Estamos cansados de oír decir que el porvenir del hombre está en manos de aquellos que guían sus primeros pasos en la vida. La historia de Santa Mónica nos ofrece un doble ejemplo de esta verdad. Si a su solicitud maternal debemos uno de los santos más excelsos que han iluminado la Iglesia, una de las más puras glorias de la Humanidad, ella misma creció en un ambiente de austeridad, por no decir de dureza. En su pequeña ciudad de Tagaste había cristianos y paganos, católicos y maniqueos; pero en la casa de Mónica la fe auténtica era una tradición secular. Sus padres eran católicos hasta la obstinación; católicos, también, los domésticos que la rodeaban. Pero la que dictaba la ley en aquel hogar romanoafricano, donde con la fe y la virtud reinaba el tranquilo bienestar de una áurea medianía, era la nodriza, una vieja esclava que había nacido en casa, que había visto nacer a todos los hijos y los había llevado sobre sus hombros, y, en su fidelidad inviolable, llevaba la defensa de los intereses familiares más lejos que sus amos. En su niñez lejana había asistido a las escenas sangrientas de la última persecución, y ahora las contaba con exaltado apasionamiento, y vivía como si las hogueras pudiesen encenderse de nuevo. Era una aya severa en materia de disciplina. Su intransigencia encontraba en todas partes motivos de pecado y cosas que prohibir. Bajo su férula, ni el agua podía probarse fuera de las comidas: orden terrible para aquellos pequeños africanos que vivían cerca de la Tierra de la Sed. Pero la vieja les decía: «Ahora bebéis agua, porque no tenéis vino; más tarde, cuando os caséis y tengáis a vuestra disposición todas las llaves, no sabéis dónde os arrastrará la costumbre de beber.»
Mónica llevaba camino de realizar aquel pronóstico de la experiencia. No era santa todavía, pero tenía fama de discreta, y por eso la mandaban a la bodega para sacar el vino. Empezó por mojar los labios al momento de echarlo en la jarra. Eso era bastante para su garganta, poco acostumbrada al licor de Dionisios. Más que por gusto, lo hacía por travesura, por hacer una mala jugada a la nodriza, pero al poco tiempo ya no le bastaron las gotas del principio y terminó por beber una taza entera. Y he aquí que un día la vieja apareció en el umbral mientras la niña vaciaba el vaso; vino el regaño consiguiente; Mónica se rebeló; pero en medio de la disputa soltó la palabra fea, terrible, humillante: «¡ Borracha! » La muchacha quedó como abrumada bajo el peso del apóstrofe; nada replicó, salió humilde del subterráneo, y ya no volvió a probar el vino cuando la enviaba a sacarlo. Así terminó en ella una pasión naciente por obra del amor propio, unido a una rara energía. Ya entonces podía adivinarse un carácter, un alma dura y reservada, fría en apariencia, pero apasionada en el fondo.
Apenas salida de la infancia, Mónica se vió unida en matrimonio con un hombre a quien, sin duda, no conocía. Era la costumbre del tiempo. Había que casarse porque así lo exigían las conveniencias, y éste era un negocio que corría por cuenta de los padres. El marido, llamado Patricio, nos ofrece el tipo del africano romanizado. Pertenecía al Consejo municipal de la villa, y aunque no podía considerársele más que como un pequeño propietario rural, tenía todo el prestigio de un personaje entre sus convecinos. Hombre activo, violento, brutal, pero de excelente corazón. No era cristiano, pero estaba libre de todo fanatismo religioso. Su paganismo rutinario se parecía mucho al escepticismo. En sus cóleras, hubiera pegado tal vez a su mujer, pero ella se le imponía con su reserva y con su dignidad de cristiana. Mónica tenía libertad completa para cumplir sus deberes religiosos. Acaso era ya un poco rigorista, como la sirvienta que la había educado; pero estaba dotada de un tacto admirable y de una dulzura inalterable, que templaba la intransigencia de su carácter. Fiel a su marido, pero fiel también a todas las exigencias de su fe. Salía con frecuencia en compañía de una esclava de confianza para asistir a los Oficios, para visitar a los enfermos, para hacer limosnas. Cuando llegaba una fiesta, se pasaba la mayor parte de la noche en la basílica. Los domingos, según una costumbre supersticiosa que del paganismo se había infiltrado en la nueva religión, iba al cementerio con sus provisiones de vino, pan y bolas de carne picada, y en compañía de sus amigas celebraba piadosamente el banquete funerario en honor de los mártires.
Estas salidas empezaron a inquietar a su marido, que, como buen africano, sentía también la mordedura de los celos, excitados más que por sus propias sospechas, por los cuentos que le llevaban los domésticos. Además, en casa estaba también la suegra de Mónica, demasiado solícita de los intereses de su hijo. Pero fué tal la paciencia, la dulzura y la obsequiosidad de la joven esposa, que pronto logró convencer a la anciana de su conducta irreprochable. La africana se enfadó con los esclavos, los denunció a Patricio, y Patricio, como buen padre de familia, los hizo azotar. La armonía reinó desde entonces en el hogar. Las amigas de Mónica estaban maravilladas: «¡Es extraño!—le decían; enseñándole las cicatrices de los golpes que recibían de sus maridos—. Y, sin embargo, tu marido es colérico, y pagano, por añadidura. ¿Cómo te las arreglas?» Y Mónica respondía: «Cuidad de vuestra lengua.» Su regla de conducta era cerrar los ojos sobre los desórdenes de los maridos, callar cuando se irritaban, obrar con sumisión en los negocios domésticos. Tanta virtud consiguió la conversión de Patricio.
