El nombre de San Esteban debemos recogerlo con veneración y con agradecimiento. En un momento difícil de la historia de la Iglesia, supo mantener enérgicamente los derechos de la libertad humana y de la gracia divina: frente al rigorismo africano, como había hecho Calixto, su antecesor, se constituyó en intérprete de la moderación y de la sabia condescendencia. Fue benigno, sin traicionar la verdad.
Un problema sutil intranquilizaba los espíritus cuando este Pontifice fue llamado a ocupar la cátedra apostólica. Poco a poco, todos los cismas, todos los errores, que en un momento dado habían pretendido absorber el movimiento cristiano, iban pereciendo miserablemente. Nadie se acordaba ya de las primeras herejías judíocristianas: el gnosticismo se hallaba en estado de putrefacción; el montanismo agonizaba. Las almas un momento engañadas, venían continuamente a pedir su reintegración en la verdadera Iglesia; y la verdadera Iglesia los admitia y los reconciliaba. Pero ¿a qué condiciones se los había de someter? ¿Era preciso rebautizarlos, o bastaba someterlos al rito penitencial de la imposición de las manos? Tal es la discusión en que San Esteban intervino con todo el peso de su autoridad. Hombres de virtud extraordinaria, doctores insignes, ilustres confesores de la fe tomaron parte en ella, sin lograr ponerse de acuerdo. Entre todos descuella la figura de San Cipriano, obispo de Cartago y representante de la Iglesia africana; en la cual Tertuliano había dejado restos de intransigencia y extremismo. Para San Cipriano, la solución era muy clara. Si la Iglesia era una, como él había probado en una obra inmortal, el bautismo conferido fuera de la Iglesia no era bautismo, y con fina dialéctica, heredada de Tertuliano, su maestro, desarrollaba y confirmaba esta doctrina con sutiles argumentos. Si la propiedad del bautismo es perdonar los pecados, no puede bautizar sino quien tiene poder para perdonar; si la Iglesia es la única esposa de Cristo, sólo ella puede darle hijos, sólo ella puede perdonar, sólo ella puede engendrar, sólo ella puede bautizar. Si fuera de la Iglesia no hay Espíritu Santo, se sigue que fuera de la Iglesia no hay bautismo. Además, preguntaba el africano, ¿es posible que un ministro del sacramento, que no tiene la fe ni la gracia, pueda comunicarlas a otros? ¿Es posible que un bautizado que no tiene la fe de la Iglesia pueda ser incorporado a la Iglesia?
Viendo en esta enseñanza una confirmación de la unidad y la santidad de la Iglesia, que defendía con tanto empeño contra los novacianos, el obispo de Cartago reunió un Concilio, hizo prevalecer en él su opinión y comunicó osadamente a la Iglesia de Roma la sentencia conciliar (255), No era ésta la primera vez que San Cipriano y San Esteban se iban a encontrar frente a frente. Los dos se ocupaban del bien de las almas, con la misma solicitud, pero con miras a veces divergentes. Un asunto español había puesto ya en evidencia sus criterios distintos. Dos obispos, Marcial de Mérida, y Basílides, de León-Astorga, sin sacrificar de hecho, habían conseguido un certificado de apostasía, con lo que quedaban libres de ser perseguidos. Depuestos y penitenciados según la disciplina canónica, acudieron a Esteban, arrepentidos de su claudicación, y fueron reintegrados en su dignidad, al mismo tiempo que un Concilio de Africa, presidido por San Cipriano, los condenaba. Tal vez este pleito había motivado algún roce entre Roma y Cartago; el hecho es que loa enviados de África fueron recibidos con frialdad en la curia romana. Sin embargo, nada de esto influyó en la decisión de Esteban. Antes que Cipriano, había resuelto él la cuestión en sentido contrario. La Iglesia romana tenía su tradición inmemorial en este asunto del bautismo de los herejes, y ahora no tenía más que recordar esa tradición y prescribir imperativamente su observancia. La contestación de Esteban tiene toda la fuerza de un principio general y todo el rigor lapidario del viejo espíritu romano: «Nada de innovar; sígase la tradición.» Después del protestantismo y del jansenismo, comprendemos los peligros de la dialéctica de San Cipriano: en ella, la validez del sacramento se confundía con su eficacia actual, y llevada hasta sus últimas consecuencias, hubiese conducido a la ruina de la Iglesia visible, a las concepciones del cristianismo invisible de Zuinglio y Wiclef.
