juan 6, 57-58).

Es el sacramento por excelencia de la Iglesia, la mejor forma de agradecer a Jesucristo su presencia entre nosotros, de anunciar su muerte, proclamar su resurrección y esperar con alegría su venida gloriosa.

La Eucaristía es una llamada perenne a la fraternidad, al canto de alabanza, a la acción de gracias por los dones recibidos, como nos exhorta hoy San Pablo en su Carta a los Efesios.

¿Qué símbolo puede expresar mejor la cercanía humana y el amor de Dios que la mesa compartida?

La iglesia ha sufrido numerosas herejías a lo largo de su historia; entre ellas, despreciar el cuerpo para enaltecer el alma.

Cilicios, latigazos en la propia carne, mutilaciones... para vencer la concupiscencia y las tentaciones de Satanás, han marcado el devenir de muchas generaciones cristianas.

No digo que sean negativos el sacrificio y la mortificación, pero no se puede atormentar el cuerpo como si fuera un demonio.

San Francisco de Asís decía que el hermano cuerpo debe ser amado, cultivado, respetado y embellecido, porque el mismo Dios ha querido encarnarse en nuestra condición humana..

San Pablo, para hablar de la comunión íntima con Dios, nos pone como ejemplo la armonía del cuerpo, su perfecta sincronización.

Todos sus miembros gozan cuando goza uno y sufren cuando uno padece; todos se necesitan y son igualmente importantes. I Corintios 12).

En la Eucaristía formamos un cuerpo con Cristo, somos uno con El.

Vivir y celebrar la Eucaristía nos lleva a compartir el mismo estilo de vida de Jesús, que nos impulsa a poner como epicentro de nuestro actuar cotidiano el AMOR que El ha sembrado en nuestros corazones; un AMOR capaz de transformar el mundo y las estructuras injustas; un AMOR capaz de convertir las realidades económicas, culturales, laborales, políticas... en símbolos de justicia y expresión de la ternura entrañable de Dios con cada uno de nosotros.

Durante este mes de Agosto, cuando una parte importante de la población europea se halla de vacaciones, sería bueno que valoremos qué papel desempeña la Eucaristía en nuestra vida y hasta dónde llega nuestro compromiso solidario con los hermanos en la fe.

Si creemos que la piscina, la playa, la montaña... pasan por encima de nuestro compromiso dominical, es que algo falla en nuestras convicciones, que debemos revisar con urgencia.

Es cierto que muchos cristianos dicen aburrirse en las Eucaristías, y se quejan de que son muy largas y pesadas; puede que estas críticas sean razonables.

Pero, a veces, detrás de estas afirmaciones, lo que se esconde es un vacío interior alarmante, que no se llena con el simple “cumplimiento” religioso, sino con la adhesión personal a Jesucristo y a su mensaje.

Me aburriré siempre si voy a una fiesta, incluida la Eucaristía, donde no tengo nada que celebrar; me sentiré, en cambio, realizado y feliz si la vivo y celebro como expresión necesaria de mi fe.

Cabe, pues, sincerarse con uno mismo y plantearse en serio las siguientes preguntas:

¿Cómo veo la Eucaristía?
¿Con qué talante acudo a ella?
¿Qué razones motivan mi asistencia a la misa dominical?
¿Participo de verdad o soy un habitual oyente pasivo?
¿Me involucro en la vida de mi parroquia, de mi comunidad, de mi barrio, de mi familia...?
¿Qué busco de verdad en la práctica religiosa?


Las mismas razones que encuentro para vivir, deben estar presentes en mi compromiso con Dios, con la familia y la comunidad de fe a la que pertenezco.

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