Después de Dios, después de su marido, Mónica vivía para sus hijos. A fines del año 354 había tenido uno, a quien puso por nombre Agustín. Y no era el primero. Pero en él concentrará sus más tiernos cuidados, lo mejor de sus solicitudes maternales. Un día, Patricio le trajo la noticia «de que Agustín se había revestido de la inquietud de la adolescencia como de la toga pretexta». Como buen pagano, Patricio veía con júbilo esta promesa de posteridad; pero ella, temerosa de los peligros que podría correr la virtud de su hijo, le llamó aparte y le habló seriamente. Agustín, desde la cumbre de sus dieciséis años, se burló de «las zozobras de la buena mujer, que no sabía lo que decía». Y empezó a rodar por la pendiente que había previsto el amor maternal. Va a Madaura estudiante de dogmática, y la vida empieza a seducir su corazón apasionado y su imaginación ardiente; luego, a Cartago, «donde crepita, como aceite hirviendo, la efervescencia de los vergonzosos amores». El error le ha envuelto en sus redes, el vicio ha dominado su corazón. Cuando a los veinte anos vuelve a Tagaste profesor de retórica y dialéctico terrible, es ya un maniqueo convencido y un joven pervertido. Patricio ha bajado ya al sepulcro; Mónica ha ido progresando en los caminos de la vida cristiana. Con el fervor de su fe, ha crecido su austeridad. Dos veces cada día, mañana y tarde, se la ve en el templo. No va—dirá más tarde su hijo—para tomar parte en los comadreos de las devotas, sino para escuchar la palabra de Dios en las homilías, y para que Dios escuche su palabra en las oraciones.
Pero mientras la madre iba acercándose a Dios, el hijo se alejaba cada vez más. Sus maneras de mozo emancipado desentonaban en aquella casa, donde todo respiraba seriedad. Vinieron los reproches inevitables. Agustín no se contentaba con sostener sus errores, sino que hacía gala de ellos, y a las amonestaciones respondía con el desdén. Cristiana de aquella tierra de áfrica donde había florecido Tertuliano y la mártir Perpetua, absoluta en su fe, heroica en sus decisiones, Mónica prohibió al rebelde que comiese en su mesa y que durmiese bajo su techo. Le arrojó de casa.
Eso al joven le importaba poco. No tardó en encontrar buenos mecenas que le ofrecieron su dinero, su palacio, su protección. Entre tanto, la pobre madre, con el corazón sangrante, rezaba sin cesar. Ya empezaba a arrepentirse del paso que había dado, cuando tuvo una visión que llenó su alma de consuelo. «Parecióle—dice Agustín—que estaba en pie sobre una regla de madera; y he aquí que vió llegar a un joven resplandeciente de luz, que le sonreía, mientras ella estaba hundida en la tristeza. Preguntóla el joven la causa de su aflicción, y como ella contestase que lloraba mi perdición: «No temas—replicó el mancebo—; donde tú estás, allí estará él también.»
Llena de alegría por esta promesa, Mónica se apresuró a llamar a su hijo. El amor de una madre no se detiene ante las humillaciones. Agustín volvió con aire de vencedor y con argucias de sofista. «Puesto que, según tu sueño—decía a su madre, intentando robarle la felicidad—, los dos debemos estar en la misma regla, parece evidente que tú llegarás a ser maniquea.» «No—replicaba Mónica—; no me dijeron que yo estaré donde tú estás, sino que tú estarás donde yo estoy.» Esta respuesta, inspirada por el buen sentido, hizo impresión al joven, pero no le convirtió. Como último recurso, Mónica llamó en su ayuda a un obispo que tenía fama de buen escriturista; pero tal era ya la reputación de Agustín como dialéctico, que el buen prelado no se atrevió a medirse con él. La compasión y la bondad de su alma le inspiraron entonces aquella expresión sublime que todo el mundo conoce: «No te preocupes tanto, mujer; no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas.» Más tarde, Agustín verá en estas lágrimas de su madre el primer bautismo de su regeneración. Llorando, a causa de Agustín, Mónica le dió la vida del espíritu, después de haberle parido según la carne.