Esto no obstante, la controversia continuó. Viendo en la solución del Pontifice, no una definición dogmática, sino un decreto de disciplina, San Cipriano se creyó en el deber de protestar, y lo hizo con la viveza propia de su temperamento. Sin negar la autoridad suprema del obispo de Roma, «sin constituirse en obispo de los obispos», según su propia expresión, declaraba «que cada uno de los jefes de la Iglesia era libre de llevar su administración a su entender, salvo el rendir cuentas al Señor». Al mismo tiempo, el Papa Esteban imponía su doctrina a toda la cristiandad. Sin excomulgar a nadie, hablaba ya de romper la comunión con las Iglesias que no reconociesen la validez del bautismo administrado por los herejes. Entonces fue cuando apareció el escrito más violento de todos los que se publicaron con motivo de aquella polémica dolorosa. Su autor era el obispo de Cesarea de Capadocia, Firmiliano, hombre austero, de ingenio sutil y de carácter vehemente y apasionado. «El verdadero hereje—dice aludiendo al obispo de Roma—es el que, creyendo excomulgar a la Iglesia, no consigue sino ser excomulgado por ella. He aquí el peor de todos los herejes. La Iglesia es jerárquica, sí; la Iglesia es una. Es jerárquica, porque su autoridad descansa sobre los Apóstoles, y los Apóstoles transmitieron su poder a los obispos. Sin el obispo no hay bautismo, no hay orden ni hay altar. Mas he aquí que dan al hereje, a Coré, Datán y Abirón el derecho de conferir el Espíritu Santo. ¿Quién es ese destructor de la jerarquía sino Esteban? La Iglesia es una, y la garantia de esa unidad es la fidelidad apostólica. Quien está con los Apóstoles está en comunión con la unidad, sin que sea necesaria una conformidad de ritos en todas partes. ¿Está Roma acorde con Jerusalén en su liturgia?»
Otra vez venía el sofisma a mezclarse en una habilísima argumentación: se proclama la jerarquía, pero se guarda silencio sobre el eje de esa jerarquía; se ensalza la unidad, pero se olvida que es necesario un juez de esa unidad, un arbitro de las controversias que podrían quebrantarla; se identifica la cuestión bautismal con un simple rito, sin olvidar que en ella se mezclan doctrinas primordiales del dogma. Esteban mantuvo su actitud con firmeza y con indulgencia a la vez; pacífico y conciliador, no quiso acudir a censuras ni anatemas; pero supo hacer triunfar la práctica tradicional. El obispo de Cesarea volvió a pedir la comunión con Roma; el de Cartago reanudó sus primeras relaciones y lavó con una vida inmaculada y una muerte heroica su pasajera rebeldía. Después vino la persecución a estrechar más aquellos espíritus, iguales todos en su amor apasionado a la Iglesia de Cristo. Fue la persecución de Valeriano. Un edicto del año 257 obligaba a todos los jefes de la Iglesia a adherirse oficialmente a los dioses del estado, conservando, si les placía, el culto que daban a Cristo y a renunciar a la forma colegial que habían dado a sus fieles. Estas disposiciones parecían moderadas, pero en realidad ningún perseguidor había tomado hasta entonces medida tan grave; atacaban a la vez a la jerarquía y a la organización social de la Iglesia. La primera víctima fue el obispo de Roma; primero en el honor, debía serlo también en el peligro; condescendiente con los convertidos, apareció lleno de fortaleza ante los perseguidores, mereciendo la pena del destierro, en el que terminó su vida.
Un problema sutil intranquilizaba los espíritus cuando este Pontifice fue llamado a ocupar la cátedra apostólica. Poco a poco, todos los cismas, todos los errores, que en un momento dado habían pretendido absorber el movimiento cristiano, iban pereciendo miserablemente. Nadie se acordaba ya de las primeras herejías judíocristianas: el gnosticismo se hallaba en estado de putrefacción; el montanismo agonizaba. Las almas un momento engañadas, venían continuamente a pedir su reintegración en la verdadera Iglesia; y la verdadera Iglesia los admitia y los reconciliaba. Pero ¿a qué condiciones se los había de someter? ¿Era preciso rebautizarlos, o bastaba someterlos al rito penitencial de la imposición de las manos? Tal es la discusión en que San Esteban intervino con todo el peso de su autoridad. Hombres de virtud extraordinaria, doctores insignes, ilustres confesores de la fe tomaron parte en ella, sin lograr ponerse de acuerdo. Entre todos descuella la figura de San Cipriano, obispo de Cartago y representante de la Iglesia africana; en la cual Tertuliano había dejado restos de intransigencia y extremismo. Para San Cipriano, la solución era muy clara. Si la Iglesia era una, como él había probado en una obra inmortal, el bautismo conferido fuera de la Iglesia no era bautismo, y con fina dialéctica, heredada de Tertuliano, su maestro, desarrollaba y confirmaba esta doctrina con sutiles argumentos. Si la propiedad del bautismo es perdonar los pecados, no puede bautizar sino quien tiene poder para perdonar; si la Iglesia es la única esposa de Cristo, sólo ella puede darle hijos, sólo ella puede perdonar, sólo ella puede engendrar, sólo ella puede bautizar. Si fuera de la Iglesia no hay Espíritu Santo, se sigue que fuera de la Iglesia no hay bautismo. Además, preguntaba el africano, ¿es posible que un ministro del sacramento, que no tiene la fe ni la gracia, pueda comunicarlas a otros? ¿Es posible que un bautizado que no tiene la fe de la Iglesia pueda ser incorporado a la Iglesia?
Viendo en esta enseñanza una confirmación de la unidad y la santidad de la Iglesia, que defendía con tanto empeño contra los novacianos, el obispo de Cartago reunió un Concilio, hizo prevalecer en él su opinión y comunicó osadamente a la Iglesia de Roma la sentencia conciliar (255), No era ésta la primera vez que San Cipriano y San Esteban se iban a encontrar frente a frente. Los dos se ocupaban del bien de las almas, con la misma solicitud, pero con miras a veces divergentes. Un asunto español había puesto ya en evidencia sus criterios distintos. Dos obispos, Marcial de Mérida, y Basílides, de León-Astorga, sin sacrificar de hecho, habían conseguido un certificado de apostasía, con lo que quedaban libres de ser perseguidos. Depuestos y penitenciados según la disciplina canónica, acudieron a Esteban, arrepentidos de su claudicación, y fueron reintegrados en su dignidad, al mismo tiempo que un Concilio de Africa, presidido por San Cipriano, los condenaba. Tal vez este pleito había motivado algún roce entre Roma y Cartago; el hecho es que loa enviados de África fueron recibidos con frialdad en la curia romana. Sin embargo, nada de esto influyó en la decisión de Esteban. Antes que Cipriano, había resuelto él la cuestión en sentido contrario. La Iglesia romana tenía su tradición inmemorial en este asunto del bautismo de los herejes, y ahora no tenía más que recordar esa tradición y prescribir imperativamente su observancia. La contestación de Esteban tiene toda la fuerza de un principio general y todo el rigor lapidario del viejo espíritu romano: «Nada de innovar; sígase la tradición.» Después del protestantismo y del jansenismo, comprendemos los peligros de la dialéctica de San Cipriano: en ella, la validez del sacramento se confundía con su eficacia actual, y llevada hasta sus últimas consecuencias, hubiese conducido a la ruina de la Iglesia visible, a las concepciones del cristianismo invisible de Zuinglio y Wiclef.