Pero aún le queda mucho que llorar. Hubo una tarde en que llegó a creer que no le quedarían más lágrimas. Agustín se iba a marchar lejos; dejaría la casa paterna, atravesaría el mar, llegaría hasta Roma. Para la rígida africana, Roma era otra Babilonia llena de inmundicias y plagada de errores. Ese nombre la hacía temblar aún más que el de Cartago, que tantas amarguras le estaba ocasionando. Y, abrazándose al fugitivo, le conjuraba con lágrimas que no la abandonase. Y Agustín tuvo que acudir a un engaño, cuyo recuerdo debió ser luego un tormento de su vida. «Voy al puerto—le dijo Agustín—para despedir a un amigo que se embarca.» «Yo iré contigo», replicó ella. sospechando la verdadera intención de su hijo. Llegaron a la playa. Era una tarde de verano, húmeda y sofocante. Ni una ráfaga de aire turbaba las aguas. Y las horas pasaban sin que el navío pudiese zarpar. Viendo a su madre abrumada por el calor y la fatiga, Agustín le aconsejó pérfidamente que fuese a pasar la noche en el pórtico de una ermita cercana, «puesto que, según se decía, el barco permanecería en el puerto hasta el amanecer». Así lo hizo. Durante largo tiempo rezó por su hijo al glorioso mártir San Cipriano, ofreciendo a Dios «la sangre de su corazón», «porque deseaba verse a su lado—nos dice él mismo—con un anhelo mucho más grande que las otras madres». Rezaba y lloraba, tratando de esconder sus lágrimas a los ojos de los viajeros y los mendigos que habían buscado un refugio junto a ella, hasta que, vencida por la emoción, se durmió. Entre tanto, Agustín subía a la nave. Había logrado su objeto, pero estaba triste. En vano brillaban en la altura los blancos parpadeos de la Vía Láctea como flores de un jardín celeste; en vano le pintaba su imaginación los triunfos que le aguardaban en la Ciudad Eterna; en vano le abrazaba uno de sus amigos, repitiéndole aquel verso de Terencio: «Este día, que te trae una vida nueva, exige de ti un hombre nuevo.» El despertar de aquella pobre madre le llenaba de angustia.
Después, la lucha de la ambición, la lucha del espíritu, la lucha de la carne. Las desilusiones y las tristezas. Aquel maniqueísmo a que Agustín se había entregado con toda su generosidad juvenil, es un pantano hediondo. Y viene también la enfermedad. El profesor africano ve que la muerte se le acerca; pero apenas piensa en la otra vida; ni siquiera pide el bautismo, como en los días de su infancia, cuando le sucedió un caso semejante. Dios le protege: «Si el corazón de mi madre hubiera sido traspasado por la noticia de mi pérdida final, no habría curado nunca. Me es imposible decir con qué alma me amaba.» Pero las noticias que Mónica recibió fueron más venturosas: Su hijo está en Milán, es un personaje, un maestro famoso, un orador aplaudido; hace los elogios de los emperadores; se ha conquistado una posición en el mundo; tiene una casa cerca del palacio imperial, y cerca de la casa, un jardín. Además, el maniqueísmo ya no le interesa. «Ya se acerca a la verdad», dice Mónica en un transporte de alegría. Eso es lo que más le interesa, que su hijo camina hacia la regla donde ella ha fijado su pie. Y va en su busca para ayudarle en su peregrinación espiritual. La viuda de Patricio se ha convertido ya en una santa. La oración, el ayuno y las lágrimas han purificado y abrasado su alma, la han levantado al reino de las realidades espirituales. El barco en que navega sufre los embates de una tempestad furiosa; la tripulación tiembla, el capitán ha perdido la esperanza. Sólo ella está serena. «No temáis—dice a los navegantes—; llegaremos salvos al puerto; estoy segura.» Había visto con claridad su destino, tenía que llevar su mensaje, tenía que salvar del naufragio al más grande de los doctores.
En Milán prosigue su vida de oración y de penitencia. Asiste a los Oficios de la basílica y se la ve suspendida de los labios de Ambrosio. Como en Tagaste, va a los cementerios con su cestillo de pan y vino; pero un día el portero le cierra el paso, alegando que en Milán está prohibida esa costumbre. Y se somete con humildad. Cuando Ambrosio lo ha prohibido, tendrá sus razones. A sus ojos, Ambrosio era el hombre providencial que conduciría a su hijo hasta la fe. De cuando en cuando, el obispo y el profesor se encontraban y cambiaban amables saludos. Ambrosio felicitaba a Agustín, no de sus éxitos retóricos, sino de tener una madre como aquélla; pero esto le llenaba de alegría más que los aplausos de la multitud. Mónica seguía vigilante la dolorosa tragedia que se desarrollaba en el alma de su hijo. Era una lucha tenaz contra la pasión, una exploración angustiosa de la verdad, una agonía interna que la desgarraba el alma... Hasta aquella tarde en que el joven entró en la habitación de su madre con los ojos rojos del llanto y el alma inundada de paz. Era después de la escena del jardín, en que cruzaron el aire las misteriosas palabras que le traían el último rayo de luz: «Toma y lee.» Y ahora venía a anunciar a su madre su conversión absoluta, definitiva.