Esto no obstante, la controversia continuó. Viendo en la solución del Pontifice, no una definición dogmática, sino un decreto de disciplina, San Cipriano se creyó en el deber de protestar, y lo hizo con la viveza propia de su temperamento. Sin negar la autoridad suprema del obispo de Roma, «sin constituirse en obispo de los obispos», según su propia expresión, declaraba «que cada uno de los jefes de la Iglesia era libre de llevar su administración a su entender, salvo el rendir cuentas al Señor». Al mismo tiempo, el Papa Esteban imponía su doctrina a toda la cristiandad. Sin excomulgar a nadie, hablaba ya de romper la comunión con las Iglesias que no reconociesen la validez del bautismo administrado por los herejes. Entonces fue cuando apareció el escrito más violento de todos los que se publicaron con motivo de aquella polémica dolorosa. Su autor era el obispo de Cesarea de Capadocia, Firmiliano, hombre austero, de ingenio sutil y de carácter vehemente y apasionado. «El verdadero hereje—dice aludiendo al obispo de Roma—es el que, creyendo excomulgar a la Iglesia, no consigue sino ser excomulgado por ella. He aquí el peor de todos los herejes. La Iglesia es jerárquica, sí; la Iglesia es una. Es jerárquica, porque su autoridad descansa sobre los Apóstoles, y los Apóstoles transmitieron su poder a los obispos. Sin el obispo no hay bautismo, no hay orden ni hay altar. Mas he aquí que dan al hereje, a Coré, Datán y Abirón el derecho de conferir el Espíritu Santo. ¿Quién es ese destructor de la jerarquía sino Esteban? La Iglesia es una, y la garantia de esa unidad es la fidelidad apostólica. Quien está con los Apóstoles está en comunión con la unidad, sin que sea necesaria una conformidad de ritos en todas partes. ¿Está Roma acorde con Jerusalén en su liturgia?»
Otra vez venía el sofisma a mezclarse en una habilísima argumentación: se proclama la jerarquía, pero se guarda silencio sobre el eje de esa jerarquía; se ensalza la unidad, pero se olvida que es necesario un juez de esa unidad, un arbitro de las controversias que podrían quebrantarla; se identifica la cuestión bautismal con un simple rito, sin olvidar que en ella se mezclan doctrinas primordiales del dogma. Esteban mantuvo su actitud con firmeza y con indulgencia a la vez; pacífico y conciliador, no quiso acudir a censuras ni anatemas; pero supo hacer triunfar la práctica tradicional. El obispo de Cesarea volvió a pedir la comunión con Roma; el de Cartago reanudó sus primeras relaciones y lavó con una vida inmaculada y una muerte heroica su pasajera rebeldía. Después vino la persecución a estrechar más aquellos espíritus, iguales todos en su amor apasionado a la Iglesia de Cristo. Fue la persecución de Valeriano. Un edicto del año 257 obligaba a todos los jefes de la Iglesia a adherirse oficialmente a los dioses del estado, conservando, si les placía, el culto que daban a Cristo y a renunciar a la forma colegial que habían dado a sus fieles. Estas disposiciones parecían moderadas, pero en realidad ningún perseguidor había tomado hasta entonces medida tan grave; atacaban a la vez a la jerarquía y a la organización social de la Iglesia. La primera víctima fue el obispo de Roma; primero en el honor, debía serlo también en el peligro; condescendiente con los convertidos, apareció lleno de fortaleza ante los perseguidores, mereciendo la pena del destierro, en el que terminó su vida.
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