Llegó, por fin, el tiempo de los consuelos; los días del bautismo, de los coloquios a solas entre la madre y el hijo, de las charlas inolvidables de Casicíaco. En aquella quinta que florece junto a la capital vive el convertido en unión con sus amigos y algunos de sus discípulos, entregado a la dulce tarea de gustar los encantos de la verdad, tanto tiempo deseada. Mónica tenía allí también su puesto. El menaje de la casa estaba en sus manos, y en todo ponía la dulzura de su bondad y el hechizo de una abnegación conmovedora. «Cuidaba de nosotros—dice Agustín—como si todos fueramos sus hijos, y nos servía como si cada uno fuera su padre.» A veces entra en la sala de las discusiones para limpiar las sillas o para anunciar que la mesa está puesta. Su hijo la invita a quedarse, pero ella sonríe humildemente, extrañada y casi ruborizada del honor que se le hace. «Madre —!e dice Agustín—, ¿es que tú no amas la verdad? ¿Por qué me avergonzaría de darte un puesto entre nosotros? Por muy débil que fuese tu amor a la verdad, yo debiera recibirte y escucharte; mucho más sabiendo que la amas más que a mí; y yo sé muy bien cuan grande es el amor que me tienes. Ninguna cosa podría separarte de la verdad, ni el temor, ni el dolor, ni la muerte misma. ¿No es éste el grado más alto de la filosofía? No lo dudes; es para mí un gran honor confesarme tu discípulo.» Confusa por estas palabras, Mónica deja escapar un dulce reproche: «¡Cállate. bobo! ¡Jamás has proferido tantos disparates!»
Aquellos días pasaron pronto. Agustín ya no tenía más que un deseo: volver a su tierra, vivir en la humildad y el retiro, entregarse por completo a Dios. Era también el deseo de su madre. Nuevamente atravesaron los campos de Lombardía, saludaron a Roma desde lejos, y, en marcha lenta y fatigosa, entre el fuego y el polvo de un día estival, llegaron al puerto de Ostia. Ostia, ciudad bulliciosa de marinos y mercaderes, el puerto de Roma, iba a ser el puerto de la eternidad para aquella mujer admirable. Ella lo presentía, y todo el tiempo le parecía poco para comunicarse con aquel hijo que tanto tiempo había estado separado de ella. El mismo Agustín nos ha contado, con palabras que no mueren, uno de aquellos últimos coloquios. Estaban los dos asomados a una ventana que se abría sobre el jardín de la casa donde se habían hospedado. A un lado se extendía el vasto horizonte del Agro Romano; a otro, el mar sereno, agitado apenas por el soplo tibio de la tarde; en la lejanía, la línea azul del horizonte, confundiéndose con el cielo.
«Una tras otra—dice Agustín—miramos nosotros todas las cosas corporales, hasta el cielo mismo.» La gran llanura desolada, los inmensos campos estériles, tenidos aquí y allá de color rosa y verde; los bosquecillos de pinos y avellanos, las ondulaciones de las colinas romanas, envueltas en un halo de infinita melancolía, tenían un encanto indefinible para las miradas del amor en aquel suave atardecer, cuando las ventanas del mediodía se abren al relente crepuscular después de pasadas las horas de, calor. Apoyados en el alféizar, Agustín y Mónica contemplaban. «Y admiramos la belleza de tus obras, oh Dios mío. Y desde ellas nuestros espíritus se lanzaron hacia las alturas.» Era el vuelo misterioso de la contemplación. Habituada a sus prodigiosas experiencias, Mónica conducía a su hijo por aquellas regiones sublimes para saciar su anhelo de verdad. «Busca por encima de nosotros», le habían dicho las criaturas, y su madre le cogía de la mano para asistirle en medio de las aventuras de aquella exploración magnífica. «Y llegamos—continúa Agustín—hasta el fondo de nuestras almas, pero no nos detuvimos allí, sino que pasamos adelante, hasta aquella patria, oh Señor, donde Tú sacias eternamente a Israel con el pan de la vida. Y mientras hablábamos y caminábamos sedientos hacia aquella región divina, tocamos en ella un instante, con un salto de nuestro corazón. Hasta que caímos suspirando, dejando allí adheridas las primicias de nuestro espíritu, y volviendo a los balbuceos de nuestros labios, a esta palabra mortal, que empieza y que acaba.»
Nuevamente se hallaban en la tierra, envueltos en los colores agonizantes del crepúsculo, en la tristeza sombría del Agro, en un aire de nostalgia, que parecía subir de la llanura de la tierra y de la planicie del mar. Entonces fué cuando Mónica descubrió su íntimo secreto: «Hijo mío—dijo, dirigiéndose a Agustín—; para mí ya no hay encanto alguno en esta vida. No sé lo que hago ya, ni por qué sigo viviendo. Una sola cosa hacía que quisiese continuar aquí algún tiempo: era el deseo de verte, antes de morir, en el seno de la Iglesia. Mi Dios me ha escuchado. ¿Qué hago ya en este mundo?» Había cumplido su mensaje, había consumido la esperanza del siglo, y el vuelo definitivo no podía demorarse para ella. Aquel éxtasis le había servido para levantar la punta del velo.
Unos días más tarde le atacó la fiebre, la fiebre del Agro, el mal que espía siempre al viajero en aquel terreno pantanoso. Sólo sentía morir lejos de su tierra; mas pronto se dió cuenta de que esa pena era poco cristiana, y, volviéndose a los que la rodeaban, les dijo: «Enterrad este cuerpo donde queráis; no os preocupéis por eso. Lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, dondequiera que estéis.» Era el sacrificio supremo; pocas horas después exhalaba su espíritu. Agustín le cerró los ojos; y quedó como petrificado por el dolor. Sin embargo, no lloraba. Un amigo suyo comenzó un salmo, los demás continuaron. Después se le vió consolar a los demás hablando de la liberación del alma fiel y de las bienaventuranzas eternas. Se le hubiera creído insensible, pero una noche de tristeza envolvía su corazón. Con esfuerzos heróicos trataba de disipar las nubes del dolor con la luz de la fe, pero a los dos días ya no pudo más: una ola de abatimiento le invadió, empezó a sollozar de repente, y al verse privado de las ternuras de aquella madre única, lloró, inconsolable, largo tiempo.
Mónica llevaba camino de realizar aquel pronóstico de la experiencia. No era santa todavía, pero tenía fama de discreta, y por eso la mandaban a la bodega para sacar el vino. Empezó por mojar los labios al momento de echarlo en la jarra. Eso era bastante para su garganta, poco acostumbrada al licor de Dionisios. Más que por gusto, lo hacía por travesura, por hacer una mala jugada a la nodriza, pero al poco tiempo ya no le bastaron las gotas del principio y terminó por beber una taza entera. Y he aquí que un día la vieja apareció en el umbral mientras la niña vaciaba el vaso; vino el regaño consiguiente; Mónica se rebeló; pero en medio de la disputa soltó la palabra fea, terrible, humillante: «¡ Borracha! » La muchacha quedó como abrumada bajo el peso del apóstrofe; nada replicó, salió humilde del subterráneo, y ya no volvió a probar el vino cuando la enviaba a sacarlo. Así terminó en ella una pasión naciente por obra del amor propio, unido a una rara energía. Ya entonces podía adivinarse un carácter, un alma dura y reservada, fría en apariencia, pero apasionada en el fondo.
Apenas salida de la infancia, Mónica se vió unida en matrimonio con un hombre a quien, sin duda, no conocía. Era la costumbre del tiempo. Había que casarse porque así lo exigían las conveniencias, y éste era un negocio que corría por cuenta de los padres. El marido, llamado Patricio, nos ofrece el tipo del africano romanizado. Pertenecía al Consejo municipal de la villa, y aunque no podía considerársele más que como un pequeño propietario rural, tenía todo el prestigio de un personaje entre sus convecinos. Hombre activo, violento, brutal, pero de excelente corazón. No era cristiano, pero estaba libre de todo fanatismo religioso. Su paganismo rutinario se parecía mucho al escepticismo. En sus cóleras, hubiera pegado tal vez a su mujer, pero ella se le imponía con su reserva y con su dignidad de cristiana. Mónica tenía libertad completa para cumplir sus deberes religiosos. Acaso era ya un poco rigorista, como la sirvienta que la había educado; pero estaba dotada de un tacto admirable y de una dulzura inalterable, que templaba la intransigencia de su carácter. Fiel a su marido, pero fiel también a todas las exigencias de su fe. Salía con frecuencia en compañía de una esclava de confianza para asistir a los Oficios, para visitar a los enfermos, para hacer limosnas. Cuando llegaba una fiesta, se pasaba la mayor parte de la noche en la basílica. Los domingos, según una costumbre supersticiosa que del paganismo se había infiltrado en la nueva religión, iba al cementerio con sus provisiones de vino, pan y bolas de carne picada, y en compañía de sus amigas celebraba piadosamente el banquete funerario en honor de los mártires.
Estas salidas empezaron a inquietar a su marido, que, como buen africano, sentía también la mordedura de los celos, excitados más que por sus propias sospechas, por los cuentos que le llevaban los domésticos. Además, en casa estaba también la suegra de Mónica, demasiado solícita de los intereses de su hijo. Pero fué tal la paciencia, la dulzura y la obsequiosidad de la joven esposa, que pronto logró convencer a la anciana de su conducta irreprochable. La africana se enfadó con los esclavos, los denunció a Patricio, y Patricio, como buen padre de familia, los hizo azotar. La armonía reinó desde entonces en el hogar. Las amigas de Mónica estaban maravilladas: «¡Es extraño!—le decían; enseñándole las cicatrices de los golpes que recibían de sus maridos—. Y, sin embargo, tu marido es colérico, y pagano, por añadidura. ¿Cómo te las arreglas?» Y Mónica respondía: «Cuidad de vuestra lengua.» Su regla de conducta era cerrar los ojos sobre los desórdenes de los maridos, callar cuando se irritaban, obrar con sumisión en los negocios domésticos. Tanta virtud consiguió la conversión de Patricio.
Después de Dios, después de su marido, Mónica vivía para sus hijos. A fines del año 354 había tenido uno, a quien puso por nombre Agustín. Y no era el primero. Pero en él concentrará sus más tiernos cuidados, lo mejor de sus solicitudes maternales. Un día, Patricio le trajo la noticia «de que Agustín se había revestido de la inquietud de la adolescencia como de la toga pretexta». Como buen pagano, Patricio veía con júbilo esta promesa de posteridad; pero ella, temerosa de los peligros que podría correr la virtud de su hijo, le llamó aparte y le habló seriamente. Agustín, desde la cumbre de sus dieciséis años, se burló de «las zozobras de la buena mujer, que no sabía lo que decía». Y empezó a rodar por la pendiente que había previsto el amor maternal. Va a Madaura estudiante de dogmática, y la vida empieza a seducir su corazón apasionado y su imaginación ardiente; luego, a Cartago, «donde crepita, como aceite hirviendo, la efervescencia de los vergonzosos amores». El error le ha envuelto en sus redes, el vicio ha dominado su corazón. Cuando a los veinte anos vuelve a Tagaste profesor de retórica y dialéctico terrible, es ya un maniqueo convencido y un joven pervertido. Patricio ha bajado ya al sepulcro; Mónica ha ido progresando en los caminos de la vida cristiana. Con el fervor de su fe, ha crecido su austeridad. Dos veces cada día, mañana y tarde, se la ve en el templo. No va—dirá más tarde su hijo—para tomar parte en los comadreos de las devotas, sino para escuchar la palabra de Dios en las homilías, y para que Dios escuche su palabra en las oraciones.
Pero mientras la madre iba acercándose a Dios, el hijo se alejaba cada vez más. Sus maneras de mozo emancipado desentonaban en aquella casa, donde todo respiraba seriedad. Vinieron los reproches inevitables. Agustín no se contentaba con sostener sus errores, sino que hacía gala de ellos, y a las amonestaciones respondía con el desdén. Cristiana de aquella tierra de áfrica donde había florecido Tertuliano y la mártir Perpetua, absoluta en su fe, heroica en sus decisiones, Mónica prohibió al rebelde que comiese en su mesa y que durmiese bajo su techo. Le arrojó de casa.
Eso al joven le importaba poco. No tardó en encontrar buenos mecenas que le ofrecieron su dinero, su palacio, su protección. Entre tanto, la pobre madre, con el corazón sangrante, rezaba sin cesar. Ya empezaba a arrepentirse del paso que había dado, cuando tuvo una visión que llenó su alma de consuelo. «Parecióle—dice Agustín—que estaba en pie sobre una regla de madera; y he aquí que vió llegar a un joven resplandeciente de luz, que le sonreía, mientras ella estaba hundida en la tristeza. Preguntóla el joven la causa de su aflicción, y como ella contestase que lloraba mi perdición: «No temas—replicó el mancebo—; donde tú estás, allí estará él también.»
Llena de alegría por esta promesa, Mónica se apresuró a llamar a su hijo. El amor de una madre no se detiene ante las humillaciones. Agustín volvió con aire de vencedor y con argucias de sofista. «Puesto que, según tu sueño—decía a su madre, intentando robarle la felicidad—, los dos debemos estar en la misma regla, parece evidente que tú llegarás a ser maniquea.» «No—replicaba Mónica—; no me dijeron que yo estaré donde tú estás, sino que tú estarás donde yo estoy.» Esta respuesta, inspirada por el buen sentido, hizo impresión al joven, pero no le convirtió. Como último recurso, Mónica llamó en su ayuda a un obispo que tenía fama de buen escriturista; pero tal era ya la reputación de Agustín como dialéctico, que el buen prelado no se atrevió a medirse con él. La compasión y la bondad de su alma le inspiraron entonces aquella expresión sublime que todo el mundo conoce: «No te preocupes tanto, mujer; no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas.» Más tarde, Agustín verá en estas lágrimas de su madre el primer bautismo de su regeneración. Llorando, a causa de Agustín, Mónica le dió la vida del espíritu, después de haberle parido según la carne.
Pero aún le queda mucho que llorar. Hubo una tarde en que llegó a creer que no le quedarían más lágrimas. Agustín se iba a marchar lejos; dejaría la casa paterna, atravesaría el mar, llegaría hasta Roma. Para la rígida africana, Roma era otra Babilonia llena de inmundicias y plagada de errores. Ese nombre la hacía temblar aún más que el de Cartago, que tantas amarguras le estaba ocasionando. Y, abrazándose al fugitivo, le conjuraba con lágrimas que no la abandonase. Y Agustín tuvo que acudir a un engaño, cuyo recuerdo debió ser luego un tormento de su vida. «Voy al puerto—le dijo Agustín—para despedir a un amigo que se embarca.» «Yo iré contigo», replicó ella. sospechando la verdadera intención de su hijo. Llegaron a la playa. Era una tarde de verano, húmeda y sofocante. Ni una ráfaga de aire turbaba las aguas. Y las horas pasaban sin que el navío pudiese zarpar. Viendo a su madre abrumada por el calor y la fatiga, Agustín le aconsejó pérfidamente que fuese a pasar la noche en el pórtico de una ermita cercana, «puesto que, según se decía, el barco permanecería en el puerto hasta el amanecer». Así lo hizo. Durante largo tiempo rezó por su hijo al glorioso mártir San Cipriano, ofreciendo a Dios «la sangre de su corazón», «porque deseaba verse a su lado—nos dice él mismo—con un anhelo mucho más grande que las otras madres». Rezaba y lloraba, tratando de esconder sus lágrimas a los ojos de los viajeros y los mendigos que habían buscado un refugio junto a ella, hasta que, vencida por la emoción, se durmió. Entre tanto, Agustín subía a la nave. Había logrado su objeto, pero estaba triste. En vano brillaban en la altura los blancos parpadeos de la Vía Láctea como flores de un jardín celeste; en vano le pintaba su imaginación los triunfos que le aguardaban en la Ciudad Eterna; en vano le abrazaba uno de sus amigos, repitiéndole aquel verso de Terencio: «Este día, que te trae una vida nueva, exige de ti un hombre nuevo.» El despertar de aquella pobre madre le llenaba de angustia.
Después, la lucha de la ambición, la lucha del espíritu, la lucha de la carne. Las desilusiones y las tristezas. Aquel maniqueísmo a que Agustín se había entregado con toda su generosidad juvenil, es un pantano hediondo. Y viene también la enfermedad. El profesor africano ve que la muerte se le acerca; pero apenas piensa en la otra vida; ni siquiera pide el bautismo, como en los días de su infancia, cuando le sucedió un caso semejante. Dios le protege: «Si el corazón de mi madre hubiera sido traspasado por la noticia de mi pérdida final, no habría curado nunca. Me es imposible decir con qué alma me amaba.» Pero las noticias que Mónica recibió fueron más venturosas: Su hijo está en Milán, es un personaje, un maestro famoso, un orador aplaudido; hace los elogios de los emperadores; se ha conquistado una posición en el mundo; tiene una casa cerca del palacio imperial, y cerca de la casa, un jardín. Además, el maniqueísmo ya no le interesa. «Ya se acerca a la verdad», dice Mónica en un transporte de alegría. Eso es lo que más le interesa, que su hijo camina hacia la regla donde ella ha fijado su pie. Y va en su busca para ayudarle en su peregrinación espiritual. La viuda de Patricio se ha convertido ya en una santa. La oración, el ayuno y las lágrimas han purificado y abrasado su alma, la han levantado al reino de las realidades espirituales. El barco en que navega sufre los embates de una tempestad furiosa; la tripulación tiembla, el capitán ha perdido la esperanza. Sólo ella está serena. «No temáis—dice a los navegantes—; llegaremos salvos al puerto; estoy segura.» Había visto con claridad su destino, tenía que llevar su mensaje, tenía que salvar del naufragio al más grande de los doctores.
En Milán prosigue su vida de oración y de penitencia. Asiste a los Oficios de la basílica y se la ve suspendida de los labios de Ambrosio. Como en Tagaste, va a los cementerios con su cestillo de pan y vino; pero un día el portero le cierra el paso, alegando que en Milán está prohibida esa costumbre. Y se somete con humildad. Cuando Ambrosio lo ha prohibido, tendrá sus razones. A sus ojos, Ambrosio era el hombre providencial que conduciría a su hijo hasta la fe. De cuando en cuando, el obispo y el profesor se encontraban y cambiaban amables saludos. Ambrosio felicitaba a Agustín, no de sus éxitos retóricos, sino de tener una madre como aquélla; pero esto le llenaba de alegría más que los aplausos de la multitud. Mónica seguía vigilante la dolorosa tragedia que se desarrollaba en el alma de su hijo. Era una lucha tenaz contra la pasión, una exploración angustiosa de la verdad, una agonía interna que la desgarraba el alma... Hasta aquella tarde en que el joven entró en la habitación de su madre con los ojos rojos del llanto y el alma inundada de paz. Era después de la escena del jardín, en que cruzaron el aire las misteriosas palabras que le traían el último rayo de luz: «Toma y lee.» Y ahora venía a anunciar a su madre su conversión absoluta, definitiva.
Llegó, por fin, el tiempo de los consuelos; los días del bautismo, de los coloquios a solas entre la madre y el hijo, de las charlas inolvidables de Casicíaco. En aquella quinta que florece junto a la capital vive el convertido en unión con sus amigos y algunos de sus discípulos, entregado a la dulce tarea de gustar los encantos de la verdad, tanto tiempo deseada. Mónica tenía allí también su puesto. El menaje de la casa estaba en sus manos, y en todo ponía la dulzura de su bondad y el hechizo de una abnegación conmovedora. «Cuidaba de nosotros—dice Agustín—como si todos fueramos sus hijos, y nos servía como si cada uno fuera su padre.» A veces entra en la sala de las discusiones para limpiar las sillas o para anunciar que la mesa está puesta. Su hijo la invita a quedarse, pero ella sonríe humildemente, extrañada y casi ruborizada del honor que se le hace. «Madre —!e dice Agustín—, ¿es que tú no amas la verdad? ¿Por qué me avergonzaría de darte un puesto entre nosotros? Por muy débil que fuese tu amor a la verdad, yo debiera recibirte y escucharte; mucho más sabiendo que la amas más que a mí; y yo sé muy bien cuan grande es el amor que me tienes. Ninguna cosa podría separarte de la verdad, ni el temor, ni el dolor, ni la muerte misma. ¿No es éste el grado más alto de la filosofía? No lo dudes; es para mí un gran honor confesarme tu discípulo.» Confusa por estas palabras, Mónica deja escapar un dulce reproche: «¡Cállate. bobo! ¡Jamás has proferido tantos disparates!»
Aquellos días pasaron pronto. Agustín ya no tenía más que un deseo: volver a su tierra, vivir en la humildad y el retiro, entregarse por completo a Dios. Era también el deseo de su madre. Nuevamente atravesaron los campos de Lombardía, saludaron a Roma desde lejos, y, en marcha lenta y fatigosa, entre el fuego y el polvo de un día estival, llegaron al puerto de Ostia. Ostia, ciudad bulliciosa de marinos y mercaderes, el puerto de Roma, iba a ser el puerto de la eternidad para aquella mujer admirable. Ella lo presentía, y todo el tiempo le parecía poco para comunicarse con aquel hijo que tanto tiempo había estado separado de ella. El mismo Agustín nos ha contado, con palabras que no mueren, uno de aquellos últimos coloquios. Estaban los dos asomados a una ventana que se abría sobre el jardín de la casa donde se habían hospedado. A un lado se extendía el vasto horizonte del Agro Romano; a otro, el mar sereno, agitado apenas por el soplo tibio de la tarde; en la lejanía, la línea azul del horizonte, confundiéndose con el cielo.
«Una tras otra—dice Agustín—miramos nosotros todas las cosas corporales, hasta el cielo mismo.» La gran llanura desolada, los inmensos campos estériles, tenidos aquí y allá de color rosa y verde; los bosquecillos de pinos y avellanos, las ondulaciones de las colinas romanas, envueltas en un halo de infinita melancolía, tenían un encanto indefinible para las miradas del amor en aquel suave atardecer, cuando las ventanas del mediodía se abren al relente crepuscular después de pasadas las horas de, calor. Apoyados en el alféizar, Agustín y Mónica contemplaban. «Y admiramos la belleza de tus obras, oh Dios mío. Y desde ellas nuestros espíritus se lanzaron hacia las alturas.» Era el vuelo misterioso de la contemplación. Habituada a sus prodigiosas experiencias, Mónica conducía a su hijo por aquellas regiones sublimes para saciar su anhelo de verdad. «Busca por encima de nosotros», le habían dicho las criaturas, y su madre le cogía de la mano para asistirle en medio de las aventuras de aquella exploración magnífica. «Y llegamos—continúa Agustín—hasta el fondo de nuestras almas, pero no nos detuvimos allí, sino que pasamos adelante, hasta aquella patria, oh Señor, donde Tú sacias eternamente a Israel con el pan de la vida. Y mientras hablábamos y caminábamos sedientos hacia aquella región divina, tocamos en ella un instante, con un salto de nuestro corazón. Hasta que caímos suspirando, dejando allí adheridas las primicias de nuestro espíritu, y volviendo a los balbuceos de nuestros labios, a esta palabra mortal, que empieza y que acaba.»
Nuevamente se hallaban en la tierra, envueltos en los colores agonizantes del crepúsculo, en la tristeza sombría del Agro, en un aire de nostalgia, que parecía subir de la llanura de la tierra y de la planicie del mar. Entonces fué cuando Mónica descubrió su íntimo secreto: «Hijo mío—dijo, dirigiéndose a Agustín—; para mí ya no hay encanto alguno en esta vida. No sé lo que hago ya, ni por qué sigo viviendo. Una sola cosa hacía que quisiese continuar aquí algún tiempo: era el deseo de verte, antes de morir, en el seno de la Iglesia. Mi Dios me ha escuchado. ¿Qué hago ya en este mundo?» Había cumplido su mensaje, había consumido la esperanza del siglo, y el vuelo definitivo no podía demorarse para ella. Aquel éxtasis le había servido para levantar la punta del velo.
Unos días más tarde le atacó la fiebre, la fiebre del Agro, el mal que espía siempre al viajero en aquel terreno pantanoso. Sólo sentía morir lejos de su tierra; mas pronto se dió cuenta de que esa pena era poco cristiana, y, volviéndose a los que la rodeaban, les dijo: «Enterrad este cuerpo donde queráis; no os preocupéis por eso. Lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, dondequiera que estéis.» Era el sacrificio supremo; pocas horas después exhalaba su espíritu. Agustín le cerró los ojos; y quedó como petrificado por el dolor. Sin embargo, no lloraba. Un amigo suyo comenzó un salmo, los demás continuaron. Después se le vió consolar a los demás hablando de la liberación del alma fiel y de las bienaventuranzas eternas. Se le hubiera creído insensible, pero una noche de tristeza envolvía su corazón. Con esfuerzos heróicos trataba de disipar las nubes del dolor con la luz de la fe, pero a los dos días ya no pudo más: una ola de abatimiento le invadió, empezó a sollozar de repente, y al verse privado de las ternuras de aquella madre única, lloró, inconsolable, largo tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario